Espadas contra la muerte (5 page)

Read Espadas contra la muerte Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas contra la muerte
10.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Este último miró a los divertidos aventureros, sus ojos acuosos llenos de una especie de júbilo pícaro y senil, y musitó:

—Ambos sois hombres inteligentes. Quizá podáis esquivar a la bestia.

Pero antes de poder elucidar esta observación, la expresión de sus ojos volvió a ser vacua y al cabo de unos instantes estaba roncando.

Pronto todos dormían. Fafhrd y el Ratonero lo hacían con las armas al alcance de la mano, pero sólo una variedad de ronquidos y los chasquidos ocasionales de los rescoldos que se iban extinguiendo turbaban el silencio de la casa.

El día del Gato amaneció claro y frío. El Ratonero se estiró con fruición y, como un felino, flexionó sus músculos y aspiró el dulce aire cargado de rocío. Se sentía excepcionalmente animado, deseoso de levantarse y partir. ¿No era aquél su día, el día del Ratonero Gris, un día en el que la suerte no podía faltarle?

Sus ligeros movimientos despertaron a Fafhrd, y juntos salieron con sigilo de la casa, para no despertar a los campesinos, los cuales dormían más de lo debido a causa del vino que habían tomado. Se refrescaron cara y manos con la hierba húmeda y fueron a ver sus caballos. Luego mordisquearon un poco de pan, tomaron unos tragos de agua fría de pozo aromatizada con vino y se dispusieron a partir.

Esta vez hicieron minuciosos preparativos. El Ratonero llevaba un mazo y una fuerte palanca de hierro, por si tenían que derribar algún tabique, y se aseguraron de que no faltaban en su bolsa velas, pedernal, cuñas, escoplos y algunas otras herramientas. Fafhrd cogió un pico que estaba entre las herramientas del campesino y se colgó del cinto un rollo de cuerda delgada y fuerte. También cogió su arco y la aljaba con las flechas.

El bosque era delicioso a aquella hora temprana. De lo alto les llegaban los trinos y la cháchara de los pájaros, y una vez divisaron un animal negro, parecido a una ardilla, que se escabullía a lo largo de una rama. Un par de ardillas listadas se escondieron debajo de un arbusto lleno de bayas rojas. Lo que la tarde anterior había sido sombra, era ahora una espléndida variedad de verdor. Los dos aventureros avanzaron sin hacer ruido.

Apenas habían recorrido la distancia de un tiro de flecha en el interior del bosque, cuando oyeron un ruido ligero a sus espaldas. El sonido se aproximó con rapidez y, de súbito, apareció ante ellos la muchacha campesina. Estaba sin aliento y tranquila, con una mano apoyada en el tronco de un árbol y la otra presionando unas hojas, preparada para huir al primer movimiento repentino. Fafhrd y el Ratonero se quedaron inmóviles, tan asombrados como si ella fuera una cierva o una ninfa del bosque. Finalmente la muchacha logró superar su timidez y habló.

—¿Vais ahí? —inquirió, señalando la dirección de la casa del tesoro con un gesto de cabeza rápido.

La expresión de sus ojos oscuros era seria.

—Sí, vamos ahí —respondió Fafhrd, sonriendo.

—No lo hagáis —erijo ella, al tiempo que movía negativamente la cabeza.

—Pero, ¿por qué no habríamos de hacerlo, muchacha?

La voz de Fafhrd era gentil y sonora, como una pacte integral del bosque. Parecía tocar algún resorte en el interior de la muchacha que le hacía sentirse más tranquila. Aspiró hondo y explicó:

—Porque yo la observo desde el borde del bosque, pero nunca me acerco. Nunca, nunca, nunca Me digo a mí misma que hay ahí un círculo mágico que no debo cruzar. Y me digo que dentro hay un gigante..., un gigante extraño y temible. —Ahora las palabras fluían rápidamente, como un arroyo al que no contiene ningún dique—. Es todo gris, como la piedra de esa casa. Todo gris..., el pelo, los ojos y las uñas también. Y tiene un garrote de piedra tan grande como un árbol. Y es grande, más grande que tú, el doble de grande. —Al decir esto señalaba a Fafhrd con la cabeza. Y con su garrote mata, mata, mata Pero sólo si uno se acerca. Casi todos los días hago un juego con él. Finjo que voy a cruzar el círculo mágico. Y él observa desde el interior, donde yo no puedo verlo, y él piensa que voy a cruzar. Y bailo por el bosque alrededor de la casa, y él me sigue, asomándose a las ventanitas. Y yo me acerco más y más al circulo cada vez más cerca. Pero nunca lo cruzo. Y él se enfada mucho y hace rechinar los dientes, como piedras que raspan a otras piedras, de modo que la casa se agita. Y yo corro, corro, corro y me alejo. Pero vosotros no debéis entrar. Oh, no debéis.

Hizo una pausa, como si estuviera asombrada de su propio atrevimiento. Tenía la mirada ansiosamente fija en Fafhrd. Parecía como si se sintiera atraída hacia él.

En la respuesta del nórdico no hubo ningún matiz de burlona condescendencia.

—Pero nunca has visto realmente al gigante gris, ¿no es cierto?

—Oh, no. Es demasiado astuto. Pero me digo a mí misma que debe de estar ahí dentro. Sé que está dentro. Y eso es lo mismo, ¿no? El abuelo conoce su existencia. Solíamos hablar de él cuando yo era pequeña, y el abuelo le llama la bestia. Pero los demás se ríen de mí, por lo que no se lo digo.

Sonriendo para sus adentros, el Ratonero se dijo que aquella era otra asombrosa paradoja campesina. La imaginación era algo tan raro entre ellos, que aquella muchacha tomaba sin vacilar lo imaginado por lo real.

—Note preocupes por nosotros, muchacha Estaremos ojo avizor, precavidos contra tu gigante gris —empezó a decir, pero tuvo menos éxito que Fafhrd en mantener el tono de su voz completamente natural, o tal vez la cadencia de sus palabras no resonó tan bien en el ámbito del bosque.

La muchacha les hizo otra advertencia.

—No entréis, oh, no, por favor.

Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó corriendo.

Los dos aventureros se miraron y sonrieron. De algún modo el inesperado cuento de hadas con su ogro convencional y su narradora encantadoramente ingenua incrementaban la delicia de la fresca mañana. Sin hacer ningún comentario, reanudaron su lento avance. E hicieron bien en mantener la cautela, pues, cuando estaban a tiro de piedra del claro, oyeron unas voces bajas que parecían discutir. Al instante ocultaron el pico, la palanca y el mazo bajo unos arbustos, y siguieron avanzando con todo sigilo, aprovechándose de la cobertura natural y vigilando dónde ponían los pies.

En el borde del claro había media docena de hombres robustos, ataviados con cota de malla, arcos a la espalda y espadas cortas a los costados. Los reconocieron de inmediato como los bandidos que les habían tendido la emboscada. Dos de ellos echaron a andar hacia la casa del tesoro, pero uno de sus camaradas les llamó, tras lo cual la discusión pareció comenzar de nuevo.

—Ese pelirrojo—susurró el Ratonero tras echar un despacioso vistazo—.Juraría que le he visto en los establos del señor de Rannarsh. Estaba en lo cierto. Parece que tenemos un rival.

—¿Por qué esperan y siguen señalando a la casa? —susurró Fafhrd—. ¿Será porque algunos de sus camaradas ya están trabajando dentro?

El Ratonero meneó la cabeza.

—Eso es imposible. ¿Ves esos picos, palas y palancas que han dejado en el suelo? No, esperan a alguien..., a un líder. Algunos de ellos quieren examinar la casa antes de que llegue el jefe. Otros se muestran contrarios. Y apostaría mi cabeza contra una pelota de bolos a que el líder es Rannarsh en persona. Es demasiado codicioso y suspicaz para confiar la búsqueda de un tesoro a unos esbirros.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró Fafhrd—. No podemos entrar en la casa sin ser vistos, aun cuando eso fuera lo más prudente, que no lo es. Una vez dentro, estaríamos atrapado—Casi estoy tentado de usar la honda ahora mismo y enseñarles algo sobre el arte de la emboscada —replicó el Ratonero, con expresión torva—. Pero entonces los supervivientes huirían, entrarían en la casa y nos impedirían entrar hasta que llegue Rannarsh, quizá, y más hombres con él.

—Podríamos dar un rodeo por el claro —dijo Fafhrd tras una pausar—, sin salir del bosque. Entonces podríamos salir al claro sin ser vistos y ocultarnos detrás de una de las cúpulas pequeñas. De ese modo la entrada sería nuestra y podríamos impedir que se hagan fuertes en el interior. Así pues, me dirigiré a ellos de súbito y trataré de asustarles mientras que tú permanecerás oculto y apoyarás mis amenazas haciendo suficiente ruido pata hacerles creer que han de habérselas con diez hombres.

Este les pareció el plan más practicable, y realizaron la primera parte sin ningún contratiempo. El Ratonero se agazapó detrás de la cúpula pequeña con su espada, la honda, las dagas y un par de palos preparados tanto para hacer ruido como para luchar. Entonces Fafhrd avanzó vivamente, sosteniendo con negligencia el arco ante él, con una flecha encajada en la cuerda. Lo hizo con tanta desenvoltura que pasaron unos momentos antes de que los esbirros de Rannarsh le descubrieran. Entonces asieron rápidamente sus propios arcos, pero desistieron al ver la ventaja que tenía sobre ellos el alto recién llegado. Fruncieron el ceño, irritados y perplejos.

—¡Hola, truhanes! —dijo Fafhrd—. Os damos el tiempo estrictamente necesario para que os esfuméis, ni un instante más. Que no se os ocurra resistir o regresar escondidos, porque mis hombres están desparramados por el bosque. Bastará que les haga una señal para que os emplumen con flechas.

Entretanto el Ratonero había empezado a hacer un ruido suave, y con lentitud y maestría iba incrementando su volumen. Variando con rapidez la agudeza y entonación de su voz, y haciendo que ésta resonara primero en alguna parte del edificio y luego en el muro vegetal del bosque, creó la ilusión de un pelotón de arqueros sedientos de sangre. Parecía haber un coro de voces que decían: «¿Les dejamos huir?». «Tú quédate con el pelirrojo.» «Apunta al vientre; es más seguro.» Los gritos salían de un punto y luego de otro, hasta que Fafhrd tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse de las miradas de espanto y abatimiento que los seis bandidos dirigían a su alrededor. Pero esta diversión se extinguió cuando, en el mismo momento en que los truhanes empezaban a escabullirse avergonzados, una flecha partió errática desde la espesura del bosque y pasó a la altura de una lanza sobre la cabeza de Fafhrd.

—¡Maldita rama! —exclamó una voz profunda y gutural que el Ratonero reconoció como procedente de la garganta del señor de Rannarsh, el cual, al instante, empezó gritar órdenes.

—¡A ellos, idiotas! Todo es una trampa. No son más que dos. ¡Prendedlos!

Fafhrd se volvió sin previo aviso y disparó su arco a boca de jarro, pero no silenció a la voz. Entonces se ocultó tras la cúpula pequeña y echó a correr con el Ratonero hacia el interior del bosque.

Los seis bellacos, tras haber decidido que una carga con las espadas desenvainadas sería en exceso heroica, les siguieron y prepararon los arcos mientras corrían. Uno de ellos se volvió antes de haber alcanzado suficiente cobertura y puso una flecha en la cuerda. Fue un error. Una bola de la honda del Ratonero le alcanzó en la frente, y el hombre cayó hacia delante y quedó inmóvil.

El ruido de aquella caída fue lo último que se oyó en el 'aro durante largo tiempo, salvo los inevitables trinos de las aves, algunos de los cuales eran auténticos y otros comunicaciones entre Fafhrd y el Ratonero. Las condiciones de la contienda a muerte eran evidentes. Una vez había comenzado definitivamente, nadie se atrevería a entrar en el claro, dado que sería un blanco muy fácil, y el Ratonero estaba seguro de que ninguno de los cinco bribones restantes se había refugiado en la casa del tesoro. Tampoco ninguno de los dos bandos se atrevería a retirar a todos sus hombres de la vista del portal, puesto que eso permitiría a alguien tomar una posición privilegiada en lo alto de la torre, siempre que ésta tuviera una escalera utilizable. En consecuencia, se trataba de deslizarse cerca del borde del claro, rodeándolo en uno y otro sentido, agazapándose en algún buen lugar y esperando que alguien se pusiera a tira.

El Ratonero y Fafhrd empezaron adoptando la última estrategia. Primero se movieron unos veinte pasos, acercándose más al punto por donde habían desaparecido los bribones. Desde luego, tenían más paciencia que sus contrarios, pues al cabo de unos diez minutos de exasperante espera, durante la cual las vainas puntiagudas de algunas plantas tenían la curiosa peculiaridad de parecer puntas de flechas, Fafhrd alcanzó al sicario pelirrojo en la garganta, en el mismo momento en
que
tensaba el arco para disparar al Ratonero. Quedaban cuatro hombres aparte de Rannarsh. De inmediato los dos aventureros cambiaron de táctica y se separaron; el Ratonero rodeó rápidamente la casa del tesoro y Fafhrd se retiró cuanto pudo del espacio abierto.

Los hombres de Rannarsh debían de haber decidido el mismo plan, pues el Ratonero casi tropezó con un bribón que ostentaba una cicatriz en el rostro y se movía con caneo sigilo como él. A tan corta distancia, el arco y la honda eran inútiles... para su función normal. El de la cara cortada trató de hundir la flecha que sostenía en el ojo del Ratonero. Este se hizo velozmente a un lado, agitando la honda como si fuera un látigo, y dejó al hombre sin sentido con un golpe del mango córneo. Entonces retrocedió unos pasos, dando gracias al día del Gato de que no hubiera habido dos hombres en vez de uno, y se dirigió a los árboles, que le ofrecían un método de avance más seguro aunque más lento. Manteniéndose en las alturas medias, se escabulló con la seguridad de un funámbulo, saltando de una rama a otra sólo cuando era necesario, y asegurándose de que siempre tenía abierto más de un camino para retirarse.

Había completado tres cuartas partes de su recorrido, cuando oyó el estrépito de espadas cruzadas a pocos árboles más adelante. Aumentó su velocidad, y pronto pudo ver, debajo de él, un emocionante combate. Fafhrd, de espaldas a un gran roble, había desenvainado su ancha espada y tenía a raya a dos esbirros de Rannarsh, los cuales le atacaban con sus armas más cortas. Era una situación peliaguda y el nórdico lo sabía Conocía las antiguas sagas sobre héroes que podían superar a cuatro o más hombres a punta de espada. También sabía que tales sagas eran mentiras, suponiendo que los contrincantes del héroe fuesen razonablemente competentes.

Y los hombres de Rannarsh eran veteranos. Atacaban con cautela pero sin cesar, manteniendo sus espadas con destreza frente a ellos, sin asestar nunca golpes atolondrados. Les silbaba el aliento a través de las fosas nasales, pero tenían una sombría confianza, sabiendo que el nórdico no se atrevería a lanzarse a fondo contra uno de ellos porque entonces quedaría inerme ante el ataque del otro. Su juego consistía en ponerse cada uno en un flanco y entonces atacar simultáneamente.

Other books

Finding Bliss by Dina Silver
Don't... by Jack L. Pyke
Lydia Trent by Abigail Blanchart
The Dead Gentleman by Matthew Cody
Missing You by Louise Douglas
Our Magic Hour by Jennifer Down
Feeding the Hungry Ghost by Ellen Kanner
Last Chance Rebel by Maisey Yates