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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (25 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Tal vez fueron ciento diez. Como bien imaginarás, no me detuve a hacer un cómputo exacto.

—¿Y recuperaste el proyectil después de eliminar al monstruo?

—¡Por supuesto! Es una especie de talismán de la familia, que me entregó mi padre y a él el suyo. Lo tengo desde hace años.

—Vamos, como una herencia —comentó Kelida, conteniendo una sonrisa.

—Algo parecido, aunque confieso que nunca me lo planteé en estos términos —respondió Lavim mientras guardaba su tesoro en la bolsa.

La idea de que tres generaciones de kenders recobraran sistemáticamente aquel artículo tras arrojarlo con el hoopak era demasiado absurda para concederle ni siquiera un lejano viso de verosimilitud. La moza se tapó la boca para ocultar su risa, pero la jocosidad afloró a través de sus verdes iris.

—¿Qué tiene de gracioso? —se enfurruñó el kender.

—Nada en absoluto. No me río; sólo sonrío porque es grato que tengas algo capaz de suscitar en ti remembranzas de tus antecesores —se evadió Kelida.

La humana apretujó las piernas contra el pecho, apoyó la barbilla en las rodillas y observó a su interlocutor, el cual, muy serio, clasificaba sus pertenencias. Los rayos crepusculares realzaban las canas de su barba mientras que, en su curtida y ajada faz, los esmeraldinos ojos rivalizaban en intensidad con la hierba primaveral.

—Yo no tengo ningún objeto que me recuerde a mi familia. Tampoco me obsequiaron nunca, que yo sepa, un amuleto.

—¡En Khur los hay a millares! —exclamó Springtoe—. ¿La has visitado alguna vez? Es mi patria, una hermosa demarcación de sierras, montes y también algunos valles. Deberías ir a pasar una temporada. Yo siempre deseo volver pero, en cuanto me decido, algún evento inesperado me empuja en dirección opuesta. Como esa dichosa Vulcania, que ha movilizado a tanta gente y aún no he entresacado el porqué.

»
Tú no siempre estuviste empleada en la taberna, ¿verdad? Si no me equivoco, vivías en una granja junto a tu familia antes de que el Dragón... de que entraras al servicio de Tenny —rectificó—. Si te gustan los trabajos de labranza, te entusiasmarán los fértiles campos de Khur. Sería un placer enseñártela en un momento más propicio, cuando hayamos solucionado lo de la espada. Haríamos una estancia corta, y yo la disfrutaría tanto como tú. Quizás al tal Hauk le apetezca añadirse a nosotros.

—¿Qué hay en tu tierra que pueda interesarle? —le interrogó la moza con asombro.

—Tu presencia. Quiero decir que si emprendes este azaroso viaje a Thorbardin para rescatarlo, lo normal es que luego desee demostrarte su gratitud. ¿Lo habrán confinado en una celda o una mazmorra? Las primeras son muy soportables, siempre que el período de reclusión no sea excesivo. La comida no es apetitosa, pero sí regular.

»
Las mazmorras, por el contrario, exigen mayor fortaleza. El alimento no es mucho peor, pero no se suministra diariamente. Los celadores tienden a olvidar a los reos transcurridas un par de semanas.

»
Thorbardin —prosiguió— es un reino enorme, integrado no por una ciudad sino por nada menos que seis. Se comunican entre sí, creo que con puentes, y todas ellas fueron construidas en el interior de la montaña. ¿No es alucinante?

»
También hay en su recinto demarcaciones agrícolas y jardines. ¿De qué manera pueden crecer plantas en un ámbito privado de luz y de lluvia? En cuanto a esta última, deben de acumular el agua de lluvia en depósitos del exterior y luego acarrearla en cubos, lo que, por otra parte, entraña una tremenda tarea. Mas los rayos solares no pueden condensarse en ningún recipiente. ¿Qué clase de invento les permite reemplazarlos?

Habló y habló. Kelida apenas le escuchaba. Seguía pensando en las mazmorras y se preguntaba si realmente Hauk presentía que alguien iba a socorrerlo o si, por el contrario, habría cundido en él el desaliento.

«Tiene que saber que Tyorl no dejará de buscarlo —se decía—. Y asimismo tiene que saber que su encarcelamiento se debe a la espada», razonó, palpando a Vulcania dentro de su funda.

—Si uno se propone conservar el calor del sol en algún tipo de recipiente, éste habrá de tener una tapa hermética. ¿No opinas tú igual?

«Si el guerrero está vivo, se habrá hecho una representación mental de lo que pasa —proseguía el monólogo interior de la moza—. Pero, ¿lo está? Hace ya seis noches que dejó la taberna.»

Con un estremecimiento, pensó en Piper, el mago que ahora yacía en una loma boscosa, y en el familiar muerto de Stanach. Entornó los párpados y enterró la faz en sus erguidas rodillas.

Intentó oír el timbre de barítono de Hauk, el quiebro de su voz, que había puesto al descubierto la emotividad que disfrazaba bajo su bramar de oso. Kelida se dijo que, mientras la masculina voz perdurase en ella, el aventurero no perecería. Tenía que visualizar sus ojos en el momento de entregarle la tizona, para prolongar su existencia.

El cincel de sus ilusiones había esculpido, a partir del cortísimo intercambio que hubo entre ellos, una indeleble escena de galantería y mutua atracción, olvidando el temor que, en la realidad, Hauk le había causado.

—...Y tendrán que ser recipientes oscuros, quizá reforzados con plomo o algo parecido, para que los rayos del sol no se escabullan por las junturas. Me deja atónito que los enanos sean tan inteligentes.

Kelida estrujó entre sus dedos la empuñadura del arma. Stanach la había definido como una Espada de Reyes, como un ente vivo con el corazón de un volcán. Para ella siempre sería la prenda de un hombre que puso en jaque su existencia en una apuesta y luego arriesgó la suya propia a fin de salvarla.

Crujieron las ramas de unos arbustos y rodó una piedra por la senda. Lavim saltó al suelo y guardó precipitadamente sus guijarros en el saquillo. La muchacha ladeó alarmada la cabeza y vio a Tyorl a unos metros. Hizo ademán de levantarse, pero el elfo le hizo señal de permanecer donde estaba.

—Todavía no. Lavim, ¿te importunaría mucho si te pidiera que fueses al encuentro de Stanach? No tienes más que ir hacia adelante sin perder la ruta.

El kender afianzó el hoopak a su espalda.

—Me encantará hacer un poco de ejercicio, Tyorl. ¿Sucede algo?

—Por ahora, no. Reúnete con el enano y no juegues a espíritu errante.

Pletórico de alegría, Lavim se alejó trotando, acompañado por el tintinear del zurrón y las bolsas.

—No ha cesado de cotorrear, ¿no es cierto? Su acento gutural invadía el ambiente aun en la lejanía. ¿De qué hablaba esta vez? —inquirió el elfo, ocupando el puesto que el kender había dejado vacante.

—De las formas viables de empaquetar el sol en cofres blindados y bajarlo a las entrañas de Thorbardin.

—¿De qué...? —Lleno de estupor, el elfo se rascó la mandíbula.

—Del sol que se necesita para los jardines de Thorbardin. Según él, está repleto de jardines. ¿Es cierto?

—No lo sé, pero en una ciudad subterránea mucho me extrañaría que subsistieran. La cháchara de un kender es siempre una mezcla de sueños y fantasía.

Kelida observó largo rato a Tyorl mientras éste se aseguraba de la correcta colocación de la cuerda del arco.

—¿Dónde está el enano?

—En el camino, explorando los alrededores.

—¿No sería preferible que nos mantuviéramos juntos?

El elfo escudriñó las sombras y, pese a no percibir sino el ulular del aire entre las copas de los árboles, hizo un ademán receloso.

—Y así será. Dentro de unos minutos nos reagruparemos. Te aviso que la cuesta es muy empinada; ya puedes empezar a hacer acopio de energías.

Tras emitir un lacónico «sí», Kelida enmudeció y se quedó observando el entramado de sombras que se dibujaba en el sendero. Tyorl, a su vez, contemplaba en silencio las hebras doradas que la luz del sol trazaba en los cabellos de la muchacha.

* * *

«Desde luego, el asunto de los cubos quizá funcione o quizá no —se decía Lavim—. De cualquier modo, habría que probarlo para saberlo.»

El viento suspiraba en las alturas mientras el kender trotaba vereda arriba.

«Sea como fuere, no hay que devanarse los sesos. Si los enanos tienen jardines, deben de haber resuelto el problema de la luz.»

Había tomado la decisión de no inquietarse por su nuevo hábito de conversar consigo mismo. En fin de cuentas, era más ameno e instructivo que dirigirse a los demás porque, como es lógico, su otro yo jamás le interrumpía.

Stanach y Tyorl, en cambio, se complacían en cortarlo en medio de las frases y, aunque Kelida sí le prestaba cierta atención, cada vez encontraba más placenteras esas conversaciones consigo mismo. Sus contestaciones eran precisas, eruditas e infalibles.

Se salió de la calzada principal allí donde los arbustos pisoteados le revelaban el cambio de trayectoria del enano.

«¡Muy propio de él! —lo criticó en su fuero interno—. Abre un atajo de un kilómetro de ancho para facilitar su captura al enemigo. Esos enanos no pueden ser más calamitosos al aire libre. ¡Claro, viven como los hurones!»

Un peñasco se recortaba, alto y gris, ante él. «Apuesto dos saquillos a que se ha metido en estos andurriales en lugar de seguir por el sendero. ¿Por qué lo habrá hecho? Bueno, se lo preguntaré cuando lo encuentre.»

Después de aquilatar los agarraderos más fiables, trepó a la cúspide de la roca. Verificó que el enano lo había precedido en los jirones de musgo que se habían desprendido de su base, o que habían sido aplastados. «Lo único que le ha faltado ha sido escribir un cartel en letras rojas rezando: He pasado por aquí.»

Un hilillo de sol puso al relieve un objeto semioculto en una hendidura. Lavim lo asió, y una expresión de asombro se dibujó en su rostro al identificar la flauta de Piper.

Respiró hondo, lanzó un silbido y murmuró:

—¡El instrumento del mago! ¡Hoy es mi día de suerte!

Acercó la boquilla a sus labios, deseoso de confirmar si la flauta tenía la capacidad de hacer de él un maestro en el arte de la música. Brotó una nota, la segunda, y un par más. Mientras tomaba aire para proseguir, un súbito pensamiento lo asaltó:

«¿Por qué habrá dejado Stanach la flauta en esta abertura? Él que es tan puntilloso en las cuestiones de orden, incluso maniático, y sobre todo con una de las posesiones de su amigo muerto. No puede haber actuado así por desidia.»

El kender frotó con ambos pulgares la tersa madera de cerezo y, alzándola hacia el agonizante resplandor, contempló las vetas castañas y bruñidas. Era impensable que el enano hubiese tirado algo tan valioso. «Además de haber sido de Piper, contiene hechizos mágicos. Uno no se deshace de un instrumento embrujado tras haberlo llevado colgado al cinto durante dos días y haberlo toqueteado cada cinco minutos para comprobar que continuaba allí.»

Investigó entonces a fondo la cima aplanada de la prominencia. Alguien más la había escalado: el mantillo que circundaba el pino tenía las huellas de dos pares de pies.

Unas eran del habitante de Thorbardin, pero las otras no pertenecían a Tyorl, puesto que sus dimensiones y configuración se asemejaban a las de Stanach. Se trataba de un enano.

¿Qué otro enano iba a aventurarse en aquella frondosidad en la que tan mal se desenvolvían? «Podría ser —se iluminó de pronto la mente de Lavim— uno de esos hechiceros del clan... del clan...»

Theiwar.

—Gracias, lo tenía en la punta de la lengua. Si el...

Cerró de golpe la boca y dio una ojeada a las inmediaciones. El viento silbaba en la maleza y el río susurraba en el fondo del valle. Un grajo, posado en lo alto de un roble, graznó y levantó un bullicioso vuelo. No había, pues, en el paraje ningún ser racional. Pero el kender había oído una voz, con un timbre que no distaba mucho del de una flauta o de esa hueca resonancia del viento en las cortezas vaciadas.

—¡Hola!

Lavim, Stanach está en aprietos.

El kender dio una vuelta completa sobre sí mismo, con el entrecejo fruncido, escrutando el valle y el bosque.

—¿Quién eres? ¿Dónde te escondes? ¿Cómo te has enterado de que el enano ha sufrido un contratiempo? —preguntó en alta voz.

Tienes que ayudarlo, Lavim.

—Sí, pero... ¡Aguarda un momento! ¿Qué garantías me ofreces de que no eres un... un...?

Theiwar.

—Exacto. ¿Cómo sé que no eres...?

No te habría prevenido que está en peligro si fuera uno de ellos.

—¿Por qué no te dejas ver? ¿Dónde diantre te metes?

Detrás de ti.

Se volvió como un torbellino. No había nadie a su espalda, ni tampoco enfrente ni a los flancos. ¿Cómo era posible que hubiera oído una voz si no había nadie? ¿Estaba hablando otra vez consigo mismo?

Pero esa voz no se parecía a la suya. Cerró los ojos para evocar el tono que adoptaba en sus soliloquios, pero no lo consiguió. Convencido de que no era su propia voz, abrió los ojos y escudriñó los alrededores.

—Atiende...

La voz, que ahora parecía proceder de todas partes, había cambiado su timbre por otro duro y acerado.

Lavim, eres tú quien me ha invocado. Ahora escúchame: ¡ve en busca de Tyorl!

El kender suspiró. Si, a pesar de todos sus pronósticos, era su personalidad desdoblada la que conferenciaba con él, había copiado del elfo y de Stanach el feo vicio de interrumpirle.

—¿Que yo te he invocado? Niego haber...

Eso
ya lo debatiremos más tarde. ¡Vamos, corre con todas tus fuerzas!

Springtoe descendió a terreno liso y, dejando atrás el pétreo montecillo, se dirigió hacia la vereda. No fue el pánico el causante de que lo hiciera a toda carrera, ni tampoco su casi inexistente sentido de la obediencia, sino la convicción de que esa voz no era la suya.

«Bueno —se dijo—, es posible que haya estado hablando conmigo mismo, pero fue otro quien respondió.»

Con una sonrisa, prosiguió su carrera mientras enarbolaba la vieja flauta de madera. Creía saber quién le había respondido.

16

Una reñida votación

Gneiss oyó cómo los recién encendidos braseros en la cámara del consejo prendían en un quedo siseo, suspiraban y se asentaban en un ardor lento pero inmutable. Se hizo un suave masaje en las sienes, percatándose de que aquel gesto era ya tan habitual como sus migrañas. La causa directa de la que ahora le aquejaba eran los ochocientos peregrinos que se habían constituido en protagonistasde sus asambleas durante demasiadas sesiones plenarias, y que todavía aguardaban en el valle contiguo a la muralla de Southgate. Sus embajadores, según había podido apreciar en un rápido vistazo al entrar en la sala, eran un semielfo y una princesa de las Llanuras, alta y seductora. El
thane
suavizó un tanto sus fricciones curativas. Los dos representantes de los fugitivos de Pax Tharkas estaban en una antecámara, a la espera de una resolución definitiva. A tenor de esta última, conducirían a sus gentes a otro lugar o se instalarían —Gneiss suspiró, fatigado— en Thorbardin.

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