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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (19 page)

BOOK: Espada de reyes
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El Heraldo Gris suspiró como si hubiese captado algo inaudible para su compañero. Pero fue Realgar, a varios kilómetros de distancia, quien habló, y también fue la llama de su furia la que refulgió en el único ojo de su segundo.

¿Y el otro, el aprendiz?

—No hay rastro de él. Pero el hechicero esperaba a alguien y creo que era a él, a Stanach Hammerfell. Sin duda es él quien se ha apropiado de la espada, o al menos sabrá su paradero.

¿Ah, sí? Quizás hayas dado en el clavo. Mantente al acecho y, si aparece con la tizona, mátalo y despójalo de ella. Es un rival solo -
-su tono se volvió cortante y despectivo—,
así que supongo que podrás con él. En el caso de que venga pero sin el arma, el Heraldo se encargará de teleportarlo hasta mi gruta. Es posible que tenga la lengua más suelta que ese maldito guerrero.

—¿Y si no sabe nada?

Era Agus quien planteaba esta tercera opción. Brek se convulsionó en un nuevo escalofrío, pues el
thane
se enfrascó en una conversación privada con él y, dado que no se veía sino el físico del consejero, era como si sostuviese un monólogo de perturbado mental.

Sí, Heraldo, sí. La tarea de ponerle fin te será encomendada a ti, igual que siempre. Ahora ve y diviértete con el mago amaestrado de Hornfel. Asegúrate de que no nos cause complicaciones.

Cuando emitió su carcajada las manos del Heraldo Gris se retorcieron como las tuercas del garrote, ese terrible artefacto usado en las ejecuciones.

* * *

Piper divisó un volcán detrás de sus ojos, ígneo y resplandeciente como se aseveraba que era el corazón de la Espada de Reyes, de un purpúreo similar a la sangre que tan a menudo tiñera el hacha de Kyan Redaxe. Entrevió los albores del nuevo día, la aureola del sol, a través de sus párpados fuertemente cerrados para resistir la agonía de sus manos rotas.

Los theiwar cuchicheaban entre la tumba del patrullero y el gigantesco peñasco. Algunas frases cazadas al vuelo, al retumbar en las paredes de roca, le dieron constancia de que no tardarían en matarlo.

«Luego —pensó—, se sentarán confortablemente al amparo de los pedruscos hasta que se presente Stanach con el arma. Y lo peor es que eso sucederá hoy, aunque haya fracasado en su propósito.»

Los versículos de un encantamiento curativo se entremezclaban en su cerebro como promesas fuera de su alcance. No disponía de medios para hacerlo efectivo: Wulfen había fracturado los huesos de sus manos y, sin el consabido ritual de los gestos, el conjuro era inútil. Aquel truhán no era ningún estúpido. Había anulado cualquier alternativa de defensa que sus facultades pudieran proporcionarle. El único artículo mágico que le quedaba era la flauta de madera que pendía de su cinturón.

Habían supuesto que un instrumento musical que no valía sino para embelesar a los niños era inofensivo. Se equivocaban, aunque no del todo. Por una parte, las cualidades esotéricas del objeto eran poderosas y capaces de invocar numerosos sortilegios; por otra, los más complicados de estos últimos requerían una precisa interpretación tanto en el juego de los dedos como en el ritmo respiratorio. ¿Qué partido había de sacarles un hechicero con las falanges trituradas y el aliento entrecortado?

Sus aprehensores lo denominaban «el mago doméstico de Hornfel». No lo ofendía tan peyorativo sobrenombre pero, al igual que la mayoría de los enanos de Thorbardin, consideraba que «Piper» era más adecuado. Era un servidor del
thane
hylar en cuerpo y alma, así que pertenecerle le parecía justo y honroso.

Tenía sangre en los pulmones; oía su burbujear cada vez que, con gran esfuerzo, exhalaba. Al toser, como ahora, unos rojizos esputos manchaban sus labios y coloreaban luego el suelo. Sus meditaciones, fragmentadas e inconexas, estaban sujetas al vaivén de las oleadas del dolor. Necesitado de borrar todo vestigio de sus presentes calamidades, del instante, el lugar y el sufrimiento, procuraba dejarse acunar por ensueños del pasado, revivir experiencias de su vida.

Piper había llegado a Thorbardin de forma casual y repentina, sucio como un perro pulgoso, tres años atrás. La tempestad había arreciado aquella noche. Se libraba en el cielo una encarnizada batalla estival donde los litigantes eran los estruendosos truenos y los calcinadores rayos. Ni siquiera él se acordaba de los detalles de su llegada, pese a haberle sido relatada con frecuencia.

Un soldado de la guardia nocturna de Southgate había estado a punto de pisotearlo pues, empapado y sin resuello, yacía apelotonado sobre sí mismo en la garita de la muralla donde el centinela se había guarecido unos segundos antes.

—Debió de ser arrastrado como esos corrimientos de tierra que los aluviones depositan en la orilla del mar —había declarado más tarde su descubridor, mientras saciaba su sed junto a los compañeros en la sala comunitaria—. Incluso le di por muerto. Quizá lo estaba y volvió mágicamente a la vida. Con esos encantadores nunca se sabe.

No había estado muerto, aunque nunca se había hallado tan cerca de estarlo hasta ahora.

Piper tragó saliva y, conteniendo la respiración, comenzó a arrastrar el maltrecho brazo derecho, centímetro a centímetro, hacia el costado.

Los guardianes de Thorbardin, presas del desconcierto, habían corrido en busca de su capitán. Éste había llegado a la conclusión de que el mago era un espía enemigo con la secreta misión de tomar buena nota de las guarniciones militares del reino y, felicitándose por su agudeza, había encontrado una solución drástica.

Había en Thorbardin unas mazmorras hondas y lúgubres. En ellas había despertado Piper, sujeto con grilletes, y se había reprendido a sí mismo por haber sido tan torpe en la práctica de la hechicería como para condenarse al Abismo.

Él sólo aspiraba a viajar hasta Haven desde el Bosque de Wayreth, un salto no muy grande para un mago.

Había comprendido que seguía en el plano mortal al reparar que los celadores eran enanos. El que le servía sus raciones de agua tibia y pan no era muy comunicativo, y sólo respondía a sus preguntas con un gruñido o un sepulcral mutismo. Cierto que en una ocasión le había dado unas gruesas mantas para que no lo perjudicaran el frío y la humedad, mas siempre guardaba silencio y se aseguraba de que sus manos estuvieran sujetas.

«Evidentemente —recapacitó, con los párpados entornados para sustraerse a las punzadas, mientras sentía un creciente entumecimiento en la mano a medida que la arrastraba hacia la flauta— es un hábito en este pueblo inutilizar las extremidades de los magos.»

Un par de días más tarde, había sido conducido ante el consejo de los
thanes.
Todavía encadenado como una precaución contra cualquier intentona de atacar a sus augustos jueces a través de sus sortilegios, o de embrujarlos e inducirlos a formular un veredicto de inocencia, Piper había contado su historia, explicando su presencia allí como consecuencia del hechizo de desplazamiento erróneo a los seis mandatarios congregados en el Gran Salón.

Las deliberaciones habían sido interminables, no porque el cargo fuera de espionaje sino porque siempre les costaba sobremanera ponerse de acuerdo. Unos lo habían hallado culpable de inmediato. Otros habían alegado que ningún enviado de sus adversarios se habría dejado atrapar en tan absurdas condiciones, pero se habían mostrado remisos a absolver a alguien que incurría en el pecado de traspasar sin permiso los lindes de su jurisdicción. Habida cuenta de que los dragones sobrevolaban el país de Krynn a su entero albedrío y que los ejércitos se agrupaban para la guerra en el extranjero, cualquier duda sobre su inocencia obligaría al consejo a decretar su encierro de por vida en el calabozo.

Únicamente uno de los
thanes
había considerado la alternativa de ponerlo en libertad. Se trataba de Hornfel, y había defendido calurosamente al joven humano, cuya genuina colaboración en las sesiones, sus ingenuas protestas y verosímiles referencias a un error en la composición de un encantamiento habían conseguido ganarse su voluntad. El hylar se había proclamado fiador del reo empeñando su propia palabra y, ante tal muestra de confianza, había conseguido su libertad.

Piper, con su mano insensibilizada casi por completo, advirtió que había tocado el instrumento al rodar éste junto a su cadera. El fluir de la sangre por sus pulmones lo incitó a retroceder de nuevo en el tiempo.

—No suelen fallarme las primeras impresiones, joven Jordy —le había dicho Hornfel concluido el proceso—, pero debo recalcar que respondes de mi honor a partir de ahora. Sé digno de ello.

Jordy había pensado que nada habría de impedir que cumpliese tan sagrado compromiso, puesto que el enano le inspiraba una espontánea simpatía y además había logrado su libertad. A tales factores había que añadir lo fascinante que encontraba Thorbardin, un reino al que pocos hombres habían tenido antes acceso. Su reacción había sido impremeditada, y nunca había tenido que lamentarla.

—Hay algo que deseo suplicar de tu bondad, rey —le había dicho con aire grave a quien lo había salvado de la fría y oscura mazmorra—, y que multiplicará mis deberes para contigo. He contraído ya una deuda ineludible y, si tú me concedes esa gracia, la incrementaré entrando a tu servicio.

Durante sus dos años de estancia había sido Jordy para unos y el mago favorito de Hornfel para otros. Luego, los niños que correteaban por los jardines y calles de la urbe, encantados con la melodiosa música del hombretón rubio, lo habían bautizado como Piper. El hechicero se había hecho poseedor de un apodo, un señor al que obedecer y también de un hogar, pese a que nunca le había interesado aposentarse en un sitio fijo.

Sudando en el gélido amanecer y haciendo acopio de toda su energía, Piper apartó con el antebrazo la flauta, que se había escabullido bajo su flanco, y la subió a la altura del hombro. Afianzó acto seguido los pies en el duro terreno y, con un lento y penoso movimiento hacia adelante, consiguió aferrar entre los dientes la boquilla de la flauta.

Un theiwar se rió, con una risa semejante al aullido del viento. Piper se tendió cuan largo era y, al hacerlo, una costilla rota rasgó la pared de uno de sus pulmones. La sangre manó allí donde había de brotar el aire. No le quedaban ni arrestos ni tiempo para llevar a término su conjuro.

«¡Sólo un sortilegio insignificante, que me permita salir de este infierno!», pensó con desesperación.

Lo esencial era que su fórmula mágica lo trasladase. No muy lejos, pues carecía de fuerzas para ello, pero sí a algún lugar oculto del bosque donde no pudieran encontrarlo fácilmente. «No todos se desplegarán —caviló mientras, dolorosamente, inhalaba una bocanada de aire—. Sin embargo, con lo ruidosos que son, Stanach se percatará de que merodean por las inmediaciones y estará prevenido antes de que se le echen encima.»

Cerró los ojos y visualizó un claro que conocía, emplazado en plena espesura, en los aledaños de las tierras elfas. Los theiwar fraguarían todas las excusas imaginables antes de aventurarse en la mítica jungla de Qualinesti.

Tres notas obrarían el portento, dulces y suaves como la brisa primaveral en los campos. Y también tres vocablos. Sabía los vocablos y tenía suficiente aire para pronunciarlos.

Durante un período atemporal el humano no sintió dolor, ni tampoco necesidad de respirar. Cabalgó sobre la música como la reseca, ese reflujo que atrae las olas al seno del mar después de diluirse en el rompiente.

12

Una lección con triste final

El sol del mediodía brillaba en hebras delgadas y mortecinas, irradiando escaso calor. Sus rayos se vertían entre las copas de los árboles y rebotaban como plateados dardos en las amarillentas y rojizas hojas del sotobosque. Una fresca brisa transportaba los ricos aromas de la tierra húmeda y de la enmohecida vegetación cambiante. El sendero, poco más que una trocha de venados, le parecía a Kelida a menudo invisible y se decía que Tyorl debía de seguirlo más por instinto que por distinguirlo.

El elfo encabezaba la comitiva en su caminata por la vereda moteada de sombras, y tras él marchaban Stanach y la moza. Lavim también los acompañaba, pero se mantenía en el último lugar para disfrutar de cierta libertad en sus excursiones solitarias. Al igual que un perro viejo en un territorio inexplorado, el kender escrutaba los alrededores de la ruta de tal manera que, en ambos lindes de ésta, ningún arbusto, claro, rama colgante o roca aserrada eludía su examen. Aunque había desistido tiempo atrás de llamar la atención de sus amigos sobre tan fascinadores hitos, continuaba haciendo comentarios en una voz que Kelida aún hallaba desproporcionadamente cavernosa en alguien de su pequeña estatura y que, desde luego, evidenciaba el placer del kender frente a su entorno y el soleado día.

—¡Menos mal que no tenemos que hacer la travesía de esta deleznable jungla de incógnito! —refunfuñó el enano.

La joven sonrió, pues Tyorl había proferido un comentario similar segundos antes. Ella, en cambio, se dejaba contagiar por el entusiasmo del kender. Sus gritos ante cada descubrimiento resonaban como una canción desafinada, sí, pero estimulante, pues rompía la monotonía de lo que, de otro modo, habría sido un viaje silencioso. Tyorl no estaba de humor para conversar, y del aprendiz no cabía esperar más que un adusto y hermético mutismo.

Con los ojos clavados en la espalda del habitante de Thorbardin, la mujer recordó su destemplada sugerencia de que aprendiera a usar la daga que ahora llevaba.

Cuando el enano le espeto aquella advertencia en el aposento de Qualinost, su primera reacción fue de furia, de resentimiento. La segunda, más práctica, fue proveerse de un arma de tales características. Sin embargo, no cedió la tizona de Hauk a Stanach ni la depositó en manos de Tyorl. Desde que se había ajustado Vulcania con mayor holgura, la espada se acomodaba mejor a sus caderas y muslos —aunque aún la arrastraba y el roce del cinturón le excoriaba la piel—, así que insistió en conservarla.

Centró sus aspiraciones en el modesto objetivo de instruirse en el manejo de la daga, que Lavim le ayudó a encontrar antes de abandonar la ciudad. El enano, si bien le había aconsejado que aprendiera a usarla, no se ofreció voluntario a enseñarle los rudimentos de la lucha. Según los pronósticos de Stanach, no tardarían en llegar al lugar donde se había citado con su amigo Piper. Desde allí, no mediaba a Thorbardin más que el instante requerido para pronunciar un hechizo de desplazamiento en el espacio.

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