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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (36 page)

BOOK: Espada de reyes
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«Stanach —pensó con amargura—, Vulcania ya te ha costado un pariente, un amigo y tu sagrada mano de forjador. Solías decir que Reorx bendijo la espada, pero yo más bien creo que la maldijo. Pero tú intentaste salvarla y peleaste como un lobo para conquistar el arma.»

Volvió la espalda a la aureola del
guyll fyr,
atenuada por los kilómetros, y clavó los ojos en las pequeñas y acogedoras llamas de la fogata del campamento. El humo dibujaba sombras sobre el suelo. Rojas a la luz del sol, las rocas y el polvo del altiplano presentaban unas peculiares irisaciones púrpura en el irreal resplandor de las lunas. Lavim, fiel a sí mismo, se había esfumado antes de que se distribuyeran las tareas y aún no había aparecido.

«Ocupado en correrías nocturnas o en conferenciar con su espectral mago.»

Trató de apartar tales pensamientos. Estaba persuadido de que Lavim creía que el fantasma de Piper hablaba con él, pero él mismo no sabía qué creer. No podía negar que Springtoe había sabido lo que él estaba pensando casi antes de que él mismo lo supiera. Pero cuando le había expuesto el asunto a Finn, éste se había limitado a encogerse de hombros y manifestar una cáustica incredulidad.

Volvió a ojear el sitio donde habían acampado. Arrebujado en su capa, Finn dormía junto a las brasas. Kem, a quien el guerrero había relevado en la guardia una hora antes, permanecía sentado en las sombras con la mirada perdida. El elfo se preguntó cuándo se acostaría.

Los silencios del curandero siempre habían sido fruto de su buen carácter, de su sana afición a escuchar y observar. Sereno por naturaleza, cedía las demostraciones de oratoria a su joven hermano Lehr, locuaz por naturaleza. Ahora, la muerte de Lehr había apagado en las pupilas de Kembal aquellas chispas de humor y de cordialidad. Sólo ansiaba vengarse, tal como Tyorl.

De pronto el elfo sintió que un frío antinatural lo penetraba hasta los huesos. La causa era que admitía por primera vez, incluso ante sí mismo, que Kelida había sucumbido.

El Dragón Negro había surgido del este, de Thorbardin, lo que a todas luces confirmaba que los temores de Stanach acerca de una revolución no habían estado errados. Realgar debía de reinar en la ciudad, con las huestes de Takhisis bajo su mando, lo que equivalía a contar con Verminaard como aliado.

Tyorl dio rienda suelta a otro improperio, éste consecuencia del nudo que atenazaba su garganta. La víspera aún debatía en su interior si estaba enamorado de Kelida, rehuyendo sus propias emociones pero anhelando solazarse en el dulce sonido de su voz y en la electrizante experiencia de un contacto casual. Ahora, demasiado tarde, comprendió que la amaba. Sólo en la memoria atesoraría el delicioso timbre femenino, el placer que en él suscitaba su mano posada en la suya o la imagen de los rayos solares al filtrarse entre la pelirroja cabellera.

¿Se habría declarado a la muchacha de estar ella aún allí? ¡Sí, y de inmediato!

¿Y qué pasaba con Hauk?

El elfo sonrió con amargura. ¡Qué poco importaba todo! Ambos habían muerto, y lo único que le quedaba era un puñado de recuerdos, de momentos vividos junto a la granjera empleada en una taberna. ¿A qué especular sobre lo que podría haber sucedido con una relación cortada en su raíz?

Tyorl reanudó su ronda, con el fuego a su izquierda y un mundo de sombras delante y detrás. «No tengo más futuro que la venganza. Sea quien fuere el gobernante de Thorbardin, hallaré el medio de introducirme en la ciudad y vengaré a Hauk y también a Kelida, a quien los dos amamos.»

* * *

Desde un barranco tenebroso, al oeste del enclave escogido para la acampada, Lavim observaba a Tyorl, que hacía su ronda. Se había restablecido de su carrera y, en la total certeza de que el elfo intentaría ahora arrebatarle la flauta, se escabulló al abrigo de la exigua luz de la anochecida y esquivó a los tres guerreros. Quería departir con Piper sin que lo importunasen reclamando el instrumento. El hombrecillo había formulado en su mente determinadas cuestiones que deseaba dilucidar.

Se instaló en una postura más o menos confortable entre los peñascos, y frunció el entrecejo. Su problema radicaba en que el mago no era explícito con él; en realidad, había dejado de serlo desde que él había hecho uso de la flauta por su cuenta. Embelesado, el kender tanteó la tallada pieza y su arrobo se metamorfoseó en una pícara sonrisa. Sospechaba que la negativa de Piper a responder a su última pregunta era, de por sí, una respuesta.

—Mucho me parece —aventuró, señalando con el objeto musical el lugar donde imaginaba que habría estado el hechicero de no morar en su mente— que puedo hacer uso de la flauta siempre que me plazca.

Piper guardó silencio.

—Y, si mis deducciones son atinadas, no seleccionas tú la escala mágica apropiada a cada circunstancia.

El otro siguió callado.

—¿Sabes por qué creo eso? Porque la idea del sortilegio oloroso partió de mí, y la flauta no hizo sino acatar mi mandato en cuanto el pensamiento se formó en mi mente. Ése es también el motivo de tu empeño en que se la entregue a Tyorl, ¿no es verdad? Sus virtudes me pertenecen sin que tú intervengas. Basta con que estés dentro de mí para que el instrumento toque, pero soy yo quien decide qué hechizo ha de obrar. ¿Qué dices de todo esto?

Digo que eres un asno.

Lavim no cayó en la trampa del agravio. Sin ofenderse, comentó:

—Puede ser. Pero soy un asno con una flauta mágica.

Sí -
-convino Piper con extrema frialdad—.
Y no concibo nada más disparatado o peligrosa.

Un haz de luna iluminó por unos segundos la satinada superficie del instrumento.

—¿Así que estás furioso? Es curioso, porque soy yo quien debería estarlo contigo por haberme dicho que te necesitaba para que me dijeras cómo hacer los encantamientos. —Hizo una pausa y luego agregó con aire solemne—: Los amigos no deben mentir.

Tampoco deben robar a un amigo, Lavim.

Sensible a este aguijonazo, el hombrecillo bajó de su pétreo asiento.

—¡Yo no la robé, el azar me la ofreció!

Sí, pero ¿cuántas veces te he suplicado que se la des a Tyorl?

—Te prometí que lo haría, y lo haré... pronto.

Lavim, no sé qué estás tramando, aunque he de implorarte que cualquiera que sea tu proyecto no involucres a la flauta. Sólo hay un puñado de hechizos que puedes realizar con ella, y tú ignoras cuales son.

—Bueno —dijo el kender, con una risita entre dientes—, conozco dos encantamientos: uno de efluvios fétidos y el otro para catapultarse en el espacio. ¡Y no es el primero el que ahora necesito!

Springtoe abandonó la cañada y, trepando a gatas por la escarpada ladera, se encaminó hacia donde estaban congregados sus acompañantes.

—¡Será sencillo! —cacareó—. Haré que la magia nos transporte a Thorbardin y rescataremos a Kelida, a Stanach y quizás a ese tipo llamado Hornfel.

¡Por favor, no lo hagas! -
-se horrorizó Piper—.
Ese conjuro se compone también de unos vocablos, que debes recitar mentalmente mientras interpretas la tonada. Si no dices las palabras correctas, te trasladarás a una especie de limbo donde no hallarás más sociedad que las cenizas de quienes te hayan acompañado.

Lavim hizo un alto, cabizbajo y con el entrecejo fruncido, hasta que una sonrisa distendió su ajado rostro: había hallado una solución.

—En tus manos está impedir que eso pase. Deletréame los términos cuando haya que entonarlos.

Piper, sintiéndose como un jinete que condujera un caballo desbocado, deseó con desesperación tener algo a lo que aferrarse. No había quien detuviera al kender.

* * *

Todas las dudas de Tyorl sobre si Lavim estaba o no embrujado se disiparon en el instante en que lo vio, con la flauta mágica empuñada, resoplando como un fuelle por su escalada monte arriba y gesticulando para llamar su atención.

—¡Baja, amigo mío, apresúrate! ¡He fraguado un plan genial, que nos llevará a Thorbardin en menos que canta un gallo!

El elfo recordó que Stanach, cuando encontraron el maltrecho cuerpo de Piper, le había explicado que el encantador era famoso en su país por sus hechizos de desplazamiento.

«Si estás ahí en espíritu —rogó en su fuero interno al mago—, oblígalo a renunciar.»

El guerrero dio, en su precipitado descenso, un traspié contra una piedra saliente e hizo la mitad del trayecto deslizándose como en un tobogán. Sólo los dioses podían predecir qué suerte correrían si el kender no seguía correctamente las instrucciones del encantamiento de teleportación. Las palabras y los gestos necesarios para efectuar un hechizo debían ser muy precisos, así como las notas que era menester ejecutar. ¿Qué clase de encantamiento podía llegar a desencadenar por error?

Todos los presentes debieron de coincidir en sus temores, pues los tres, Tyorl, Finn y Kem, se abalanzaron al unísono sobre Lavim.

El kender se derrumbó en un revoltijo de brazos y piernas y se retorció para zafarse, mientras propinaba puntapiés sin dejar de tener la flauta fuertemente agarrada.

—¿Eh, qué os pasa? ¡Soltadme! No comprendéis que yo...

Tyorl se libró de la presión de la rodilla de Finn y cerró los dedos en torno al tobillo de Lavim, mientras los otros dos Vengadores deshacían la traba de sus respectivos codos sin dejar que se escurriera de sus zarpas la cintura del prisionero. Pero nadie le inmovilizó los brazos ni pensó en taparle la boca.

Con la absoluta convicción de que no le habían comprendido, ya que de lo contrario se habrían regocijado en vez de acosarlo, Lavim hizo provisión de aire y se llevó la boquilla a los labios.

Se defraudó un tanto porque había esperado algo más emocionante que tres simples notas. Al oír la primera de ellas, Piper bramó en su cabeza y el kender reflexionó que quizá debería haber sonado con más delicadeza, con más suavidad.

De repente tuvo la impresión de desintegrarse, de explotar en mil fragmentos, y se le revolvió el estómago en los síntomas preliminares del vómito.

«¡Qué raro! —pensó, al entumecerse todas sus vísceras como si su capacidad de sentir escapara a través de sus extremidades—. En cuanto aterrice habré de buscar un rincón discreto. Espero que el encantamiento nos traslade a las afueras de la urbe; me resultaría muy embarazoso desalojar la cena delante de una multitud de...»

También su conciencia se desvaneció.

* * *

Tyorl cayó al suelo con un golpe sordo, que le hizo rechinar los dientes. Cuando intentó aspirar una bocanada de aire para recobrarse, no tragó sino humo. Unas llamas le lamían los dedos, y habría gritado de albergar un ápice de aliento.

«¡Maldito kender!»

—¡Tyorl, levántate! —le urgieron.

Era Finn. El elfo, acostumbrado a obedecerlo, hizo un esfuerzo. Arrastró una rodilla bajo su masa corporal y resbaló, chapaleando en unas aguas glaciales.

«¡Ese insensato nos ha mandado al centro del océano!»

—¡Vamos, Tyorl, ponte en pie!

El que ahora lo instigaba era Lavim y, aunque no habría podido jurar que era pánico lo que se insinuaba en su voz, algo hubo en su apremio que lo incitó, tras más salpicaduras y forcejeos, a enderezarse. Se frotó la faz con la mano a fin de limpiarla del fango y de unas briznas de hierba pegajosas y repulsivas. Bamboleante, se volvió hacia el kender y no columbró sino una forma indefinida en la enrarecida atmósfera nocturna.

—Por todos los dioses de nuestro firmamento —gruñó—, ¿dónde estamos?

—Lo... lo siento, Tyorl —dijo, atribulado, Springtoe—. Yo no pretendía que viniéramos a parar aquí; tan sólo deseaba que el hechizo nos dejara en los aledaños de la ciudad porque tenía una ligera náusea y se me antojó que sería una grosería presentarse en un hogar ajeno sin haber sido invitados. Sufrí unos instantes de desconcierto y, al no haber nadie a quien solicitar consejo, se me fue de las manos la magia en medio de nuestro vuelo... —Se rascó la cabeza, y volvió los ojos hacia el incendio forestal—. En fin, que caímos aquí. ¿Estás herido?

—¿Dónde has metido la flauta?

—No sé, no...

¿Dónde está la flauta?

Acorralado, el kender se revistió de una inusitada sumisión:

—La tengo a buen recaudo.

—Dámela.

—Pero Tyorl, yo...

—¡Ahora mismo! —se enardeció el elfo.

—De acuerdo —dijo Lavim, tendiéndole dócilmente la flauta—. Sin embargo, Piper me anuncia...

—¿Qué te anuncia? —lo increpó el Vengador, en un tono peligrosamente frío y desafiante.

—Que podemos precisar de ella, que no la tires.

La humareda era cada vez más espesa. Tyorl apenas entrevió a Finn, quien, a poco más de un metro, socorría a Kem prestándole el soporte de su brazo. Estaban sumergidos en el líquido elemento hasta las rodillas, circundados por juncos y otras plantas de pantano. A no más de cuatrocientos metros, las eneas ardían como antorchas hasta donde alcanzaba la vista. El viento arrastraba ascuas y hierbas encendidas, ennegreciendo el aire. Tyorl vapuleó al kender por los hombros y lo hizo girar en redondo.

—¿Te das cuenta adonde nos has traído?

—S-sí —tartamudeó el otro, tratando de desasirse.

—A las ciénagas —especificó el elfo—, y estamos rodeados por el fuego. ¿Es lo que tú denominarías los arrabales de la ciudad?

—No, ya te he contado que me descontrolé y...

Finn vadeó como pudo el légamo y la estancada laguna y se acercó a Tyorl.

—Vayamos hacia el este. Ignoro las características de estos barrizales, pero al menos en esa dirección el panorama parece estar más claro. —Clavó sus acerados ojos azules en Lavim por un momento y se volvió al elfo—. Deberías matar a ese bastardo ante de salir de aquí.

Springtoe, que tenía un sinfín de excusas en la punta de la lengua, optó por enmudecer. Esperó a que Finn desapareciera en la niebla, seguido por Kembal, antes de dirigirse a Tyorl.

—No lo decía en serio, ¿verdad? ¿No irás a deshacerte de mí?

El guerrero, por toda contestación, le hizo un gesto para que caminara delante de él.

—Piper —preguntó el kender mentalmente—, ¿crees que Finn piensa matarme?

Si no lo hace, lo haré yo,
respondió el mago con voz áspera y terminante.

—Pe... pero yo sólo intentaba ayudar, Piper. ¿Piper?

Se hizo un silencio sepulcral en su cerebro.

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