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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (26 page)

BOOK: Esperando noticias
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Veía claramente el vientre de Karen a través de un jersey premamá de punto. El ombligo sobresalía como un timbre pidiendo que lo oprimieran. La barriga entera palpitaba cuando el bebé se movía como algo salido de
Alien
. Recordó la extraña y ondulante sensación de tener un bebé retorciéndose en tu interior, independiente y dependiente al mismo tiempo, una eterna dialéctica materna. Un pie, pequeñito, minúsculo, empujaba contra la fina membrana de tambor de carne y jersey. Verlo no mejoró precisamente la sensación de mareo de Louise.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿El tipo tiene mal karma o es que alguien trata de mandarle algún mensaje? Todo tuyo, por cierto, Marcus. No suelta prenda, pero a mí me parece un hombre muy preocupado.

El subcomisario Sandy Mathieson, un hombre que había superado sus limitaciones, según pensaba Louise, asomó la cabeza por la puerta. Si hubiese una definición colectiva para los policías como Sandy sería sin duda «perseverantes».

—Estaba con el AMCPP al teléfono, hablando de Decker.

—¿Qué pasa con él?

—Ha desaparecido.

Un cuervo negro cruzando el sol, un lugar sombrío, una sensación desagradable en las entrañas. Louise experimentó algo real, físico, causado probablemente por el envase de ensalada de huevo con mayonesa que Karen Warner acababa de sacar de la nada y en el que hurgaba con una cuchara. Aquella mujer no podía estar ni cinco minutos sin comer algo. Algo repugnante, normalmente.

—Un coche patrulla en Doncaster le ha hecho una visita de rutina esta mañana, solo para comprobar que estuviera donde se suponía que debía estar.

—¿Y no estaba?

—Su madre dice que salió el miércoles a la hora del té y no ha vuelto.

—Sabía que la prensa iba tras él —dijo Louise—. Probablemente trata de desaparecer.

Esa palabra otra vez. ¿Qué había dicho Joanna Hunter? ¿«Es posible que me marche, que desaparezca un tiempo»? ¿Los dos estaban huyendo de lo mismo? Dos personas que nunca se verían libres la una de la otra. Joanna Hunter y Andrew Decker se pertenecerían mutuamente para siempre, con sus historias entrelazadas y fundidas en una sola.

—Bueno, al menos el accidente de tren ha impedido que la cosa llegue a los periódicos durante un par de días —comentó Sandy.

—Todo desastre tiene su lado bueno, ¿eh, Sandy? —contestó Karen—. No tardarán mucho en volver a tener a los sabuesos de la prensa pisándoles los talones. Un accidente de tren solo da para titulares ¿durante cuánto…, tres días como mucho? En cualquier caso, él está en Inglaterra, ¿no? No es problema nuestro. El AMCPP ha mandado una foto por correo electrónico —añadió, dejando una fotografía sobre el escritorio, delante de Louise.

Decker parecía una persona completamente distinta del adolescente que había aparecido en los periódicos treinta años atrás (había buscado su fantasma en Google). De hecho, era una persona distinta, por supuesto. Entre las dos imágenes había una vida entera desperdiciada.

Cuando volvía de una reunión con el Grupo de Asignación y Coordinación de Tareas, en Saint Leonard, Louise se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. Entró en el aparcamiento de Cameron Toll y se compró una tableta enorme de chocolate en Sainsbury's. Nunca comía chocolate, pero en cuanto estuvo en el coche devoró la tableta entera y cuando llegó a la comisaría la vomitó en el retrete. Lo tenía bien merecido, por tratar de sumirse en un coma diabético.

Salía del lavabo cuando le sonó el teléfono.

—Reggie Chase —dijo una voz.

El nombre le resultaba familiar, pero no consiguió situarlo. La chica hablaba a toda pastilla y no conseguía seguirla. El meollo parecía ser que «a la doctora Hunter» le había pasado «algo».

—¿A Joanna Hunter? —preguntó. Mi señora, se dijo; otra más. Las damas de Louise. Reggie Chase era la chica menuda que le había abierto la puerta de Joanna Hunter el martes—. ¿Qué quieres decir con que le ha pasado algo?

Chica menuda y perro grande. El perro de la doctora Hunter. Meneó la cola al verla y, por absurdo que fuera, Louise se sintió halagada. Quizá un perro llenaría el espacio entre ella y Patrick que él quería ocupar con un bebé. ¿Había un espacio entre ellos? ¿Eso era bueno o malo?

Condujo de vuelta a la ciudad para encontrarse con la chica. Dejaron al perro en el asiento de atrás del coche mientras iban a tomar un café al Starbucks de George Street. Louise detestaba Starbucks. Tomar café para enriquecer a los yanquis.

—Bueno, alguien tiene que hacerles ganar dinero a los malvados capitalistas —comentó, mientras le compraba a la chica un café con leche y una magdalena de chocolate—. Hay días en que nos toca a ti y a mí hacerlo. Hoy es uno de esos días.

—Buf, hacemos un montón de cosas que no deberíamos hacer —respondió Reggie.

Tenía un feo moretón en la frente para el que le dio alguna excusa, pero tenía toda la pinta de que alguien le hubiese pegado. Reggie Chase. La niñera de Joanna Hunter, como Sandra Rivett; no, no niñera sino «aya». La pequeña ayudante de una madre. Ella había tomado Valium tras el nacimiento de Archie. «Amortigua un poco el shock», le dijo el médico de cabecera. El tipo era un camello, le recetaba tranquilizantes como si fuesen caramelos. No conseguía imaginar a Joanna Hunter haciendo eso. Louise estaba dando el pecho cuando tomó esas pastillas, la leche nunca le subió como era debido y se quedó sin ella al cabo de una semana. («Estrés», comentó el médico con indiferencia.) Archie pareció encontrar el biberón más reconfortante emocionalmente que el pecho de su madre.

Dejó de tomar el Valium al cabo de una semana, porque la atontaba tanto que temía dejar caer al bebé o perderlo o incluso olvidar que lo había parido.

¿Era Reggie lo bastante mayor para cuidar del hijo de otra mujer, si ella misma parecía una cría? Tenía la misma edad que Archie. Trató de imaginar a Archie a cargo de un bebé, pero la idea la estremeció.

—Mire, mire qué ha encontrado
Sadie
en el jardín de la doctora Hunter —dijo la muchacha, poniéndole en la mano un mugriento pedazo de algodón verde.

—¿
Sadie
?

—La perra de la doctora Hunter.

—¿Y esto qué es? —preguntó Louise con recelo, sosteniendo el retal verde entre el índice y el pulgar.

—Es el pedazo de mantita del bebé, su talismán —contestó Reggie—. No iría a ninguna parte sin él. La doctora jamás se lo habría dejado. Lo he encontrado en el jardín. ¿Qué hacía en el jardín? Ya estaba oscuro cuando yo me fui y el bebé lo tenía en la mano, y fíjese, esa mancha de ahí… es de sangre.

—No necesariamente.

Archie tenía algo parecido, un trozo de felpa amarillo huevo que había empezado su vida como una marioneta con cara de pato, hasta que se descosió y el pato quedó decapitado. Por las noches no podía dormir sin él, y Louise lo veía aferrarlo con la manita como si su vida dependiese de ello. Solo cuando se dormía relajaba los dedos. Tenía un sueño muy profundo. Ella entraba de puntillas en su habitación en plena noche para cortarle las uñas, sacarle astillas, curarle cortes y arañazos, todos los pequeños actos de mantenimiento cotidiano de un crío que lo habrían hecho llorar hasta echar la casa abajo a la luz del día. Habría preferido que lo separasen de Louise que de aquel pedazo de tela amarilla.

Le devolvió el retal a la chica.

—Las cosas se pierden —respondió.

Los accidentes ocurren. La leche se derrama. Los tópicos abundan.

—El señor Hunter me dijo que la doctora se había ido en coche —continuó Reggie—, pero su coche está en el garaje. Y no le pasaba nada malo cuando ayer llegó con él a casa. Se ha ido, pero en ningún momento me dijo que se iba, y eso no es propio de ella, y el señor Hunter dice que está visitando a una tía enferma, pero la doctora jamás me mencionó la existencia de una tía, y he hablado con su amiga Sheila del trabajo y se suponía que tendrían que haber ido juntas a la venta especial de Navidad de Jenners, pero la doctora no le dijo que no podría ir, y ella nunca hace estas cosas, créame. Y su móvil está en algún sitio de la casa, porque lo he oído sonar, tiene el tono del
Canon del cangrejo
, de Bach, y la doctora Hunter no se olvidaría nunca el teléfono, es su tabla de salvación. No es despistada, la doctora nunca olvida nada, y además falta uno de sus trajes. No haría todo ese camino en coche vestida con traje chaqueta, y…

—Respira un poco —le aconsejó Louise.

—Ha desaparecido —concluyó la chica—. Creo que alguien la ha raptado.

—No la ha raptado nadie.

—O que el señor Hunter le ha hecho algo.

—¿Que le ha hecho algo?

La chica bajó la voz.

—Que la ha asesinado —susurró.

Louise exhaló un suspiro por lo bajo. Era una de esas. Una imaginación sobreexcitada, capaz de obsesionarse con una idea y dejarse llevar por ella. Era una romántica, y muy posiblemente una fantasiosa. Catherine Morland en
La abadía de Northanger
. Reggie Chase era una muchacha que encontraba algo de interés donde fuese. Formarse para ser una heroína, eso había hecho Catherine Morland los primeros dieciséis años de su vida, y no la sorprendería que Reggie Chase hubiese hecho lo mismo.

—Resulta que hoy mismo he estado en casa de la doctora Hunter —explicó—. He ido a ver al señor Hunter por otra cuestión que no tiene nada que ver.

—Qué coincidencia más rara.

—Y no es más que eso —replicó Louise con aspereza—. Una coincidencia. El señor Hunter me ha contado que su mujer se ha marchado a pasar un tiempo con una tía que no está bien.

—Sí, ya lo sé, ya se lo he dicho yo también, es lo que me contó a mí, pero no me lo creo.

—La tía no es una cuestión de fe, no es Papá Noel, es una simple pariente. No forma parte de ninguna gran conspiración para esconder a la doctora Hunter.

—Nadie ha visto a la doctora. Nadie ha hablado con ella.

—El señor Hunter, sí.

—Eso dice él.

Louise inspiró hondo.

—Mira…, Reggie…, ¿qué te parece si te llevo a casa?

—Debería conseguir el número de la tía de la doctora, asegurarse de que esté bien. Quizá pudiese mandar a alguien a la casa de la tía en Yorkshire, a alguien de allí. Está en Hawes, H-a-w-e-s. El señor Hunter se niega a darme la dirección o el número de teléfono, pero a usted tendrá que dárselos.

—Ya basta. —Louise levantó la mano como un agente de tráfico—. Déjalo estar. A la doctora Hunter no le ha pasado nada. Vamos, mi coche no está lejos.

—Averigüe si existe esa tía. Hágase con el móvil de la doctora, está en la casa, así podrá comprobar si la tía la llamó realmente.

—Al coche. Ahora. A casa.

Dijo que le había salvado la vida a un hombre del accidente de tren. Más fantasía, obviamente. Louise debería haber mandado a un agente de uniforme a hablar con la chica. De haberse tratado de cualquier otra persona lo habría hecho, solo que ahora había reclamado a Joanna Hunter para sí y no podía soltarla. Su señora.

«Es posible que me marche, que desaparezca un tiempo.» Las finanzas de su marido estaban en proceso de fusión nuclear, Hunter estaba recorriendo el lado oscuro con gente cuestionable, era probable que el matrimonio se estuviese yendo a pique y Andrew Decker estaba de vuelta en las calles. ¿Quién no se esfumaría? ¿Estaba yéndose a pique el matrimonio, o Louise solo proyectaba sus propios sentimientos en Joanna Hunter?

Joanna Hunter nunca le había contado a Reggie lo que le había ocurrido siendo niña. De hecho, no se lo había contado a nadie que Louise supiera, aparte de su marido, y no iba a revelarlo ella. Era decisión de Joanna Hunter mantener el secreto, y Louise no era quién para sacarlo a la luz. «No quiero que Reggie sepa algo así —le dijo—. La inquietaría. La gente te mira de otra manera cuando sabe que te has visto involucrada en algo terrible. Pasa a ser lo más interesante que ven en ti.» Pero es que era en efecto lo más interesante. Los supervivientes de desastres siempre resultaban interesantes. Eran testigos de lo inconcebible. Como Alison Needler y sus hijos.

«Es una carga que has de llevar el resto de tu vida —comentó Joanna Hunter—. No mejora, no desaparece; solo te queda llevarla contigo hasta el final.» Louise pensó en Jackson; la hermana de Jackson había muerto asesinada tiempo atrás, y ahora él era el único que quedaba que la había conocido. Con Samantha no había ese problema. Si su marido y su hijo no la recordaban, sus cosas sí lo hacían. Seguía viviendo, olvidada pero no desaparecida: el espíritu de la esposa de Patrick estaba embalsamado para siempre en las servilletas y jarrones y en las palas para pescado de plata. Samantha era la esposa real, Louise era una burda impostora.

Por supuesto, no hacía falta que condujese hasta Musselburgh y de vuelta en plena hora punta.

—No le coge de camino —dijo Reggie.

Era cierto, pero no le importaba. En realidad, no por consideración hacia la muchacha, sino porque era un centrifugador de tiempo, una forma de postergar el inevitable regreso a casa. Había estado todo el día de aquí para allá, en su hégira personal, y la idea de detenerse se le hacía perturbadora. Incapaz de estarse quieta, se había pasado media jornada en el coche yendo a sitios y la otra media inventándose sitios a los que ir. («Lo siento, voy a llegar tarde, ha surgido algo.» ¿Quién había insistido en que Bridget y Tim se quedaran cinco días enteros? Ella misma, quién si no.)

—¿Cómo es la doctora Hunter? —le preguntó a Reggie Chase en el trayecto a Musselburgh.

—Bueno… —empezó la chica.

Al parecer, a Joanna Hunter le gustaban Chopin, Beth Nielsen Chapman, Emily Dickinson y Henry James y hacía gala de una sorprendente tolerancia ante los Tweenies. Tocaba el piano —«superbien», según Reggie— y coincidía con William Morris en que uno no debe tener nada en casa a lo que no le encuentre utilidad o no le parezca hermoso. Le encantaba el café por las mañanas y el té por las tardes y era sorprendentemente golosa y decía que estaba demostrado médicamente que uno tenía un «estómago para el dulce» separado, y por ese motivo, cuando tomabas una comida abundante luego siempre podías «encontrar sitio para el postre». No creía en Dios, su libro favorito era
Mujercitas
, porque trataba de «jovencitas y mujeres que descubrían su fortaleza» y su película favorita era
La règle du jeu
, de la que le había prestado una copia, y a Reggie le había gustado un montón, aunque no tanto como
Los niños del tren
, que era su propia película favorita. Si la doctora Hunter tuviese que rescatar tres cosas de un edificio en llamas, serían el bebé y la perra pero no estaba muy segura de cuál sería la tercera; Louise sugirió que el señor Hunter, pero Reggie dijo que él probablemente se las apañaría para rescatarse a sí mismo. Por supuesto, si Reggie estuviera en el edificio, entonces la doctora la rescataría a ella, añadió Reggie.

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