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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (12 page)

BOOK: Esperando noticias
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El del traje que iba a su lado tosió, produciendo un ruido poco saludable y lleno de flema, y Jackson se preguntó si debería ofrecerle también a él la chaqueta. Extraños en un tren. Si había una emergencia, ¿se ayudarían unos a otros? (Nunca sobreestimes a la gente.) ¿O sería sálvese quien pueda? Esa era la forma de sobrevivir en un avión o en un tren, tenías que ignorar todo y a todo el mundo, salir a cualquier precio, morder una pierna o un brazo —el de otra persona de ser necesario—, saltar sobre los asientos, saltar sobre la gente, olvidar todo lo que tu madre te hubiese enseñado sobre modales, porque quienes llegaban a la salida eran, literalmente, quienes vivían para contarlo.

Lo que seguía a un accidente grave de tren se parecía a un campo de batalla. Jackson lo sabía bien, había atendido uno en los inicios de su carrera como policía civil y había sido peor que cualquier cosa que hubiese visto en el ejército. Un niño pequeño había quedado atrapado entre los restos y lo oían llamar a su madre, pero no podían ni soñar con llegar hasta él bajo las toneladas de hierro.

Al cabo de un rato, los gritos cesaron, pero continuaron en los sueños de Jackson durante meses. El niño finalmente fue rescatado, pero por extraño que parezca eso no aplacó el espanto de recordar sus sollozos («Mami, mami»). Por supuesto, eso sucedió poco después de que se convirtiera en el padre de Marlee, una condición que lo había dejado desgarrado y en carne viva, y que no concordaba lo más mínimo con sus preocupaciones prenatales, que habían girado, sobre todo, en torno a la elección de un cochecito, con la clase de atención masculina a los detalles que habría dedicado a un coche de verdad (¿Ruedas delanteras giratorias y con bloqueo? ¿Altura de las asas ajustable? ¿Asiento con múltiples posiciones?). La mecánica de la paternidad resultó infinitamente más primitiva. Metió la mano en el bolsillo para tocar la bolsita de plástico. Un embarazo distinto, un hijo distinto. El suyo. Recordó la oleada de emoción que había sentido unas horas antes, al tocar la cabecita de Nathan. Amor. El amor no era dulce y ligero, era visceral y abrumador. El amor no era paciente, el amor no era amable. El amor era feroz, el amor sabía jugar sucio.

No había visto a Julia en la última fase del embarazo. Bajita y sexy, imaginaba que preñada habría estado turgente y voluptuosa, aunque ella le dijo que tenía hemorroides y venas varicosas y que estaba «casi esférica». Habían mantenido una comunicación bastante pobre; él la llamaba y ella le decía que se fuera al carajo, pero a veces hablaban como si no hubiese pasado nada. Y, sin embargo, Julia sostenía que el bebé no era hijo suyo.

La había visitado después, en el hospital. Al entrar en uno de los cubículos de la sala de maternidad, le había dado un vuelco el corazón al verla con el bebé acurrucado en sus brazos. Estaba apoyada en unas almohadas, con el cabello ensortijado cayéndole sobre los hombros, con todo el aspecto de una madonna; la visión solo quedó estropeada por el señor Artista de Pacotilla, tendido a su lado en la cama y mirando al bebé con adoración.

—Vaya, qué tenemos aquí, la nada sagrada familia —soltó Jackson (porque no pudo contenerse: era la historia de su vida, emprenderla verbalmente con sus mujeres).

—Lárgate, Jackson —dijo una plácida Julia—. Ya sabes que esto no es buena idea.

El señor Artista de Pacotilla, un poco más activo, soltó:

—Sal de aquí o te pego una hostia.

—Lo tienes difícil, maricón —respondió Jackson (porque no pudo contenerse).

El tipo era un malcriado y no estaba en forma, y a él le gustaba pensar que lo habría dejado fuera de combate de un solo puñetazo.

—La prudencia es la mejor parte del valor, Jackson —advirtió Julia con cierta calidez ahora en la voz.

Solo Julia era capaz de soltar una cita literaria en un momento como ese. Metió el dedo meñique en la boca del bebé y le sonrió. Un mundo aparte. Jackson nunca la había visto tan feliz, y, en deferencia a la recién descubierta redención de Julia, podría haberse dado la vuelta y haberse ido, pero el señor Artista de Pacotilla (en realidad se llamaba Jonathan Carr) dijo:

—Aquí no hay nada para ti, Brodie —como si fuera el propietario de aquella natividad.

Y él se sintió tan fuera de sí que le habría dado una soberana paliza allí mismo, en el suelo de la sala, con madres que daban de mamar y recién nacidos como público, de no haberse echado a llorar el bebé de Julia (su bebé), haciéndolo avergonzarse y batirse en retirada. Tenía la delicadeza de sentirse mortificado por ese recuerdo.

Y ahora ellos dos, sureños hasta la médula, estaban viviendo en la tierra natal de Jackson, en su centro vital, mientras que él se alejaba cada día un paso más. Que Julia viviera en el campo, como una esposa campesina, le resultaba increíble. Estaba más dispuesto a creer en millones de ángeles bailando sobre la cabeza de un alfiler que en Julia preparando la comida en una cocina económica. Sí, de acuerdo, la zona de los valles de Yorkshire no formaba parte de la herencia de mugre y deterioro industrial de Jackson, pero estaban dentro de los límites del condado del mismísimo Dios, que era también el propio condado de él, y fluía por sus venas y conformaba la caliza de sus huesos, aunque sus padres no hubiesen nacido allí. ¿Estaría en el ADN de su hijo, que ahora llevaba en el bolsillo? El cianotipo de su hijo. Una cadena de moléculas, una cadena de pruebas. En ese único pelo habría trazas de su hermana. Niamh, muerta hacía tanto tiempo que existía más como historia que como persona, como un relato que contar. «Mi hermana fue asesinada cuando tenía dieciocho años.»

Sacó la BlackBerry y la dejó en la mesa ante sí. Esperaba a medias ver un mensaje de texto. «He llegado bien.» Como no había ninguno, escribió: «Te echo de menos, Jx». En eso empleó uno o dos minutos. No volvió a guardar el teléfono por si recibía una respuesta.

La anciana que estaba frente a él exhaló un suspiro y cerró los ojos, como si el libro que estaba leyendo la hubiese agotado. La mujer de rojo —ni dama ni bibliotecaria, sino más bien con pinta de fulana de la vieja escuela (más o menos como Julia)— debía de tener la misma edad que la mujer paseante. ¿Dónde estaría ahora? ¿Todavía ascendiendo colinas y descendiendo valles? El del traje sacó una bolsa de aspecto maltrecho de patatas con sabor a queso y cebolla y, en un acto de camaradería algo desganado, las ofreció en silencio a su alrededor.

Las mujeres dijeron que no, pero Jackson cogió un puñado. Estaba muerto de hambre y sus posibilidades de llegar al coche restaurante eran mínimas, dado el apretujamiento en los pasillos. «Si alguna vez diste carne o bebida, el fuego nunca te devorará. Si no diste ni carne ni bebida, el fuego te abrasará hasta los huesos.» Aquel maldito canto fúnebre. ¿Habría comprado el del traje su pasaje al cielo con una bolsa de patatas con sabor a queso y cebolla? Debería haber insistido en que la anciana aceptara su chaqueta North Face, pues ahora él bien podía encontrarse en un futuro temblando de frío entre los fuegos del infierno.

Las patatas tenían un sabor artificial y le dieron sed. Notaba un dolor punzante detrás de los ojos. Qué ganas tenía de estar en casa.

Fuera estaba oscuro como boca de lobo, sin un solo punto de luz en ninguna casa, y la lluvia azotaba sin cesar el cristal. Qué inhóspito parecía aquel lugar. ¿Dónde estaban? Supuso que en algún tramo de la tierra de nadie entre York y Doncaster. Más cerca de su tierra natal. Sus derechos de nacimiento se habían esfumado, vendidos en los ochenta junto a la plata de la familia por culpa de la Dama de Hierro.

¿Habían parado ya en York? Si era así, no lo había advertido. Tenía la sensación de haberse dormido un rato.

Se encontró pensando en Louise. En realidad no habían mantenido contacto, solo de vez en cuando ella le había mandado un mensaje de texto, cuando suponía que debía de estar borracha. Nunca hubo nada entre ellos, al menos nada explícito. Su relación en Edimburgo, dos años atrás, podría describirse como profesional si uno no andaba mirando el término en el diccionario. Nunca se habían besado, o tocado, aunque estaba seguro de que Louise había pensado en hacerlo. Él desde luego lo había pensado. Muchas veces.

Entonces, hacía un par de meses, ella había anunciado que iba a casarse, algo que a él le pareció tan improbable (si no absurdo) que creyó que lo decía en broma. En algún momento, Jackson había pensado que podía formar parte del futuro de Louise, y de pronto se encontraba con que ella lo había relegado a su pasado de una patada. Eran dos personas que no habían coincidido, que habían navegado en la noche para arribar a puertos distintos. La que se fue, como en la canción. Lo lamentaba. Le deseaba lo mejor. O algo así.

Qué ironía que tanto Julia como Louise, las dos mujeres a las que más unido se había sentido en un pasado reciente, se hubiesen casado de forma inesperada, y ninguna de las dos con él.

Pasaron por una estación a toda velocidad y Jackson trató de leer el nombre sin conseguirlo.

—¿Qué sitio era ese? —le preguntó a la mujer de rojo.

—No lo he visto, lo siento. —Sacó un espejo del bolso y volvió a pintarse los labios, abriendo la boca; luego se miró los dientes para comprobar que no se hubiese manchado.

Su vecino del traje se puso tenso e hizo una pausa en su incesante teclear, mirando sin ver la pantalla del portátil, sin atreverse a mirar a la mujer y a la vez incapaz de mantener la vista apartada de ella. Algún instinto animal parpadeó brevemente en el interior del traje, pero debió de extinguirse, porque se relajó un poco y volvió a su tap-tap-tap en el teclado.

La mujer de rojo se lamió los labios y sonrió a Jackson. Él se preguntó si iba a darle alguna indicación clara, un gesto con la cabeza hacia los lavabos, esperando que él la siguiera abriéndose paso entre los soldados de mirada inexpresiva, para poseerla con urgentes arremetidas contra el pequeño lavabo manchado de jabón y mugre, con los pantalones bajados a toda prisa, hechos un vergonzoso guiñapo en torno a los tobillos. «Porque soy apasionado y lascivo y no puedo vivir sin mujer.» Un recuerdo de Julia, interpretando a Helen en
Doctor Fausto
, en una producción con pocos medios en un pub londinense lleno de humo. Jackson se preguntó qué lo empujaría, si es que algo lo hacía, a vender su alma al diablo, o, ya puestos, a cualquiera. Salvar una vida, suponía. La de su hija. (Sus hijos.) ¿Seguiría a la mujer de rojo si le hacía alguna señal? Buena pregunta. Nunca había sido lo que se dice promiscuo (y ni una sola vez había sido infiel, lo que lo convertía casi en un santo), pero era un hombre, y había aprovechado las ocasiones que se le habían presentado. Oh, hombre, tu nombre es locura.

Cuando echó un vistazo al reflejo de la mujer en el oscuro cristal de la ventanilla, la vio leyendo inocentemente su revista barata. Quizá, después de todo, no le había dado ninguna indicación, quizá el ambiente cargado del vagón exacerbaba su imaginación. Se sintió aliviado por no tener que pasar por esa prueba.

Julia lo había hecho en lavabos de tren con absolutos desconocidos, y una vez en un avión, aunque tenía que reconocer que en esa ocasión había sido con él, no con un desconocido (en aquel momento al menos, ahora era distinto). Julia bebía la vida a grandes tragos porque sabía cuál era la alternativa, pues su catálogo de hermanas muertas era un recordatorio constante de la fragilidad de la existencia. Se alegraba de que hubiese tenido un niño; quizá se preocuparía menos por él de lo que lo hubiese hecho por una niña.

Y ahora, Amelia, la única hermana que le quedaba, tenía cáncer; en ese preciso momento le estaban «rebanando los pechos», según Julia. Habían hablado brevemente por teléfono, pues Jackson quería asegurarse de que ella no estuviese en casa antes de dirigirse al norte a ver a su hijo. El hijo de los dos.

—Pobre, pobrecita Milly —se lamentó ella, con voz más ahogada de lo habitual. La pena siempre acentuaba su asma.

Una vez, estando de vacaciones con Julia en tiempos más risueños, no se acordaba dónde, recordaba haber visto un cuadro de algún pintor del Renacimiento italiano del que nunca había oído hablar, que representaba a la mártir santa Ágata sosteniendo en alto sus pechos cortados, y sin embargo perfectos, sobre una bandeja, como si fuera una camarera sirviendo un par de flanes. No había indicio alguno de la tortura que había precedido a semejante amputación: las agresiones sexuales, los estiramientos en el potro de tortura, el hambre, los carbones ardiendo sobre los que hicieron rodar su cuerpo. Ágata era una santa a la que conocía demasiado bien: después de que a la madre de Jackson le diagnosticaran el cáncer de mama que la mataría, esta había desperdiciado un montón de tiempo rezándole a santa Ágata, patrona de la enfermedad.

La anciana lo arrancó de pronto de sus pensamientos al preguntarle si habían pasado ya el Ángel del Norte y si podría verlo en la oscuridad. Jackson no supo muy bien qué decirle; cómo revelarle que viajaba en dirección contraria, que el destino de aquel tren era Londres y que había soportado varias horas apretujada en condiciones desagradables para ahora tener que dar la vuelta y hacer otra vez el trayecto. La siguiente parada probablemente sería Doncaster, quizá Grantham, lugar de nacimiento de la Dama de Hierro, la mismísima persona que había desmantelado Gran Bretaña sin ayuda de nadie. («Oh, por el amor de Dios, Jackson, déjalo ya», oyó que decía la voz de su ex esposa.)

—No vamos en esa dirección —le dijo a la anciana con tono amable.

—Por supuesto que sí —respondió ella—. ¿Adónde cree usted que vamos?

Se durmió. Cuando despertó, el del traje seguía tecleando en su portátil. Jackson comprobó si tenía mensajes de texto, pero no había ninguno. Una estación pasó como una exhalación y la anciana lo miró con petulancia.

—Dunbar —anunció como una vieja adivina.

—¿Dunbar? —repitió él.

—El tren termina en Waverley.

Era obvio que estaba algo senil, se dijo Jackson. A menos que…

La mujer de rojo se inclinó sobre la mesa, exhibiendo sus generosos y sanos pechos para que los contemplara, y le preguntó:

—¿Tiene hora?

—¿La hora? —repitió él. (¿La hora de qué? ¿De echar un polvo rápido en el lavabo del tren?)

La mujer se dio unos golpecitos en la muñeca con un exagerado gesto teatral.

—La hora, ¿sabe qué hora es?

Ah, la hora. (Idiota.) Consultó su Breitling y se sorprendió al comprobar que eran casi las ocho. Deberían haber llegado ya a Londres. A menos que…

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