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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (30 page)

BOOK: Espada de reyes
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«¡Dioses, no! —renegó Tyorl—. Lavim está en posesión del instrumento del mago.»

El theiwar se volteó con la brusquedad de un torbellino. Tenía un solo ojo, pero le bastaba para expresar su odio, su delectación en el tormento y la muerte ajenos. Blasfemó al distinguir al elfo y, acto seguido, sus manos arañaron el aire de la estancia en unas gesticulaciones que más parecían la tosca pantomima de una danza. El guerrero apenas alcanzó a observar el repentino fin de tales aspavientos, similar a la caída de un ave al ensartarla la flecha letal, antes de que empezaran a flaquear sus propias rodillas.

Rezagada en la curva, Kelida chilló y se ahogó en una arcada.

La canción, una copla endiabladamente alegre y desenfadada, voló hacia el elfo sobre las corrientes de la más espantosa fetidez que alguna vez oliera. Mezcla de estercoleros antiguos, huevos podridos, ratas muertas en los vahos etílicos de una taberna y vegetales en proceso de podredumbre y transformación en grasiento légamo, la pestilencia invadió y corrompió todo. El elfo se desplomó sin otra alternativa que estrujarse el estómago con los brazos y apretar los dientes ante la afluencia imparable del vómito. Un concierto de arcadas y lamentos se inició en la gruta y, más lejos, en la margen del torrente. Una voz cavernosa, que sólo podía pertenecer a Lavim, rebotó contra los muros en estrepitosas carcajadas. Unas pequeñas manitas golpetearon la espalda del guerrero y tiraron de sus extremidades.

—Tyorl, ¿verdad que huele terriblemente mal? Todo el mundo está arrojando lo que ha ingerido en la última semana. ¿No es fantástico? ¡Vamos, amigo, levántate! Se supone que tú eres el héroe que irrumpe ahora en la cueva, rescata a Stanach y da su merecido a esos... esos «como se llamen» mientras tratan de recuperarse. Tyorl, ¿qué te pasa?

—Kender —jadeó el elfo, sin fuerzas—, juro por todos los dioses que pueblan las esferas que te...

Asaltado por un espasmo en el esófago, Tyorl se dobló sobre sí mismo y tuvo clara evidencia de que había incurrido en un error al hablar. Su amenaza terminó en gemidos y una nueva expulsión de alimentos. Cuando por fin pudo alzar los ojos, advirtió que estaba solo.

«Lo mataré —resolvió mientras se limpiaba las comisuras con el dorso de la mano e, inseguro, se ponía en pie y se apoyaba contra la pared intentando no respirar hasta que remitiera el malestar—. Voy a hacerle un tajo desde el cuello hasta el hígado y veremos si entonces se muestra tan contento.»

Una nueva mano, trémula aún por la súbita y violenta náusea, asió el brazo del elfo. Era Kelida que, mareada y frágil, se apoyaba en él y le susurraba:

—¿Estás bien?

—Sí —respondió Tyorl, levantándole la barbilla. Enseguida, asombrado por su propio gesto, la apartó de su cuerpo e indagó a su vez—: ¿Y tú?

Ella se encogió de hombros y consiguió dedicarle una imprecisa sonrisa. Las emponzoñadas ráfagas, con su nociva carga, comenzaban a desvanecerse al fundirse en la brisa que provenía del río.

—Tyorl, ¿qué ha sucedido? ¿De dónde han salido esos insoportables tufos que nos han revuelto las tripas?

—¡Ese kender de los infiernos tiene la flauta de Piper! ¿Dónde se habrá metido?

—Lo ignoro —declaró Kelida, dando un vistazo en su derredor—. Esos quejidos... —agregó, muy pálida— eran de Stanach.

Dentro de la cavidad contigua, la barahúnda de arcadas y ahogos había cesado. Las risas de Lavim eran lo único que rasgaba el silencio, y también éstas se extinguieron con ominosa prontitud. El elfo penetró en la cueva, y la muchacha tras él.

El refrescante viento nocturno terminó de disipar el maloliente hechizo del kender. Tras unas prudentes intentonas, Tyorl notó que sus pulmones aceptaban las nuevas bocanadas y que las náuseas habían desaparecido. Inspeccionó la cueva y descubrió a Stanach contra un muro, tendido en la oscuridad. Kelida, al verlo así postrado, se adelantó y corrió hacia el enano.

Los sicarios de Realgar yacían en el suelo y no volverían a levantarse. Dos de ellos tenían el cráneo aplastado, y la roca que los había matado se encontraba a los pies del elfo con abundantes manchas de sangre y porciones adheridas de masa encefálica. El tercero había sucumbido a una daga en el pecho. Un examen de las proximidades reveló a un cuarto enano de bruces en la orilla, con medio cuerpo sumergido.

—Lavim —preguntó Tyorl, estupefacto—, ¿los has eliminado a todos?

El kender, acuclillado en la esquina menos iluminada de la sombría cámara, estudió el apocalíptico panorama.

—¡Eso quisiera yo! Uno de ellos huyó, y era mi predilecto en el sentido de que era con el que más ansiaba ajustar cuentas. Debería haberte esperado, pero como padecías unas transitorias dificultades embestí en solitario y...

—¡Stanach!

Era la voz de Kelida. La muchacha había hincado ambas rodillas junto al yaciente enano y posado unos dedos vacilantes en el cuello, a la caza del pálpito vital. Hizo un gesto de asentimiento a Tyorl; el corazón latía, aunque muy débilmente.

El elfo sintió una opresión en el estómago cuando la pálida luz de las estrellas iluminó a Stanach. Su barba estaba apelmazada con coágulos sanguinolentos, y la siniestra estela de un acero surcaba su faz en un chirlo que iba del ojo al mentón. Pero lo que más lo conmocionó fue la visión de su destrozada mano derecha.

Además de haber sido adiestrado en las artes marciales, Tyorl había recibido una esmerada educación. Uno de sus maestros le dijo una vez que la mano de un artesano era sagrada. Sin ella se quebraba el puente entre lo que concebía y lo que luego había de plasmar en una creación tangible. El puente de Stanach estaba en ruinas.

Un plañido gorgoteante, quedo y preñado de indescriptible agonía, sobresaltó al elfo. Hammerfell, vidriosos y opacos sus ojos, con un cerco azulado en torno a los iris, miraba a Kelida. Cuando habló, su voz fue poco más que un susurro.

—No... no me siento la mano.

Un relámpago de pánico quebró la opacidad de sus ojos. Rebulló en su pétreo lecho y trató de flexionar los dedos hasta que, al comprobar que ni siquera el meñique respondía, entornó los párpados.

—¿Me la han cercenado? Noto el brazo, pero nada más allá de la muñeca.

Kelida quiso prodigarle unas frases de consuelo. Incapaz de formularlas, sin embargo, se contentó con acariciarle la cabeza y despejar de su frente los mechones apelotonados por la sangre. Tyorl, con el corazón lleno de dolor, reparó en las lágrimas que se le escapaban a la muchacha.

Fue Lavim quien, con la boca singularmente pastosa, ofreció una contestación al sufriente.

—Mi joven amigo, no te han cortado la mano.

—No... no me la siento.

Por el bien de Stanach, el elfo logró esbozar una forzada sonrisa y, agachándose, murmuró:

—Puedes agradecer a tu dios por no sentirla, Stanach, pero está en su sitio, de eso no te quepa duda. Te conviene descansar —añadió, acongojado por la aflicción.

—Piper. Mataron a Piper —murmuró el enano—. Quieren... a Vulcania.

Los ojos de Kelida se oscurecieron con una súbita comprensión. «Sí, Hauk —pensó Tyorl—, ella se ha forjado a ilusión de que vives. Yo, en cambio, te deseo que hayas muerto. Si esos degenerados han dejado a su congénere en tan lamentable estado en sólo unas horas, a ti pueden haberte triturado en todos estos días. ¡Dioses, haced que haya muerto!»

La muchacha agarró la espada que pendía de su cadera y la soltó al punto como si el metal la quemase. Era consciente de que ahora ella no sería más que un cadáver de no haber guardado el enano un heroico silencio mientras destrozaban su mano.

—¡No, Stanach, no! —sollozó.

«¿Cómo se hace para resistir el abrumador peso de saber que uno existe gracias al sacrificio y padecimiento de otros? —siguió pensando Tyorl—. Desgarras tu capa para hacer vendas, refrescas la fiebre insoportable con el agua de tu cantimplora.»

Mientras contemplaba las evoluciones de Kelida y escuchaba el bálsamo de su voz que, cual un ungüento mágico, sosegaba al herido, mientras miraba el ir y venir de sus manos sobre el ensangrentado rostro y la meticulosa manera en que limpiaba los jirones de su capa antes de lavar las llagas y cubrirlas, el elfo hubo de aceptar la evidencia de que su amor por la joven no era inferior al de ella por Hauk.

«No —se debatió—, no es cierto. Estoy exhausto, no me he recobrado por completo del trance y me exaspera moverme a ciegas, ignorando cuál será el siguiente tropiezo. En medio de semejante caos, confundo mis emociones. ¿Cómo puedo haberme enamorado de una moza de taberna, humana por más señas? Y, encima, una mujer que quiere a mi mejor amigo.»

Dio un ligero codazo al kender, y se encaminó hacia la salida de la cueva. Necesitaba aire para aclarar sus pulmones y sus ideas. El hombrecillo fue tras él.

—Lavim, antes has dicho que uno se dio a la fuga.

—Sí —ratificó el otro—. Era veloz y escurridizo, tuerto y repugnante como los enanos gully. De todos modos, habría dado buena cuenta de él de no estar tan ajetreado con sus secuaces.

—Sí, debes de haber tenido un buen trajín. —El guerrero señaló río abajo, y preguntó—: ¿Y ése?

—Está muerto, o casi.

—Ya lo veo. Durante un par de minutos has sido el habitante más activo de todo Krynn.

—¡Ha resultado ser una experiencia emocionante, sí, aunque también agotadora! No me sobraba el tiempo, lo que no obsta para que haya hecho gala de mis cualidades guerreras. Sobre todo en las grutas soy invencible, a menos que me centupliquen en número, me aten las manos o me despojen de mis cuchillos.

—¿Dónde está la flauta?

—¿La flauta? —Lavim se hizo el desentendido, dejando errar la vista por la bóveda celeste.

—Sí, el instrumento del hechicero —puntualizó el elfo, y abrió su palma—. Dámela, y no malgastes saliva inventando mentiras. Me consta que se halla en tu poder.

—No... sí, la tenía, pero creo que la perdí ahí dentro. —Lavim hurgó en los bolsillos de su deshilachado capote, rebuscó en un par de sus innumerables sacos y se palpó el cuerpo con unos ojos dilatados que eran la viva estampa de la ingenuidad—. Sí, la extravié ahí dentro. El encantamiento oloroso ha sido peor de lo que auguraba y, francamente, me pilló desprevenido. ¿No te ha pasado a ti lo mismo? Cuando me acerqué me pareció que estabas muy apabullado; incluso se te había puesto la tez de un color verdoso. No como un reptil, entiéndeme, sólo en las paredes nasales y bajo los ojos.

¡En las paredes nasales! Tyorl tenía la total certidumbre de haber estado tan verde como un pan enmohecido, pero no le apetecía dirimir tales cuestiones y ni siquiera pensar en ellas. Prefirió ser práctico y mandar al kender en busca de la flauta. Sabía que habría sido preferible hacerlo en persona, mas había algo en el enano del torrente que le intrigaba sobremanera y que deseaba investigar.

—Tráeme enseguida ese objeto, dondequiera que esté.

—Será un placer, pero ¿por dónde empiezo en ese subterráneo con tantas ramificaciones?

—Por la cueva donde has librado la batalla.

—Sí, bien. ¿En qué...?

Tyorl se alejó en dirección al río, sin prestar atención al resto de la pregunta. La forma en que el enano yacía despatarrado en la ribera, con los brazos estirados y las manos congeladas en un zarpazo frustrado, lo indujeron a concluir que no había muerto de una pedrada en el cráneo ni por una daga en el torso, y que no había sido el kender su ejecutor.

* * *

Stanach evocaba nostálgico los desnudos riscos expuestos al viento que circundaban Thorbardin. En su duermevela se imaginaba recostado en las desgastadas rocas, aspirando el escarchado aroma otoñal. Ansiaba la lumbre sin calor de las estrellas, la plateada luz de Solinari sobre las nieves precoces y aquel fulgor de Lunitari que realzaba con un festón carmesí los collados y los picos de sus montañas.

Idealizaba aquellos paisajes en sus sueños, los rememoraba en sus cortas vigilias. Pero el sufrimiento lo eclipsaba todo.

Este sufrimiento constituía el elemento primordial de su ser. No estaba hecho de carne y hueso, de sangre, vísceras y órganos, sino de la esencia misma de la agonía. Cada vez que intentaba ascender al cielo, surgía el dolor, un demonio escarnecedor personificado en los ojos de Wulfen, y le bloqueaba el paso. No llegaba a tocar la dorada luz solar, la noche diamantina, el crepúsculo de zafiro. Navegaba en las tinieblas, sin más punto de referencia que el llanto de la humedad en los muros negros de piedra. Si gritaba, nadie acudía. Estaba solo, sin posibilidad de regresar, sin una senda que lo llevara a Thorbardin, bajo las montañas.

* * *

Lavim volvió a la caverna del río. Mientras lo hacía, introdujo la mano en su bolsillo y palpó un cilindro de madera agujereado que sólo podía ser la flauta. Quedó atónito al descubrirla. El kender no se consideraba embustero, ni aun lioso. Creía siempre a pies juntillas aquello que narraba o argüía... en el instante de hacerlo.

Aguzó el oído, atento a las acusaciones de Piper. El mago siempre alegaba algo a sus razonamientos mentales.

Ahora, el mago nada le opuso. El kender lo llamó sin resultado. Se arrodilló entonces junto a Kelida, suponiendo que el fantasma estaba resentido por su inocente improvisación.

«Al instrumento no le ha importado», se dijo. Había interpretado exactamente la melodía correspondiente a lo que el kender había dado en bautizar como el sortilegio oloroso. Había sido un éxito, y el mago debería reconocerlo en lugar de mostrarse tan taciturno.

La mujer había eliminado ya la sangre y la suciedad del semblante de Stanach, cauterizado el chirlo y arropado al paciente con su capa. Con una mano le alzaba cuidadosamente la cabeza, y con la otra llevaba a sus cuarteados labios un odre de agua. Al apercibirse de que el líquido se atoraba en el gaznate, Springtoe friccionó los lados de su garganta sin excederse en la presión y, en efecto, bajo el tacto de sus encallecidos dedos el enano tragó varios sorbos. No abrió los ojos en ningún momento.

—Es un pequeño ardid que en ocasiones resulta útil —murmuró el kender—. Pobre Stanach, me acongoja sólo mirarlo.

La muchacha estaba desmoralizada y extenuada. Con un gesto ausente, se desembarazó de unos tirabuzones desgreñados que le caían sobre las facciones.

—Deberíamos tratar esos dedos, Lavim —propuso—. Pero no...

Enmudeció, carente de términos con que expresar su reticencia a manosear aquella ruina que un día fue una promesa de creatividad.

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