Esperando noticias (11 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Esperando noticias
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—Mi pequeño príncipe —lo arrulló la doctora.

—Todos somos reyes y reinas, doctora H. —dijo Reggie.

—¿Está Neil en casa?

—¿El señor Hunter? No.

—Hoy se queda él de canguro, espero que no lo haya olvidado. Voy a Jenners con Sheila, es su velada navideña. Ya sabes: copa de vino gratis, pastel de carne, gente que canta villancicos y esa clase de cosas. ¿Por qué no te vienes, Reggie? Ah, me había olvidado…, hoy es miércoles, ¿no? Tienes que ir a casa de tu amiga.

—En realidad la señorita MacDonald no es amiga mía —respondió—. Dios me libre.

La doctora Hunter siempre despedía a Reggie en el umbral, con el bebé en brazos, y la observaba recorrer el sendero. Trataba de enseñarle al pequeño a decir adiós con la mano y le movía el brazo de un lado a otro como si fuera un muñeco de ventrílocuo, mientras no paraba de decir, dirigiéndose más a él que a Reggie:

—Adiós, Reggie, adiós.

Sadie
, sentada junto a la doctora Hunter, se despedía a su modo, golpeando con la cola el suelo de baldosas del porche.

Cuando su madre murió, Reggie se esforzó por recordar los últimos momentos que habían compartido. Entre las dos, sin ayuda del taxista, habían levantado la enorme y fea maleta para meterla en el taxi, una maleta llena de ajustadas camisetas de tirantes, finos pantalones de algodón y un traje de baño vergonzosamente revelador, de licra y de un naranja espantoso; el último atuendo que vestiría, a menos que se contara la mortaja con que la enterraron (porque no había nada en su guardarropa que pareciera apropiado para la eternidad).

No conseguía recordar la expresión del rostro de su madre cuando se fue de vacaciones, aunque suponía que habría sido esperanzada. Tampoco se acordaba de las últimas palabras que le dijo, pero sin duda no habrían incluido «adiós». Su despedida habitual era «Hasta pronto».
Je reviens
. Reggie lo veía como la primera parte de algo que nunca se había completado. Había pensado que la segunda parte concluiría con todo sucediendo igual pero al revés,
vale atque ave
, mamá en el aeropuerto, mamá en el avión, mamá aterrizando en Edimburgo, cogiendo un taxi, llegando a la puerta de casa, bajándose del taxi, morena y probablemente más gordita, y diciendo «Hola». Pero eso nunca había sucedido; «hasta pronto» fue una promesa que no se cumplió. Sus últimas palabras, y fueron mentira.

Recordaba haberle dicho adiós con la mano cuando el taxi se alejaba del bordillo, pero ¿se había vuelto su madre para saludarla a su vez o seguía trajinando con la maleta? El recuerdo era borroso, inventado a medias para llenar los agujeros. La verdad era que cada vez que una persona le decía adiós a otra, ambas deberían prestar atención, no fuera a ser la última vez. Las primeras cosas siempre eran agradables, las últimas, no tanto.

Vio a la doctora Hunter enmarcada en el porche, como un retrato, con el bebé tratando de tironearle del pelo y la perra alzando hacia ella una mirada devota. Llevaba el traje de chaqueta negro y una camiseta blanca, los zapatos de salón negros de siempre, medias finas y un collar de perlas que hacía conjunto con los pendientes. Reggie vio también al bebé, con su pelele de marinero, el pulgar metido en la boca y aferrando la mantita verde con la misma mano con que trataba de agarrarse al pelo de la doctora.

Y entonces la doctora Hunter se volvió y entró en la casa.

Estaba de pie en la parada del autobús, leyendo
Grandes esperanzas
, cuando sintió una mano en la nuca, y antes de que pudiese gritar siquiera algo se le clavó con fuerza en la parte baja de la espalda y una voz le susurró al oído en tono amenazador:

—No hagas el más mínimo ruido, tengo una pistola.

—Sí, vale —musitó Reggie. Tanteó detrás de sí antes de asir por fin «el arma» y preguntar con sarcasmo—: ¿Un tubo de pastillas de menta Trebor? Oh, qué miedo me das.

—Son extrafuertes —le advirtió Billy con una sonrisita cómplice.

—Ja, ja, qué gracia. Joder.

En casa de la doctora Hunter nunca soltaba tacos. Tanto ella como la doctora (que decía que antes «soltaba tacos como un soldado», algo que a Reggie le costaba creer) utilizaban sustitutos inofensivos, tonterías improvisadas —ostras, carámbanos, pamplinas, recórcholis—, pero la aparición de Billy merecía algo más que «por todos los santos». Exhaló un suspiro. De haber tenido mamá la posibilidad de decirle unas últimas palabras, estaba segura de que habrían sido «Cuida de tu hermano». Se acordaba de cuando eran pequeños y Billy aún era su héroe y defensor, alguien a quien admiraba y en quien confiaba, alguien que la protegía. No era capaz de traicionar ese recuerdo aunque el propio Billy lo traicionara todos los días.

Billy tenía diecinueve años, tres más que ella, así que, aunque no se acordase de su padre, al menos tenía fotografías suyas con él para demostrar que ambos habían existido sobre la faz de la tierra al mismo tiempo. En la mayoría de esas fotos, Billy sostenía algo de su arsenal de juguetes: espadas de plástico, armas espaciales, arcos y flechas. Unos años después fueron pistolas de aire comprimido y navajas de bolsillo. Solo Dios sabía con qué andaría ahora, probablemente con lanzamisiles.

Reggie suponía que Billy había heredado de su padre el amor por las armas. Mamá tenía algunas fotografías descoloridas de su marido soldado con sus camaradas en el desierto, todos sosteniendo grandes rifles. Cuando fue de permiso, se llevó un «recuerdo» a casa, una pistola rusa, grande y fea, que su madre había guardado en una caja en el estante de arriba de su armario, con la absurda idea de que allí Billy no la descubriría. No se le ocurrió cómo librarse de ella. «No puedo dejarla en la basura, algún chaval podría encontrarla.» Tampoco podía entregársela a la policía, pues por mucho que respetara la ley mamá les tenía una especie de aversión; no solo porque siempre andaran llamando a la puerta por algo relacionado con Billy sino también porque era de Blairgowrie, una chica de campo y, al parecer, su padre había sido cazador furtivo.

No fue ninguna coincidencia que Billy y la pistola salieran de casa el mismo día.

—Makarov —exclamó con orgullo, blandiéndola y dándole a Reggie un susto de muerte—. No se lo digas a mamá.

—Dios santo, Billy, no vivimos en el Salvaje Oeste —respondió ella.

—Ya lo creo que sí.

La verdad es que se preguntaba por qué no se alistaría él también en el ejército. Le darían algo de dinero y tendría todas las armas que quisiera.

Que Billy anduviese tan cerca de la casa de la doctora Hunter hacía que se sintiera incómoda. Había aparecido un par de veces por casa de la señorita MacDonald, en Musselburgh, ofreciéndose a llevarla a casa. (Siempre tenía un coche. Siempre uno distinto.) La señorita MacDonald lo invitaba a pasar, pero solo porque quería inculcarle la religión o que le arreglara un desagüe atascado. Desde luego, Billy no era la persona adecuada para pedirle que hiciera bricolaje, aunque muchos de sus utensilios (palabra nueva) lo habrían atraído —martillos, navajas Stanley, taladros—, pero para nada bueno. Era extraño, porque en otra vida, de haber seguido otro camino, habría tenido talento para esa clase de cosas. Era realmente hábil con las manos; de niño, antes de que todo se torciera, se pasaba una eternidad pegando cuidadosamente piececitas de Airfix, y su profesora de trabajos manuales decía que, si quería, tenía futuro como carpintero. Eso fue antes de que taladrara todos los bancos de trabajo y serrara en dos el escritorio de la maestra.

Cualquiera capaz de reformar al Billy de esa época sería un verdadero hacedor de milagros. Para Reggie había resultado violento verlo pavonearse por la recargada casa de la señorita MacDonald, pasando los dedos por encima de los libros cubiertos de polvo, como si él supiera algo de limpieza. No le había gustado la expresión maliciosa del rostro de su hermano; la conocía demasiado bien. De pequeño significaba travesuras, ahora que era mayor, significaba problemas.

Temía que Billy se presentase un día ante la casa de la doctora Hunter y le ofreciera llevarla a casa, y que ella tuviera que presentárselo a la doctora. Imaginaba muy bien cómo se iluminarían sus facciones de hurón al ver todas las cosas bonitas que había en el hogar de los Hunter. O, peor aún, cómo reaccionaría en presencia de la propia doctora Hunter. Reggie pensaba que tendría que renegar de él («No es mi hermano. No sé quién es»). «Es nuestra propia sangre», oía decir a su madre. Sangre envenenada.

—¿Qué haces aquí, Billy?

—Esto y aquello —contestó él encogiéndose de hombros. (Así era Billy, esto y aquello, algo y nada.)—. Este es un país libre, ¿no? La última vez que lo comprobé no hacía falta pasaporte para el sudoeste de Edimburgo.

—No confío en ti, Billy.

—Como quieras.


Quidquid
. Ja.

—¿Qué?

Al llegar el autobús, Billy montó todo un número ayudándola a subir como si fuera un lacayo que ayudara a una princesa a subir a un carruaje, para luego quitarse un imaginario sombrero.

—Nos vemos, hermanita, no quisiera estar en tu pellejo —soltó, y se alejó tranquilamente calle arriba.

«¡Guau! ¡Guau!, ladran los perros. Los mendigos están llegando a la ciudad.»

Ante el puente del horror llegarás al fin

Jackson se encontró por fin embutido en un tren de última hora que traqueteaba exhausto, en lo que parecía un vagón de ganado para el que hubiesen vendido más billetes de la cuenta. En el bar no servían bebidas calientes y la calefacción se había estropeado, con lo que algunas personas parecían a punto de morir de hipotermia. Bolsas y maletas bloqueaban los pasillos y cualquiera que quisiera moverse por el vagón tendría que llevar a cabo una carrera de obstáculos en cámara lenta. Eso no impedía que varios niños pequeños, asilvestrados por el azúcar y el aburrimiento, anduviesen recorriendo el pasillo de arriba abajo, chillando a pleno pulmón. Parecía un tren que regresara de una guerra, de una que se hubiese perdido, no ganado. De hecho, había un par de soldados rasos hechos polvo, con uniformes de camuflaje, sentados sobre sus petates entre dos vagones. Así había sido él una vez, en una vida anterior.

Cuando dejó el ejército, juró no hacer lo que habían hecho tantos antes que él y convertirse en guardia de seguridad. A la mitad de los soldados que habían servido a su mando podía encontrárselos en el extremo más gruñón de la cadena, temblando en sus abrigos negros ante las puertas de pubs y clubes. De manera que él había entrado en la comisaría de Cambridgeshire; le pareció un movimiento natural, puesto que había sido suboficial de primera en la policía militar. Cuando dejó la policía juró asimismo no hacer lo que habían hecho tantos antes que él y meterse a guardia de seguridad: los seguratas de Marks & Spencer, los guardias del supermercado Tesco; la mitad eran tipos que habían estado en las fuerzas policiales. Él dejó la policía con el rango de inspector, lo que le pareció una buena base para establecerse como agencia de investigación de un solo detective. Y cuando dejó eso ya no le hizo falta jurar nada, gracias a una anciana cliente que le dejó una herencia en su testamento.

Ahora, irónicamente, si la gente le preguntaba a qué se dedicaba, contestaba «seguridad» con un enigmático tono de no-preguntes-más que había aprendido en el ejército y perfeccionado en la policía. En su dilatada experiencia, «seguridad» cubría multitud de pecados, pero en realidad era bastante simple; llevaba una tarjeta en la cartera que ponía «Jackson Brodie, asesor de seguridad» («asesor», esa era una palabra que cubría una multitud incluso mayor de pecados). No le hacía falta el dinero, le hacía falta sentir respeto por sí mismo. Un hombre no podía estar ocioso. Trabajar para Bernie podía no ser una causa justa (en el fondo de su corazón, Jackson era un cruzado, no un peregrino), pero era mejor que estar en casa todo el día tocándose las narices.

Y estar en seguridad era mejor que decir «Vivo del dinero de una anciana», porque, por descontado, él no había merecido en absoluto el dinero que su cliente le había dejado en el testamento, y le pesaba como si llevara un saco a la espalda. Y ahora, por lo visto, poseía un árbol del dinero, pues había invertido la mayor parte de los dos millones de libras y su rendimiento crecía más y más. (Era cierto lo que decían, que el dinero llama al dinero.)

Y lo que era aún más difícil, se las había apañado más o menos para mantenerse en el lado ético del camino. Pensaba que ya había bastante miseria en el mundo sin que él contribuyera a que hubiese más, aunque había invertido tanto en energías alternativas, que cuando se acabara el petróleo iba a beneficiarse del fin del mundo tal como lo conocemos. «Como Midas —decía Julia—. Todo lo que tocas se convierte en oro.»

En su vida anterior, cuando la mala suerte le pisaba los talones como un sabueso fiel y todo lo que tocaba se convertía en mierda, a duras penas podía pagar la hipoteca cada mes y su única inversión ocasional era un billete de lotería. Y con toda seguridad, de haber metido dinero en acciones o bonos (improbable hasta lo irrisorio), el mercado global se habría derrumbado al día siguiente. Ahora no podía regalar toda aquella pasta. Bueno, no, eso no era estrictamente cierto, pero aún no estaba del todo dispuesto a volverse zen y despojarse de sus bienes mundanos. («Entonces deja ya de quejarte», decía su ex esposa.)

Jackson se las había apañado para conseguir un incómodo asiento ante una mesa de cuatro, cerca del final del vagón. A su lado, junto a la ventanilla, había un hombre con un traje raído y la vista fija en su portátil. Jackson había supuesto que la pantalla estaría llena de tablas y estadísticas, pero lo que había en ella era hilera tras hilera de palabras. Apartó la vista; los números eran algo impersonal, pero las palabras de otro tenían cierta intimidad. El hombre se había aflojado la corbata y apestaba un poco a cerveza y sudor, como si llevara demasiado tiempo lejos de casa. Al otro lado de la mesa iban sentadas dos mujeres: una era vieja, y sostenía una novela de Catherine Cookson, y la otra, que hojeaba con indiferencia una revista del corazón, era una rubia cuarentona, pechugona como un pavo con demasiado relleno. Llevaba lápiz de labios rojo sirena y un top a juego que le iba media talla pequeño y que ardía como un fuego de señales ante los ojos de Jackson. Lo sorprendió que no tuviera «Estoy disponible» tatuado en la frente. La vieja estaba morada de frío pese a llevar gorro, guantes y bufanda y un pesado abrigo de invierno. Jackson se alegró de llevar la chaqueta North Face que había adquirido como parte del disfraz; entonces se sintió culpable y se la ofreció a la anciana. Ella sonrió y negó con la cabeza, como si tiempo atrás alguien la hubiera advertido de que no hablara con extraños en los trenes.

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