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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (42 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Es mi turno de dar explicaciones —dijo Hauk—. Esa criatura es Isarn, y a pesar de las apariencias no creo que esté muerto. Él me trajo hasta vosotros y, al oír esa barahúnda de voces siniestras que mencionabas, se precipitó en el interior. Debió de conmocionarse al presenciar el despegue del reptil.

Tal como había pronosticado el humano, el maestro artesano no había perecido. No, todavía no. Tendido en el lecho de roca, respiraba suave y entrecortadamente.

Su discípulo apenas lo reconoció: aquella locura que durante años había arrasado su mente, las tribulaciones que tanta mella habían hecho en su espíritu, habían impreso huellas imborrables en el exterior. El anciano estaba flaco y enteco; sus brazos, otrora fuertes, no eran ahora más que huesos de los que pendían los débiles músculos y una delgada capa de carne. La poblada barba, antes atusada y nívea, era hoy un amasijo enredado y sucio.

Sus ojos, abiertos de par en par, no pestañearon al acercarse su pariente. Éste se acuclilló a su fado y recordó cuando aquellos ojos apagados se habían transfigurado, en una noche venturosa, ante la creación de una obra maestra, ante una Espada de Reyes que transformaría el futuro de Thorbardin. El frustrado aprendiz hubo de descartar tales vivencias para no romper a llorar.

—Maestro Isarn —susurró, repitiendo un título que afloró a sus labios con absoluta naturalidad.

Su timbre cavernoso era de los que no se olvidan, y el veterano, que no lo escuchaba desde hacía una eternidad, reaccionó.

—M-muchacho —musitó, falto de aire.

—Sí, maestro, soy yo. He regresado.

Isarn entrevió el polvoriento vendaje que cubría la diestra del alumno, y la aflicción nubló su mirada.

—¿Qué te han hecho en la mano, pequeño?

Stanach se estremeció, sin saber qué responder. Pero no necesitó hacerlo porque la pregunta se desvaneció del inconexo cerebro del viejo en favor de otra cuestión. Pillando a todos desprevenidos, anunció con patética convicción:

—Vulcania matará al rey supremo.

El otro enano quedó sin aliento. ¡Aquello parecía una profecía! Los presagios de esta índole solían cumplirse y a Stanach, que se jactaba de no ser supersticioso, se le erizó el vello del antebrazo al apoderarse de él un miedo sin precedentes.

«Matará al rey supremo.»

Pero en Thorbardin no había un rey supremo, nadie había ocupado ese trono desde hacía tres siglos. Tampoco se había confeccionado una tizona de propiedades mágicas en aquellas centurias.

—Maestro, no te comprendo.

La luz mortecina que alumbraba los ojos de Isarn se trocó en una débil chispa de cordura.

—Siempre te quejas de no comprender, muchacho, y al poco descubres que sí lo has hecho.

Las palabras que su superior pronunciara en otra época de su vida, cuando sus manos bullían, a la par que su cerebro, en la fiebre de instruirse, acosaron al apesadumbrado joven como espectros de una dicha que ya nunca volvería.

Tus manos han sido adiestradas en la técnica, mi pequeño Stanach, y en tu corazón ha despertado el deseo. Sólo resta que tu cabeza, en ocasiones más dura que la piedra sobre la que nos cimentamos, se ilumine también.

Después de esas palabras, Isarn impartía nuevos conocimientos a su pupilo dirigiendo sus prácticas en la fragua de armas.

—Perdóname, maestro, pero no hay un rey supremo, de modo que no comprendo...

El mismo se interrumpió al comprobar que las cejas de su pariente se comprimían en el peculiar frunce con que solía demostrar su irritación al asistente distraído, poco atento a sus instrucciones.

—Sí hay un rey, muchacho —susurró con voz ronca e impaciente—. Hay un
thane
para quien yo elaboré la espada. Vulcania es suya... Lo que yo hice y bauticé... tiene un monarca.

¡Hornfel! Stanach se puso a temblar al captar el significado del discurso. El hylar sería rey supremo.

El pupilo cerró los ojos, tratando de ordenar sus ideas. Indiscutiblemente, Isarn padecía una enfermedad mental. ¿Eran éstas más divagaciones, hijas de su precario nexo con la realidad? Algunos aseveraban que el artesano se había hundido en el pozo del delirio tras el robo de la tizona, pero él sabía que su maestro había enfilado la lenta y progresiva pendiente cuando vio el inextinguible corazón de fuego de Vulcania y comprendió que había forjado una Espada Real.

Fuera cual fuese la teoría más atinada, Vulcania no habría de entronizar a un rey supremo sino a un regente. Ni siquiera Hornfel pensaba exigir más que este cargo. La mente del anciano estaba confusa y extraviada en las oscuras brumas de la alienación y la muerte. No sabía de qué hablaba.

—Maestro —dijo suavemente Stanach. Al no obtener respuesta, el aprendiz se inclinó ansiosamente sobre su maestro. Sus ojos ya no estaban desorbitados y fijos, sino velados bajo una fina película—. ¿Maestro? —repitió.

—Yo diseñé y templé la espada para un
thane -
-murmuró el forjador—. Realgar la usará para asesinar a un rey supremo. —Su mano encallecida, plagada de cicatrices, se arrastró sobre el tórax y tocó el brazo de Stanach con sus apergaminados dedos—. Tú restituíste el arma al hogar. Ahora debes recuperarla. Hazlo, y deprisa.

Un nudo, mezcla de dolor y de una lucha denodada contra el sollozo, impidió al aprendiz articular una respuesta. Estrechó en la suya la extremidad de aquel familiar que tanto le había enseñado, y balbuceó:

—Por favor, Isarn, no... no me encomiendes esa misión...

Calló, diluidas las postreras sílabas en un suspiro. Isarn Hammerfell había muerto. Unos dedos alargados y temblorosos rozaron el hombro de Stanach. Perturbado por la pérdida de su consejero y amigo, el enano se volvió sin ver. Kelida se arrodilló a su lado.

A la oscilante luz de la tea, un negro contorno se cernió sobre la moza y el cadáver. Era Hauk, plantado detrás de su dama y con las facciones dulcificadas. Su mirada ya no era feroz, pero aún perduraba en ella la sombra de los tormentos vividos.

El hombrecillo fue a levantarse pero cayó de rodillas, demasiado cansado para resistir de pie. ¿Cómo se las arreglaría si había de soportar y transportar a Vulcania?

—Yo te ayudaré —se prestó de inmediato la posadera.

Stanach extendió su mano hacia la muchacha pero, antes de que ésta la cogiera, Hauk se interpuso entre ambos. Era la suya una manaza ancha, con los dedos endurecidos y marcados por tajos de toda suerte. Una vez que hubo alzado al enano de un tirón no lo liberó, como éste suponía, de su garra, sino que estrujó su mano en el saludo de compañerismo usual entre los guerreros. Stanach permaneció mudo. Sobraban los comentarios.

—Después de lo que te ha referido ese viejo —declaró Hauk—, y aunque hay algunos puntos oscuros para mí en la historia, no tengo más remedio que renunciar a la posesión de la valiosa arma que un buen día gané en una apuesta. Pero de ninguna manera soy ajeno al conflicto. Realgar...

El luchador hizo una pausa tras nombrar a su enemigo, y luego continuó con voz ronca:

—Realgar me destrozó con las alucinaciones a las que me hizo asistir. Me hizo ver la muerte de Tyorl, por ejemplo, dejándome colegir que yo era su verdugo. Me decís ahora que el elfo esta vivo, pero yo sigo sintiéndome un asesino. También me aniquiló a mí para luego devolverme a la vida. Y volvió a hacerme morir. —Mientras se sinceraba, el humano mantuvo los ojos clavados en el enano, eludiendo a Kelida de forma que ella no detectara el pozo vacuo que eran ahora sus pupilas—. Stanach, el
derro
ha contraído una deuda que debe pagarme.

El hombrecillo lanzó una mirada a su destrozada mano y entornó los párpados. Atisbó cuervos en un cielo azul e inclemente y se sobrecogió con el viento que plañía en torno a un monumento funerario construido en las peladas montañas. Los últimos vaticinios de Isarn habían sido los de un orate visionario, sueños fantasmagóricos poblados de mitos y leyendas. La verdad sin paliativos era que sus amigos y familiares habían fenecido a causa de la envenenada sed de poder del theiwar, y que aún habría más calamidades.

Al salir de su ensimismamiento, Hammerfell vio que el guerrero daba una daga a la muchacha y un escalofrío de miedo sacudió su ser.

—¿Tú también, Kelida? ¡Oh, no!

—¡Oh, sí! —dijo ella con un estremecimiento, lanzando una ojeada a la gélida caverna—. No me quedaré aquí. Acompañaré a Hauk dondequiera que vaya. Y también a ti. Pusiste un gran empeño en que aprendiera los secretos de esta arma —señaló la empuñadura de asta—, y hallé un excelente profesor en nuestro amigo Lavim. Quizá no ose matar, mas al menos me defenderé. Iré con vosotros.

»
Más de una persona —continuó la moza, tocando suavemente la mano vendada del enano— ha permitido que la torturaran por mi seguridad. De modo que mi deber es acompañaros.

Stanach hizo una muda consulta a Hauk y percibió que el vacío de sus ojos había sido reemplazado también por el temor. Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad. Kelida sería miembro del grupo, pero Vengador y enano sellaron el tácito acuerdo de no consentir que nadie la lastimase.

27

La batalla de Northgate

Unas ráfagas crueles azotaban la angosta y semiderruida pared de la plataforma. Aullando como las almas errantes de los condenados, el viento arrastraba a su paso la negra humareda de las Llanuras de la Muerte. Su manto era una mortaja funeraria.

Desde esta repisa montañosa, más de doscientos metros por encima del valle boscoso donde poco antes medraban las pinedas, Hornfel vio el fuego como un estandarte de seda desplegándose, ondeando y balanceándose al compás de las excentricidades de una caprichosa brisa.

Bajo la mirada del monarca, las llamas abandonaron la planicie para, de un salto veloz y antinatural, conquistar las arbóreas laderas de la montaña. Al igual que un ejército tumultuoso, el incendio aplastaba todo cuanto se interponía en su marcha.

Cambió de pronto la dirección del viento, como solía hacerlo en los collados de las empinadas cumbres. Venía ahora del noroeste y la conflagración siguió su estela en un galope enloquecido por la hondonada inmediatamente subyacente a Thorbardin.

El mensaje de Gneiss decía que debían reunirse en las garitas. El hylar lo esperó allí, conversando unos momentos con el capitán de la guardia, hasta que el olor a quemado y los tétricos sonidos de la crepitación lo atrajeron al saliente.

El soberano estaba solo en la escarpada atalaya, o al menos tanto como lo permitían sus custodios. A su espalda, en el amplio espacio donde antaño la puerta de Northgate restringía el libre acceso a Thorbardin, se veían apostados cuatro robustos guerreros, dos de cara al
thane
y los otros vigilando el recinto unos metros hacia dentro. Los ojos de estos últimos no estaban fijos en Hornfel sino en el patio interior y en las sombras de la sala común de los centinelas, en un tiempo acogedora y hoy una ruina repleta de escombros e inmundicia. Mantenían las manos muy próximas a las empuñaduras de sus espadas. Ninguno olvidaba que su rey daewar les había encomendado la seguridad del dignatario.

Aquel lugar era, después de todo, territorio enemigo, si bien los theiwar no frecuentaban más que una porción de la entrada. El vestíbulo y el gran pasillo que comunicaba las garitas allí construidas con los salones donde siglos atrás se administraba justicia, estaban cubiertos por el polvo de las generaciones. Cierto que el tribunal mismo había sido acondicionado y reparado como cuartel de la guardia de Realgar, pero las estructuras del templo y otras residencias anexas no se habían remozado desde las Guerras de Dwarfgate. Las cicatrices de la cruenta batalla marcaban muros y suelos, a menudo en forma de enormes manchas oscuras —vestigios de sangre— que mancillaban las agrietadas losetas o bloques.

Hasta que el clan de los magos reclamó la posesión de esta ala de las murallas, sólo los esqueletos de los muertos en el combate ocuparon Northgate. Y todavía la habitaban, pulverizados en montículos o astillas óseas y también en piezas de armaduras sin contenido desperdigadas a lo largo de los recodos menos iluminados. Los theiwar, aquella extraña raza de enanos
derro,
tenían un enrevesado placer en compartir su morada con los cadáveres.

El repiqueteo del acero en las cotas de malla y el resonar de varios pares de pies en el empedrado del ancho corredor, anunciaron el relevo de los guardianes.

Unas voces guturales formularon preguntas en un murmullo inaudible, y Hornfel imaginó que los reemplazos inquirían acerca de los progresos del
guyll fyr.
Notó una palpable desazón en el tono de los hombres que se retiraban.

El hylar retrocedió en la plataforma. La incombustible Thorbardin no corría un peligro inminente a causa del fuego, mas la destrucción de los pantanos y la espesura lindante acarrearía una merma en las provisiones alimenticias de la primavera.

«No moriremos de hambre, pero adelgazaremos —pensó el monarca con acritud—. ¿Quién convencerá entonces al consejo de los
thanes
de que no sólo hemos de continuar ayudando a los refugiados que ya albergamos, sino abrir las puertas a otros desheredados?»

Como fantasmas, asediaron a Hornfel los episodios tantas veces leídos de la época angustiosa en que estalló la confrontación llamada de Dwarfgate. El Cataclismo había impulsado a su tribu a guarecerse en un reino inexpugnable, subterráneo y elevado, después de que la ingente devastación remodelara la faz de Krynn.

Los años posteriores a la gran catástrofe destacaron por la peste y otras epidemias no menos letales, siendo éste el motivo de que los neidar, congéneres enanos que antes de la tragedia habían dejado Thorbardin para asentarse en el extranjero, en países donde según ellos podrían romper con normas anticuadas y respirar aires de libertad, solicitaran ser readmitidos en la metrópoli. Necesitaban comida, dado que se hacía imposible la siembra y también la caza en eriales que agostaba la interminable sequía y donde los animales eran víctimas de plagas y enfermedades contagiosas.

Tras difíciles discusiones en que ambos grupos de enanos se vituperaron entre sí, los neidar se aliaron con el archimago Fistandantilus, el cual, al frente de una tropa de humanos de miscelánea procedencia, sitió Pax Tharkas y más tarde Thorbardin. Circulaba entre ellos el rumor de que los moradores de la montaña almacenaban un tesoro en sus grutas.

Duncan sabía, al igual que sus oponentes de las colinas, que tal tesoro existía: era el imprescindible alimento. Sin embargo, el producto de las cosechas no bastaba ni siquiera para nutrir a la población permanente de Thorbardin.

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