Hago un gesto negativo con la cabeza y suelto un suspiro al darme cuenta de que todavía no se lo he dicho y de que se va a enfadar.
—En cuanto a eso… —Camino a su lado mientras nos dirigimos al aparcamiento. Me meto el cabello detrás de las orejas y añado—: Hay un pequeño cambio de planes. Papá y mamá van a salir, y se supone que debo hacer de canguro de Riley…
—¿Y eso te parece un «pequeño» cambio de planes? —Rachel para en seco justo antes de llegar al aparcamiento y recorre con la mirada las filas de coches, decidida a ver quién va con quién.
—Bueno, supuse que quizá querrías pasarte por casa cuando se acostara y… —Pero me quedo callada. No me molesto en terminar la frase, porque está claro que no me escucha. En el instante en que he mencionado a mi hermana pequeña… la he perdido. Rachel pertenece a ese extraño grupo de chicas que jamás fantasean con tener hermanos o hermanas. Le gusta ser el centro de atención.
—Olvídalo —me dice—. Los pequeñines tienen los dedos pegajosos y las orejas grandes; no se puede confiar en ellos. ¿Qué te parece mañana?
Sacudo la cabeza una vez más.
—No puedo. Es el día familiar. Nos vamos al lago.
—¿Ves? —Rachel asiente con la cabeza—. Ese es justo el tipo de cosas a las que no tienes que enfrentarte cuando tus padres están separados. En nuestra casa, el día familiar es cuando nos reunimos en el juzgado para discutir sobre la cuantía del cheque de la custodia.
—No sabes la suerte que tienes —le digo, aunque me arrepiento de haber hecho ese comentario en cuanto las palabras escapan de mis labios. Porque no solo es mentira, sino que me provoca tal sensación de tristeza y de culpabilidad que me gustaría poder retirarlo.
Aunque da igual, porque Rachel no me escucha. Está demasiado ocupada intentando llamar la atención de la asombrosa Shayla Sparks, la estudiante de último año más guay que haya pisado jamás los pasillos de este instituto. Mi amiga la saluda frenéticamente con la mano, y poco le falta para ponerse a dar saltos y a gritar como una histérica en su intento por recibir el saludo de Shayla, que está ocupada invitando a sus colegas a subir a su Volkswagen Escarabajo azul celeste. Rachel baja la mano y finge rascarse la oreja, como si no le molestara en absoluto que Shayla no se haya dignado responder su saludo.
—Confía en mí, ese coche no es tan guay —le digo al tiempo que consulto el reloj y observo el aparcamiento. Me pregunto dónde narices se ha metido Brandon, porque a estas alturas ya debería estar aquí—. El Miata se conduce mejor.
—¿Cómo dices? —Rachel me mira de reojo y frunce el ceño con una expresión de absoluta incredulidad—. ¿Y cuándo has llevado tú uno de esos coches?
Doy un respingo y escucho el eco de esas palabras en mi cabeza. No tengo ni idea de que por qué he dicho, eso.
—Hum… No lo he hecho. —Me encojo de hombros—. Supongo… supongo que debo de haberlo leído en algún sitio.
Rachel entrecierra los ojos para recorrer mi atuendo con la mirada, desde mi suéter negro de cuello de pico hasta mis vaqueros, cuyos bajos arrastran por el suelo.
—¿Y de dónde has sacado esto? —Me agarra de la muñeca.
—Por favor… Lo has visto un millón de veces. Me lo regalaron las Navidades pasadas —le digo mientras intento soltarme.
Veo que Brandon se acerca y no puedo evitar fijarme en lo mono que está cuando el cabello le cae sobre los ojos.
—¡El reloj no, estúpida! ¡Esto! —Le da unos golpecitos a la pulsera que hay junto al reloj, la que tiene herraduras plateadas con cristalitos rosas incrustados… Una pulsera que no me suena de nada, aunque noto una sensación rara en el estómago cuando la miro.
—Yo… no lo sé —murmuro. Me siento violenta cuando ella me mira boquiabierta, como si me estuviera volviendo loca—. Bueno, supongo que debe de habérmela enviado mi tía, esa de la que te hablé, la que vive en Laguna Beach…
—¿Quién vive en Laguna Beach? —pregunta Brandon, que me rodea con el brazo mientras Rachel nos mira.
Mi amiga pone los ojos en blanco cuando él se inclina para besarme. No obstante, el contacto de sus labios me resulta extraño y desconcertante, así que me aparto a toda prisa.
—Mi coche está aquí —dice Rachel antes de echar a correr hacia el todoterreno de su madre. Aunque se vuelve un instante para añadir por encima del hombro—: Avísame si hay algún cambio… en los planes de esta noche, ya sabes.
Brandon me mira y me estrecha aún más fuerte, aplastándome contra su pecho. Y eso solo consigue que note de nuevo esa sensación rara en el estómago.
—¿Si cambia qué? —pregunta, ajeno a la forma en que me retuerzo para escapar de sus brazos y a mi súbito desinterés… Lo que es un alivio, ya que no tengo ni la menor idea de cómo explicarlo.
—Ah, quiere ir a la fiesta de Jaden, pero yo tengo que quedarme a cuidar de mi hermana —le digo al tiempo que entro en su Jeep y arrojo la mochila al suelo, junto a mis pies.
—¿Quieres que me pase por tu casa? —Sonríe—. Ya sabes, por si acaso necesitas ayuda.
—¡No! —exclamo con demasiada energía, demasiado rápido. Y sé que debo rectificar en cuanto veo la expresión de su cara—. Quiero decir que Riley se queda despierta hasta tarde, así que lo más probable es que no sea una buena idea.
Clava los ojos en mí y me recorre de arriba abajo con la mirada, como si él también lo sintiera, como si también percibiera esa sensación de «algo va mal» que flota entre nosotros. Y eso hace que todo resulte aún más extraño.
Al final se encoge de hombros y vuelve a concentrarse en la carretera. Decide hacer el resto del trayecto en silencio. O al menos, él y yo guardamos silencio. El equipo estéreo está a todo volumen. Y, aunque eso suele ponerme de los nervios, hoy me alegra. Prefiero concentrarme en esa música insoportable que en el hecho de que no quiero besarlo.
Lo miro, lo miro de verdad, como no lo había mirado desde que nos acostumbramos a ser pareja. Me fijo en el balanceo del flequillo que enmarca esos ojos verdes tan grandes, unos ojos que se inclinan levemente hacia abajo en las comisuras y que lo hacen irresistible… Excepto hoy. Hoy resulta fácil resistirse. Y, cuando recuerdo que ayer mismo rellené mi cuaderno con su nombre… bueno, la verdad es que no me lo explico.
Se da la vuelta, me pilla mirándolo y sonríe antes de darme la mano. Entrelaza sus dedos con los míos y me da un apretón que me provoca náuseas. Pero me obligo a devolvérselos, tanto la sonrisa como el apretón, porque sé que es lo que se espera que haría una buena novia. Luego miro por la ventanilla e intento reprimir las gañas de vomitar contemplando el paisaje, las calles empapadas por la lluvia, las casas y los pinos. Me alegra descubrir que pronto llegaremos a mi casa.
—Entonces, ¿qué hacemos esta noche? —Aparca junto a la entrada y apaga el motor antes de inclinarse hacia mí para mirarme de esa manera suya.
Sin embargo, yo aprieto los labios y estiro el brazo para coger mi mochila. La aprieto contra mi pecho como si fuera un escudo, una sólida defensa erigida para mantenerlo alejado.
—Te enviaré un mensaje al móvil —murmuro.
Echo un vistazo por la ventanilla para evitar su mirada y descubro que mi vecino y su hija están jugando en el césped. Busco la manilla de la puerta con la mano, ansiosa por alejarme de él y encerrarme en mi habitación.
Y, justo cuando abro la puerta y saco una pierna fuera, dice:
—¿No te olvidas de algo?
Bajo la mirada hasta mi mochila, que es lo único que he traído, pero cuando lo miro a los ojos de nuevo, me doy cuenta de que no se refiere a eso. Y, dado que es la única forma de acabar con esto sin despertar más sospechas, me inclino hacia él, cierro los ojos y presiono mis labios contra los suyos. Me resultan suaves y blandos, pero nada del otro mundo. Nada de las chispas habituales.
—Yo… hum… te veré más tarde —susurro.
Salto del Jeep y me limpio la boca con la manga antes de llegar a la puerta principal. Entro y corro hacia la sala de estar, donde me encuentro el paso bloqueado por una batería de tambores de plástico, una guitarra sin cuerdas y un pequeño micrófono negro que acabará rompiéndose si Riley y su amiguita no dejan de pelearse por él.
—Ya habíamos llegado a un acuerdo —dice Riley, que tira del micro hacia ella—. Yo canto las canciones de los chicos y tú las de las chicas. ¿Cuál es el problema?
—El problema —gimotea la otra niña, que tira incluso más fuerte— es que casi no hay canciones de chicas. Y tú lo sabes.
Riley se limita a encogerse de hombros.
—Eso no es culpa mía. Échale las culpas a Rock Band, no a mí.
—De verdad, eres una… —La niña se queda callada cuando me ve en el vano de la puerta sacudiendo la cabeza.
—Tenéis que establecer turnos, chicas —les digo al tiempo que miro a Riley con expresión seria. Me alegra lidiar con un problema que puedo solucionar, aunque no me lo hayan pedido—. Emily, tú cantarás la próxima canción, y tú la que va después, Riley, y así sucesivamente. ¿Creéis que podréis hacerlo?
Riley pone los ojos en blanco cuando Emily le arranca el micro de la mano.
—¿Está mamá por aquí? —pregunto. Paso por alto el ceño fruncido de mi hermana, porque a estas alturas ya estoy acostumbrada.
—Está en su habitación preparándose —me dice. No me quita la vista de encima mientras me alejo y luego le susurra a su amiga al oído—: Está bien. Yo cantaré «Dead on Arrival» y tú puedes quedarte con «Creep».
Paso por mi habitación y dejo la mochila en el suelo antes de dirigirme hacia la habitación de mi madre. Me apoyo contra la arcada que separa el dormitorio del baño y contemplo cómo se aplica el maquillaje. Recuerdo lo mucho que me gustaba hacer eso cuando era pequeña y pensaba que mi madre era la mujer más elegante del planeta. Sin embargo, cuando la miro ahora, cuando la miro de manera objetiva, me doy cuenta de que es realmente bastante elegante, al menos a su modo.
—¿Qué tal el instituto? —pregunta al tiempo que gira la cabeza de lado a lado para comprobar si se ha aplicado bien la base de maquillaje y no le han quedado manchas.
—Bien. —Hago un gesto despreocupado con los hombros—. Tuvimos un examen de ciencias, y es probable que suspenda —le digo, aunque lo cierto es que no creo que me haya salido tan mal. Lo que pasa es que, como no sé expresar lo que quiero decir en realidad (que todo me resulta extraño, ambiguo, como si no encajara, como si faltara algo), me gustaría obtener alguna reacción por su parte.
Sin embargo, mi madre se limita a suspirar antes de empezar con los ojos y se pasa la pequeña brocha de maquillaje sobre los párpados mientras dice:
—Tengo la certeza de que no vas a suspender. —Me mira a través del espejo—. Seguro que lo has hecho bien.
Paso la mano por una mancha de la pared y pienso que debería marcharme, irme a mi habitación y relajarme un rato: escuchar algo de música, leer un buen libro…, cualquier cosa que me despeje un poco la cabeza.
—Siento que esto haya surgido a última hora —me dice mientras sumerge el aplicador de la máscara de pestañas dentro de su tubo—. Seguro que tenías planes.
Me encojo de hombros y giro la muñeca de un lado a otro para contemplar los destellos de los cristales de mi pulsera, que brillan bajo la luz fluorescente. Me esfuerzo por recordar de dónde ha salido.
—No pasa nada —le contesto—. Habrá muchas otras noches de viernes.
Mi madre entorna los ojos y se detiene en seco con la máscara de pestañas en la mano para preguntar:
—¿Ever? ¿De verdad eres tú? —Se echa a reír—. ¿Ocurre algo que deba saber? Porque la verdad es que ese comentario no es propio de mi hija.
Tomo una bocanada de aire y elevo los hombros, deseando poder decirle que está claro que me pasa algo, algo que no logro identificar… Algo que hace que me sienta… como si no fuera yo.
Pero no lo hago. Apenas puedo explicármelo a mí misma, así que mucho menos a ella. Lo único que sé es que ayer me sentía bien, y hoy… hoy me siento cualquier cosa menos bien. Me siento extraña, como si ya no encajara, como si fuera una chica redonda en un mundo cuadrado.
—Sabes que no me parece mal que invites a tus amigos a venir a casa —me dice antes de concentrarse en los labios: los cubre con una capa de carmín antes de realzarlos con un toque de brillo—. Siempre que te atengas a un mínimo (no más de tres) y que prestes atención a tu hermana.
—Gracias. —Hago un gesto afirmativo con la cabeza y me obligo a sonreír para que crea que estoy bien—. Pero me apetece más pasar la noche sola.
Me dirijo a mi habitación y me tumbo en la cama, contenta solo de poder clavar la vista en el techo. Luego me doy cuenta de lo patético que resulta eso y estiro el brazo para coger el libro que hay en mi mesilla. Me sumerjo en la historia de un chico y una chica tan enamorados, tan hechos el uno para el otro que su amor va más allá del espacio y del tiempo. Desearía poder introducirme en esas páginas y vivir allí para siempre, ya que prefiero esa historia a la mía.
—Hola, Ev. —Mi padre asoma la cabeza por la puerta—. He venido a saludarte y a despedirme. Ya llegamos tarde, así que debemos salir cuanto antes.
Dejo el libro a un lado y corro hacia él. Lo abrazo tan fuerte que se echa a reír y sacude la cabeza.
—Me alegra saber que todavía no has crecido tanto como para no querer abrazar a tu viejo padre. —Sonríe cuando me aparto, horrorizada al descubrir que tengo los ojos llenos de lágrimas. Empiezo a contemplar los libros de la estantería hasta que tengo la certeza de que el peligro ha pasado—. Asegúrate de que tu hermana y tú tenéis guardadas todas las cosas y estáis listas para el viaje de mañana. Quiero estar en la carretera bien temprano.
Asiento con la cabeza, inquieta por el extraño vacío que siento en las entrañas cuando se marcha. Me pregunto, y no por primera vez, qué narices me pasa.
—O
lvídalo, Ever. ¡Tú no tienes derecho a mandarme nada! —grita Riley, que se cruza de brazos, frunce el ceño y se niega a moverse.
¿Quién se habría imaginado que una niña de doce años y cuarenta kilos de peso tuviera tanto carácter? De cualquier forma, no pienso rendirme. Porque en el instante en que mis padres se marcharon y Riley terminó de ducharse y de cenar, envié un mensaje de texto a Brandon para decirle que viniera alrededor de las diez. Y ya es casi la hora, de modo que es imperativo que mi hermana se vaya a la cama.
Sacudo la cabeza y suelto un suspiro; desearía que Riley no fuera tan testaruda, pero estoy más que preparada para la batalla.