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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (21 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Y, ahora, arrójalo como si fuera un guijarro. Sólo que, como es más liviano, debes aumentar el arco de su trayectoria. Apunta a ese tocón carcomido.

El ennegrecido esqueleto de un árbol carbonizado se proyectaba sobre un montículo a unos cinco metros de la pareja. Kelida, repuesta del vahído, calculó la distancia y el ángulo y arrojo el arma. La daga sesgó el aire con una pequeña fluctuación, cubrió el espacio y cayó entre las robustas raíces de la chamuscada corteza.

—No está mal —la alentó Lavim—. Has apuntado bien pero no has logrado clavarlo. Inténtalo de nuevo.

En la segunda acometida, el acero arañó la capa exterior del tronco y aterrizó en el mismo punto de antes. La siguiente tentativa fue un éxito: la hoja se clavó con fuerza en la madera y allí quedó, temblando levemente.

—¡Eres un as, chiquilla! —se entusiasmó Lavim mientras desclavaba el puñal y se lo entregaba a la aventajada estudiante—. Sin embargo, no hemos terminado. Arrojar un cuchillo es lo indicado si se dispone de espacio suficiente y el propósito es acertar sin tener que conservarlo. Pero otras veces no hay más remedio que apuñalar.

Kelida se agitó en un nuevo escalofrío y, cerrando los párpados, respiró hondo a fin de mitigar el creciente mareo. Springtoe tiró de su manga e indagó:

—¿Me estás escuchando, Kelida?

La muchacha asintió en silencio.

—Bien, continuemos —dijo el kender—. Acuchillar a un adversario es emocionante o, al menos, peculiar. Si estás muy próxima al contrincante nunca descargues el golpe desde arriba, porque lo único que conseguirás es dañar el hueso y excitar la furia del agredido. Así no lograrás incapacitarlo. El golpe debe provenir de abajo. De ese modo, es muy posible que logres alcanzar un órgano importante, como el hígado o el piñón. ¿Alguna pregunta?

—N-no.

Lavim la miró con atención.

—Tu tez se ha tornado verdosa. ¿Estás enferma, muchacha?

—No, de veras que no me pasa nada —respondió Kelida, tragando saliva para intentar controlar sus náuseas.

—¿Estás segura? Quizá convenga dejar para después el apuñalamiento. ¿Por qué no lo arrojas unas pocas veces más?

Así lo hizo la moza. La primera vez falló por un par de centímetros, pero el segundo tiro fue preciso y contundente.

—Una más —la incentivó Springtoe—, y no habrá quien se te resista.

Esta vez el arma pasó a un metro del blanco.

El tocón estaba rodeado por un denso cinturón de juncias enanas y hierba agostada. Kelida registró la zona sin encontrar la daga, así que amplió su radio de búsqueda a la zona posterior, donde la vertiente de la colina descendía hacia los bosques. Delante de la primera hilera de árboles, Kelida distinguió las reverberaciones del sol en un metal y emprendió el descenso.

La recta pendiente desembocaba en una frondosa planicie que, cobijada de los rayos diurnos por las copas, estaba encharcada y mohosa. Sus botas absorbían el agua de los fangales y no ofrecían la menor estabilidad en el barro. Kelida recogió su acero y se disponía a emprender el regreso cuando, de pronto, sus ojos captaron algo que revoloteaba en los matorrales de la espesura e, intrigada, resolvió inspeccionarlo.

Apartó con precaución los espinosos ramajes, abriéndose camino hasta donde la maleza enmarcaba un retazo de genuino césped. Allí se detuvo, petrificada. Sobre el suelo yacía un hombre, con el brazo derecho contorsionado en una postura imposible, y la destrozada e hinchada mano izquierda tendida en un gesto de súplica. Desde donde se hallaba, la moza no era capaz de saber si aún respiraba.

La muchacha se llevó la mano a la boca y se mordió un dedo para contener un alarido. La larga melena rubia del postrado se ondulaba bajo un hilillo de agua que saturaba la tierra, y los mechones delanteros se apelmazaban, sucios de limo, contra sus pómulos. Un profundo tajo, con sendos ribetes de sangre coagulada en los flancos y unas tonalidades purpúreas en el surco central, desfiguraba aquel rostro desde el amoratado ojo hasta la mandíbula. También había sangre en su indumentaria. Algunas manchas eran viejas y resecas, pero en otras la sangre estaba fresca y seguía manando.

—¡Lavim, Tyorl, Stanach! —gritó Kelida.

El hombre gimió y abrió los ojos. En un tiempo quizá no muy remoto, el azul de sus iris debió de competir con el del cielo veraniego. Ahora estaba nublado y opaco por el sufrimiento.

—Señora —susurró, tan enflaquecidas sus fuerzas que hubo de apretujar los párpados, humedecerse los ensangrentados labios y sobreponerse a un jadeo antes de concluir—. Señora, ¿querrás ayudarme?

* * *

Stanach, con una congoja indescriptible, hincó la rodilla junto al malherido Piper. Tal como había hecho cinco días atrás con Kyan Redaxe, en aquel polvoriento camino, apoyó la mano en su pecho para averiguar si su corazón aún latía. El mago seguía con vida, si podía llamarse vida a su estado. Su respiración era un zumbido gorgoteante, síntoma de la inundación que anegaba sus pulmones, y desde que había pedido ayuda a Kelida no había vuelto a vocalizar una sola sílaba.

Seguía con vida, pero su muerte era inminente. Tenía rotas las falanges y varias costillas, y su derrame interno era incurable.

Tyorl, que había dejado al grupo de inmediato para rastrear a los atacantes, estuvo pronto de regreso. En la mano izquierda llevaba el arco, con una flecha lista para disparar y, en la derecha, una vieja flauta de madera de cerezo. Sin decir nada, se la entregó al enano.

Stanach asió el instrumento y deslizó los dedos por su bruñida y lisa superficie. Tras un titubeo, dejó la flauta junto a la destrozada mano derecha de Piper.

—¿Dónde estaba?

—En las inmediaciones. Stanach, hay algo que me gustaría discutir contigo.

El enano hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie con expresión abatida.

El elfo miró a Piper con sus indescifrables ojos azules y enseguida buscó a Kelida con la mirada. La descubrió junto a Lavim en el borde del verdeante claro, y se dirigió hacia ella.

—¿Podrías velar por el enfermo mientras hablamos?

Sin malgastar saliva en frases superfluas, la muchacha, enternecida y también con cierto miedo, tomó asiento en la vecindad del mago. Lavim, por una vez silencioso, se instaló enfrente de ella, mientras Stanach se adentraba en pos de Tyorl en la selvática vegetación hasta un rincón apartado donde los otros no pudieran oírles.

El elfo guardó la flecha en su aljaba, aunque no destensó la cuerda del arco.

—Su aspecto es el de alguien que ha sido arrollado por una muchedumbre.

El enano meneó la cabeza en señal afirmativa.

—No obstante, no he hallado huellas de nadie más. Tampoco hay el más mínimo indicio de cómo llegó él hasta aquí. ¿Cómo supones que lo hizo?

—Lo ignoro. Pero es un mago... —Stanach tragó saliva para sobreponerse a la opresión que sentía en la garganta—, célebre en Thorbardin por sus conjuros para desplazarse de un lugar a otro. —Sonrió ante sus recuerdos—. Te transporta allí donde deseas, aunque el efecto de sus sortilegios es algo engorroso porque te da la sensación de que vas a vomitar la cena. Ésa es otra de las peculiaridades que han construido su reputación.

»
El enfrentamiento con sus atacantes debió tener lugar cerca de aquí, ya que después de ser maltratado no debía quedarle aliento para trasladarse a confines lejanos. ¿A qué distancia estamos de la calzada de Long Ridge?

—A unos ocho kilómetros —determinó Tyorl.

—Allí fue donde sucedió, entonces. Debieron de sorprenderlo mientras me aguardaba.

—Estoy desolado.

—No tanto como yo. Al fin y al cabo, es mi amigo —masculló Stanach.

Dio media vuelta para volver junto al hechicero, pero antes de que empezara a andar el elfo lo retuvo por el brazo.

—¿Y la espada?

—¿La espada? —El enano se mesó la barba con los dedos y entrecerró los ojos—. No he llegado a tiempo de rescatar a Piper, ni tampoco puedo aliviarlo. Lo único que me resta es arrodillarme a su cabecera y ayudarlo a morir en paz, así que déjame tranquilo.

Después de estas palabras, el enano se volvió y se encaminó a través de las sombras hacia el claro. Tyorl lo siguió en silencio.

Kelida hizo sitio a Stanach en cuanto lo vio aparecer.

—Su corazón todavía palpita, aún está vivo.

Hammerfell no respondió. Pasó el dorso de la mano por sobre la boca del moribundo e hizo un asentimiento, con los ojos fijos en los descoyuntados dedos de Piper.

—¿Por qué? —susurró la moza, que había seguido su mirada.

—Para que no pudiera defenderse mediante la magia. Ignoraban los poderes de la flauta —agregó, a la vez que rozaba el instrumento con la yema del índice—. Su melodía le permitió fugarse, aunque demasiado tarde.

«¡Ay, Jordy! —sollozó el enano en su fuero interno—. ¡Cuánto te echaré de menos!»

—Propongo que acampemos aquí —sugirió Tyorl—. Es un lodazal, y por lo tanto un lecho poco saludable, pero presiento que el refugio de la elevación nos será indispensable si hemos de encender una fogata. En cuanto a la vigilancia, haremos los turnos en la cima, sin hoguera. ¿Qué tal —se dirigió al kender antes de que pudiera cuestionar tales decisiones— si nos abasteces de leña y yesca?

Con extrema prontitud, Lavim se fundió en el crepuscular ambiente del bosque. El elfo subió de nuevo a la colina para montar la primera guardia, y Kelida permaneció en su puesto, cerca de Stanach. La muchacha, que había presenciado el exterminio de sus familiares y amigos por el Dragón, supo leer el profundo dolor que nublaba los ojos del aprendiz, y comprendió que no debía dejarlo solo.

* * *

Solinari, como siempre, fue la primera en perfilarse sobre el horizonte, y poco después lo hizo Lunitari. La noche, fría y de un azul con tintes negruzcos, envolvió el claro. Las sombras y la luz de las llamas daban a los matorrales circundantes el aspecto de una siniestra alambrada.

Cuando la luna roja se alzó sobre la colina y su luz se derramó sobre el bosque, Stanach tomó conciencia de que hacía rato que no oía los carraspeos de la laboriosa respiración de Piper. Se encorvó, posó la mano en el pecho del mago y, al no notar movimiento alguno, buscó el pulso en su cuello. No existía. El enano permaneció sentado oyendo el estruendo de su propio corazón.

—Lo siento mucho —susurró Kelida.

El enano se quedó mirándola en silencio y luego volvió los ojos hacia la Espada de Reyes, suspendida de su costado. El oro monopolizaba la luz de las llamas, dejando apenas un relumbre para la cazoleta argéntea. Los cinco zafiros centelleaban, y Stanach creyó ver el rojo corazón del acero brillando a través de la gastada vaina de cuero.

Kelida apoyó su mano sobre la del enano. La música que embrujaba a los niños de Thorbardin no volvería a sonar. El mago ya no estaba. Jordy había muerto y Kyan también.

En aquellos instantes, Stanach confinó sus sentimientos en un muro de cristal para no abandonarse al llanto.

13

¿Recuerdos? ¿Delirios?

¿Dónde está la espada?

La voz, de una dureza tan vítrea como la obsidiana, se convirtió en negrura, al mismo tiempo que esta última se articulaba en verbosidad. Hauk no lograba discernir si veía al enano con los ojos o si lo reproducía, a modo de una pesadilla en incesante mutación, dentro de la mente.

¿Dónde está la espada?

El cautivo respondió con cautela, pues quien lo interrogaba penetraba su pensamiento... o había anidado en él.

—Lo ignoro.

Aquellas sesiones parecían una liza de esgrima en la que el humano, actuando a la defensiva, obstruía la estocada, la rechazaba, retrocedía y se preparaba para detener la siguiente. Como un luchador acorralado en el borde de un precipicio, era consciente de que poco más podría recular. Su contestación era cierta: no tenía ni la más remota idea de la suerte que había corrido la tizona.

¿Quién es ahora su poseedor?

—Tampoco lo sé.

Seguía siendo verdad, pues ella no le había mencionado su nombre.

Ocultó la fisonomía de la pelirroja posadera tras el parapeto de su voluntad.

«Su recuerdo es mío —se dijo a sí mismo una y otra vez—, me pertenece.»

Y lo sepultó en recónditas oquedades de su memoria, de la misma manera que un avaro ocultaría un tesoro de valor inconmensurable.

La risa de Realgar martilleaba penosamente las fronteras del alma de Hauk. Como un minero provisto de un rotundo zapapico, el mago horadaba su cerebro hasta exponer cada escena del pasado a una luz blanca, sin calor.

El humano olisqueó el humo que viciaba el aire de la sala comunitaria de una taberna.

Una nueva carcajada del nigromante hizo que se apagara el albo resplandor, dejando un lastre de fulgores palpitantes. Entre un latido y otro se elevaba, alta y viva, una columna de fuego.

Ululaban vendavales de tormenta.

El prisionero paladeó ahora un sorbo de cerveza y la bilis estranguló su garganta. Un destello de plata disipó las volutas de la humareda y distinguió los ojos azules de Tyorl, divertido y tolerante frente a las ocurrencias disparatadas de su amigo.

La acerada hoja de su daga se clavó, temblorosa, en el centro de una bandeja de madera. Adquirió mayor volumen la vibración del arma, tan fuerte el zumbido que sus ondas sacudieron a Hauk.

El suelo de la celda se agitó como si un terremoto fuera a resquebrajar la roca.

La oscuridad cayó, densa y plomiza, y el humano, cargado de aprensiones y repiténdose que era benéfica, dejó que se asentara en su entorno. Las tinieblas encerraban riquezas: sólo había que reconocerlas.

Las risotadas del
derro
se transformaron en el estrépito del establecimiento de bebidas. El humano había encontrado a Tyorl en su mente y se aferraba a la imagen de su amigo, evocando todos los episodios de su vida que, a lo largo de los años, ambos compartieron.

La sangre se derramaba sobre las losas en un persistente goteo, hasta formar un riachuelo en una estancia sumida en sombras. Tyorl yacía muerto a los pies de Hauk, con los dedos crispados sobre la herida letal de su vientre.

Vulcania colgaba ensangrentada de la mano de Hauk mientras sus zafiros palpitaban como un tenue crepúsculo.

¿Dónde está la espada?

Agobiado por sus visiones, el reo echó atrás la cabeza y emitió un alarido en el que se condensaban pesar, rabia y rebeldía.

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