Espejismo (19 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

BOOK: Espejismo
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—¡Ve a ver qué ocurre!

El hombre se dispuso a obedecer, pero antes de que pudiese alcanzar la puerta tapada por una cortina, ésta se abrió con violencia y Simorh entró precipitadamente en el salón.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó DiMag, alarmado, al ver a su esposa descalza y en camisón, demudada y con el rostro bañado en lágrimas—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Deberíais estar acostada!

Entre angustiosos suspiros, Simorh exclamó:

—¡Gamora ha desaparecido, DiMag…!

—¿Desaparecido? ¿Qué queréis decir?

No entendía las palabras de su esposa. Tenía la mente demasiado confusa y fatigada para pensar con claridad.

—¡No está en el castillo! Ha escapado, y… y yo no logro establecer contacto con ella… He intentado valerme de todos mis poderes, pero no la encuentro… ¡No llego hasta ella! ¡Ha desaparecido, DiMag; no hay el menor rastro de la niña en todo Haven!…

Capítulo 9

—Ella creía que estaba conmigo… —jadeó Simorh, con una terrible mirada de reproche al aya, que se retorcía las manos con muda desesperación—. Sólo al hacerse tarde se le ha ocurrido mirar, preguntar…

Las manos de DiMag apretaron los hombros de la princesa cuando la voz de ella empezó a adquirir un tono histérico, y Simorh se dejó caer contra su esposo, aunque su cuerpo seguía temblando con desconsuelo. Pese a los propios temores y a la creciente angustia, DiMag sintió emoción ante la ya extraña, aunque familiar y casi olvidada, sensación de tener a Simorh entre sus brazos. La mujer, tanto tiempo alejada de él, volvía en un momento de gran congoja…, y eso despertaba en todo su ser una compleja confusión de sentimientos que era incapaz de interpretar.

Con un esfuerzo para apartar los pensamientos que le asaltaban, y orando en su interior para que su voz diera una mayor impresión de seguridad de la que sentía, dijo:

—La encontraremos. No puede hacer mucho que se ha ido, ni estar muy lejos.

—Pero… ¿
por qué
se ha ido? —exclamó Simorh—. ¡No tenía ningún motivo!

DiMag sabía lo que ella pensaba, y compartía su espanto no exteriorizado. En el castillo había personas a quienes interesaba la desaparición de Gamora. Como rehén, la niña proporcionaría, a quienes fueran, la certeza de que él se avendría a todo lo que los secuestradores exigieran… La abdicación, su vida a cambio de la de su hija… No había nada que no estuviera dispuesto a conceder para salvar a Gamora, y eso era de sobra sabido.

Sin embargo, no quería entregarse a tales pensamientos ni permitir que Simorh lo hiciera. La búsqueda había comenzado ya, dirigida por Vaoran, pues a pesar de que DiMag tuviera sus diferencias con él, era de fiar en un momento de crisis. Si Gamora continuaba en el castillo, pronto darían con ella. Si no…

Pronto hubo escuchado a grandes rasgos la historia de lo ocurrido hasta el momento: el aya de Gamora había echado de menos a la pequeña princesa poco antes del anochecer. Enterada de que Brigrandon no había visto a la niña en todo el día, envió un sirviente al cuarto de Kyre, para saber si estaba con él y, al comprobar que no era así, creyó que Gamora habría subido a los aposentos de su madre. El aya no se atrevía a molestar a la soberana así como así, porque le inspiraba más respeto del que quería admitir y, en consecuencia, no empezó a preocuparse en serio hasta bastante más tarde de la hora en que Gamora solía acostarse. Cuando, por fin, la mujer hizo acopio del valor necesario para hablar con Simorh, ésta fue asaltada por una horrible sospecha.

La soberana era incapaz de expresar la sensación de horror que la había invadido al comprobar que Gamora no se hallaba en ninguna parte. En su angustia no había lógica, porque cabía la posibilidad de que la chiquilla hubiese emprendido alguna aventura secreta, y de que regresara a tiempo de recibir la reprimenda. Sin embargo, el presentimiento persistía y, una vez registrados sin resultado los rincones favoritos de Gamora, Simorh supo, con infalible instinto, que había sucedido algo espantoso.

Thean y Falla intentaron, inútilmente, que de momento no se desorbitara su inquietud, pero ella no les hizo caso. Utilizó su bola de cristal y, haciendo caso omiso de su fatiga, trató desesperadamente de establecer contacto con la mente de la niña, sin lograrlo. Entonces, conocedora de su propia habilidad, tuvo que llegar a dos conclusiones. O bien Gamora se había alejado mucho de Haven, donde la magia de su madre no la pudiera alcanzar, o… estaba muerta. Así fue cómo Simorh, arrojando a un lado la bola de cristal, empujada por el miedo y la congoja, abandonó su torre para correr al salón donde DiMag estaba reunido con sus consejeros.

DiMag se dijo una y otra vez que Simorh tenía que estar equivocada al afirmar que Gamora no se encontraba en el castillo ni en la ciudad. Su esposa estaba enferma y baja de facultades; sin duda era su debilidad lo que le impedía establecer contacto con la niña… No sabía qué decir para convencerla ni consolarla, aunque lo cierto era que ni él mismo estaba seguro de ello.

El príncipe alzó la vista de súbito, cuando las puertas del fondo del salón se abrieron de par en par y entró Kyre. Una punzante sospecha despertó en él, al recordar la violencia con que se habían separado, pero cuando el otro hombre se acercó y DiMag pudo ver su expresión, la sospecha desapareció enseguida.

Kyre se detuvo delante del estrado y, rápidamente, su mirada fue de DiMag a Simorh y de nuevo a DiMag.

—¿No la encuentran? —preguntó.

—No. Pero no puede estar muy lejos.

—¿Puedo ayudar en algo?

—Sí; tanto como cualquier otro —sonrió DiMag sin humor—. Pero, desde luego, no estás obligado a ello.

Kyre se sonrojó.

—Sí que lo estoy.

Recordaba el desdichado encuentro con Gamora, aquella misma mañana, y la tristeza reflejada en la cara de la niña cuando se marchó sin hacerle caso. ¿Podía influir en su escapada la decepción sufrida entonces? No parecía probable que su disgusto llegara a tal extremo, pero tampoco podía descartarse esa posibilidad. Gamora era muy impulsiva y tenía una gran sensibilidad: si se había sentido profundamente herida, ¿quién podía predecir sus reacciones?

—¿Dónde habéis mandado buscar? —inquirió.

—De momento, en el castillo —contestó DiMag, ceñudo—. Pero si se te ocurre algún lugar donde pueda estar escondida, o tienes alguna pista, ¡dínoslo, por lo que más quieras!

Simorh intervino cortante:

—¿Por qué había de saber nada, él? ¿ Qué tiene que ver Kyre con todo esto?

—¡Calma! —dijo el esposo, a la vez que posaba una mano sobre sus cabellos, en un torpe intento de tranquilizarla—. Gamora considera su amigo a Kyre. Quizá le confiara algo que pueda servirnos de guía… ¿Lo hizo, acaso? —preguntó DiMag por encima del hombro, cuando Simorh bajó la cabeza—. ¿Te contó algo Gamora?

Kyre meneó la cabeza, preocupado. Lo único que recordaba en esos momentos era, absurdamente, la imagen de la niña en la playa, mostrándole la concha que había encontrado y moviéndola de un lado a otro para que la luz del sol se reflejara en su irisada superficie.

—No —contestó—. Nada.

Simorh volvió a levantar la cabeza. En su delgado y cansado rostro, los ojos parecían dos informes y negros huecos que, de pronto, hicieron pensar a Kyre en la muchacha que había visto junto al templo.

—¡Encuéntrala! —dijo Simorh, con voz tan vacía como sus ojos—. No me importa lo que tengas que hacer; lo que cualquiera de nosotros tenga que hacer… ¡Encuéntrala, simplemente!

El talento de Gamora para evitar a las personas que no deseaba ver estaba tan desarrollado como el que poseía para encontrar a quien le resultaba simpático. Dolorida aún por el inesperado desaire de Kyre, aquella mañana había regresado a los jardines por un tortuoso camino que la escondía de las miradas de los demás, salvo de un par de sirvientes que no tenían importancia. Finalmente se escondió entre una maraña de mustios y pobres arbustos, sin prestar atención a la humedad del suelo ni a la desagradable caricia de sus pegajosas hojas, y mientras avanzaba el corto día, procuró pasar el tiempo de la mejor manera posible: formó pequeños montones con la floja tierra, desgarró hojas y más hojas con los dedos y de cuando en cuando, se entonaba a sí misma alguna cancioncilla para olvidar los propios desengaños, en espera de que transcurriesen las horas. Pero era imposible no recordar. Su padre estaba ocupado; la madre, enferma —aunque no le dijeran qué le ocurría, Gamora lo sabía de sobra—, y el preceptor no le daba clase. El aya no hacía más que ponerse nerviosa por cualquier cosa y reñirla, y su nuevo amigo, el único amigo verdadero que tenía, había estado antipático con ella, sin explicarle por qué. En más de un momento, la sensación de injusticia hizo brotar las lágrimas a los ojos de la niña, aunque ella las contenía valientemente, diciéndose en voz alta que era una princesa y la futura soberana de Haven, y que una futura soberana no llora.

Meció a la luz su bonita concha, que llevaba a todas partes consigo. Cuando fuera mayor, todo sería distinto. Las personas no se limitarían a sonreír y revolverle los cabellos cuando diera una orden, sino que obedecerían como ahora obedecían a su padre. No la seducía nada la idea de gobernar, pero si era su deber, procuraría hacerlo lo mejor posible. y cuando tuviera algunos años más, se casaría con Kyre. Entonces él no le hablaría con dureza ni la dejaría plantada, porque, si estaba disgustado por algo, ella ya sabría cómo ponerle contento de nuevo.

Gamora alzó la vista y comprobó que la luz se debilitaba. La niebla en todo el día no se había levantado, y ahora que el casi invisible Sol se hundía en dirección al mar, parecía cerrarse como el manto oscuro e informe que, a veces, la envolvía en sus pesadillas, surgiendo del suelo alrededor de la cama para envolverla lentamente y asfixiarla. Gamora se estremeció. Notaba cómo la humedad se filtraba en el suelo, debajo de ella, y tuvo la sensación de que la niebla respiraba como un animal al acecho… Se puso de pie rápidamente. Le producían escalofríos los zarcillos de las plantas, que parecían querer agarrarse a sus tobillos, y echó a correr hacia la relativa seguridad del sendero también casi cubierto de maleza. Siguió a toda prisa hasta la terraza que asomaba de la sombría niebla, y sólo se detuvo a respirar cuando, por fin, se vio en los peldaños.

Sin embargo, Gamora no deseaba volver al castillo. La creciente oscuridad la acobardaba, sí, pero de momento la prefería a la regañina de la enojada aya, que sin duda la estaría esperando cuando regresara a su habitación. La niña se sentía sola, poco amada, rechazada. Pues bien: ¡se iría! y si su desaparición asustaba a todos, ¡tanto mejor! Quizás aprendieran a prestarle más atención en el futuro.

Dio vueltas y más vueltas a la concha, maravillada de la forma en que la luz de la luna, que ahora asomaba por el horizonte, reflejaba en la superficie de nácar todos los colores imaginables. Después se aplicó la concha a la oreja, esperando oír los murmullos del mar. Pero, en vez de eso, la concha parecía susurrar su propio nombre.


Gamora… Gamora

La chiquilla sonrió, vacilante primero, y luego con creciente entusiasmo, al comprobar que no eran imaginaciones suyas.


Gamora… Ven y verás, Gamora… Ven y verás

En la mente de la pequeña se agolparon las imágenes de la noche y del mar, y el mundo se transformó en algo mágico y maravilloso, bajo el pálido resplandor del astro de la noche. ¡Qué lugares! ¡Qué países tan bellos y desconocidos…!


Ven y verás, Gamora… Ven a mí, y te mostraré prodigios sin fin. Ven a mí, y todos esos prodigios serán tuyos

La concha pareció incendiarse con una luz propia, y de ella partieron chispas como perlas y diamantes y esmeraldas y zafiros a la vez.


Ven a mí… No está muy lejos… Ven a mí

Gamora ansiaba ver con sus propios ojos todas aquellas maravillas que la voz de la concha le prometía. No le bastaba ya su imaginación. Y las tenía a su alcance, en la noche, esperándola a ella.

Abandonó el jardín por un camino que casi nunca se usaba, y que la condujo alrededor de los muros exteriores del castillo hasta dejarla en Haven. La bruma apagaba el sonido de sus pisadas y deformaba las formas y las sombras en las desiertas calles, creando la extraña ilusión de que todo aquello se hallaba en el fondo del mar. Gamora se detuvo más de una vez, entre violentos latidos de su corazón, imaginando que desde la oscuridad la vigilaban horribles monstruos. En otras circunstancias, hubiese dado media vuelta y corrido hacia el castillo. Ahora, en cambio, la concha que sostenía en sus manos le daba confianza, y en su mente todavía resonaban los misteriosos susurros que la habían animado a salir del jardín del castillo.

Finalmente alcanzó el arco y se detuvo entre las dos hornacinas iluminadas con débiles luces verdes. Delante se extendía la bahía, vasta y desierta; ya no el alegre lugar de juegos de los días soleados, sino algo desconocido y lleno de peligro. Pero en el momento en que el valor de Gamora empezaba a decaer, la concha pareció hablar de nuevo, susurrando su nombre, llamándola, alentándola a dejar atrás la triste iluminación de la ciudad y adentrarse en la negrura. Gamora cruzó el arco y sintió que sus pies ya no pisaban el duro empedrado, sino la dúctil y movediza arena. Los granos penetraron en sus zapatos; ella se los quitó con energía y echó a andar a través de la extensa playa.

La bruma la envolvía en suaves sudarios. Sabía Gamora que, en algún punto de las alturas, la Hechicera surcaba el cielo y la observaba, pero no podía ver el agrietado rostro de la vieja Luna, escondido en la densa blancura. Incluso el mar era sólo un distante y sordo susurro sin forma ni rumbo. Pese a todo, y a no tener más que unos pocos palmos de visibilidad, Gamora caminaba ligera y segura por la arena. Ahora que la concha había disipado sus temores, se sentía contenta. El desafío que representaba verse sola en plena noche le hacía sentir una viva emoción, estaba firmemente convencida de que por ese
algo
prometido por la concha valdría la pena correr cualquier riesgo o peligro.

El rumor del mar se hizo más intenso y cercano. Una caprichosa ráfaga de viento sopló desde el oeste, removió la niebla y durante unos instantes apartó sus velos, de modo que Gamora pudo distinguir brevemente las oscuras y tétricas olas, coronadas por amarillenta espuma, a menos de veinte metros de distancia. La marea era baja y poco le faltaría para crecer… Gamora ignoró el súbito escalofrío de inquietud que recorrió su cuerpo, y siguió adelante.

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