El Ratonero miró aquella especie de diente enorme en el suelo, sonrió por primera vez aquel día y soltó una carcajada de alivio.
El silencio era profundo, sorprendente, y el Ratonero pensó que los misteriosos lamentos habían cesado por completo. Echó un vistazo al interior vacío, circular, y empezó a subir la escalera espiral de piedra adosada a la pared. Ahora su sonrisa era decidida, temeraria. En el primer nivel de la torre encontró a Fafhrd y, al cabo de un rato, al guía. Pero también descubrió un rompecabezas.
Al igual que la estancia inferior, aquella ocupaba toda la circunferencia de la torre. La luz de las ventanas dispersas, estrechas como rendijas, revelaba vagamente los baúles alineados contra las paredes, hierbas secas, aves y pequeños mamíferos disecados, así como reptiles que colgaban del techo, todo lo cual sugería la tienda de un boticario. Había desperdicios por doquier, pero eran unos desperdicios limpios y parecían tener una tortuosa disposición lógica. Sobre una mesa había una mezcolanza de botellas y frascos taponados, almireces y manos de mortero, extraños instrumentos de cuero, cristal y hueso, y un brasero en el que ardían unos carbones. Había también un plato con huesos roídos y, a su lado un códice de pergamino con encuadernación de latón, abierto y con una daga colocada entre las páginas.
Fafhrd yacía boca arriba sobre un lecho de pieles atadas a un bajo armazón de madera. Estaba pálido y respiraba pesadamente; parecía como si estuviera drogado. No respondió cuando el Ratonero le agitó suavemente y susurró su nombre, ni tampoco cuando le sacudió con rudeza y le llamó a gritos. Pero lo que dejó perplejo al Ratonero fue la multitud de vendas de lino alrededor de los miembros, el pecho y la garganta de Fafhrd, pues no estaban manchadas y, cuando se las quitó, no vio ninguna herida debajo. Evidentemente, no eran ataduras.
Y al lado de Fafhrd, tan cerca que su manaza tocaba la empuñadura, estaba la gran espada de Fafhrd, sin desenvainar.
Fue entonces cuando el Ratonero vio al guía, acurrucado en un rincón oscuro detrás del diván. Estaba vendado de un modo similar, pero las vendas estaban rígidas, llenas de manchas herrumbrosas, y no era difícil ver que estaba muerto.
El Ratonero trató nuevamente de despertar a Fafhrd, pero el rostro del hombretón continuó inmóvil como una máscara de mármol. Tenía la sensación de que Fafhrd no estaba realmente allí, y experimentó miedo y cólera.
Mientras permanecía allí, nervioso y perplejo, tuvo conciencia de unos pasos lentos que descendían por la escalera de piedra y que rodeaban poco a poco la torre. Oyó el sonido de una respiración dificultosa, de boqueadas a intervalos regulares. El Ratonero se agazapó detrás de las mesas, sus ojos fijos en el agujero negro del techo por el que se desvanecía la escalera.
El hombre que apareció era viejo; de baja estatura y encorvado, ataviado con una prendas tan andrajosas, rústicas y de aspecto mohoso como el contenido de la habitación. Era parcialmente calvo, con una maraña de pelo gris y deslustrado alrededor de sus grandes orejas. Cuando el Ratonero se incorporó de un salto y le amenazó blandiendo una daga, el recién llegado no intentó huir, sino que entró en una especie de trance de temor, tembloroso, balbuceando sonidos gangosos y moviendo los brazos con ademán amenazante.
El Ratonero aplicó una gruesa vela al brasero y la dirigió hacia el rostro del viejo. Jamás había visto unos ojos tan abiertos y llenos de terror —sobresalían como pequeñas bolas blancas— ni unos labios tan delgados y crueles.
Las primeras palabras inteligibles que pronunciaron aquellos labios fueron ásperas y ahogadas, y la voz, la de un hombre que no ha hablado durante mucho tiempo.
—¡Estás muerto! ¡Estás muerto! —cloqueó, señalando al Ratonero con un dedo tembloroso—. No deberías estar aquí. Te he matado. ¿Por qué si no he mantenido la gran piedra astutamente equilibrada, de modo que un ligero toque la hiciera caer? Sabía que no habías venido atraído por el sonido, sino para hacerme daño y ayudar a tu amigo. Por eso te maté. Vi la piedra caer, te vi bajo la piedra. No es posible que hayas escapado. Estás muerto.
Y avanzó tambaleándose hacia el Ratonero, palpándole con las puntas de los dedos, como si pudiera hacer que se desvaneciera como el humo. Pero sus manos tocaron carne sólida y, dando un alarido, retrocedió. El Ratonero le siguió, moviendo su daga de un modo sugerente.
Estás en lo cierto con respecto al motivo de mi llegada —le dijo—. Devuélveme a mi amigo. Haz que se levante.
Para su sorpresa, el viejo no siguió retrocediendo, sino que se detuvo bruscamente. La mirada de terror en aquellos ojos que no parpadeaban sufrió un cambio sutil. El terror seguía allí, pero le acompañaba algo más. El asombro se desvaneció y otra cosa ocupó su lugar. Pasó por el lado del Ratonero y se sentó en un taburete, ante la mesa.
—No te temo demasiado —murmuró, mirándole de soslayo—. Pero hay algunos a quienes temo mucho, y si te temo es sólo porque tratarás de impedirme que me proteja de ellos o tome las medidas que sin duda debo tomar. —Su tono se hizo quejumbroso—. No debes ponerme obstáculos, no debes hacerlo.
El Ratonero frunció el ceño. La repulsiva mirada de terror —y de algo más— que distorsionaba el rostro del viejo parecía algo permanente, y tuvo la sensación de que las extrañas palabras que decían eran ciertas.
—Sea como fuere, debes despertar a mi amigo.
El anciano no respondió a este requerimiento y, tras echar un rápido vistazo al Ratonero, se quedó mirando la pared, moviendo la cabeza, y empezó a hablar.
—No te temo, pero conozco las profundidades del temor, y tú no. Has vivido solo con ese sonido durante años y años, sabiendo lo que significa? Yo sí.
»Nací con el miedo, que estaba en los huesos y la sangre de mi madre, de mi padre y mis hermanos. Había demasiada magia y soledad aquí, en nuestro hogar, y en mi gente. Cuando era niño, todos me temían y me odiaban, hasta los esclavos y los grandes sabuesos que antes de mí babeaban, gruñían y mordían. Pero mis temores eran más fuertes que los suyos, pues, ¿no se extinguían uno tras otro de tal manera que ninguna sospecha recaía sobre mí hasta el final? Sabía que estaba solo contra muchos, y no corría riesgos. Cuando aquello empezaba, ellos siempre pensaban que yo sería el siguiente en ir. —Soltó una risa entrecortada al decir esto—. Creían que era pequeño, débil y estúpido. Pero ¿no murieron mis hermanos como si se hubieran estrangulado con sus propias manos? ¿No enfermó y languideció mi madre? ¿No dio mi padre un gran grito y saltó desde lo alto de la torre?
»Los perros fueron los últimos en irse. Eran los que más me odiaban, incluso más de lo que me odiaba mi padre, y el más pequeño de ellos me habría desgarrado la garganta. Estaban hambrientos porque no había quedado nadie para alimentarlos. Pero yo los atraje al sótano profundo, fingiendo que huía de ellos; y cuando todos estuvieron dentro, me deslicé sigilosamente afuera y atranqué la puerta. Durante muchas noches aullaron y se lamentaron, pero yo sabía que estaba a salvo. Gradualmente los aullidos fueron decreciendo, a medida que se mataban entre ellos, pero los supervivientes pudieron sustentarse con los cuerpos de los muertos. Duraron largo tiempo. Al final quedó una sola voz que aullaba en un tono vengativo. Cada noche me iba a dormir diciéndome: «Mañana habrá silencio», pero cada mañana me despertaba el lastimero aullido. Entonces, haciendo un esfuerzo, cogí una antorcha, bajé al sótano y atisbé a través de la mirilla de la puerta. Pero aunque miré durante largo tiempo, no vi ningún movimiento, salvo el de las sombras oscilantes, y no vi nada más que huesos blancos y jirones de piel. Y me dije que el sonido desaparecería pronto.
Los delgados labios del viejo se contorsionaron en un rictus de congoja que hizo estremecerse al Ratonero.
—Pero el sonido continuó, y al cabo de mucho tiempo empezó a intensificarse de nuevo. Supe entonces que mi astucia había sido inútil, pues había matado sus cuerpos, pero no sus fantasmas, y pronto recobrarían fuerza suficiente para volver y matarme, como siempre habían deseado. Por ello estudié con más cuidado los libros de magia de mi padre y traté de destruir sus fantasmas o maldecirlos para que fueran a lugares tan alejados que jamás podrían alcanzarme. Al principio pareció que tenía éxito, pero la balanza se inclinó y los aullidos empezaron a acosarme, cada vez más próximos. A veces me parecía distinguir las voces de mi padre y mis hermanos, casi perdidas entre los aullidos.
»Una noche en que debían de estar muy cerca, un viajero exhausto llegó corriendo a la torre. Había algo extraño en su mirada, y di las gracias al dios benefactor que lo había enviado a mi puerta, pues supe lo que tenía que hacer. Le di alimento y bebida, y en esta última eché un liquido que le sumió en el sueño e hizo que su espíritu abandonara el cuerpo. Ellos debieron de apoderarse de él y destruirlo, pues de improviso el hombre sufrió una hemorragia y murió. Pero eso les satisfizo algo, pues sus aullidos se alejaron mucho y transcurrió largo tiempo antes de que retornaran con todo su vigor. Desde entonces los dioses fueron generosos y siempre me enviaban un huésped antes de que el sonido se aproximara demasiado. Aprendí a vendar a quienes drogaba, a fin de que durasen más y sus muertes satisfacieran más plenamente a los espíritus aulladores.
El anciano hizo una pausa, meneó la cabeza de un modo extraño y emitió un vago chasquido con la lengua, lleno de reproche.
—Pero lo que me turba ahora —siguió diciendo—, es que se han vuelto más codiciosos, o quizás han comprendido mi artimaña, pues cada vez es más difícil satisfacerlos, me acucian de cerca y nunca se alejan demasiado. A veces me despierto en medio de la noche, les oigo husmear a mi alrededor y siento sus hocicos en mi garganta. Necesito más hombres que luchen con ellos por mí, es preciso. Ese... —señaló el cuerpo rígido del guía— no fue nada para ellos, le hicieron tan poco caso como si fuera un hueso mondo. Aquel —su dedo oscilante indicó a Fafhrd— es grande y fuerte. Podrá tenerlos a raya durante largo tiempo.
La oscuridad en el exterior era ahora total, y la única luz provenía de la vela chisporrotearte. El Ratonero dirigió una mirada furibunda al anciano encaramado en el taburete, como un feo pájaro desplumado. Miró entonces al yaciente Fafhrd, observó cómo subía y bajaba su amplio pecho, y vio la mandíbula fuerte y pálida que sobresalía de los vendajes. Y ante aquella visión, una ira terrible y una irritación tremenda, ilimitada, se apoderaron de él y se lanzó contra el anciano.
Pero en el mismo instante en que iba a descargar su daga volvió a oírse el sonido. Parecía rezumar de algún pozo de oscuridad e inundar la torre y la llanura, de modo que las paredes vibraban y el polvo se desprendía de los animales disecados que colgaban del techo.
El Ratonero detuvo la hoja de su daga a unos dedos de distancia de la garganta del viejo, el cual había echado la cabeza atrás y la movía de un lado a otro, aterrado. El retorno del sonido planteaba necesariamente un interrogante: ¿podría alguien salvar ahora a Fafhrd excepto el anciano? El Ratonero se debatió entre las alternativas, apartó al viejo a un lado, se arrodilló al lado de Fafhrd, le agitó y le habló, pero no obtuvo respuesta. Entonces oyó la voz del anciano, temblorosa y semiahogada por el sonido, pero con una nota de confianza casi jactanciosa.
—El cuerpo de tu amigo está en el borde entre la vida y la muerte. Si lo mueves bruscamente puede perder el equilibrio. Si le quitas los vendajes morirá con más rapidez. No puedes ayudarle. —Entonces, como si pudiera leer la mente del Ratonero, añadió—: No, no hay ningún antídoto. —Y como si temiera disipar todas las esperanzas, comentó—: Pero no estará indefenso contra ellos. Es fuerte y su espíritu puede que lo sea también. Tal vez sea capaz de extenuarlos. Si vive hasta la medianoche puede regresar.
El Ratonero se volvió y le miró. De nuevo el viejo pareció leer algo en los ojos implacables del Ratonero, pues le dijo:
—Si me matas no satisfarás a esos que aúllan, no salvarás a tu amigo, sino que le condenarás. Si les estafas mi espíritu, destrozarán el suyo.
El cuerpo enjuto del viejo se estremeció en un éxtasis de excitación y terror. Le temblaban las manos, movía la cabeza adelante y atrás como si sufriera un ataque. Era difícil interpretar nada en aquel rostro contorsionado, de ojos abiertos y redondos como platos. El Ratonero se incorporó lentamente.
Tal vez no —le dijo al anciano—. Es posible que, como dices, tu muerte le condene. Habló lentamente y en un tono fuerte, mesurado—. Sin embargo, correré el riesgo de matarte ahora mismo a menos que me sugieras algo mejor.
Espera —dijo el viejo, apartando la daga del Ratonero con su mano de dedos afilados—. Espera. Hay una manera en la que podrías ayudarle. En algún lugar de ahí afuera —su mano trazó un arco hacia arriba—, el espíritu de tu amigo está luchando con ellos. Me queda un poco de esa poción y te la daré. Entonces podréis luchar juntos contra ellos. Pero has de ser rápido. ¡Mira! ¡Ahora mismo están atacándole!
El anciano señaló a Fafhrd. La venda que cubría el brazo izquierdo del bárbaro ya no estaba impoluta, sino que había una mancha roja que iba extendiéndose en la muñeca..., el lugar donde podría hacer presa un lebrel. Al ver aquello, el Ratonero sintió que se le revolvían las entrañas. El viejo le estaba poniendo algo en la mano, y le decía: «Bebe esto, bébelo».
El Ratonero bajó la vista. Se trataba de una pequeña redoma de cristal. El color púrpura intenso del liquido era igual que el de un reguero seco que había visto en la comisura de la boca de Fafhrd. Como un hombre embrujado, quitó el tapón, se llevó lentamente el recipiente a los labios y se detuvo.
—¡Rápido! ¡Rápido! —le urgió el viejo, casi danzando de impaciencia—. La mitad es suficiente para llevarte junto a tu amigo. El tiempo apremia. ¡Bebe! ¡Bebe!
Pero el Ratonero no bebía la poción. Una nueva idea había cruzado de pronto por su mente, y miró al viejo por encima de su mano alzada. El anciano debió comprender al instante el significado de aquella mirada, pues cogió la daga colocada entre las paginas del libro y arremetió contra el Ratonero con una rapidez inesperada. Estuvo a punto de alcanzarle, pero el hombrecillo de gris reaccionó a tiempo y, con su mano libre, golpeó de costado la mano del viejo, de modo que la daga cayó al suelo. Entonces, con un movimiento rápido y preciso, el Ratonero dejó la redoma sobre la mesa. El viejo corrió tras él y se apoderó del recipiente, con la intención de destruirlo, pero la presa de hierro del Ratonero se cerró alrededor de sus muñecas, obligándole a arrodillarse, con los brazos inmovilizados y la cabeza hacia atrás.