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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (20 page)

BOOK: Espada de reyes
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Tyorl recibió la noticia con aire meditabundo y los labios sellados. Kelida abrigaba el presentimiento de que el elfo no acababa de creer la historia del enano. ¿Qué parte despertaba sus resquemores, pensó, la de la espada o la del mago?

La muchacha meneó la cabeza y pasó por encima del tronco de un árbol prematuramente caído. Stanach, que iba algo más adelante, se volvió hacia ella y, como siempre, sus ojos se desviaron hacia la ornamentada empuñadura de Vulcania.

«No —se dijo Kelida—, la historia es verdad.» La llama en las pupilas de Stanach al mirar el acero no era de fría avaricia; era la reverente mirada a una reliquia sagrada.

Independientemente de lo que Tyorl pensase, para ella era evidente que la narración del enano distaba mucho de ser una sarta de bien urdidos embustes para robar la valiosa espada. Se refería a ella como la Espada de Reyes, Vulcania o la obra maestra de su patrón y hablaba de soberanos regentes y de leyendas hechas realidad. Detrás de sus palabras y de su historia, Kelida visualizaba a Hauk, más tímido y atento de lo que aparentaba ser, defendiéndola con su silencio de la ira de un cruel mago
derro
que no vacilaría en matarla para recuperar el arma.

Desde su primera noche en Qualinesti la moza había concebido un afecto sincero por Stanach. Rememoró sus confidencias junto a los rescoldos de la fogata, cómo le había ahorrado el dolor de revivir la destrucción de su hogar, la muerte de sus padres y hermano, con unas palabras simples pero rebosantes de comprensión: «No sigas, pequeña».

Tan ensimismada estaba que no vio las abultadas raíces que, como tentáculos, cruzaban la senda. De pronto, su pie se atascó en una raíz y, con una exclamación ahogada, se desplomó de rodillas. Tyorl se detuvo al instante y se volvió, pero fue el enano quien acudió a socorrerla. La asió por debajo de los codos y la puso de pie sin esfuerzo.

—¿Estás herida?

—No, sólo ha sido un paso en falso —contestó la mujer—. Lo lamento —se disculpó, incierta sobre la necesidad de hacerlo.

—Más lo lamentarías si te hubieras fracturado un tobillo —la regañó Stanach, aunque suavizó la reprimenda con una sonrisa que se perdió en las honduras de su densa barba antes de que nadie la percibiera—. Procura vigilar las rugosidades del suelo, niña. Del bosque se encarga Tyorl.

Sin más incidentes, reanudaron la marcha en idénticas posiciones.

Sigiloso como un felino al acecho de su presa, Lavim apareció detrás de ella.

—¿Te has hecho daño?

—¿De dónde sales tú? —inquirió Kelida con un sobresalto.

—De dar un paseíto —respondió el kender con una amplia sonrisa—. Esos enanos son insoportables, cascarrabias y raros por demás. Lo único que los salva es que destilan un brebaje delicioso. Si tuviera en mis bodegas todo el aguardiente de los enanos que puedo ingerir sería la criatura más feliz del mundo, en lugar de preocuparme de espadas y reyes que no gobiernan. Ésa es la razón de mi viaje a Thorbardin. ¿No es fantástico? Allí debe de haberlo a torrentes y de inmejorable calidad, puesto que son sus moradores quienes poseen el secreto de su mezcla. ¡No pasaré frío el próximo invierno!

Kelida disimuló una sonrisa. Nadie había invitado al kender a unirse a la expedición, pero tampoco nadie se había mostrado inclinado a expulsarlo.

—De todas formas, a Stanach no le falta razón al aconsejarte que te fijes bien en el terreno. No estás habituada a adentrarte en la espesura, ¿verdad?

—No, pero ya me despabilaré.

Con los ojos clavados en el desdibujado camino, la muchacha aceleró el ritmo para alcanzar al elfo y a Hammerfell. Lavim se ubicó a su lado.

—Yo sólo levanto la cabeza hacia el cielo cuando duermo —le explicó—, o cuando un dragón sobrevuela la zona. Es un buen sistema.

—Sí, trataré de imitar tan sabia medida.

El kender se encogió de hombros, dio un pequeño rodeo por detrás de un macizo roble para comprobar que no anidaba en él ningún ente del más allá, y regresó al lado de la muchacha.

—Ese Stanach es un tipo huraño, ¿te habías dado cuenta?

—Así es.

—Forjaba espadas, ¿lo sabías? Aunque no es difícil imaginarlo si se observan las cicatrices de sus manos. Son quemaduras producidas por una forja.

Entusiasmado por tener un auditorio tan receptivo, Lavim rememoró el episodio de Givrak en la taberna y el de la patrulla draconiana que culminó en el almacén.

—Stanach tiene encomiables virtudes a pesar de su hosquedad; es una lástima que esté siempre importunando al prójimo. Si no pone freno a su lengua, cualquier día se meterá en un aprieto. Será un alivio que el tal Piper se sume a nuestro cortejo —aventuró, adoptando una expresión que suponía perspicaz—. Me figuro que el mago se ocupa de sacarlo de apuros. Como un ángel guardián, ya me entiendes.

También los recuerdos de Kelida se remontaron al día en que cuatro draconianos precipitaron su huida de Long Ridge.

—¿Qué fue lo que hizo enloquecer de tal modo a los draconianos?

—Oh, con ellos nunca se sabe. No son como nosotros, ya sabes. Lo toman como un sistema de vida. Stanach irritó a un grupo de ellos frente a un viejo almacén. —Lavim hizo una pequeña pausa, adoptó un aire pensativo y luego se encogió de hombros—. Quizá tuvo algo que ver con los cuatro que me perseguían o con el que se precipitó desde la ventana... Lo ignoro. Como te he dicho, nunca se sabe con ellos.

La cháchara del vivaracho Springtoe era como esas cálidas ráfagas que soplan en el estío.

—Puedo aseverar —prosiguió, haciendo un guiño a la muchacha— que sólo hay un ser viviente más agresivo y malvado que un hombre-dragón, y es el minotauro. ¿O no? Por cierto, ¿te has tropezado con alguna de esas bestias? Son extrañísimas, unas moles gigantescas cubiertas de pelo, parecidas a un toro. No aprecian una buena broma, así que no se te ocurra insinuar en su presencia que su madre fue una vaca.

—¿Por qué iba a decir nada semejante? —se asombró la moza, con los ojos muy abiertos.

—Sería un error muy comprensible. Su aspecto tiene claras reminiscencias de un bóvido —replicó Lavim con un brillo en sus iris verdes—. Amén de su rostro brutal, están dotados de cuernos y su predisposición a embestir a quien osa molestarlos los hace comparables a tales animales. El año pasado, en una travesía por el Mar Sangriento, fondeamos en Mithas, su tierra. Fue allí donde tomé conciencia de que mis piernas, aunque viejas, podían asumir una velocidad envidiable. —Lanzó una risa cristalina y pegadiza—. No les gusta en absoluto hablar de ganado vacuno. Dudo de que exista un solo minotauro aficionado a los chistes.

Kelida, muy entretenida, trató de no perderse en el sinuoso laberinto en donde la introdujo el kender al reconstruir para ella una aventura en la que participaban tres minotauros, un gnomo llamado Ish y un fardo de heno servido en la cena, cosa que el narrador no esclareció.

A medida que Lavim complicaba el relato con hipérboles y continuas digresiones, la joven tuvo que contentarse con salvar los desniveles del sendero y fingir que escuchaba a su locuaz amigo. Al rato, obsesionada por la conveniencia de adiestrarse en el gobierno de la daga, se llevó la mano a la funda. Estaba vacía: el acero había desaparecido.

—¡Lavim!

—¿Qué sucede? —preguntó el kender, cayendo de las nubes.

—¡Mi daga se ha esfumado!

—No te inquietes, te dejaré una de las mías. —Springtoe extrajo de una de sus bolsas un puñal con el puño de asta y se lo tendió a la muchacha—. La divisé por casualidad entre unos matorrales del sendero y la guardé para un caso como éste. He formado una colección de seis o siete, ¿no es estupendo?

Era, obviamente, la daga que Kelida había «extraviado». Se la arrebató al kender con brusquedad y, mientras la envainaba, le preguntó:

—¿En qué lugar exacto hiciste tan oportuno hallazgo?

—No me acuerdo —repuso el otro, rascándose la cabeza. Con mucha habilidad, se apartó de un terreno tan pantanoso:

—Oí cómo Stanach te incitaba a familiarizarte con las posibilidades de la daga. Fue un poco mal educado en la manera de decirlo, pero tiene razón. Si quieres, yo podría enseñarte.

—¿En serio?

—¡Por supuesto, querida! —Lavim espió el camino, donde los aguardaban Tyorl y el enano. Le hizo un guiño a Kelida, y ésta no pudo dejar de pensar que parecía un viejo conspirador de mala fama—. En mi juventud gané innumerables certámenes en Kendertown, mi ciudad natal. Bueno, en realidad quedé segundo —se enmendó—, pero es un lugar muy destacado si compiten al menos dos, ¿no te parece? ¡Venga, reunámonos con ese par antes de que se disgusten!

Mientras se apresuraba a seguirlo, sonriente, Kelida cerró la mano en torno a la empuñadura de su daga y se dijo que, en la primera ocasión que se presentase, debería comprobar cuantas de sus pertenencias había «encontrado» el kender.

* * *

Los peñascos recalentados ejercían un grato influjo sobre la espalda de Kelida. Aquí, en las tierras altas, el sol de la mañana y de las primeras horas de la tarde había secado el rocío escarchado de la hierba y caldeado las rocas. La línea de árboles había quedado momentáneamente debajo de ellos ya que la colina, pedregosa y árida, se erguía cual una isla por encima del bosque. Según averiguó la joven al consultar a Stanach mientras escalaban la ladera, la colina no formaba parte de las estribaciones montañosas.

—Sólo se trata de una caprichosa elevación —había explicado el enano, oteando las cumbres azuladas del sur—. Las auténticas montañas están más hacia el este.

Kelida se frotó las doloridas piernas. «Las auténticas montañas. ¡Ni que esto fuera un prado!» El saliente en el que se había reclinado era tan acogedor como los ladrillos que su madre solía colocar en la chimenea de su casa para restablecer la circulación en los pies semihelados de quienes se exponían a las inclemencias del tiempo. El contorno de una nube se dibujó en el suelo y Kelida cerró los ojos. La muerte de su madre le había dejado un doloroso vacío. Se diría que la calidez de la jornada, engullida por su vértigo, se había desvanecido al repetirse en su mente las escenas de fuego y de muerte y la visión del Dragón de anchas alas descolgándose del cielo.

A su izquierda, y en un plano inferior respecto a donde estaba sentada, fluía un riachuelo cantarín, de aguas gélidas tras su recorrido por el subsuelo. Los ecos de un chapaleo y un bufido irritado, que sólo podía provenir de Stanach, la arrancaron de sus pensamientos. Alzó los párpados aturdida y miró a su alrededor.

Lavim, que había ido a llenar sus odres en el arroyo, trepaba la cuesta brincando sobre los obstáculos rocosos que la delgada capa de tierra dejaba al descubierto, con la agilidad de una cabra montés. Una vez a la altura de Kelida, se acuclilló junto a ella.

—¡No lo hice! —vociferó sobre su hombro, con un travieso brillo en los ojos. Pasó a la muchacha su cantimplora y destapó la suya para beber un largo trago—. Stanach se ha caído al agua, y según su tendenciosa versión, cualquiera pensaría que yo lo empujé.

—¿Y no es cierto?

—¡No! Resbaló en una roca que tenía una gruesa capa de musgo. Sea como fuere, míralo: ahora al menos ha hallado una justificación para renegar y rugir.

Kelida se volvió para mirarlo. El enano, con el cuerpo chorreando, ascendía la ladera con el aire de un cazador burlado en el momento de cobrar la pieza de su vida. Al avistar a la muchacha junto al kender, alteró el rumbo de sus pasos y se encaminó hacia Tyorl. Sentados lado a lado, el elfo y el enano guardaron silencio, sin compartir sus pensamientos. Después de observarlos por unos momentos, Kelida se volvió hacia Lavim y descubrió su daga en posesión del kender.

Éste hizo un amago de sonrisa y alzó la mano, manteniendo en equilibro el arma sobre su palma.

—He vuelto a encontrarla.

—¡Devuélvemela, Lavim!

El kender retiró la mano, entrecruzó sus muñecas en un número de prestidigitación y exhibió el cuchillo en equilibrio sobre la mano opuesta.

—¿No querías que te enseñara a usarla?

—Desde luego, pero...

—Pero ¿qué?

—No es mi intención transformarme en una ilusionista ambulante —sonrió Kelida.

—¡Qué pena! Me encantaría mostrarte algunos trucos muy simples. Los malabarismos son mi especialidad. Sin ánimo de fanfarronear, he de decirte que los domino mejor que muchos de esos artistas circenses que abundan en nuestras ciudades. —Iba a seguir alabando sus excepcionales dotes, mas el entrecejo fruncido de su oyente lo obligó a interrumpirse—. Bien, probaremos algo más acorde con lo que necesitas.

Sacudió ahora la muñeca izquierda, donde sostenía la daga, la devolvió a la mano derecha y la lanzó por los aires con un movimiento rápido e imperceptible.

Kelida examinó el entorno pero no pudo distinguir el arma.

—¿Dónde está?

Lavim señaló hacia unos matorrales de tallos nudosos y deshojados:

—Suministrándonos un bocado apetitoso.

Springtoe se enderezó, se acercó con su despreocupado trotecillo a la maleza y hundió el brazo en ella. Al sacarlo, sus dedos aferraban las patas traseras de un conejo de pelaje gris. La criatura se debatió débilmente y pronto se inmovilizó. El acero le había traspasado el corazón. Lavim volvió hasta el sitio que antes ocupara, dejó el conejo en el suelo y se sentó.

—Así Tyorl desperdiciará una menos de sus preciosas saetas dentro de un rato. Las dagas sirven como armas arrojadizas o para apuñalar —explicó el kender, súbitamente serio. Era evidente que le agradaba su papel de instructor—. No ejercen otras funciones, salvo cortar la carne o forzar una cerradura.

Observó con cuidado a la muchacha y, con un leve asentimiento, reanudó su explicación:

—Tienes nervio y una nada desdeñable puntería, Kelida. Me percaté en la reyerta de las afueras de Long Ridge. Si los draconianos no hubieran tenido sus cotas de malla, se habrían desplomado bajo las andanadas de tus piedras. Deberías haber hecho diana en sus cabezas, claro, pero la situación era demasiado crítica para atinar. Ten, toma.

La sangre del animal sacrificado teñía la hoja de frío metal. La mujer agarró el puño por la punta, como si no osara tocarlo.

—No, así no. Mira. —Lavim apoyó la empuñadura en la palma y cerró los dedos en torno al mango—. ¿Lo ves? Sin apretar mucho, como si estrecharas la mano a alguien.

Kelida sintió el frío contacto del puñal en su palma. Una gota de sangre salpicó su capa. Estremecida, la humana notó que una náusea se enseñoreaba de su estómago.

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