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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (23 page)

BOOK: Espada de reyes
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Tyorl examinó al kender, que trotaba al lado de la muchacha hilando una serie de secuencias inconexas en una de sus fantasiosas narraciones. Con la misma frecuencia con que Lavim miraba a Kelida, volaban también sus ojos hacia Stanach y su flauta. El elfo habría sido feliz de poder deshacerse tanto del kender como de la flauta, pero era evidente por los risueños rasgos de la mujer que, de insinuarlo, ésta le habría presentado una feroz controversia.

Pero no se detuvo a reflexionar por qué era para él tan esencial acatar la voluntad de la muchacha.

Empezaban a alargarse las sombras y a debilitarse el calor de los rayos solares, cuando Tyorl indicó a Hammerfell que se adelantase. Kelida, patente en su demacrado rostro el agotamiento, se derrumbó sobre una piedra pintada de liquen en el mismo momento en que el enano, al pasar por su lado, presionó su hombro con un gesto de aliento. A cambio, la moza apenas pudo sonreírle.

Lavim, que no había sido invitado pero indiferente ante tal desatención, siguió al enano.

—¿Por qué nos detenemos, Tyorl?

—Nosotros, para cazar —contestó el elfo, deslizando el pulgar por la cuerda de su arco—. Tú, para montar el campamento.

—Yo no...

—No repliques, kender. Hay una depresión detrás de esas rocas —afirmó, señalando con el arco hacia un apiñamiento de árboles y peñascos que se dibujaba a su izquierda—. Allí hay un manantial y, seguramente, la leña precisa. Llena las cantimploras —agregó, tirándole la suya e instando a Hammerfell a hacer lo mismo— y enciende un fuego con el combustible y la yesca que consigas.

Lavim frunció su entrecejo surcado de arrugas.

—Lo único que hago desde que partimos es preparar la acampada, despellejar las piezas que vosotros capturáis y cargar troncos para alimentar las llamas. ¿Por qué te acompaña Stanach y no yo? —Desajustó el hoopak del dorso, espió de hito en hito a ambos interlocutores y, mudando rápido su descontento en una beatitud capaz de desarmar a cualquiera, imploró—: Ponme a prueba y verás que soy un excelente cazador.

—Estoy persuadido de ello, mi pequeño amigo —se dulcificó Tyorl—. No desconfío de tu habilidad y puntería, sino de tu carácter. Me preocupa quedarme sin cena porque en el camino de vuelta te cautive el trino de un pájaro, la forma de un arbusto o el navegar de una extraña nube.

Lavim envaró la espalda, dispuesto a replicar, pero el enano se interpuso.

—Sé que las frases del elfo pueden parecer insultantes, mas no significan lo que parecen. Lo que quiere decir... —vaciló. Tyorl había dicho exactamente lo que quería decir, de modo que buscó otro argumento—. Bueno, alguien ha de velar por Kelida.

—Sí, pero somos tres. ¿Y si repartimos las funciones?

—Te equivocas, es indispensable que seas tú. No querrás herir sus sentimientos, ¿verdad?

—¿Qué majadería es ésta? No creo que si me ausento un par de horas...

Tyorl dio muestras de impacientarse, pero Stanach le impuso silencio.

—Si se quedara uno de nosotros ella tendría la impresión de que la vigilamos, que ponemos en tela de juicio su capacidad para cuidar de sí misma.

—¿Y es así?

—En cierto sentido. No tiene experiencia en viajar por la espesura y, aunque le cueste admitirlo, la valentía no basta. Tú, con tu innata diplomacia, evitarás mejor que nadie las posibles tensiones.

—De todas maneras —porfió el kender—, le he enseñado el manejo de la daga y no hay razón para que...

—No nos inquietemos tanto —lo interrumpió Hammerfell con un sonsonete burlón— pues es una espléndida estudiante. Supongo que dentro de unos días nos dará clases prácticas a todos.

—No, claro que no —se avino Springtoe—. Falta instruirla en el lanzamiento hacia atrás con doble pirueta y alguno que otro truco, lo que no significa que no pueda permanecer sola durante un rato.

—¿Y dejar que haga todos los preparativos para la noche sin ayuda? ¿Supones que la encontraremos a nuestro regreso? —Stanach hizo una pausa deliberada y suspiró—. Temo que he incurrido en un craso error.

Lavim adoptó la actitud de quien sospecha haber sido atrapado en una artimaña, pero no pudo resistirse a indagar:

—¿Cuál?

—El de inferir que la habías tomado bajo tu ala. Te has instituido en su abnegado maestro, le relatas aventuras para distraerla del cansancio y el miedo, y todo ello me indujo a distorsionar la realidad. Lo lamento —susurró Stanach, con una candidez que superaba la de cualquier kender. Tyorl hubo de morderse los labios para no carcajearse mientras Lavim, caídos los hombros y dando puntapiés a los guijarros, se dirigía hacia la muchacha.

—Nunca hasta hoy había presenciado tal alarde de sapiencia —felicitó el elfo al enano—. He visto millares de tentativas de gobernar las reacciones de un kender, pero todas fracasaron.

—Le profesa a Kelida un gran afecto. Mi único mérito consiste en haber sacado partido de esa estima, pero no te hagas ilusiones: no siempre funcionará. ¿Consistirá mi trabajo en hacer que el urogallo eche a volar? —cambió de tema.

—A menos que prefieras traspasar un par de ardillas con tu espada.

Sin decir nada más, ambos personajes se internaron en el bosque.

* * *

Las estrellas prometían un día despejado. Los satélites, tanto el rojo como el argénteo, hacían su recorrido por la bóveda nocturna, filtrándose sus rayos a través de la tupida vegetación. Las sombras fluctuaban cual espectros errantes en tierra firme.

«¡Cómo me gustaría desplazarme con el sigilo y la ligereza de un espíritu! —pensó Lavim, mientras se agachaba en la margen del arroyuelo y recogía en el cuenco de la mano una ración de agua fría—. Sin serlo, desde luego, pese a quizá tenga sus ventajas.»

Los haces lunares reverberaron sobre algo que yacía en el fondo. El kender hundió de nuevo los dedos y asió del lecho un pedrusco del tamaño aproximado de su puño. La piedra tenía un color cobrizo y jalonado de estrías verdes, y relumbraba bajo el tenue influjo de los satélites. Unas manchas amarillas y blancas moteaban su exterior.

«¡Como oro y diamantes! —se excitó el kender—. No lo son, claro, sino unos minerales cuyo nombre sólo deben de conocer los gnomos o los enanos.»

Metió el tesoro en uno de sus saquillos y, en cuclillas, contempló las ondas de la luz que se dibujaban en el agua. Un zorro emitió su tauteo en la espesura, un halcón, de la noche graznó más allá del techo del bosque y un conejo, presa del pánico, se escabulló en la madriguera. Alrededor de Springtoe las hojas crujían con el ir y venir de ignotas criaturas, perseguidos y perseguidores.

«¿Por qué emplearemos el símil de un bosque en la madrugada al referirnos al silencio? ¡Este rincón es más bullicioso que un mercado!»

Se rió, sin hacer ruido, de su ocurrencia. En los últimos tiempos había adquirido el hábito de hablar consigo mismo. «Eso es un síntoma de vejez —pensó—. La gente siempre dice que los ancianos sostienen largos soliloquios porque ellos mismos son los únicos que pueden darse una respuesta satisfactoria.»

Arrellanándose confortablemente en una oquedad, continuó con sus disquisiciones.

«Pero yo no hablo conmigo mismo; simplemente reflexiono. No he llegado a tal nivel de senilidad; al fin y al cabo estoy en la sesentena y esa edad es la flor de la vida. Quizá mis ojos hayan perdido algo de agudeza, pero bien salvé a Stanach de aquellos horrendos draconianos.

»
Por cierto, ahora que me refiero al enano hay algo que debo plantearme.»

El kender tenía plena conciencia —y lo reconoció con un despreocupado encogimiento de hombros— de que lo que había hecho a lo largo de la jornada —además de platicar para regalar sus propios oídos— fue tratar de urdir una estratagema a fin de adueñarse de la flauta. Stanach la llevaba sujeta a la cintura y no se desprendía de ella en todo el día.

«Sólo deseo tocarla unos minutos —se empecinó en justificarse—. No soy tan insensible como para no entender que ese tipo testarudo le otorgue un valor sentimental, puesto que perteneció a Piper y existía entre ambos una entrañable amistad. Me compadezco de Stanach, de lo triste que debe de estar sin el hechicero. Tenía unas enormes ganas de verlo. Cuando se añora el hogar se aprecia más que nunca el apretón de manos de alguien con quien se han compartido gratas vivencias. Al menos le hará feliz rendir la espada a su rey. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, hablaba de la flauta! ¡Qué contento se pondría después, al verificar que no la había extraviado —en el caso de que logre mi objetivo— sino que yo se la guardaba!»

Ofreció a las lunas una pícara sonrisa. No le cabía la menor duda de que se haría con el instrumento en cuanto cumpliera los requisitos de seleccionar el lugar y momento idóneos.

Con su castaña madera de cerezo, su estilizada longitud y liviandad, aquel artículo había embrujado al personaje como un amor de flechazo. Apenas había podido tocar una o dos notas antes de que Stanach se la quitara, y anhelaba escudriñar la magia recluida en sus entrañas. Quizá la propia flauta le enseñara...

Rodeó con sus brazos las rodillas juntas y en alto. Sí, quizá la propia flauta le enseñara. Él nada sabía de ejecutar músicas y canciones, pero estaba seguro de que eso cambiaría cuando tuviera entre las manos la flauta de Piper.

Se puso en pie, pues la frialdad del suelo lo calaba hasta los huesos y aún debía hacer las provisiones del desayuno. Era el único cometido que los demás le confiaban, aparte de supervisar los elementos de campaña, llenar las cantimploras y buscar ramas secas.

Echó a andar entre los umbríos matojos, en un delirio poblado de instrumentos hechizados, conejos esquivos y el caldo que aprovecharían de las sobras del urogallo.

* * *

El humo, que se esparcía en nubéculas sobre la arboleda, todavía estaba preñado de los suculentos aromas del ave asada. Stanach paseó la mirada por el campamento y se preguntó cuándo dormirían los kenders. Lavim no estaba. Kelida se había acostado cerca del fuego, y Tyorl, sentado contra un matorral de espino y con la cabeza reclinada en las piernas encogidas, había conciliado también el sueño.

«No durante mucho rato», pensó el enano mientras inspeccionaba el terreno. Había pasado ya la hora acordada para que el elfo iniciara su turno de centinela, y no pensaba esperar mucho antes de despertarlo. Lo que ahora ansiaba era el calor del fuego y un lugar para dormir que no fuera demasiado pedregoso.

A la luz del fuego, los árboles proyectaban oscuras sombras que se balanceaban silenciosamente por obra del viento. Una chispa desgranada sobre el acero hizo que Hammerfell se fijara en Vulcania, que yacía bajo la mano laxa de la moza. Las trabas de la vaina estaban sueltas, y la hoja había escapado en parte de su funda. El aprendiz se arrodilló para encajarla.

Su palma rozó la zona áspera de la cazoleta que él había estado alisando la noche en que la Espada de Reyes fue robada y las paredes de la fragua se resquebrajaron frente a sus ojos. Una llamarada había explotado en su cabeza y había notado cómo manaba la sangre por su cuello, antes de que la negrura engullera al mundo y él se desplomara desmayado.

Un relampagueo carmesí, que no era reflejo de la fogata, latía en el metal. En un impulso irreprimible, Stanach sacó la tizona de la vaina tan cautelosamente que la respiración de la joven durmiente no se alteró. Se enderezó despacio y se alejó unas zancadas, sosteniendo a Vulcania en ambas palmas.

Kyan Redaxe había dado la vida por aquel filo. Piper se sumaba ahora a la lista de los muertos en su nombre.

«Los hombres de Realgar debieron de revolver el bosque entero cuando el mago desapareció —reflexionó— y más tarde o más temprano hallaron el túmulo. Hice mal en edificarlo. No —se contradijo—, de todos modos los theiwar habrían encontrado su cadáver y así, al menos, lo puse al abrigo de las carroñeras.»

«Recupérala a cualquier precio», había sido el último consejo de su amigo antes de separarse. Era lo que estaba haciendo.

En un principio, su plan había sido encontrarse con el encantador, apoderarse de la espada y llevársela a Hornfel. Pero eso significaba condenar a sus compañeros a la muerte, si caían en poder de los secuaces del
derro.

Observó a Kelida. Su corazón era un libro abierto para el enano. ¿Cuándo se daría cuenta la muchacha de que se había enamorado del guerrero borrachín que le había obsequiado la espada? «Cuando se entere de que ha fallecido», musitó la voz de su conciencia.

Volvió a concentrar su atención en la tizona que sostenía en las manos. Si la primera noche, en Qualinesti, hubiera tenido acceso al arma como ahora, ¡cuan henchido de dicha la habría sustraído! Habría dejado impunemente a la posadera, a Tyorl y a Lavim en la espesura y emprendido el regreso a su patria. Al no poder hacerlo, había recurrido a una segunda alternativa, la de darle a Kelida un motivo para trasladar a Vulcania hasta Thorbardin: un humano difunto al que consagrar su más honda ternura.

Luego, tras la muerte de Piper, la muchacha lo había consolado y fortalecido en su dolor. Recordó cómo había tomado su rugosa mano entre las suyas, transmitiéndole mediante tan cálido y prolongado contacto el mensaje de que no estaba solo, de que ella se identificaba con su pena. Y lo había hecho a la manera de un familiar, de una hermana que ofreciese su silencioso consuelo.

Aunque sabía que debía aprovechar ese momento para internarse en el bosque con la Espada de Reyes, y confiar en ganar tiempo mientras los theiwar se ocupaban de sus tres compañeros, Hammerfell se encorvó y devolvió Vulcania a su vaina.

«Tú eres quien más puede comprenderme —pensó—. Has asistido a las muertes de parientes y amigos. Por eso comprendes,
lyt chwaer,
querida hermana.»

Abrochó las correas de cuero de la funda, y se fue a alertar a Tyorl.

15

Emboscadas

Finn vislumbró en su daga el reflejo de las primeras luces mientras hendía la yugular del draconiano. Retiró la mano deprisa, liberando la hoja de la escamosa carne del engendro antes de que quedase atrapada durante la metamorfosis de carne en piedra. La repugnancia hizo mella en su estómago, como siempre.

Detestaba en vida a aquellas bestias espurias; muertas, le repelían aún más. Los de su híbrida especie habían aniquilado a su mujer y a su hijo, y nunca se saciaría su sed de venganza.

Los hedores a sangre y fuego de la batalla llenaban el reducido espacio del claro. En la helada brisa matutina, las humosas volutas de los quemados carromatos de suministros se elevaban y se arremolinaban en torno a las copas de los pinos o flotaban hacia el vecino río. Allí, prisioneras de las corrientes de aire que sobrevolaban las aguas, eran de nuevo transportadas al llano donde la patrulla draconiana, junto a la comitiva de tres vehículos que escoltaba, había sufrido el asalto de Finn y sus hombres poco antes de que comenzase a clarear.

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