Espadas contra la muerte (7 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas contra la muerte
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El señor de Rannarsh retrocedía hacia la pared, su rico atavío de caza polvoriento y desordenado, el cabello negro y ondulado echado hacia atrás, su rostro apuesto y cruel convertido en una máscara cetrina de odio y terror extremo. De momento, la última emoción parecía predominar y, curiosamente, no parecía dirigida hacia los hombres a los que acababa de asaltar, sino hacia algo más, algo invisible.

—¡Oh, dioses! gritó—. Dejadme salir de aquí. El tesoro es vuestro. Dejadme salir de este lugar, o estoy condenado.

La cosa ha jugado al gato y el ratón conmigo. No puedo soportarlo. ¡No puedo soportarlo!

—Así que ahora tocamos una gaita diferente, ¿eh? —gruñó el Ratonero—. ¡Primero lanzamiento de dagas y luego miedo y súplicas!

—Sucios y cobardes trucos —añadió Fafhrd—. Escondido aquí, a salvo, mientras tus esbirros morían valientemente.

—¿A salvo? ¿A salvo, decís? ¡Oh, dioses!

Rannarsh pronunció estas palabras casi a gritos. Entonces apareció un cambio sutil en su rostro de músculos rígidos. No era que el terror disminuyera; en todo caso, se hizo aún mayor. Pero algo se añadió a él, recubriéndolo, una conciencia de vergüenza desesperada, la certeza de que se había rebajado sin remedio a los ojos de aquellos dos rufianes. Sus labios empezaron a contorsionarse, mostrando los dientes fuertemente apretados. Extendió la mano izquierda en un gesto de súplica.

—Oh, por favor, tened piedad gritó lastimeramente, y su mano derecha extrajo una segunda daga del cinto y la arrojó con disimulo contra Fafhrd.

El nórdico desvió el arma de un rápido manotazo y dijo pausadamente:

—Tuyo es, Ratonero. Mátale.

El juego estaba ahora entre el gato y el ratón acorralado. El señor de Rannarsh desenfundó una espada reluciente de su vaina repujada en oro y arremetió dando tajos, escotadas y mandobles. El Ratonero cedió ligeramente terreno, su delgado acero oscilando en un contraataque defensivo que era vacilante y elusivo, pero aun así mortífero. Detuvo la acometida de Rannarsh. Su hoja se movió con tal rapidez que pareció tejer una red de acero alrededor del hombre. Entonces saltó eres veces hacia delante en rápida sucesión. A la primera acometida casi se dobló contra una prenda de cota de malla oculta. La segunda estocada horadó el vientre, la tercera atravesó la garganta. El señor de Rannarsh cayó al suelo, ensartado y boqueando, con los dedos aferrados al cuello. Allí murió.

—Un mal fin —dijo sombríamente Fafhrd—, aunque ha tenido un juego más limpio del que se merecía, y manejaba bien la espada. No me gusta esta muerte, Ratonero, aunque seguramente ha sido más justa que la de los otros.

El Ratonero, que estaba limpiando su arma contra el muslo de su contrario, comprendió lo que Fafhrd quería decir. No sentía júbilo por aquella victoria, sino un disgusto frío y nauseabundo. Un momento antes estaba encolerizado, pero su ira se había extinguido. Abrió su jubón gris e inspeccionó la herida de daga en el hombro izquierdo. Todavía brotaba un poco de sangre, que le corría lentamente por el brazo.

—El señor de Rannarsh no era un cobarde —dijo lentamente—. Él mismo se ha matado, o ha causado su muerte, porque le hemos visto aterrado y le hemos oído gritar de pánico.

Y al pronunciar estas palabras, sin previo aviso, un profundo terror invadió como un eclipse gélido los corazones del Ratonero Gris y de Fafhrd. Fue como si el señor de Rannarsh les hubiera dejado un legado de temor, que pasó a ellos inmediatamente después de su muerte. Había algo innatural en ello, y era que no habían tenido ninguna aprensión premonitoria, ningún indicio de su proximidad. No había arraigado y crecido gradualmente. Llegó de súbito, paralizante, abrumador. Peor todavía, no había una causa discernible. Un momento antes contemplaban con cierta indiferencia el cadáver contraído del señor de Rannarsh. Un instante después sentían las piernas débiles, frío en las entrañas, escalofríos en la espina dorsal, les castañeteaban los dientes, el corazón les martilleaba en el pecho y tenían el cabello erizado.

Fafhrd sintió como si hubiera entrado sin sospecharlo en las fauces de una serpiente gigantesca. Su mente bárbara estaba agitada en lo más profundo. Pensó en el torvo dios Kos meditando solitario en el silencio glacial del Yermo Frío. Pensó en los poderes enmascarados, Destino y Azar, y en su juego para hacerse con la sangre y los sesos de los hombres. Y él no quería tener tales pensamientos. Más bien el paralizante temor parecía cristalizarlos, de modo que caían en su conciencia como copos de nieve.

Lentamente recobró el control de sus miembros temblorosos y sus músculos crispados. Como si sufriera una pesadilla, miró lentamente a su alrededor, absorbiendo los detalles del entorno. La sala en donde estaban era semicircular y formaba la mitad de la gran cúpula. Dos ventanucos, en lo alto del techo curvo, dejaban pasar la luz.

Una voz interior repetía sin cesar: «No hagas un movimiento brusco. Lenta, muy lentamente. Sobre todo, no eches a correr. Los otros lo hicieron. Por eso murieron con tanta rapidez. Lenta, muy lentamente».

Vio el rostro del Ratonero, que reflejaba su propio terror. Se preguntó si aquello podría durar mucho más, hasta cuándo podría seguir resistiendo sin volverse loco, hasta cuándo podría soportar pasivamente aquella sensación de una gran garra invisible que se extendía sobre él, palmo a palmo, implacable.

Un leve sonido de pasos llegó desde la sala inferior, unas pisadas regulares, sin prisas. Ahora cruzaban hacia el corredor trasero, estaban en la escalera, llegaban al descansillo y avanzaban por el segundo tramo de escalera.

El hombre que entró en la estancia era alto, frágil, viejo y muy demacrado. Sobre la ancha frente tenía esparcidos unos mechones de pelo muy negro. Las mejillas hundidas mostraban claramente el perfil de sus largas mandíbulas, y la piel cerúlea estaba muy tensada sobre la pequeña nariz. En las profundas órbitas óseas brillaban unos ojos de fanático. Llevaba la túnica sencilla, sin mangas, de un hombre sagrado. Una bolsa colgaba del cordón alrededor de su cintura.

Clavó la vista en Fafhrd y el Ratonero Gris.

—Os saludo, hombres sanguíneos—dijo con voz hueca.

Entonces su mirada se fijó con repugnancia en el cadáver de Rannarsh.

—Se ha vertido más sangre. Eso no está bien.

Y con el huesudo dedo índice de su mano izquierda trazó en el aire un curioso cuadrado triple, el signo sagrado del Gran Dios.

—No habléis —continuó con voz calma, sin tono—, pues conozco vuestro propósito. Habéis venido a llevaros el tesoro de esta casa. Otros han buscado lo mismo y fracasaron. También vosotros fracasaréis. En cuanto a mí, no codicio tesoro alguno. Durante cuarenta años he vivido de mendrugos y agua, dedicando mi espíritu al Gran Dios. Trazó de nuevo el curioso signo—. Las gemas y adornos de este mundo y las joyas y oropeles del mundo de los demonios no pueden tentarme ni corromperme. Mi intención al venir aquí es destruir una cosa maligna.

»Yo —y aquí se llevó la mano al pecho—, yo soy Arvlan de Angarngi. Esto es algo que siempre he sabido y lamentado, pues Urgaan de Angarngi fue un hombre de mal. Pero sólo hace quince días, el día de la Araña, descubrí en unos documentos antiguos que Urgaan había construido esta casa, y que lo había hecho a fin de que fuera una trampa eterna para los imprudentes y los aventurados. Dejó aquí un guardián, y ese guardián ha resistido.

»Astuto fue mi maldito antepasado, Urgaan, astuto y maligno. El arquitecto más hábil de Lankhmar fue Urgaan, un hombre sabio en el manejo de la piedra y docto en ciencia geométrica. Pero despreció al Gran Dios. Ansiaba poseer poderes impropios. Tuvo comercio con los demonios y obtuvo de ellos un tesoro sobrenatural, pero no pudo usarlo, pues al buscar riqueza, conocimiento y poder, perdió su capacidad de gozar cualquier sensación agradable o placer, incluso la simple lujuria. Así, ocultó su tesoro, pero lo hizo de tal manera que causara un mal interminable en el mundo, del mismo modo que, a su parecer, los hombres y una mujer orgullosa, despreciativa y cruel, con tan poco corazón como este santuario, le habían infligido mal. Mi propósito y mi derecho es destruir el mal de Urgaan.

»No queráis disuadirme, pues de lo contrario la maldición caerá sobre vosotros. En cuanto a mí, ningún daño puede acaecerme. La mano del Gran Dios me ampara, dispuesta a rechazar cualquier peligro que pueda amenazar a su fiel servidor. Su voluntad es la mía. ¡No habléis, hombres sanguinarios! Voy a destruir el tesoro de Urgaan de Angarngi.

Y con estas palabras, el enjuto santurrón caminó calmosamente, con paso mesurado, como un aparecido, y se alejó tras la estrecha entrada que conducía a la parte delantera de la gran cúpula.

Fafhrd se quedó mirándole, con sus ojos verdes muy abiertos, sin deseo de seguirle ni interferir en sus acciones. El terror no le había abandonado, pero había sufrido una transmutación. Todavía era consciente de una temible amenaza, pero ya no parecía dirigida personalmente contra él.

Entretanto, una idea muy curiosa se había alojado en la mente del Ratonero. Le pareció que acababa de ver no a un santo venerable, sino un pálido reflejo de Urgaan de Angarngi, muerto siglos atrás. Sin duda Urgaan había tenido la misma frente alta, el mismo orgullo secreto, el mismo aire imponente. Y aquellos mechones de cabello juvenilmente negro que tanto contrastaban con el rostro de anciano también parecían formar parte de una imagen procedente del pasado, una imagen empañada y distorsionada por el tiempo, pero que retenía algo del poder y la individualidad del original antiguo.

Oyeron que los pasos del santurrón avanzaban un poco en la otra estancia. Entonces, por espacio de doce latidos de corazón, hubo un silencio absoluto. Luego el suelo empezó a temblar ligeramente bajo sus pies, como si se moviera la tierra o un gigante caminara cerca de allí. Entonces se oyó un solo grito estremecido procedente de la otra sala, interrumpido en seco por un solo golpe tremendo que causó un escalofrío a los dos amigos. Luego, una vez más, silencio absoluto.

Fafhrd y el Ratonero intercambiaron miradas de perplejidad, no tanto por lo que acababan de oír, sino porque, casi en el momento del golpe, el manto de terror se había separado por completo de ellos. Desenvainaron las espadas y se apresuraron a la otra sala.

Esta era un duplicado de la que habían dejado, salvo que en vez de dos pequeñas ventanas tenía tres, una de ellas cerca del suelo. Además, había una sola puerta, aquella por la que acababan de entrar. Todo lo demás era piedra muy bien ensamblada, suelo, paredes y techo semiabovedado.

Cerca de la gruesa pared central, que biseccionaba la cúpula, yacía el cuerpo del viejo santurrón. Sólo «yacía» no es la palabra adecuada. El hombro izquierdo y el pecho estaban aplastados contra el suelo. El cuerpo estaba sin vida, en un charco de sangre.

Fafhrd y el Ratonero buscaron frenéticamente con sus miradas otro ser aparte de ellos mismos y el hombre muerto, pero no encontraron nada, no, ni un mosquito que se cerniera entre las motas de polvo reveladas por los estrechos rayos de luz que se filtraban a través de las ventanas. Sus imaginaciones buscaron con idéntico frenesí, e igualmente en vano, un ser que pudiera asestar un golpe tan mortífero y desvanecerse a través de uno de los tres pequeños orificios de las ventanas. Una serpiente gigantesca, golpeadora, con cabeza de granito...

Empotrada en la pared cerca del hombre muerto había una piedra de unos dos pies cuadrados, que sobresalía un poco de las restantes. Sobre su superficie había una inscripción enérgicamente grabada en antiguos jeroglíficos lankhmarianos: «Aquí descansa el tesoro de Urgaan de Angarngi».

La visión de aquella piedra fue como un golpe en el rostro de los dos aventureros. Agitó hasta la última onza de obstinación y temeraria determinación en ellos. ¿Qué importaba que un viejo estuviera tendido, aplastado, a su lado? ¡Tenían sus espadas! Qué importaba que ahora tuvieran la prueba de que algún sombrío guardián residía en la casa del tesoro? ¡Podían cuidar de sí mismos ¿Huir y dejar aquella piedra intacta, con su inscripción provocativamente insultante? ¡No, por Kosh y el Gigante! ¡Ya se habían encontrado antes en el infierno de Nehwon!

Fafhrd corrió en busca del pico y las demás herramientas grandes, que habían caído en la escalera cuando el señor de Zannarsh arrojó su primera daga. El Ratonero miró más de cerca la piedra sobresaliente. Las grietas a su alrededor eran anchas y llenas de una mezcla oscura embreada. Produjo un sonido algo hueco cuando la golpeó con la empuñadura de la espada. Calculó que el muro tendría unos seis pies de grosor m aquel punto, suficiente para contener una cavidad considerable. Golpeó experimentalmente a lo largo de la pared en todas direcciones, pero el sonido hueco cesó en seguida. Era evidente que la cavidad era bastante pequeña. Observó que las ;rieras entre todas las demás piedras eran muy finas y no mostraban evidencia de ninguna sustancia cimentadora. De hecho, no podía estar seguro de que no fuesen grietas falsas, cortes superficiales en la superficie de la roca sólida. Pero eso apenas parecía posible. Oyó regresar a Fafhrd, pero continuó su examen.

El estado mental del Ratonero era peculiar. Una obstinada determinación de hacerse con el tesoro eclipsaba otras emociones. El desvanecimiento inexplicablemente repentino de su Temor anterior había dejado entumecidas ciertas partes de su mente. Era como si hubiera decidido mantener sus pensamientos a buen recaudo hasta que hubiera visto el contenido de la cavidad del tesoro. Se contentó con mantener su mente ocupada en detalles materiales, aunque sin extraer deducciones de ellos.

Su calma le dio la sensación de una seguridad por lo menos temporal. Sus experiencias le habían convencido vagamente de loe el guardián, quienquiera que fuese, que había aplastado al santurrón y jugado al gato y el ratón con Rannarsh y ellos mismos, no atacaba sin inspirar primero un terror premonitorio en sus víctimas.

Fafhrd sentía en gran parte lo mismo, con la excepción de loe estaba aún más decidido a resolver el enigma de la piedra inscrita.

Atacaron las anchas grietas con escoplo y mazo. La oscura mezcla embreada cedió con bastante facilidad, primero en duros terrones y luego en tiras ligeramente elásticas. Cuando hubieron practicado un canal que tenía un dedo de profundidad, Fafhrd insertó el pico y consiguió mover ligeramente la piedra. De este modo el Ratonero pudo excavar un poco más hondo en aquel lado. Entonces Fafhrd sometió el otro lado de la piedra a un apalancamiento con el pico. Así prosiguió el trabajo, con apalancamientos y extracciones alternos.

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