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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (39 page)

BOOK: Espada de reyes
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Se recostó de nuevo el hombrecillo en la fría roca, dándole un vuelco el corazón cada vez que el inmenso animal bostezaba o se desperezaba o que, al rebullir la moza, el imponente guardián se ladeaba hacia ellos.

Dividida en dos, la cámara contenía la pequeña cueva donde estaban los prisioneros y otra, espaciosa y de incalculable altura, que cobijaba a la bestia. La separación entre ambas partes estaba formada por un ensanchamiento del suelo y una abrupta proyección vertical de las paredes que, advirtió, no se elevaban hacia un techo sino hacia el cielo abierto. Había de ser así, ya que desde el orificio del cubil el viento descendía a las oquedades y su implacable embestida a las yermas montañas retumbaba quejumbrosa en la cueva.

Su don innato para ver en la penumbra permitió a Hammerfell distinguir la silueta flamígera de la fiera aposentada en la madriguera. Un cómputo aproximativo de las distancias le reveló que mediaban cerca de cincuenta metros entre el centinela y ellos.

«Lo malo es que puede cubrir ese tramo en un santiamén», se lamentó.

Una latente quemazón se iniciaba en la muñeca y ardía arrasadora hasta el hombro. Los esbirros de Realgar no lo habían tratado con miramientos, si bien, pese al fuego que se había declarado en el resto de la extremidad, la mano vendada seguía insensible. Ahora sabía que la ausencia de dolor no era consecuencia de las pócimas de Kem, sino que respondía a una realidad mucho más cruda: nunca más experimentaría la sensación del tacto, ni siquiera del sufrimiento. Unos huesos fracturados podían ser devueltos a sus posiciones, pero el desgarro múltiple de los músculos era irreversible.

Atisbo el malsano fulgor de los ojos del Dragón y se aceleró su respiración, como si sus pulmones fueran sendos fuelles de repente accionados. Presintió su apetito en forma de un pavor que le corroía hasta el mismo esqueleto, y también su actitud expectante. Le habían ordenado no engullir todavía a los cautivos del
derro;
sólo debía custodiarlos, y eso era lo que el gigante hacía.

Negranoche era el apelativo por el que Realgar se dirigía al reptil. Un rato antes le habían servido dos cabras y un mugiente ternero para paliar su perpetua hambre. Stanach olisqueaba aún la sangre, unas emanaciones como de materia oxidada que se introducían en su nariz y le dejaban el paladar pastoso. Además, entre los huesos mordisqueados de los animales yacían los jirones negros y plateados del uniforme que lucían los soldados theiwar.

Kelida hizo un leve movimiento de la mano, y de nuevo se inmovilizó. «Lleva demasiado rato inconsciente», se preocupó el malogrado herrero.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? Sólo conservaba recuerdos fraccionarios de haber despertado en aquel lugar muy por debajo de las ciudades. Durante un lapso asimismo indefinible tuvo la mente embotada a causa del encantamiento del nigromante y, al igual que en los sueños, el tiempo había carecido de sentido. Ni siquiera ahora, con el telón de fondo de la criatura que los había transportado, recordaba nada más allá de los minutos ulteriores al aterrizaje de ésta en la cañada en que se hundían los crestones pétreos de Northgate.

Un escuadrón de media docena de theiwar, acaudillado por Realgar, había surgido en tropel de la boca de la cueva, ofreciendo un espectáculo que poco difería del de los murciélagos al zafarse de la luz y buscar, desenfrenados, la oscuridad. Cada miembro del sexteto apuntó con su ballesta a uno de los forzados jinetes, encajados los bodoques y listos para ser lanzados en cuanto el
thane
lo ordenase. Pero éste no pronunció tal mandato; les indicó que desmontaran y ellos obedecieron, convencidos de que en cualquier momento los atravesarían de un disparo.

Tres de los guardias rodearon a Stanach antes casi de que pusiera el pie en tierra y procedieron a desarmarlo limpiamente, en cuestión de segundos. Mientras uno continuaba amenazándolo, los otros dos lo agarraron por los brazos y lo llevaron a empellones hasta el atemorizador agujero de tinieblas que era la abertura del complejo de grutas. Ya en el umbral, y pese a su severa escolta, el preso se acuclilló y se debatió para girar la cabeza hacia Kelida. La mujer había sido sometida a análogo trato y estaba en medio de un estrecho cerco.

Realgar se acercó a ella con ojos llameantes, sin poder controlar el temblor de sus manos ante la proximidad de la dorada guarnición de Vulcania.

Los dedos de sus aprehensores atenazaron con fiereza al enano y, al juntarle las muñecas en la espalda, ejercieron tan cruel presión sobre sus brazos que unos insoportables aguijonazos los azotaron de los codos hacia arriba hasta provocarle casi un desmayo. Atontado por el dolor, Hammerfell vio que despojaban a Kelida de sus armas.

Su estómago se contrajo al revivir la escena en que Realgar extendió la mano despacio, con veneración, hacia la espada, para retirarla antes de tocar la empuñadura de flamantes zafiros. Ordenó a sus hombres que se apartaran y, sin prisas, desabrochó la hebilla del cinto del que pendía el acero. Stanach entornó los ojos, intentando que no volvieran a resonar en su cerebro los gemidos de la muchacha, su propio grito ultrajado y preñado de espanto cuando Realgar, exultante, se ciñó al talle el trofeo recién cobrado.

Ahora, como un eco de aquel quejido de desesperanza, el aire se atoró en la garganta de la muchacha. El artesano asió cariñoso su mano y se inclinó hacia ella.


Lyt chwaer -
-murmuró, en voz tan baja que a él mismo se le antojó casi inaudible—, serénate. Yo estoy contigo.

En su reducido recinto reinaba una negrura mayor que la de las noches de luna nueva, y la moza, por mucho que se empeñase en adaptar sus pupilas, carecía de esa visión nocturna peculiar de los felinos y los enanos. Stanach sintió el estremecimiento de su mano.

Negranoche, con aquel perenne ronroneo en su pecho que lo hacía comparable a una caja de resonancias, irguió el hocico al percibir señales de vida en la cámara vecina. Su cuello se onduló para observar a los reos, mas pronto reculó, al parecer indiferente. Stanach sintió que la mano de Kelida se enfriaba súbitamente, al resonar en la caverna el bronco ruido de escamas arrastrándose en la piedra y de zarpas arañándola.

El enano volvió a estrechar la mano femenina, para que se mantuviera quieta y en silencio hasta que el Dragón concluyera su retroceso. ¿Cuánto tiempo más lo retendrían las órdenes de Realgar?

Con el mayor sigilo posible, Stanach se enderezó y soltó la mano de Kelida, pero está se aferró a su brazo como haría un náufrago a la única tabla salvadora en un mar oscuro y tempestuoso. Habló en un hilillo de voz, presa del pánico.

—Me he quedado ciega.

—Nada de eso, Kelida. Tus sentidos están intactos, sólo que en estas profundidades los humanos tienen ciertas dificultades para desenvolverse. Ahora, incorpórate y domina tus nervios.

Con cierta torpeza, la muchacha se incorporó y apoyó la espalda contra la pared.

—¿Te encuentras mejor? Estoy seguro de que te aqueja una inoportuna migraña —dijo el enano, con un tono despreocupado que sonó falso incluso a sus oídos—. Son vestigios del encantamiento de ese theiwar, algo así como la resaca de unos buenos tragos de nuestro aguardiente, aunque sin haber gozado con anterioridad de la diversión de la ebriedad.

En su guarida provisional, Negranoche exhaló unos leves bufidos y su coraza escamosa siseó de nuevo al estregarse contra el lecho de roca. La muchacha sofocó un aullido y enmudeció.

—Es sólo el Dragón Negro —le informó Stanach sin poner más énfasis que si se hubiera referido a una liebre—. Por el momento estamos a salvo.

—¿Dónde está?

—En una gruta anexa. Juega a perro guardián, mas nosotros no le interesamos —mintió, compasivo, Hammerfell.

¿Le había creído la tabernera? Lo más probable era que no.

—¿Por qué no veo nada?

—Porque aquí reina una oscuridad absoluta. En el exterior, donde tú vives, aun en las noches de cielo encapotado queda atrapado algún resplandor entre la Tierra y los nublados astros. Aquí, en las entrañas del mundo, no hay más iluminación que la artificial.

—Pero tú puedes verme.

Un segundo resoplar de Negranoche les arrojó una vaharada con los efluvios inconfundibles de la sangre ingerida poco antes. Stanach comenzó a hablar más deprisa a fin de apaciguar el creciente pánico de la muchacha.

—Todos los seres vivos desprenden calor y, en cuanto a los objetos inanimados, por ejemplo los minerales de una montaña, absorben los rayos diurnos y los almacenan. Así, yo distingo la aureola de calor de unos y otros, aunque no su volumen. Debo añadir, no obstante, que si pudieras ver ahora mis ojos, te causarían terror. Tanto se han dilatado mis pupilas en su afán de capturar la más mínima luz que parecen precipicios hacia el infinito.

Kelida inhaló aire y lo expulsó en un suspiro de dudosa catalogación.

—¿Qué van a hacer con nosotros?

El enano, que desconocía la contestación, negó con la cabeza pero, al reparar en que la moza no podía percibir su gesto, se expresó en palabras.

—Lo ignoro,
lyt chwaer.
Realgar ya se ha adueñado de Vulcania, así que no entiendo por qué no nos ha matado.

La mujer estuvo unos segundos callada y, casi sin darse cuenta, cerró con mayor fuerza los dedos en torno a la mano de su amigo. Éste supo enseguida cuál sería su próxima pregunta.

—Entonces, ¿tú supones que Hauk está muerto?

Aunque no lo pilló de sorpresa, el enano tragó saliva y no dijo nada.

—¿Stanach?

—Sí —murmuró—. Estoy convencido.

¿Cómo podía leerse tanta aflicción, tanta angustia, en una línea rojiza que delimitaba a una figura plana?


Lyt chwaer -
-fue lo único que atinó a musitar.

Kelida enterró el semblante en el hombro del enano, quien sintió la tibieza de sus lágrimas en el cuello. Cada día era más sincero el título que le daba a la muchacha: querida hermana. La muchacha lo había consolado en sus horas de dolor, lo había cuidado dulcemente después de que sus congéneres lo dejaran tullido, efectuando las curas con una devoción que no habría superado un verdadero familiar.

La abrazó mientras sollozaba y, detrás de ella, vio su brazo derecho enmarcado en la aureola de calor que emanaba de su cuerpo. La mano, vendada mediante retazos arrancados de la capa de la joven, era un peso inerte. Privada del hálito vital, ninguna orla de luz festoneaba el lugar donde debería haber estado.

—Lo lamento, Kelida, lo siento de veras —balbuceó.

Una repentina tensión agarrotó las vísceras de la moza, sucedida por una laxitud que parecía denotar su incapacidad para aguantar la carga de un nuevo pesar. Conmocionada, con la voz entrecortada por los sollozos, se recriminó:

—Yo... yo soy la responsable de su muerte.

Hammerfell, tan perplejo que incluso sospechó haber oído mal, la apartó un poco para escudriñar su faz. No pudo, ni siquiera gracias a su facultad visual, detectar más síntomas de emoción que unos temblores delineados en derredor de los rasgos.

—¿A qué viene echarse así las culpas?

—Debería... debería haber preservado la espada con mayor celo —murmuró la joven, y sepultó el rostro en sus manos, fantasmas de pájaros rojizos—. O, más prudente todavía, habérosla entregado a ti o a Tyorl. De no ser por mi terquedad quizá tú se la habrías obsequiado a tu
thane
y habríamos rescatado a tiempo al guerrero. ¡Oh, Stanach, cuan obtusa he sido! Siempre me perseguirán los remordimientos.

—Sería un grave error —la regañó el enano—, porque de ninguna manera contribuiste a su asesinato. Nada podrías haber hecho para evitarlo.

—Sí —insistió la desolada joven—, poner el arma bajo vuestra potestad en vez de alimentar la absurda ilusión de que... de que, mientras yo la tuviera, él estaría en mí. Me empeciné en que me la había regalado porque... porque yo le gustaba, y que de ese modo me recordaría y quizá podría...

—¡No! —vociferó Stanach fuera de sí.

Los ecos de su bramido repercutieron como débiles protestas en el recinto de la angosta cámara. De nuevo, Negranoche hizo patente su presencia mediante el áspero rascar de sus ganchudas zarpas y los murmullos dentro de su caja torácica. Por el brillo de sus iris amarillentos, el hombrecillo infirió que se reía.

Aferró el brazo de Kelida con su mano izquierda y dejó caer la otra.

—Sólo los dioses pueden aquilatar mi tribulación, chiquilla. Nunca estuvo en tu mano salvar a Hauk.

—Sí —repitió la joven—, si yo...

—No —susurró Hammerfell—, no. Hauk ha muerto, sí, pero tal suceso nada tiene que ver contigo. Probablemente había expirado antes de que partiéramos de Long Ridge.

La mujer se separó con un respingo, como si de súbito su amigo hubiera desenvainado una daga.

—Tú me dijiste... —Vaciló, y su tono se redujo a un siseo mientras se esforzaba por entender—. Tú mismo me alentaste...

—Mentí. Necesitaba a Vulcania y te mentí.

La muchacha lanzó un gemido.

Stanach apoyó la nuca en un saliente rocoso y cerró los ojos. No exteriorizó su arrepentimiento pero Reorx sabía que jamás se había detestado tanto, ni siquiera cuando atribuyó a su negligencia el robo del acero. No encontraba palabras que tradujeran la pesadumbre que lo carcomía, ni creía que existieran en ningún idioma.

Tras un lapso eterno, sólo perturbado por la respiración de la bestia y los sollozos de Kelida, ésta apoyó su ligera mano sobre el brazo derecho de Stanach y levantó los despojos que yacían arropados en los harapos de la capa. Él tomó conciencia de su segunda acción porque oyó el roce de sus dedos sobre las vendas.

* * *

El
guyll fyr
prosperaba en su desbocado galopar por las Llanuras de la Muerte. Sus fogosas pezuñas abrían paso al cuerpo principal del corcel, enjaezado con arneses más fulgurantes que el mismo sol. Su arremetida, no menos avasalladora que la de un ejército, practicaba el pillaje en pantanos y fangales, se nutría de hierba y helechos secos.

De pie ante su escritorio en la Cámara de la Luna Negra, Realgar contemplaba el incendio en la límpida y translúcida superficie de cristal. Un sencillo encantamiento hacía aparecer las imágenes en el cristal, y el theiwar, como el explorador que ha escalado las montañas para mejor otear el panorama, observaba el avance del fuego.

Satisfecho, murmuró unas palabras mientras pasaba la mano sobre la mesa. Había invocado un primer plano de las ciénagas, que se ofrecieron a su escrutinio hasta en los más nimios pormenores.

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