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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (34 page)

BOOK: Espada de reyes
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Finn paseó unos segundos por la cumbre y luego se volvió:

—¿Qué ha sido del kender?

—Lo más probable es que se haya distanciado para eludirme.

—¿Volverá?

—Es un pájaro noctámbulo: deambula de un lado a otro y al final siempre aparece. No tendré la fortuna de que se ausente indefinidamente.

—¿A qué viene eso? —interrogó Finn con perspicacia—. Di por supuesto que erais buenos amigos. ¿Hay alguna rivalidad entre vosotros?

—Una cosa no invalida a la otra —contestó Tyorl, molesto.

Las lunas dormían desde hacía rato y ninguna estrella proyectaba ya su luz. No obstante, el elfo discernió de pronto en sus entrañas la sombra del miedo y el peligro, como si la hubiera visto recortarse en el suelo.

Finn bramó una maldición y, como un eco, la voz de Lehr gritó alertando a su hermano contra algo en la base del promontorio.

Un retazo de la noche, emitiendo un grito de guerra idéntico al de los espíritus que anuncian la muerte, emergió de la oscuridad. Era un Dragón Negro.

* * *

El momento en que resonó el alarido de la bestia pareció desgajarse del tiempo. El corazón de Kelida dio un vuelco y se aplastó contra sus costillas. Petrificada de terror, observó cómo las membranosas alas del Dragón se plegaban a ambos flancos de su coraza de ébano al tocar el suelo, enhiesta la inmensa cabeza frente a ella. Luego, en una aterradora fracción de segundo, el animal alargó las patas delanteras a modo de tentáculos a la caza de una presa. ¡Y esa presa era ella!

El aullido de horror de Stanach sesgó las ligaduras psíquicas de la muchacha como el filo de una espada. Llevada por el instinto, se arrojó a un lado.

«¡Vulcania!»

No reflexionó que, sin adiestramiento ni habilidad natural, antes se heriría a sí misma con la tizona que lastimar al Dragón. Unas zarpas punzantes como dagas, negras y curvas, la circundaron a la manera de una jaula o un rastrillo dispuesto para cerrarse. La muchacha luchó con las correas de seguridad del cinto, intentando desenvainar. El peso del arma, con su ígneo corazón y los relucientes zafiros, significaría un esfuerzo desmedido para los músculos de su brazo, pero debía intentarlo.

Una espeluznante voz de triunfo conmovió la noche antes de que Kelida hubiera conseguido empuñar a Vulcania. ¡El reptil transportaba a un jinete! Un enano embozado en un capuz que, a horcajadas en su cabalgadura, dominaba las maniobras.

Stanach lanzó un bramido, que retumbó como una imprecación sin palabras, y se plantó entre la mujer y la bestia. Con una de sus desmesuradas alas, el Dragón lo barrió de la escena. El enano rodó sobre sí mismo y se levantó trastabillando. Con la velocidad de un rayo, el Dragón sacudió su largo cuello como un látigo y descubrió sus babeantes dientes, con un brillo homicida en los ojos.

—¡No! —se horrorizó la posadera—. ¡Cuidado, Stanach!

En aquel preciso instante, y tan rotunda como un árbol que se derrumba tras la tala, una embestida por la espalda tiró a la joven al suelo y le cortó el resuello. No pudo ni siquiera esbozar una queja: no había en ella con qué hacerlo, ni aire ni arrestos. Una mano le agarró el brazo de manera brusca, la arrastró, la puso de rodillas y la dejó jadeante, entre sollozos. Mas no se trataba del enemigo sino de Lehr, que pretendía ponerla a salvo. Ensortijado su ingobernable cabello en el torbellino del aleteo del gigante, el guerrero enarboló su espada y arremetió. En su ignorancia, no previo que su tosca espada nunca hendería la escamosa armadura del adversario.

El acero chocó contra el duro pecho y se dobló sobre el caparazón color de ébano. Un ronroneo pervertido del animal, una especie de risa interior en anticipación de lo que iba a hacer, zumbó en el ambiente.

Con un displicente zarpazo, y sin quitar los ojos de Kelida, el Dragón descuartizó al luchador, segando su vida. La sangre de la víctima, como una lluvia caliente, bañó la faz y las manos de la moza. Quiso vociferar y sólo gimió; quiso correr y se desplomó.

Nuevamente la garra de la bestia, como una prisión de sólidos barrotes, se fue estrechando en torno al cuerpo femenino hasta apretujarlo y, una vez capturado, lo levantó en el aire.

«¡No! —forcejeó su mente—. ¡No he de dejarme raptar!»

El enano que ocupaba la grupa tiró de ella y la lanzó sobre la testuz. El golpe le echó la cabeza atrás y se hizo en sus tripas el vacío del vértigo.

Incapaz de pensar en otra cosa que no fuera liberarse, se dio impulso con las piernas hasta lograr sentarse con esfuerzo e hincó las uñas en el rostro de su aprehensor. Al tratar éste de esquivarla, la capucha se desprendió y dejó al descubierto su único ojo sano. Mientras el reptil tomaba un fuerte impulso y emprendía vuelo, desplegados sus apéndices voladores y encarados con las corrientes, la mujer agredió el ojo sano del enano, poniendo en tal acto toda la saña e inquina de un felino. En una nebulosa, notó que una mano aferraba con desesperación su tobillo y, un segundo después, dos brazos la rodearon por la cintura. La mano derecha, invisible bajo el vendaje improvisado con su desgarrada capa verde, hallaba dificultad en sujetarse. ¡Stanach!

La sangre fluía por el rostro del enano tuerto, que había retrocedido para escapar de sus uñas, y empapaba su barba semicana. Kelida oyó un grito de triunfo y a duras penas lo reconoció como suyo.

Poco duró la dicha. El cielo pareció hundirse como una techumbre sobre la cabeza de la posadera, quien se volteó fustigada por las ráfagas que el potente vuelo del Dragón Negro levantaba. Pese a su delgadez, era hija de granjeros y poseía insospechadas reservas. Se acomodó en el lomo del reptil igual que habría hecho en el de un caballo y renovó su hostil acometida contra el
derro.
No vio la daga que éste tenía hasta que una mano cubierta de cicatrices trabó la muñeca del traidor. Era Stanach, que había logrado trepar hasta las anchas espaldas del Dragón, detrás del Heraldo Gris.

Se oyó un crujido de huesos y el chillido del jinete. La poderosa musculatura del animal se tensó entre las piernas de Kelida al efectuar un abrupto ascenso y girar luego en círculos concéntricos. Como en un sueño insonoro, en el que todo aconteciera con falaz lentitud, la moza sintió que peligraba su equilibrio y contempló cómo el
derro
resbalaba por la rampa negra del lomo de la fiera y, falto de agarradero, abría la boca en una infructuosa petición de socorro antes de despeñarse rígido, gesticulando, hacia la lejana tierra.

Horrorizada, la muchacha advirtió que sus debilitadas manos y piernas no tenían ya fuerza suficiente para mantenerla asida, y se reclinó encima de la cerviz para mejor parapetarse de la fuerza de los vientos. La sombría extensión de montañas y rocas se precipitaba hacia ella y la arrancaba de la cabalgadura tal como había hecho con el enano tuerto.

No fue así.

Stanach abrazó a la moza por la cintura, con los brazos temblorosos y con un aliento entrecortado que al salir cristalizaba en nubéculas de hielo. La atrajo hacia atrás y la mantuvo fuertemente apretada contra él.

Ella sintió el cálido cosquilleo de la barba en su espalda y, aún como en un sueño, observó cómo él la rodeaba con su brazo izquierdo y se agarraba de la cresta del animal.

El Dragón rugió y emprendió una escalada hacia el cielo, desbaratando los cúmulos nubosos de la amanecida. Stanach suspiró y musitó algo en tono apagado, ininteligible de no ser porque Kelida ya lo había escuchado antes.


Lyt chwaer,
querida hermana.

La moza se serenó, cerró los ojos para zafarse de la abrumadora velocidad e hizo acopio de todas sus fuerzas a fin de no desfallecer antes de llegar al destino que el reptil había escogido.

La sangre de Lehr se había solidificado en sus pieles de cazadora, en sus manos y brazos. El escalofrío que la sacudió degeneró en llanto, en una afluencia de lágrimas que se trocaban en perlas de escarcha sobre sus mejillas.

* * *

Con un rugido, Negranoche trepó a las alturas. Abajo, en lontananza, el mago de Realgar que todos apodaban Heraldo Gris se perdió en las brumas azuladas como un guijarro en la inmensidad de un derrumbamiento.

Le satisfacía lo sucedido. El Dragón detestaba las tajantes órdenes del hechicero, sus cavilaciones —que captaba por telepatía— y hasta su olor. Ladeó el cuello a fin de constatar quién había reemplazado al Heraldo: otro enano, tan ligero como Agus, y una humana. Sevristh encogió los ojos frente al viento, y su bífida lengua humedeció las dagas que eran sus colmillos: olfateaba el dulce aroma del miedo de la pareja.

No había carne más fibrosa y muscular que la de los enanos, ni bocado más tierno y gustoso que una mujer joven. La que ahora lo montaba llevaba la Espada de Reyes, y el animal deseaba contentar al
thane
de los theiwar aunque sólo fuera para exigir sus cuerpos como recompensa. «O mejor dicho —pensó—, como cena.»

El negro ejemplar hizo cuanto pudo para que no se produjeran incidentes. Los sujetos debían llegar incólumes, así que siguió un rumbo regular sin meterse en las bolsas de aire ni fenómenos atmosféricos, del mismo modo que el capitán de una nave tomaría el timón en una tempestad con objeto de virar ante las olas embravecidas y mantener a flote el casco.

* * *

Nada conmocionó a Stanach, ni el cansancio, ni el pavor ni los sollozos de Kelida, hasta que el Dragón sobrevoló las planicies de Dergoth, las Llanuras de la Muerte. En el momento en que el reptil se remontó aprovechando una corriente favorable de aire, en una trayectoria oblicua que permitía que el viento le viniera de cola y bajo las alas, avistó la llameante alfombra que avanzaba hacia el este.

La muchacha temblaba contra él, como un álamo en una tormenta, pero no encontró palabras capaces de calmarla.

Alto en el firmamento suroriental, el nuevo sol destellaba sobre lo que se asemejaba a una larga flecha carmesí. Un segundo Dragón, un espécimen colorado que exhalaba vaharadas flamígeras, se abrió paso por encima de la negruzca humareda que despedía el bosque y, con las alas plegadas, se precipitó velozmente hacia la cordillera meridional, una sucesión de picos entre los que décadas atrás se había edificado la fortificación de Pax Tharkas.

El enano tenía ahora una prueba innegable de quién había sido el causante del desastre, aunque el porqué continuaba siendo un misterio. Si las tropas y los suministros de Verminaard se encaminaban a las montañas, ¿qué inducía a éste a correr el riesgo de organizar un incendio en el bosque y desmembrar el frente que acababa de establecer?

El Dragón se introdujo en otra corriente de aire, ésta descendente, y lo hizo con tal presteza que Stanach, con las tripas removidas, apretó todavía más a la muchacha contra sí. De pronto el enano distinguió la clave del enigma que le intrigaba. Unos profundos y anchos canales, que desde su perspectiva parecían surcos de arado, interrumpían el avance del fuego y convergían en el llano tras segmentar la espesura.

«Así es como evitan que se propague hacia el norte y el sur —pensó con amargura— y conducen el incendio hacia las Llanuras de la Muerte.»

Desde allí, el fuego realizaría su marcha hasta Thorbardin como las hordas frenéticas de un ejército. El
guyll fyr
que había pronosticado.

Stanach lanzó un gemido. Ni siquiera un pelotón de asalto, por feroz que fuera, podría causar mayor daño.

Un siglo atrás, otro incendio había cambiado para siempre la fisonomía de los pantanos de la región. Los enanos se agruparon para ponerle freno, para preservar las ciénagas, una parte de su territorio poco atractiva pero donde se daba cita la vida agreste de su comunidad, donde los pájaros tejían sus nidos, los mamíferos saciaban su sed y los peces medraban. Configuraban, en definitiva, la principal fuente de abastecimientos del reino de Thorbardin.

Pero no habían logrado salvar las lagunas. Cierto que los distritos de labranza de la capital producían cereales y hortalizas en abundancia, pero no lo era menos que de agostarse una cosecha de maíz de cualquier infortunio —una invasión de langosta, por ejemplo, que enfermara el grano—, la hambruna sería una de las primeras repercusiones.

«¡Nos están sitiando!», comprendió Stanach.

Kelida, extenuada, hizo una leve rotación del talle y enterró el rostro en el hombro de su compañero. Él rectificó su postura, recurriendo a otro saliente escamoso para la mano izquierda y sujetando a la moza con la diestra, todavía insensibilizada y fláccida. La muchacha nada dijo, y el enano no logró ver su rostro.

El reptil aminoró su enloquecido vuelo. Thorbardin estaba debajo de los viajeros y hacia el sudeste, al abrigo de la espléndida cima que en esos momentos monopolizaba la dorada caricia del sol. La nieve, sonrojada, cubría los picos más elevados, que ya habían recibido el invierno. Stanach alcanzó a distinguir el umbrío desfiladero que desembocaba en Northgate, reliquia de las Guerras de Dwarfgate acaecidas trescientos años antes. Abierta de par en par, como una boca que gritara silenciosamente de dolor, la puerta se asomaba a una plataforma angosta y traicionera. Su mecanismo se había roto en el conflicto y desde entonces no se había reparado. Sin embargo, era más inaccesible que Southgate.

El viento tronaba en sus oídos mientras el Dragón Negro se internaba en el collado, dejaba atrás la repisa y se sumergía en las sombras nocturnas que todavía no habían sido expulsadas del pie del macizo.

El pánico hizo mella en Stanach. Northgate, en la cúspide de la sierra, era inexpugnable por guardarla los abnegados y entrenados guerreros daewar, pero no había centinela en las honduras, en las cavernas secretas que los theiwar denominaban Pozos Oscuros.

Realgar tenía un Dragón del Mal a su servicio, que quizás incluso le daba el tratamiento de amo o señor. Ahora el
thane
nigromante aguardaba en su cámara el arribo de Vulcania, la espada que haría de él más que un oficial de Takhisis: lo entronizaría como rey regente de todos sus conciudadanos.

Entornados los párpados, Stanach sintió la sacudida de la bestia al aterrizar y oyó los arañazos de sus garras en las rocas. Kelida envaró la espalda, y preguntó:

—¿Dónde estamos?

El enano, con los ojos fijos en la tizona que la mujer llevaba al cinto, estuvo en un tris de confesarle que en el umbral de su tumba. Pero prefirió ocultarlo y limitarse a responder:

—En casa. —La entonación fue dubitativa, casi el tartamudeo del mentiroso—. Hemos llegado a Thorbardin.

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