Esperando noticias (24 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Esperando noticias
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Se puso un conjunto entero de los nuevos en el probador de Topshop y tiró la ropa de la señorita MacDonald a un contenedor para escombros de la calle. Le pareció un acto cruel. La propia señorita MacDonald estaba ahora almacenada en un sitio frío y silencioso, tan superflua como su ropa.

Había cogido un autobús de la ciudad al hospital y acudido a la recepción (volvió a preguntar por «Jackson Brodie», pero seguía sin haber constancia de él), donde una simpática chica polaca («de Gdansk») la recogió para llevarla a una habitación en la que pudo ver a la señorita MacDonald a través de un cristal. Una habitación con vistas. Fue como contemplar un retablo o presenciar una obra de teatro íntima. El rostro de la señorita MacDonald estaba descubierto.

—Sí, es ella —dijo.

Tenía la cara amoratada e hinchada, pero con mejor aspecto del que esperaba. No le hizo gracia pensar en qué condiciones estaría el resto. Parecía poco probable que estuviera de una pieza.

Supuso que tanto su antigua profesora como el Saxo azul serían objeto de un montón de pruebas forenses. La noche anterior, el sargento Wiseman había tomado nota de su número de móvil, y dijo que alguien la llamaría cuando devolvieran «el cuerpo». Reggie quiso decir que no tenía nada que ver con ella, pero habría sido una grosería dadas las circunstancias, con la carnicería y todo eso. Además, solo tenía dieciséis años. Técnicamente podía ser una adulta, pero en realidad era solo una cría. No podía hacerse responsable de un muerto a alguien que casi era una niña, ¿no?

Aquel era el tercer muerto que había visto en su vida. La señorita MacDonald, mamá y el soldado de la noche anterior. El cuarto si se contaba a
Banjo
. Le parecieron un montón para una persona de tan pocos años.

Había identificado un cadáver, tenía el piso destrozado y se había visto amenazada por unos idiotas violentos, y ni siquiera era la hora de comer. Confió en que el resto del día fuese un poco más tranquilo.

—No —dijo el señor Hunter.

—¿No qué?

—No puedes dejar la bolsa, he de salir.

—Tengo llave.

—Sí, claro. —El señor Hunter soltó un suspiro de resignación como si se rindiera tras una discusión interminable—. Vale. Dame la bolsa, ahora te doy la correa.

Cogió la bolsa de Topshop de manos de Reggie y la dejó caer sin ceremonias en el suelo, junto al fregadero, y luego descolgó la correa de la perra de detrás de la puerta y se la tendió. Una inquieta
Sadie
pasó dando brincos ante el señor Hunter como si acabaran de soltarla de la cárcel.

—Ah, señor H. —dijo Reggie con audacia («tentando al oso»)—. Hoy es jueves. La doctora Hunter me paga los jueves.

—No me digas —repuso el señor Hunter. Le brindó una de aquellas sonrisas suyas con que te daba a entender que eras una persona especial; cogió la cartera del bolsillo de atrás de los vaqueros y sacó un montoncito de billetes sin contarlos—. No te lo gastes todo de una vez —comentó con una risita, como si le estuviera dando la semanada y no pagándole por un trabajo bien hecho—. Deja algo de ropa en las tiendas, ¿vale?

—Muy gracioso, señor H. Gracias.

No tenía sentido decirle que el motivo de su compra compulsiva era que dos tipos habían dejado para el arrastre su casa y su vestuario. Los Hunter no vivían en esa clase de mundo. Reggie tampoco quería vivir en esa clase de mundo.

Cuando el señor Hunter hubo entrado de nuevo en la casa y cerrado la puerta, ella contó el dinero. Había la mitad de lo que le daba la doctora Hunter.

Sadie
tenía una cesta de juguetes en el garaje, con pelotas, huesos, anillas de goma y un viejo osito de peluche.

—Vamos a buscarte una pelota,
Sadie
—dijo, y la perra soltó un pequeño ladrido de excitación al oír la palabra «pelota».

Antes la puerta del garaje se cerraba con llave, pero un buen día la llave se perdió y nadie había llegado a hacer una copia. La doctora Hunter decía que lo peor que podía pasar era que le robaran el coche, y estaba asegurado, ¿qué más daba entonces? El señor Hunter le dijo que esa era una actitud descuidada, a lo que la doctora contestó: «Bueno, entonces ve tú a hacer una copia», que fue probablemente lo más cercano a una discusión entre ellos que Reggie había presenciado. El señor Hunter no sabía que la doctora guardaba unas llaves de repuesto del coche en un estante del garaje, tras una lata de pintura (perla satinado, el color con que se había decorado el salón), porque, según ella, «se pondría como una moto» si lo supiera.

El garaje era pequeño, pues la casa se había construido en los tiempos en que la mayoría de la gente no tenía coche, no digamos ya dos coches, y se había habilitado en un pequeño espacio junto a la casa en el último momento, separado de ella por un estrecho pasadizo. El gran Range Rover del señor Hunter no cabía, de forma que el garaje seguía siendo el acogedor hogar del Toyota Prius de la doctora. Reggie pasó de lado entre el coche y la pared y cogió el juguete favorito de
Sadie
, una vieja pelota de goma roja tan mordida que ya casi no botaba.

—Venga, vamos, viejita —le dijo a
Sadie
al cerrar la puerta del garaje.

Era lo que la doctora Hunter le decía siempre a
Sadie
cuando salían de paseo. Se le hacía extraño estar a cargo de ella. Sin la doctora, sin el señor Hunter, sin el bebé. Comprendió que nunca había estado totalmente a solas con la perra. Las dos se colaron por el agujero del seto que daba directamente al campo, en el que ese día había tres caballos, plantados por ahí con bastante apatía, como si esperasen que pasara algo. Reggie arrojó la pelota y luego corrió por el campo con
Sadie
, porque eso era lo que más le gustaba a esta.

Allí pasaba algo raro. La doctora Hunter se había marchado a Hawes la noche anterior. «Salió para allá anoche, en coche», le había dicho el señor Hunter por teléfono esa mañana. ¿Por qué estaba entonces su coche en el garaje?

Cuando volvieron del paseo, la casa estaba cerrada y no había ni rastro del señor Hunter. Una nota bien visible sobre la mesa de la cocina rezaba: «Querida Reggie, se me había olvidado, pero Jo sugirió que quizá te gustaría llevarte a nuestra mutua amiga a casa y ocuparte de ella hasta que vuelva. En este momento probablemente tengas más tiempo que yo. Gracias. Neil». Reggie tardó un rato en comprender que la nota se refería a la perra. El señor Hunter parecía una persona distinta sobre el papel; desde luego usaba muchas más palabras. Advirtió que no hacía mención de dinero para comprar comida para
Sadie
.

Sí, pasaba algo raro. Cuando volvió de hacer correr a la perra en el campo, subió a la habitación de la doctora Hunter —y del señor Hunter también, claro— sin un motivo concreto, solo para estar allí, para mirar y sentirse más cerca de la doctora. No debería haberlo hecho, lo sabía, pero no estaba haciendo ningún daño.

A la doctora Hunter no le habría importado, aunque no estaba muy segura de que al señor Hunter le pasara lo mismo.

La cama estaba sin hacer: las «normas de soltero» del señor Hunter. Aparte de eso, estaba todo bastante ordenado, aunque no tanto como cuando la doctora estaba en casa.
Sadie
recorrió la habitación, husmeándolo todo como un perro rastreador: las sábanas, la alfombra, la bolsa de la tintorería que la doctora Hunter había traído consigo el día anterior y que dejó en el respaldo de una silla. Reggie sacó el traje limpio de su funda de plástico y lo colgó en el armario junto a los demás trajes de la doctora. El armario era grande, un vestidor en realidad: un lado era de la doctora, y el otro, del señor Hunter. Toda la ropa de la zona de la doctora olía levemente al perfume que esta llevaba siempre. El sencillo frasco azul se hallaba sobre la cómoda, junto al anticuado cepillo de plata, su inhalador de repuesto y una fotografía del bebé tomada cuando solo tenía unos días y parecía aún a la espera de que lo inflasen. Reggie se puso un poquito de perfume en las muñecas. Je Reviens. Una promesa. O una amenaza. «Hasta la vista,
baby

¿Dónde estaba el tercer traje? El que había ya en el armario aún llevaba la etiqueta rosa de la tintorería sujeta al cuello con un pequeño imperdible, de modo que el traje que faltaba tenía que ser el que la doctora llevaba el día anterior. No había rastro de él en ningún sitio. ¿Se había ido hasta Yorkshire a ver a la misteriosa tía enferma sin cambiarse de ropa? Parecía totalmente impropio de la doctora, que siempre se cambiaba en cuanto llegaba a casa, se quitaba los zapatos y colgaba el traje para ponerse algo informal, casi siempre vaqueros. «Bueno, ya vuelvo a ser yo», decía a veces, como si el traje fuera un disfraz.

En la alfombra, delante de la cómoda, estaban los zapatos de salón negros de la doctora Hunter, uno en pie y otro volcado, como si acabara de quitárselos.
Sadie
olisqueó ansiosamente cada zapato como si estuvieran a punto de mandarla a seguir un rastro. Junto a los zapatos estaban las medias usadas de la doctora en un arrugado montoncito en el suelo, pálidas y vacías, como una piel de serpiente abandonada.

Observar el contenido del vestidor le produjo una sensación rara, como cuando miraba la ropa de mamá que colgaba del armario o al ver las prendas de la señorita MacDonald en el contenedor. Pareció causar el mismo efecto en
Sadie
, que se dejó caer en el suelo junto a los zapatos y soltó un gañido lastimero. Reggie deseaba oír la voz de la doctora Hunter, oírla decir «Volveré pronto, Reggie, no te preocupes». Estaba segura de que a la doctora no le molestaría que la llamara. Volvió a marcar su número de móvil, pero justo cuando acababa de hacerlo oyó que llegaba un coche.
Sadie
levantó las orejas y se puso en pie, alerta. Un vistazo por la ventana confirmó que se trataba del Range Rover.

—Ostras —le dijo a la perra.

Durante un frenético instante pensó en zambullirse en el armario, pero cuando la gente hacía eso en las películas de terror nunca salía bien. O los encontraban y los asesinaban o bien presenciaban algo horrible a través de las puertas de lamas de madera de su escondrijo.

Lo raro fue que, al llamar al móvil de la doctora Hunter («mi tabla de salvación»), había oído su inconfundible tono de llamada, el
Canon del cangrejo
de Bach («Llamado así —le contó la doctora Hunter— porque la segunda voz interpreta exactamente las mismas notas que la primera, solo que al revés», algo que Reggie no entendió del todo, pero sonrió, asintió y dijo: «Vale, ya lo pillo»). El teléfono sonaba en algún sitio del piso de abajo. Reggie ya estaba a medio camino de la escalera para ir a buscarlo —Bach parecía estar sonando en la cocina—, cuando el señor Hunter irrumpió por la puerta principal a su velocidad habitual y se detuvo en seco al verla.

—¿Aún estás aquí, Reggie?

—Tenía que ir al baño —respondió ella fingiendo despreocupación.

El teléfono había dejado de sonar un instante después de que el señor Hunter entrara.

—¿No tienes una casa a la que ir? —espetó él.

—Sí, claro que la tengo —contestó, pasando por su lado para salir a la calle.

Sadie
la adelantó corriendo y se detuvo a husmear olores familiares en el arriate que bordeaba el sendero. Cuando Reggie llegó al portón del jardín, silbó para llamar a la perra, que se acercó trotando con meneos circulares de la cola, como hacía cuando estaba excitada por haber recobrado un tesoro. Llevaba algo en la boca, y al llegar donde estaba Reggie depositó su hallazgo en el suelo y se sentó obedientemente, esperando elogios.

A Reggie casi se le paró el corazón al ver lo que
Sadie
había dejado en el suelo.

El talismán del bebé, su retal de la mantita verde musgo. Parecía haber sido pisoteada en el barro, y cuando la cogió y examinó, vio en ella una mancha, una mancha que no era de salsa de tomate ni de vino tinto, sino de sangre. Ahora conocía bien la sangre. Había visto más en las últimas veinticuatro horas que en toda su vida.

La consulta de la doctora Hunter estaba en Liberton, y Reggie fue andando, al principio porque no sabía muy bien cómo apañárselas con
Sadie
, que nunca había subido a un autobús, con todos aquellos pies que te pisaban y aquellos cuerpos que te empujaban. A ella misma no se le daba muy bien. Se comió la barrita de Mars; le habría dado un pedacito a
Sadie
, pero la doctora Hunter decía que el chocolate era malo para los perros. Tendría que comprar galletas para perros, algo sin azúcar, porque a la doctora no le gustaba que
Sadie
tomara azúcar («Tenemos que velar por los dientes de la viejita»). Le había comprado ya un par de latas de comida de perro en el Avenue Stores de Blackford Avenue, pero la bolsa empezaba a pesarle. Tenía que irla cambiando con la bolsa de Topshop que llevaba en el otro hombro. Se sentía cargada en extremo. Mamá siempre acarreaba montones de bolsas pesadas —nunca habían podido permitirse un coche— y solía decir que sus genes se habían combinado con los de un burro. No, no decía eso; mamá no habría utilizado la palabra «combinado», posiblemente ni siquiera habría usado «genes». ¿Cómo lo había dicho? Su madre se le iba desvaneciendo, sumiéndose en una penumbra a la que Reggie no podía seguirla. «Me parió una burra», eso decía. ¿Seguro? «La oscuridad se vuelve más intensa.»

Por fin se sintió demasiado cansada para seguir andando y cogió el autobús para recorrer el resto del camino.
Sadie
lo hizo muy bien para ser la primera vez que subía a uno.

La consulta estaba en un edificio grande y moderno de una sola planta sin un sitio claro en que dejar un perro, de modo que le dijo a
Sadie
«Siéntate» y «Quieta» con su tono más autoritario, el que utilizaba con el bebé («¡No!») cuando se lanzaba a toda pastilla hacia la amenaza mortal de una uva o una moneda. Cuando
Sadie
era un cachorro, la doctora Hunter la había llevado a un curso de adiestramiento en el que había quedado la primera de la clase. («Un colegio para perros», lo llamaba la doctora, lo que era una idea encantadora.) Hasta tenía una escarapela roja para demostrarlo, maltrecha ahora por el paso de los años, que la doctora Hunter había clavado en el tablón de corcho de la cocina. Era lista para ser una perra y sabía hacer las cosas típicas, como sentarse y quedarse quieta, así como caminar pegada a tus talones, como un perro de una exposición canina; «Mi mayor orgullo», decía con cariño la doctora.
Sadie
tenía también lo que la doctora llamaba «sus numeritos para fiestas»: sabía rodar sobre sí misma, hacerse la muerta y estrecharte la mano, y su enorme pata resultaba más suave y pesada de lo que parecía.

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