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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (35 page)

BOOK: Espada de reyes
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22

Cercados por el fuego

Lavim dio un puntapié a una piedra de canto redondeado y observó cómo daba tumbos colina abajo. Había oído decir —no recordaba si era Piper u otra persona quien se lo había contado— que todo aquel desierto, aquel lugar ondulante, reseco, polvoriento, vacío, aquel tedioso erial que denominaban las Colinas Sangrientas, había sido en otros tiempos una verde pradera.

Olvidas el adjetivo «monótono».

—¿Cómo?

Que no has mencionado la «monotonía» al describir la región.

—No me ha parecido preciso —replicó el kender a su interlocutor telepático—. El paisaje habla por sí mismo.

Piper sonrió, mientras Springtoe se dedicaba a remover el polvo y lo miraba alejarse, arremolinado en forma de nubéculas, en alas de la incisiva ventolera. Se le ocurrió que no dejaba de resultar curioso que pudiera determinar cuándo su fantasmal compañero asumía una u otra mueca.

El hombrecillo hundió la mano en el bolsillo y sacó un mapa realizado en pergamino cuidadosamente doblado, aunque con grietas.

—Solía guardar mi cartografía en un cofre hecho ex profeso, pero ignoro qué fue de él. Lo tenía hace poco, un mes antes de visitar Long Ridge, y ahora se ha esfumado. Constituye una molesta tendencia la que muestran mis pertenencias a desaparecer siempre que corro hacia el interior o el exterior de las ciudades.

Se acuclilló y desplegó el mapa en cuestión en el suelo, alisándolo con esmero en las fisuras.

—Fíjate en este sitio, Piper. Es horripilante hasta representado en el papel.

Mientras hablaba, Lavim iba trazando en el mapa la trayectoria de su recorrido, dándole explicaciones a un espíritu capaz de divisar horizontes mucho más lejanos que él, tanto hacia atrás como hacia adelante. El mago, condescendiente, lo dejó hacer.

—Aquí está Qualinesti. Es extraño, ¿no encuentras?, que pasara la mayor parte de las horas buscando espectros y que no me tropezara con ninguno hasta después de abandonar el país. La mancha verde —continuó el hombrecillo— es el hermoso Bosque de Elven, y la línea azul reproduce el cauce del río que cruzamos, de ahí la cantidad de meandros. Y en este otro punto es donde el diseño se hace feo y la realidad aún peor, amén de que el trazado es inexacto. Por las indicaciones deberíamos hallarnos ante unas lomas, y lo que yo atisbo son montañas de mayor envergadura.

No es cierto, son simples colinas.

—¡Cómo se nota que tú no has de recorrerlas a pie! —exclamó el kender, y volvió a guardarse el documento—. Sería mucho más liviano el viaje a Thorbardin si tomáramos el atajo de las planicies de Dergoth, las que los enanos llaman Llanuras de la Muerte. ¿A qué se debe ese apelativo, Piper?

Al hecho de que millares de ellos, tanto de las facciones de las colinas como de las montañas, murieron allí en una batalla fratricida durante las Guerras de Dwarfgate.

Lavim se incorporó y desperezó. Las ráfagas ventosas procedían ahora del este, siempre con idéntica intensidad, y propagaban el incendio infernal al que Stanach aludiera como
guyll fyr.
Aunque las humaredas no enturbiaban el despejado cielo, las corrientes que sobrevolaban el llano succionaban el humo y lo encauzaban hacia la comarca de los antiguos pantanos. En cualquier caso, la distancia no obstaba para que el kender oliera los efluvios.

Sin intercambiar más palabras con Piper, Springtoe inició su andadura en dirección sur, trepó a la cima más alta de las que lo rodeaban y de nuevo hizo una pausa. Desde aquella altura, el fuego, distante varios kilómetros, se asemejaba a una gran serpiente roja que, sibilante, reptara hacia la cordilla oriental. El humo se hallaba suspendido sobre las ciénagas como un negro sudario. Concentrándose mucho, encogidos los ojos, el trotamundos creyó oír el rugido de las llamas como un lejano trueno.

¿Por qué no vas a conversar con Tyorl?,
propuso de pronto Piper, que hasta entonces había guardado silencio.

El kender dio un respingo.

—Temo ser inoportuno —contestó, lanzando una fugaz mirada hacia el pie de la colina—. Le trastornó sobremanera que aquel Dragón secuestrara a Kelida y Stanach, lo que juzgo muy comprensible. A mí tampoco me apetece revivir el episodio.

Me he dado cuenta. Pero quizás él necesite hablar de ello.

—Pero no lo hará conmigo. Examínalo y te convencerás.

El elfo estaba sentado, abstraído en la contemplación del firmamento. No había quitado los ojos del cielo desde que el Dragón había apresado a la posadera y se la había llevado junto a Stanach. Lavim suspiró. Se había perdido el portentoso espectáculo casi por entero; al regresar de sus vagabundeos solitarios, apenas alcanzó a distinguir la mancha oscura del reptil, aleteando rumbo a Thorbardin con sus amigos y sin su anterior jinete.

Habían descubierto al enano tuerto en una cañada, entre las paredes de sendos riscos. Sangraba a borbotones y tenía todos los huesos rotos y astillados, pero no había muerto. El kender supuso que fue la sed de venganza por el espantoso final de Lehr lo que movió a Finn a decapitarlo de un solo tajo. Según Piper, había sido una acción piadosa.

Lavim espió al jefe de la compañía de los rebeldes. Con la frente aplastada contra las erguidas rodillas, el luchador permanecía muy quieto al abrigo de la vertiente, ajeno al constante ir y venir de Kem, quien no había despegado los labios desde que el Dragón había aniquilado a su hermano. El curandero merodeaba por la falda del monte, enhiesto el cuello como un cazador antes de reanudar el rastreo de la presa.

Está afilando las cabezas de sus flechas en la piedra del desquite,
afirmó el mago.

Con el cambio que se había obrado en la orientación del viento poco después del alba, la ígnea catástrofe se había extendido deprisa por las estribaciones y, en su rauda carrera hacia el sur y hacia el norte tanto como hacia el este, alzó una flamígera pared a la espalda de los viajeros. Fue Finn quien recomendó dirigirse a los desolados páramos, arguyendo que allí no crecía material combustible y estarían a salvo. Fue una jornada completa de enloquecida carrera y ahora, mientras se alargaban y oscurecían las sombras debido a la inminencia del ocaso, el cuarteto se concedió un descanso para hacer acopio de energías antes de reemprender el camino.

Vamos, Lavim, aborda a Tyorl.

—¿Y?

¿Y qué?

—Supongo que dirás que debo poner la flauta en sus manos. Me lo has repetido todo el tiempo: entrégale la flauta, entrégale la flauta...

Me satisfaría que lo hicieras.

—No lo entiendo. ¡Yo puedo usarla y él no!

Sí, mas he de ser yo quien te dicte las operaciones,
suspiró Piper.

—¿Qué sentido tiene entonces que se la dé a él?

¡Lavim, ve!

El hombrecillo apretó los párpados y se tapó los oídos con las manos. Deseando que el encantador no hubiese adquirido el malsano hábito de gritarle dentro del cerebro, se acercó al elfo.

Tyorl no dio señales de verlo ni siquiera cuando la menuda silueta del kender obstruyó los últimos rayos de luz que lo caldeaban. Springtoe carraspeó para aclararse la garganta y dar constancia de su presencia. Pero Tyorl se limitó a enderezarse para estudiar un retazo de la bóveda y a declarar lacónicamente:

—Falta poco para que anochezca. No podemos perder el tiempo charlando.

Hizo acto seguido una señal a Finn, quien a su vez indicó a Kembal mediante un ademán que reemprendían la marcha.

Como de costumbre, Kem ocupó el extremo norte y avanzó a grandes zancadas. Finn se situó en la delantera y marcó el trayecto, que pronto desembocó en el humeante tapiz de las Llanuras de la Muerte.

Lavim trotaba al lado de Tyorl, acelerado el paso para no rezagarse.

—Tyorl, hay algo que me gustaría explicarte.

El elfo no se inmutó.

—Es acerca de Piper.

—Está muerto —gruñó Tyorl—. ¿Qué más puede interesarme averiguar respecto a él?

—Ya sé que está muerto —replicó el kender, cargándose de paciencia—. Pero intuyo que has concebido la idea de que, de haber estado en posesión de su flauta al arrebatarnos el Dragón a nuestros amigos, podrías haberlo impedido.

El otro se encerró en su mutismo.

—Estás en un error. Nada habrías logrado —continuó Lavim.

—¿No? ¿Y por qué?

—Porque la flauta únicamente me obecede a mí. Piper asegura...

—¿Piper asegura?

—Sí, ahoja es un fantasma que se ha instalado en mi mente y me hace revelaciones de toda índole.

—Lavim...

—Por favor, déjame terminar. Realmente es un fantasma. Él me avisó cuando el Dragón Rojo voló sobre el bosque y le prendió fuego. Bueno, no me dijo que él —el Dragón, quiero decir— haría eso sino que me advirtió de su llegada. Y... y también me advirtió acerca del Dragón Negro. —Aminoró el paso, inmerso en su relato, y tuvo la sensación de que la arena bermeja imponía a sus pies un peso plomizo—. Lo lamentable fue que estaba demasiado lejos para actuar. Lo intenté, y puse en el empeño todas mis fuerzas, pero Piper me dijo que los sortilegios no pueden rebasar su margen natural de influencia. No sabes cuánto lo siento. ¡Ojalá me hubiera hallado en la vecindad en lugar de efectuar incursiones en las montañas adyacentes! Y... y sé que crees que podrías haber ayudado a Lehr, a Kelida y a Stanach contra la fiera si hubieras tenido el instrumento mágico, pero habrías fracasado. No tienes a Piper en tu cabeza.

—Tampoco tú lo tienes. En ocasiones como ésta pienso que has perdido el juicio o que...

Dile que aún no estás senil.

—¡No estoy senil! —se exasperó Springtoe.

—¿Cómo? —preguntó Tyorl atónito, porque ésas eran las mismas palabras que él había estado a punto de decir.

—Yo... Piper me ha dicho... Bueno, no soy todavía un viejo chocho. —Respiró hondo, falto de resuello y, con las manos en las rodillas, jadeante, renovó el aire de sus pulmones—. Piper me comunica que ahora mismo estás meditando sobre la manera de acallarme antes de que Finn se entere de la historia.

—¿Sí? —pestañeó el elfo—. ¿Y qué más te susurra acerca de mis reflexiones?

—Que, según tú, ya tienes bastantes complicaciones para aguantar a un demente —recitó el hombrecillo—. ¿Así me ves a mí? ¡Estoy más cuerdo que tú, presuntuoso! No he inventado nada. Todo cuanto te he narrado es verídico. —Rebuscó en los recovecos de su atuendo y, al palpar la flauta, la extrajo y la colocó en la mano del elfo antes de que éste reaccionara—. Adelante, toca algo.

—Eso no prueba nada —se obstinó Tyorl—. Aunque tengo nociones musicales, ignoro qué secuencias de notas desencadenan hechizos.

Springtoe silbó la melodía que había activado la pestilencia en la cueva del río.

—Intenta esta tonada, es muy sencilla.

—Sí, pero...

—¡Vamos, sin remilgos! —insistió el kender—. Piper garantiza que no habrá problemas.

Lleno de aprensiones, Tyorl sostuvo la flauta entre las yemas de los dedos como si abrasara. Escrutó al kender, aún indeciso, y éste lo apremió.

—¡Es para hoy!

El elfo acometió la sencilla melodía preparado para el desastre, para asfixiarse en los mismos hedores que antes lo habían sumido en una náusea desesperante durante minutos.

No ocurrió nada, excepto que una brisa caliente se unió a los embates del viento.

—Piper asegura que el viento no guarda relación con tu intentona. Son las corrientes de aire sobre el fuego, o algo así. Vuelve a intentarlo.

El Vengador así lo hizo, con absoluta corrección como la vez anterior, y el viento volvió a soplar con idéntica fuerza, impregnado de aromas ahumados nacidos en el incendio, pero sin que aconteciera nada más. Analizó el objeto que sujetaba, y reparó demasiado tarde en el ágil gesto de Lavim para quitárselo. Lo metió en secretos pliegues sin darle oportunidad para protestar.

—¡Espera, entrégame la flauta!

Pero el hombrecillo ya no estaba allí. Se alejaba al galope en pos de Finn, con la flauta nuevamente en su poder.

Tyorl lo persiguió. Si aquel endiablado aventurero hubiera estado con el grupo al asaltarlos el Dragón Negro acaso habría evitado el sangriento percance pero, cómo no, en aquellos críticos instantes se dedicaba a sus andanzas nocturnas. De todos modos, culparlo por su ausencia no era menos desatinado que reprocharse a sí mismo por haber fallado el blanco al disparar sus flechas.

Apresuró el paso, sin cavilar ya sobre fantasmas ni oportunidades fallidas. De pronto había tomado conciencia de que, en efecto, sólo Lavim podía formular encantamientos a través del instrumento, y las implicaciones de este hecho lo espantaban.

* * *

Desde la colina donde hacía su ronda de centinela en las primeras horas de la madrugada, Tyorl divisó los estragos de las llamas en los cenagales. El viento del oeste se había calmado después del crepúsculo, si bien la ardiente conflagración no necesitaba su concurso para avanzar hacia las montañas. La hierba era al mismo tiempo pabilo y aceite de fanal: nada ni nadie detendría la implacable arremetida.

El elfo lanzó una maldición y elevó la vista hacia las estrellas, diminutos y refulgentes diamantes de helado cristal que apenas prestaban tibieza al negro cielo. Solinari, en su cenit, estaba rodeada por un difuso halo de plata, mientras que su hermana Lunitari festoneaba de encarnado los perfiles de las montañas y derramaba sombras de tonos añil sobre las tierras bajas. La orla del satélite rojo era rosácea, como la sangre aguada. No nevaba, pero la ventisca se respiraba en el ambiente.

«No llegaremos a las cumbres antes que el incendio —se lamentó el guerrero—, y eso significa que nunca entraremos en Thorbardin.»

Pasó un dedo por la pulida madera del arco, suave como la seda y muy familiar para los de su raza. «Pero inútil para defender a Kelida del Dragón.»

El dolor y el pesar lo atenazaron como una garra, haciéndolo estremecer. También estas sensaciones le eran conocidas desde que había disparado sus mejores saetas contra el reptil y, una tras otra, habían rebotado sobre su atezada piel de escamas como si las hubiera repelido un escudo de acero. Un impacto en el ojo de la criatura lo habría herido, e incluso podría haberlo eliminado, pero el animal había sido tan raudo en su maniobra que no había tenido tiempo de apuntar correctamente. Por un instante, al levantar vuelo el reptil hacia el firmamento, creyó que Stanach había liberado a la moza. En una muda plegaria, el Vengador presenció la lucha, pero el rezo se trocó en blasfemia al perderse todos en lontananza.

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