Espejismo (41 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

BOOK: Espejismo
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—Volveremos —dijo con una voz a la que la resolución y la emoción conferían una extraña dureza—. Y cuando se alce en el cielo la Hechicera, ¡estaremos preparados para enfrentarnos a ella!

Brigrandon movió la cabeza en sentido afirmativo, y Kyre descubrió que el pobre viejo luchaba por contener las lágrimas.

—Buscaré el modo de hacérselo saber al príncipe, señora… Le explicaré lo que habéis hecho…

Segundos después, Kyre y Simorh estaban fuera, bajo el crudo resplandor carmesí del sol próximo a esconderse.

La ciudad tenía un aspecto fantasmal. Calles vacías, casas silenciosas; las escasas ventanas que quedaban abiertas, convertidas en sangrientos ojos que miraban a la luz del crepúsculo… La niebla se enroscaba a sus tobillos, a veces les llegaba hasta las rodillas, e intensificaba poco a poco la quietud reinante. A lo lejos percibieron el llanto de un niño… El pueblo había hecho todo lo posible, y ahora esperaba.

Mientras avanzaban a toda prisa por la callada ciudad, Kyre miró un par de veces a la mujer que iba a su lado. Había llegado a odiar a Simorh, pero ahora había aprendido a respetarla, a compadecerla y de una extraña manera fraternal, a amarla. Simorh era el auténtico paladín de la ciudad, y de su marido y de su hija, a los que intentaba salvar, y desde luego merecía más suerte de la que hasta ahora había tenido. Kyre pensó también en DiMag, prisionero y amenazado de muerte. Y en Gamora, poco menos que muerta mientras pesara sobre ella el encantamiento de Calthar… Instintivamente se llevó una mano al amuleto colgado de la cadena ya arreglada. Una vez le había fallado a Haven, aunque la ciudad no lo considerara así, y su fallo había tenido unas consecuencias terribles. Si no lo impedían todas las fuerzas del mundo, esta vez no fracasaría.

Se levantaba el viento. Cuando salieron por el arco de arenisca, les recibió con un violento azote, apartando los cabellos de sus rostros y golpeándoles aquí y allá, al tiempo que arremolinaba la arena, que pareció darles latigazos en la piel. Vastas sombras se extendían desde los acantilados hasta el mar, las aguas centelleaban ensangrentadas donde aún las iluminaba el sol, y las olas empezaban a agitarse a medida que el vendaval se hacía más vigoroso.

Simorh agachó la cabeza y alzando la voz para que Kyre le oyese, dijo:

—¡Esto puede resultar una ventaja para nosotros! El viento borrará nuestras pisadas sobre la arena… De otro modo, habríamos tenido que seguir la línea de las rocas y perder un tiempo precioso.

Era cierto, y Kyre la tomó del brazo cuando abandonaron la relativa protección del arco. Inclinados de cara al vendaval, se abrieron paso a través de la fina arena en dirección a la franja de guijarros. Tenían plena conciencia de que los hombres de Vaoran podían aparecer por la puerta en cualquier momento y descubrirles antes de que estuvieran a cubierto. La zona de guijarros relucía a poca distancia de ellos. Una vez la alcanzaron, hicieron una pausa y miraron hacia atrás.

La bahía estaba desierta. Pero el sol ya no era más que una cinta de furioso brillo encima del farallón. Minutos más tarde, habría sido engullido.

—¡Esta noche no habrá niebla! —gritó Simorh, tratando de vencer el terror que amenazaba con clavarle sus garras en lo más profundo del cuerpo—. No debemos retrasarnos… ¡Sigamos!

Corrieron todo lo que el desigual suelo les permitía hacia la monstruosa silueta de las ruinas que tenían delante. Simorh cayó una vez y lanzó una maldición, pero volvió a ponerse de pie antes de que Kyre pudiera detenerse para ayudarla. Se precipitaron nuevamente hacia las ruinas, siempre tratando de no mirar al mar que tenían a su derecha, ni prestar atención a su creciente y airado fragor. Los guijarros y la pizarra dejaron paso a los cascotes y a las complicadas ruinas esparcidas por el suelo, y por fin se detuvieron casi sin aliento, agotados, entre los elevados pilares del templo.

Permanecieron inmóviles durante unos segundos, aspirando agradecidos el aire que calmaba el ardor de sus castigados pulmones. Kyre iba a decirle algo a la princesa, pero… cuando abrió la boca, pareció rozarle la fría ala de una sombra. Miró hacia el mar. El último fulgor carmesí del sol se había desvanecido, y el mar era ahora una interminable y revuelta masa gris.

Agarró el brazo de Simorh y exclamó:


¡El ocaso!

Ella lo contempló brevemente y se mordió el labio inferior.

—¡Aprisa! —dijo con voz sibilante.

Encontraron la estrecha abertura que quedaba de lo que otrora fuera la entrada de la cripta, y se introdujeron por ella. Los peldaños que había detrás estaban totalmente a oscuras —ni Kyre ni Simorh habían pensado en llevar consigo una lámpara—, de modo que descendieron con el máximo cuidado hasta el corto rellano que conducía a la cámara situada al fondo. Las fosforescentes algas y los líquenes marinos producían allí un tenue y fantástico resplandor, y Simorh avanzó con prudencia entre un lecho de piedras y pequeñas rocas hasta el centro de la cripta. Se agachó allí donde suponía que debía estar la losa central, y Kyre se reunió con ella. Cuando hubieron limpiado de escombros aquella parte de suelo —lleno de algas, y conchas rotas, y cubierto por una delgada capa de arena— dijo la hechicera:

—Cuando el templo fue construido, se alzaba sobre un acantilado, a cincuenta pies de altura sobre la línea de pleamar. Hace nueve años que entré por última vez en esta cámara —comentó, y alzó un momento la vista—. Me pregunto cuál será ahora nuestra suerte…

—Rezad para que tengamos tiempo…

Kyre apartó una capa de arena y, de pronto, sus dedos chocaron con algo que no cedía a pesar de sus esfuerzos. Rápidamente se acurrucó más, tratando de perforar la oscuridad con la mirada, y Simorh preguntó con ansia:

—¿Qué es?

—No lo sé… Un dibujo, parece… Un relieve…

Ella casi le empujó con el hombro, llevada por su afán, y arrimó la cara al suelo.

—Creo… ¡Maldita sea esta negrura! Tendría que habérseme ocurrido traer una lámpara.

Sus dedos siguieron la línea descubierta por Kyre, y entonces se puso en cuclillas. Pese a la oscuridad, su cara parecía resplandecer por la excitación.

—¡Sí! —exclamó, cerrando los puños—. ¡Es esta losa! Lo recuerdo… En el centro tiene un relieve que representa el Ojo… ¡Corred, hemos de limpiar bien la losa!

Febrilmente pusieron manos a la obra y, en menos de un minuto, apareció la forma de la maciza piedra.

—¿Cómo podemos levantarla? —preguntó Kyre.

Simorh se puso de pie, aunque no sin dificultad, y retrocedió un poco.

—Tomad la lanza y hundid la hoja en la grieta que separa la losa de la que hay al lado.

Kyre no discutió, aunque la idea se le antojó ingenua. La hoja de la lanza se partiría mucho antes de haber movido la piedra. Pero en los ojos de la princesa había una nueva luz y, al seguir sus instrucciones, comprendió enseguida que Simorh pensaba servirse también de otros medios.

—¡Aquí, aguantad aquí!

Su voz había adquirido un timbre áspero, y Kyre vio que cerraba los ojos mientras aspiraba profundamente. Luego, sus labios se movieron en silencio. Su cuerpo se tensó y, de repente, un aura —débil pero claramente perceptible— cobró vida a su alrededor. El salobre aire pareció temblar, y Kyre tuvo la sensación de que una cercana tormenta eléctrica le ponía de punta los pelos de los brazos y penetraba hasta su cerebro. La lanza que sostenía en su mano pareció encabritarse, y hubo una fuerte sacudida en el suelo…

La pesada losa se alzó. Se movía como si un puño inmensamente fuerte la empujara desde abajo; se puso vertical y, después de balancearse un momento sobre su base, cayó con sordo estruendo sobre la piedra de al lado y se agrietó en diagonal.

Los ojos de Simorh se encontraron con los de Kyre encima del hueco que ahora quedaba al descubierto, y él esbozó una sonrisa, súbitamente optimista a raíz del triunfo.

—Yo nunca tuve poderes mágicos —dijo—. Eso fue siempre cosa de Talliann.

La luz se apagó en los ojos de la princesa.

—Talliann —murmuró, y miró en dirección a la escalera—. Tienen que estar en camino, si no se han reunido ya con Calthar.

Aquello serenó en el acto a Kyre, que cayó de rodillas junto al húmedo y mohoso hoyo. No era profundo, y a primera vista parecía contener sólo arena empapada y cascotes de los cimientos del templo. Pero entonces distinguió un ligero resplandor metálico…

Los siglos transcurridos no habían deteriorado el colgante de cuarzo, ni deslustrado la cadena de plata de la que pendía. Tanto por su tamaño como por su forma, era la pieza gemela de la que Kyre llevaba al cuello, si bien el joven comprobó que la piedra del amuleto de Talliann tenía un intenso color rojo anaranjado y no llevaba grabada la imagen del Ojo del Día, sino la del Ojo de la Noche: una perla jaspeada de plata.

El puño de Kyre se cerró alrededor del amuleto cuando los viejos recuerdos inundaron su mente. Ahora que las dos piezas de cuarzo estaban en su poder, logró recordar también algunas de las propiedades que tenían si eran utilizadas a la vez…, y los poderes que Talliann, con su mente adivinatoria y sus facultades, había logrado desplegar. Movido por un repentino impulso, ofreció el colgante a Simorh.

—Ponéoslo —suplicó—. Hacedlo por Talliann. Estáis en el lugar que ella ocupó un día… ¡Podéis serviros de su poder!

Los ojos de la princesa se ensancharon, pero no hizo el menor gesto para tomar la pieza de cuarzo.

—No puedo, Kyre. No sería justo.

—¡Es justo! Llevadlo, al menos mientras no pueda serle restituido a ella. ¡Os lo ruego, Simorh!

La princesa vaciló todavía, pero al fin alargó la mano para que Kyre depositara en ella la joya, y se pasó la cadena por la cabeza, de modo que la piedra quedó entre sus manos. Kyre vio la sorpresa en los ojos de Simorh cuando sintió la fuerza que el cuarzo le confería. Luego estrechó la mano de Kyre.

—No podemos retrasarnos más —dijo, y en su voz hubo un calor como nunca lo notara él antes: el calor de compartir incluso el más horrible peligro con un amigo leal—. Sea lo que fuere lo que nos espera —agregó—, tenemos que salir y enfrentarnos a ello.

Kyre fue el primero en abrirse paso a través de la grieta que constituía la única salida de la cripta y, apenas llegó al exterior, vio algo que le estremeció y le hizo extender una mano para impedir que Simorh se asomara.

—¿Qué es?

El susurro de la voz de Simorh produjo un escalofriante eco en la profundidad que dejaban atrás, y Kyre se llevó un dedo a los labios, al tiempo que se arrimaba todo lo posible a la pared de roca y señalaba el espacio de panorama nocturno que se veía más allá de la entrada.

Destacado contra la última luz del cielo, un hombre permanecía alerta entre las columnas en ruinas. Estaba de espaldas a ellos, pero Kyre vio el centelleo de una espada desnuda y reconoció el uniforme de un guerrero de Haven.

Kyre arrimó la boca al oído de Simorh.

—Esperan a Calthar… Han preparado una emboscada.

—¡Estúpidos!

—No veo a Vaoran… Debe de estar en la franja de guijarros… —musitó Kyre—. No podremos ayudar a Talliann mientras estemos atrapados aquí. Pero ese soldado…

—Esperad…

Simorh tocó su brazo, indicando la angosta salida. Miró él y vio que el soldado se había agachado y se inclinaba, muy tenso, hacia delante. Le observaron sin apenas atreverse a respirar. El hombre se fue desviando poco a poco hacia una desmoronada pared que le ofrecía protección. Llegó a ella, se apostó allí, y Simorh volvió a tocar el brazo de Kyre.

—No podemos aguardar una ocasión mejor… ¡Tenemos que ver qué ocurre! —susurró—. Salid y torced hacia la derecha… Encontraréis un pilar derribado que nos dará cobijo… ¡Y cuidado con los escombros, al andar! No hagáis el menor ruido.

Kyre asintió, y los dos iniciaron el difícil camino. El soldado les daba todavía la espalda y no se movió cuando ellos surgieron de la grieta y avanzaron con cautela hacia el refugio del pilar. Las sombras les engulleron, y Kyre oyó emitir a Simorh un suspiro contenido. Volvió la cabeza para orientarse y… el corazón le dio un vuelco.

—¡Simorh! —susurró.

Su voz era difícilmente audible, a causa del rumor del mar y el fuerte viento, pero ella le oyó y miró enseguida hacia donde señalaba él.

Algo se movía entre la revuelta masa de olas; una forma oscura que destacaba contra la inquieta fosforescencia de las aguas. Mientras miraban, la forma se acercó y… una figura de delicados miembros, coronada con un nimbo de indómitos cabellos, emergió de los escollos. Permaneció inmóvil unos instantes, rodeada su silueta por un resplandor frío y plateado que parecía proceder del otro lado del mar. Luego, aquella mujer se sacudió el agua del pelo y avanzó hacia la franja de guijarros.

Simorh miró a Kyre.

—¿Es Calthar?

Él movió la cabeza en sentido afirmativo, muy serio.

—Calthar, sí.

Le indicó con la mano que guardara silencio y, después, se apartó de la protección que le ofrecía la columna y corrió a esconderse al amparo de un muro medio derruido.

Desde allí podía ver todo lo necesario. Vaoran estaba al borde mismo de la franja de guijarros, a menos de veinte metros del templo. Detrás de él, dos hombres sujetaban a Talliann, que se mantenía erecta y firme mirando al mar. El viento le echaba los cabellos hacia la espalda y, en la misteriosa oscuridad de la noche, su rostro resultaba de una blancura enfermiza. Talliann tenía el mismo aspecto que cuando él la viera por vez primera junto a la orilla, y Kyre tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse hacia delante y atacar con las manos desnudas a Vaoran y a sus dos hombres.

Una mano se cerró alrededor de su brazo, mientras todavía luchaba consigo mismo y estaba apunto de cometer un disparate. Era Simorh, que le dijo con severidad:

—¡No, Kyre! No hagáis caso… ¡Ni se os ocurra! Hay otro modo mejor. Ya os hablé de un encantamiento, ¿no? —agregó con una sonrisa que, en las tinieblas, pareció una horrible mueca—. Puedo hacer cambiar la marea a nuestra conveniencia. No creo que falle, con el amuleto en mi poder. Esperad bien atento y, cuando llegue el momento, aprovechad la ocasión.

Calthar había salido del agua. Pisó los guijarros y observó al pequeño grupo de Vaoran. Aunque la elevación formada por las piedras la situaba a una altura superior a la de ellos, Vaoran tenía ventaja por pisar arena firme. Talliann volvió la cabeza con brusquedad, cuando la bruja clavó la mirada en ella.

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