Espejismo (47 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

BOOK: Espejismo
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Akrivir fue de los últimos en llegar. Tenía un brazo inmóvil a causa de una herida en el hombro, en la que la sangre había formado una gruesa costra, y encima del nacimiento del cabello se le veía un tremendo corte que aún sangraba lentamente.

Hodek estaba en la cueva cuando su hijo emergió poco a poco del agua, y salió precipitadamente del corrillo de los ansiosos consejeros ya entrados en años. Al joven Akrivir, su padre le recordó a un huesudo pajarraco de los que se alimentan de carroña, y en su interior volvió a sentir el ya acostumbrado odio. Pero ahora había una diferencia…

—¿Dónde está ella? —gritó Hodek con voz estridente que delataba su incipiente frustración—. ¿Dónde? ¡Contéstame!

Akrivir miró a su padre con expresión pétrea.

—¿Dónde está quién?

En el rostro de Hodek flameó la inquietud. Nunca había visto adoptar aquella actitud a Akrivir, y eso le preocupó.
Pero no importaba… Cuando ella volviese, ya sabría cómo manejar a aquel cachorro
.

—¡Calthar! —replicó con sequedad—. ¿Por qué se retrasa tanto? ¿Y qué significa…?

Akrivir lo interrumpió de modo tan frío, que la ansiedad de Hodek se convirtió de pronto en franco miedo.

—Calthar está muerta.

—¿Qué…? —balbució Hodek, y sus pálidos ojos parecieron salirse de las órbitas en una mezcla de incredulidad y desvalido horror—. ¡No! —graznó el hombre—. ¡Mientes! ¡Eres un…!

—Calthar está muerta —repitió Akrivir, y el fantasma de una gélida sonrisa rompió la indiferencia de su rostro cuando percibió el alcance de la desolación del autor de sus días, y de lo que el fin de Calthar representaría, sobre todo para el viejo.

—Calthar, y sus Madres también. Ya no existen, padre.
¡No existen!

Empuñó la espada que Kyre le había dado. Fue un movimiento lento, y Hodek ni siquiera pareció darse cuenta. De repente, Akrivir tuvo la sensación de que el mar fluía por sus venas y arrastraba consigo una corrupción tan antigua y arraigada, que apenas había tenido conciencia de que existiera. Se sintió limpio y mucho más libre que nunca antes en su vida.

La boca de Hodek se movía en horribles espasmos, incapaz de pronunciar palabra. El sobresalto le había privado del habla, y a sus labios asomó la espuma, que luego resbaló por su barbilla.

El puño de Akrivir asió el arma con más fuerza.

—Todo ha acabado, padre —dijo de manera casi amable, ahora que el momento había llegado—. ¡Sois el último de esa maldita corrupción!

Y con un breve y preciso movimiento, hundió en el corazón de Hodek la hoja de su espada.

Después dio media vuelta. A sus espaldas sentía la atónita y aterrorizada mirada de los compañeros de su padre. Akrivir contempló unos instantes la ensangrentada hoja, pero luego la soltó y dejó que cayera al suelo.

Los guerreros que habían logrado regresar con él por el mar se hallaban reunidos en la boca del túnel. No era fácil leer en sus ojos, pero era evidente que no lo temían. Tampoco tenían motivo para ello. Uno había recibido una grave herida de sable en la pierna, y la pérdida de sangre era considerable. Un compañero le había aplicado un torniquete al muslo, pero aun así el hombre necesitaba urgentes cuidados. Akrivir se le acercó, llamó con un gesto a otro soldado, y entre los dos levantaron al herido sosteniéndolo por debajo de los brazos. Sin prestar la menor atención a los acobardados consejeros, el reducido grupo se internó por el túnel.

Desde donde estaban, podían distinguir las oscuras figuras que se movían por la bahía, el sereno retorno a la ciudad, después del cambio de la marea y con el mar cubriendo de nuevo la franja de guijarros. En las calles y plazas de Haven, así como en el castillo, cuyos tres torreones se alzaban imponentes sobre la población, empezaron a encenderse las luces, aquí y allá primero, pero luego en número cada vez mayor, como diminutos farolillos dispersados en la oscuridad. Y los pensamientos de Kyre retrocedieron, a través de los siglos, al Haven de antaño: no los tristes restos de una ciudad al borde del desastre, sino una urbe floreciente, de murallas y avenidas que se extendían placenteras y triunfantes alrededor de toda la bahía. Aquellos días no podían volver nunca más. El choque de los tiempos, producido por los amuletos, había derribado las barreras, pero sólo brevemente: la arena cubría ahora las calles sepultadas; los muertos habían vuelto a sus tumbas y no resucitarían de nuevo. Las puertas del tiempo se habían cerrado para el ayer, y así debía ser.

Pero con el cierre de las puertas, ya no había sitio en este mundo para Kyre y Talliann. Los dos habían vuelto a la ciudad que un día gobernaran y que tanto habían amado, para cumplir la promesa del antiguo legado que entonces dejaron. Ahora, sus nombres tenían que pasar de nuevo al recuerdo y a la historia. En el momento de matar DiMag a Calthar —y de destruir, con ella, el alma de Malhareq—, los amuletos habían dado todo cuanto quedaba de su poder y, cumplida su misión, se habían hecho añicos. Al abandonar el mundo aquellos amuletos, había partido con ellos algo de él y de su consorte, como Kyre bien sabía. Ambos se encontraban, pues, entre dos dimensiones, contemplando el mundo de DiMag y de Simorh a través de una especie de ventana que ya nunca podrían volver a atravesar.

Pero Haven ya no los necesitaba. Kyre había presenciado cómo los prisioneros procedentes del mar eran conducidos a la ciudad, y sabía que su suerte sería muy distinta a la de los camaradas que les habían precedido. Roto por fin el negro maleficio de Malhareq, imperaría por ambas partes una mentalidad más prudente y amplia, que permitiría tratos y encuentros y, sobre todo, una comprensión de las locuras del pasado. No existían ya ciegos y arrogantes necios como Vaoran o Hodek, y sí, en cambio, hombres con suficiente valor para admitir los propios errores y perdonar los ajenos, y conseguir una paz duradera. Quizá llegara el venturoso día en que la Hechicera volviese a ser amiga de Haven y los habitantes de las aguas ya no temieran al sol.

Las pequeñas manos de Talliann se posaron en sus brazos, y él se volvió hacia ella. Las columnas del antiguo templo arrojaban extrañas y fugaces sombras sobre el rostro de la joven, pero sus negros ojos tenían el brillo de la serenidad, y Kyre supo que ella había leído y comprendido sus pensamientos.

—Prosperarán, Kyre —murmuró con dulzura—. Éste es su mundo, y lo harán medrar de nuevo.

El rostro de Talliann se apartó para mirar a lo lejos, donde la oscura franja pedregosa y el reflejo de la luna sobre el lento movimiento del mar formaban un pacífico cuadro.

—Aquí ya no tenemos nada que hacer, Kyre.

Kyre le acarició la cara.

—¿Te entristeces?

—No —respondió Talliann con una sonrisa—. DiMag y Simorh son todo cuanto Haven necesita ahora, y yo no ambiciono ocupar su puesto. Sólo anhelo la paz contigo. ¡Hemos estado separados tanto tiempo…!

—Nunca más lo estaremos —susurró él.

—No —dijo ella, amorosa—. ¡Nunca más!

—Hay otros lugares, Talliann… No mundos como los que tú y yo conocimos sino lugares donde el tiempo no significa nada. Donde no existen el pasado ni el futuro.

Sus dedos se deslizaron vacilantes por la frente de su joven esposa. Luego, Kyre se inclinó para besarla tiernamente.

—Podríamos hallar la paz…

—Paz después de tanta lucha… Y tras tantos siglos de soledad… Sí; me gustaría —añadió por fin, volviendo a mirar al mar.

Kyre esbozó una sonrisa tranquila.

—Haven ya no nos necesita; es cierto. Podemos ser libres, Talliann.

—Libres…

Los brazos de la joven se introdujeron entre los del hombre. La piel de Talliann estaba helada a causa del cortante viento nocturno. No tenían nada más que decir, ni despedidas para la ciudad, el mar o el viejo templo. Sólo miraron una vez en dirección a Haven, pero sin hablar. Luego se volvieron, dos figuras tan tenues y difuminadas como fantasmas, o tal vez como sueños, contra el fondo de las impresionantes ruinas, e iniciaron el lento camino hacia el centelleante e infinito océano.

Una mota de luz danzó unos instantes sobre la superficie del mar, y después se apagó. Y sólo la eterna rompiente, en continuo movimiento, siguió alterando la quietud de la noche.

Epílogo: Haven

El alba había penetrado suavemente a través de los velos de pálida y resplandeciente bruma que ascendía del mar para suavizar los duros ángulos y derramar una lechosa luminiscencia sobre la ciudad. Cuando la mañana se asentó lentamente, la bruma empezó a desvanecerse, y Haven pudo gozar del mórbido y casi melancólico calorcillo de un perfecto día de otoño.

En las plazas en las que había mercado, unos cuantos vendedores montaron sus puestos pese a saber que, aquel día, habría más conversación que negocio. Por las calles correteaban los niños, chillando mientras se divertían con juegos que los mayores eran incapaces de comprender. De vez en cuando, una voz de mujer sonaba desde una ventana, advirtiéndoles que callaran para no despertar a los exhaustos hombres que trataban de descansar después de la batalla. Otras personas, en grupos de dos o tres, permanecían de pie sobre los montones de escombros de lo que había sido la muralla de la ciudad, vigilando desde allí el oleaje de la pleamar y pensando cada cual en lo suyo.

En el cuartel del castillo reinaba la quietud. Casi todos los hombres dormían, aunque uno o dos sargentos desvelados preferían beber sus jarras de cerveza y no pensar en el número de literas vacías que había en los dormitorios. Y en los elevados aposentos del castillo, de descoloridos tapices, las lámparas habían sido apagadas cuando el sol asomó por los grandes ventanales. Los sirvientes preparaban el Salón del Trono para la asamblea que el príncipe DiMag había convocado para aquella misma tarde.

DiMag no había dormido. Sólo se había concedido el lujo de un baño y de un cambio de su indumentaria de guerra por un cómodo y ancho conjunto de camisa y calzones de lana, alivio que contrastaba notablemente con el sordo dolor que tenía en todos sus huesos, el envaramiento del brazo con que había sostenido la espada y las punzadas que, de manera continua, sufría en su pierna lisiada. Se había preguntado, en algún momento, si ahora, muerta Calthar, aquella molesta herida empezaría a cerrarse. Su arraigado escepticismo le hacía dudar de ello, pero ya no estaba seguro de que le importara. Inválido o sano, para sus soldados y para todo el pueblo se había convertido en un héroe. La voz había corrido como un reguero de pólvora, y todo el mundo estaba ya enterado de cómo había acabado con Calthar. Por mucho que el apoyo de la ciudad de Haven desconcertara a DiMag, ni podía oponerse a él ni rehuirlo. Y, si bien era reacio a admitirlo, le satisfacía la aprobación de su pueblo, porque le proporcionaba la ocasión que tanto necesitaba de arreglar muchas cosas que en los últimos nueve años habían ido mal. Ya no se hablaría más de destronarle. Y aunque, por derecho, el manto de la heroicidad tendría que haber recaído sobre los hombros de Kyre, DiMag estaba seguro de que el Lobo del Sol lo hubiera entendido y se hubiese alegrado por él.

Antes de completar sus preparativos para asistir a la asamblea en el Salón del Trono, el príncipe realizó una visita que para él tenía la máxima importancia. Fue a la alcoba de Gamora y contempló su tranquilo rostro mientras dormía con el pulgar en la boca. Simorh, situada junto a él, le tomó por el brazo en un gesto que no era casual ni mucho menos ceremonioso. La expresión de la mujer era pensativa y un poco melancólica. Y aunque su cara reflejaba todavía la angustia pasada, DiMag se dijo que empezaba a dulcificarse, revelando ya algo de la belleza que había poseído antes de los amargos tiempos que tanto habían oscurecido las vidas de ambos.

No tendría por qué haber más amargura… DiMag estrechó cariñosamente el brazo de su esposa, y ella le miró enseguida, mientras algo parecido a una fugaz sonrisa iluminaba sus facciones.

—Dejémosla dormir —dijo—. Sé que correrá a nuestro encuentro tan pronto como despierte.

Simorh estuvo apunto de echarse a reír, pero se dominó por sospechar que eso podía desembocar con demasiada facilidad en el llanto.

—Si Gamora acude al Salón del Trono, la aplaudirán todavía más que a su padre —señaló tranquila y risueña—. Y lo merece. Hasta ahora, bien pocas alegrías ha tenido en su vida. Lo que siento —añadió cuando ya se encaminaba hacia la puerta—, es que añorará a Kyre. Me hubiese gustado verle por última vez con Talliann, antes de su partida. ¡Es tanto lo que les debemos!

—Creo que ya lo saben.

Era mucho lo que los dos tendrían que contarse, respecto de Kyre y Talliann, pero aún no había llegado el momento: lo sucedido era demasiado reciente, y primero estaban ahora sus deseos particulares. Sin embargo, no era demasiado pronto para poner en práctica algunas de las lecciones aprendidas. Doce años antes, el último deseo del príncipe MeGran había sido el de que su hijo gobernara Haven de manera justa, firme y sabia: un deber que, según creía el propio DiMag, había descuidado penosamente. Eso cambiaría ahora, junto con otras muchas cosas. Abandonados sus temores y recelos, se abría camino a la esperanza.

Fuera, en el pasillo, aguardaba un criado ya mayor. Hizo una reverencia a los soberanos, y en su rostro había una expresión que el príncipe no acertó a interpretar.

—Mi señor…, señora… Perdonad mi intrusión, pero ha llegado al castillo un emisario que solicita que su presencia os sea comunicada.

DiMag frunció el entrecejo y preguntó con sorpresa:

—¿Un emisario? ¿De dónde?

—Dice llamarse Akrivir, señor, y a falta de otro título se presenta como Protector de la Ciudadela. Se trata, según él, de una medida provisional mientras no se restablezca un orden verdadero. Tuvo buen cuidado de subrayar la palabra
verdadero,
señor, como si tuviese una importancia especial —concluyó el hombre.

Akrivir… El nombre le resultaba familiar y, por fin, DiMag pudo recordar un rostro en medio de la confusión de la batalla… Un guerrero herido a quien Kyre había entregado una espada. Y recordó, también, que Kyre le había hablado de ese Akrivir…

—Sí —dijo pensativo—. Quizá sea… Oye, ¿viene solo?

—Totalmente solo, señor, y sin armas.

DiMag miró a Simorh con expresión interrogante.

—Podría ser un comienzo… —indicó ella, sin poder disimular el interés que vibraba en su voz.

Y los dos intercambiaron una mirada de entendimiento. DiMag se volvió hacia el criado.

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