Espadas contra la muerte (16 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas contra la muerte
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El Ratonero se arrebujó en su manto de lana gris. Entonces él y Fafhrd miraron al tercer hombre, que no había hablado. Este vestía pobremente, su manto era harapiento y la vaina de su espada corta estaba raída Tenía el rostro curtido, y los otros dos observaron con sorpresa su expresión acongojada. Estaba temblando.

—Has estado muchas veces en estas llanuras—le dijo Fafhrd, hablando el lenguaje gutural del guía—. Por eso te pedimos que nos mostraras el camino. Debes de conocer muy bien esta región.

Las últimas palabras tenían un matiz inquisitivo.

El guía tragó saliva y asintió convulsamente.

—He oído antes esos aullidos, pero no tan fuerte —dijo en un tono rápido y vago—. No en esta época del año. Se sabe que algunos hombres han desaparecido, corren rumores. Dicen que los hombres los oyen en sueños y son atraídos... No es un buen sonido.

—Ningún lobo es bueno —comentó Fafhrd en tono de chanza.

Aún había suficiente luz para que el Ratonero viera la obstinada expresión de desconfianza en el rostro del guía.

Jamás he visto un lobo por estos parajes, ni hablado con alguien que hubiera matado a uno. —Hizo una pausa y luego siguió hablando con voz entrecortada—. Cuentan de una antigua torre en algún lugar de estas llanuras. Dicen que allí el sonido es más fuerce. No he visto cal torre, pero dicen...

Se interrumpió con brusquedad. Ahora no temblaba y parecía ensimismado. El Ratonero trató de hacerle continuar formulándole algunas preguntas tentadoras, pero las respuestas fueron poco más que ruidos, que ni afirmaban ni negaban nada.

El fuego que brillaba entre las cenizas blancas se extinguió. Un ligero vientecillo agitó las escasas hierbas. El sonido había cesado, o acaso había penetrado hasta tal punto en sus mentes que ya no era audible. El Ratonero se asomó soñoliento al encorvado horizonte del cuerpo de Fafhrd enfundado en su manto, y sus pensamientos se concentraron en tierras lejanas, en la ciudad de Lankhmar con sus numerosas tabernas, a leguas y más leguas de distancia a través de tierras extrañas y todo un océano sin registrar en las cartas de navegación. La oscuridad sin límites iba cerniéndose sobre ellos.

A la mañana siguiente el guía se había ido. Fafhrd se rió y no dio importancia a este hecho, mientras se desperezaba y aspiraba el aire fresco y claro.

—¡Bah! Seguro que estas llanuras no eran de su agrado, por más que afirmara haberlas cruzado siete veces. ¡Un hatajo de temores supersticiosos! Ya viste cómo se echó a temblar cuando los lobeznos empezaron a aullar. Juraría que ha huido con sus amigos, a los que dejamos en la costa.

El Ratonero, que exploraba en vano el horizonte vacío, asintió sin convicción. Se palpó la bolsa.

Menos mal que no nos ha robado..., excepto las dos monedas de oro que le dimos para cerrar el trato.

Fafhrd soltó una carcajada y golpeó a su amigo entre los omoplatos. El Ratonero le cogió de la muñeca, se la torció hasta hacerle dar una voltereta y los dos lucharon en el suelo. Pronto el Ratonero quedó inmovilizado bajo el peso de su amigo.

—Vamos —sonrió Fafhrd, levantándose—. No será la primera vez que viajamos solos por una región desconocida.

Aquel día recorrieron un largo trecho. La elasticidad del cuerpo delgado pero fuerte del Ratonero le permitía mantenerse a la altura de las largas zancadas de Fafhrd. Hacia el anochecer, Fafhrd logró alcanzar con un disparo de su arco una especie de antílope pequeño, de cuernos delicadamente ondulados. Un poco antes habían encontrado un charco de agua copia, y llenaron sus odres de piel. Cuando llegó la puesta del verano tardío, acamparon y comieron un asado de lomo en crujientes pedazos de grasa tostada.

El Ratonero se limpió labios y dedos, y luego subió a un montecillo cercano para supervisar el camino que emprenderían al día siguiente. La neblina que había impedido la visión durante el día había desaparecido, y su mirada podía abarcar hasta muy lejos en los prados ondulados, a través del aire fresco y vivificante. En aquel momento el camino hacia Lankhmar no parecía tan largo o tan fatigoso. Entonces su aguda mirada descubrió una irregularidad en el horizonte, hacia donde ellos se dirigían, y no había visto árboles ni rocas en aquella región. Aquel obstáculo se alzaba anguloso y diminuto contra el cielo pálido. Era una construcción humana, una especie de torre.

En aquel momento volvió a oírse el sonido. Parecía proceder de todas partes a la vez; como si el mismo cielo se quejara débilmente, como si el suelo ancho y sólido se lamentara con una voz lastimera. Esta vez era más fuerte, y había en él una extraña confusión de tristeza, amenaza y dolor.

Fafhrd se puso en pie de un salto y empezó a agitar los brazos vivamente. El Ratonero le oyó gritar con una voz potente y jovial:

—¡Venid aquí, lobeznos, venid a compartir nuestro fuego,— chamuscaros los hocicos fríos! Enviaré a mis pájaros con pico de bronce a saludaros, y mi amigo os enseñará cómo una piedra de honda puede zumbar como si fuera una abeja. Os enseñaremos los misterios de la espada y el hacha. ¡Venid, lobeznos, y sed los invitados de Fafhrd y el Ratonero Gris! ¡Venid, lobeznos..., o los más grandes de todos!

La risotada con la que terminó este desafío ahogó el extraño sonido, el cual pareció tardar en reaparecer, como si la risa fuese más fuerte que él. El Ratonero se sintió reconfortado y le contó despreocupadamente a su compañero lo que había visto, recordándole lo que había dicho el guía acerca del sonido y la torre.

Fafhrd se echó a reír de nuevo y comentó:

Tal vez esos bichos tristes y peludos tienen ahí su madriguera. Mañana lo averiguaremos, puesto que vamos en esa dirección. Me gustaría matar a un lobo.

El hombretón estaba de buen humor y no quería hablar con el Ratonero de cosas melancólicas. Se puso a entonar canciones y repetir viejos chistes de taberna, riendo entre dientes y afirmando que le hacían sentirse tan borracho como si bebiera vino. Se mantuvo en esta vena estruendosa de cal modo que el Ratonero no sabía si los extraños lamentos habían cesado, aunque le pareció oírlos una o dos veces. Desde luego, habían cesado cuando se arroparon para dormir bajo la luz de las estrellas.

A la mañana siguiente, Fafhrd había desaparecido. Antes incluso de que el Ratonero le llamara y explorase el terreno circundante, sabía que sus temores absurdos, ridiculizados por él mismo, se habían convertido en certidumbres. Aún podía ver la torre, aunque a la luz uniforme y amarillenta de la mañana parecía haber reculado, como si tratara de evadirle. Hasta le pareció ver una figura diminuta que se movía más cerca de la torre que de él. Sabía que aquello era algo sólo imaginario, pues la distancia era demasiado grande. Sin embargo, dedicó el tiempo indispensable a comer un poco de carne fría, que aún estaba sabrosa, envolver un poco más y guardarla en su bolsa, y tomar un trago de agua. Luego se puso en marcha caminando a grandes zancadas, a un ritmo que, como bien sabía, no podría mantener durante horas.

Al fondo de la siguiente hondonada en la llanura encontró un suelo algo más blando, buscó de un lado a otro en busca de las huellas de Fafhrd y las encontró. Estaban muy espaciadas y correspondían a un hombre a la carrera.

Mediaba el día cuando halló un charco de agua, y se tendió en el suelo para beber y descansar un poco. Un poco atrás había visto de nuevo las huellas de Fafhrd, y ahora reparó en otras huellas impresas en la tierra blanda; no eran de Fafhrd, pero avanzaban aproximadamente paralelas a las suyas. Por lo menos estaban allí desde el día anterior, y también espaciadas, pero un tanto vacilantes. Por su tamaño y forma podrían haber sido impresas por las sandalias del guía, pues el centro de la huella mostraba débilmente la marca de correas como las que llevaba alrededor del empeine.

El Ratonero prosiguió tenazmente su camino. La bolsa, el manto enrollado, el odre de agua y las armas empezaban a pesarle. La torre estaba relativamente cerca, aunque la neblina del sol enmascaraba todos sus detalles. Calculó que había recorrido casi la mitad de la distancia.

Las ligeras elevaciones sucesivas en el prado le parecían tan interminables como las de un sueño. Reparaba en ellas no tanto por la vista como por la pequeña molestia y la facilidad que daban a su andadura. Los pequeños grupos de arbustos bajos por medio de los cuales medía su avance eran todos iguales. Las hondonadas, poco frecuentes, no eran tan anchas que no pudiera salvarlas de un salto. En una ocasión, una serpiente que estaba enroscada, tomando el sol sobre una roca, alzó su cabeza aplanada y le observó al pasar. De vez en cuando los saltamontes se apartaban zumbando de su camino. Corría con los pies cerca del suelo para conservar energía, pero su zancada era amplia y fuerte, pues estaba acostumbrado a igualar la del hombre más alto. Las aletas de su nariz se ensanchaban, al aspirar y expeler el aire. Su boca tenía un rictus de determinación y la mirada de sus ojos negros era fija y sombría. Sabía que, por mucho que se esforzara, tendría serias dificultades para igualar la velocidad del alto y musculoso Fafhrd.

Las nubes avanzaban desde el norte, derramando grandes sombras sobre el paisaje, hasta que ocultaron por completo al sol. Ahora el Ratonero podía ver mejor la torre, cuyo color era oscuro, con manchas negras que podrían ser ventanas pequeñas.

Cuando se detuvo en lo alto de una elevación del terreno para recobrar el aliento, oyó de nuevo el sonido. No lo esperaba y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Tal vez las nubes bajas le daban mayor fuerza y una cualidad misteriosa, resonante. Puede que el hecho de hallarse solo le diera la impresión de que el sonido era menos lastimero y más amenazador. Pero sin duda alguna era más fuerte, y sus ondulaciones rítmicas eran como grandes ráfagas de viento.

El Ratonero había confiado en que llegaría a la torre cuando se pusiera el sol, pero la aparición temprana de aquel sonido trastornó sus cálculos y le hizo temer por la suerte de Fafhrd. Su juicio le decía que no podría recorrer el resto de la distancia a toda velocidad, y al instante tomó una decisión. Ocultó su gran bolsa, el odre de agua, el manto enrollado, la espada y los demás avíos entre unos arbustos, y se quedó sólo con su jubón liviano, una daga larga y la honda. Así aligerado, siguió adelante, casi volando sobre el terreno. Las nubes bajas se oscurecieron y cayeron algunas gotas de lluvia. Mantenía la vista en el suelo, atento a las desigualdades y los lugares resbaladizos. El sonido pareció intensificarse y adquirir un nuevo timbre espectral a cada briosa zancada que daba el Ratonero.

Lejos de la torre la llanura había estado desierta, vacía en su inmensidad, pero ahora era desolada. Construcciones de madera combadas o derruidas, cereales y hierbas domésticas que se habían vuelto agrestes y se extinguían, hileras de árboles derribados, indicios de vallas, veredas y carriladas..., codo esto se combinaba para dar la impresión de que en otro tiempo había habido allí oída humana, pero que había desaparecido muchos años antes. Sólo la gran torre de piedra, con su solidez obstinada y el sonido que salía, o daba la impresión de salir de ella, parecía viva.

El Ratonero, ya bastante cansado pero no exhausto, cambió ahora de dirección y corrió en sentido oblicuo para aprovechar el refugio que le proporcionaba una estrecha hilera de árboles y arbustos batidos por el viento. Tal precaución era para él como una segunda naturaleza. Todos sus instintos clamaban contra la posibilidad de encontrarse con una jauría de lobos o perros en terreno abierto.

Así oculto, rebasó la torre y la rodeó en parte, hasta llegar a la conclusión de que era imposible llegar a la base sin revelar su presencia a quien pudiera estar vigilando tras las ventanas, pues la torre se alzaba solitaria, a cierta distancia de las ruinas que la rodeaban.

El Ratonero se detuvo en el refugio proporcionado por una construcción destartalada y blanqueada por la intemperie. Buscó de un modo automático a su alrededor hasta que encontró un par de piedras pequeñas cuyo peso era apropiado para su honda. Su robusto pecho todavía funcionaba como un fuelle, aspirando aire. Entonces miró por un ángulo de la torre y permaneció allí agazapado, con el ceño fruncido.

No era tan alta como había pensado: tenía cinco pisos, seis a lo sumo. Las ventanas estrechas estaban situadas de modo irregular, y no daban ninguna idea clara de configuración interna Las piedras eran grandes y toscamente cortadas, y parecían encajadas con firmeza, salvo las de las almenas, que se habían desplazado un poco. Casi delante de él estaba el oscuro rectángulo de una entrada cuyo aspecto no tenía el menor detalle que permitiera hacerse una idea del interior.

El Ratonero se dijo que no había necesidad de asaltar semejante lugar; no tenía sentido atacar un lugar en el que no había señal alguna de defensores. No había forma de llegar a la torre sin ser visto. Un vigía en las almenas habría observado sus movimientos mucho antes. No le quedaba más remedio que acercarse a pecho descubierto, atento a un ataque inesperado, y eso es lo que hizo.

Antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia notó que se le tensaban los tendones. Estaba totalmente seguro de que le observaban de un modo algo más que hostil. La carrera durante toda la jornada le había exaltado un poco y tenía los sentidos anormalmente despejados. Contra el interminable e hipnótico fondo de los lamentos, oyó el ruido de las gotas de lluvia que caían separadas, sin formar aún el chubasco. Percibió el tamaño y la forma de cada piedra oscura alrededor de la entrada más oscura todavía, y notó los olores característicos de la piedra, la madera y la tierra, pero ningún olor animal. Por milésima vez trató de imaginar una posible fuente de aquel sonido. ¿Una docena de sabuesos en una caverna subterránea? Eso era plausible, pero no lo suficiente. Algo le eludía, y ahora las paredes oscuras estaban muy cerca y él forzó la vista para escudriñar la oscuridad.

El remoto sonido chirriante podría no haber sido suficiente como advertencia, pues estaba casi en trance. Tal vez fue el aumento repentino y muy ligero de la oscuridad sobre su cabeza lo que sacudió las fibras tensas de sus músculos y le hizo lanzarse con la rapidez de un felino hacia la torre, instintivamente, sin mirar. Desde luego, no tenía un instante que perder, pues sintió que algo duro rozaba su cuerpo en huida y le tocaba levemente los talones. Una ráfaga de viento se abatió sobre él desde atrás, y la sacudida de un impacto poderoso le hizo tambalearse. Giró en redondo y vio que la entrada estaba semioscurecida por una gran piedra cuadrada que un momento ates formaba parte de las almenas.

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