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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (32 page)

BOOK: Esperando noticias
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Al principio había pensado que su civilizada cópula tenía bastante encanto, pues había pasado por suficientes encuentros sudorosos y salvajes en sus tiempos, pero ahora empezaba a dudar. Si alguna vez besaba a Jackson, sería el fin de la decencia y los buenos modales. Una pareja de tigres rugiendo en la noche. La noche anterior en el hospital no, ese había sido un beso casto para un inválido. Si se besaban alguna vez como era debido, intercambiarían aliento, intercambiarían almas. Nunca pienses en un hombre en la cama de otro, en especial si el hombre de la cama es tu marido. Es el colmo de la mala educación, Louise. Eres una esposa mala. Muy mala.

Observó el reloj dar las cinco cincuenta y seis y se levantó sin hacer ruido. Patrick no solía despertarse hasta las siete, pero Bridget y Tim eran aves madrugadoras y no se creía capaz de soportar la educada conversación de cualquiera de ellos a aquellas horas. O, Dios no lo quisiera, otro desayuno
en famille
. Aun así, había resuelto morderse la lengua durante el resto de su estancia, arrancársela de un mordisco de ser necesario, y mostrarse tan educada como la señora de los Modales Impecables. La bruja estaba amordazada.

Se puso las lentillas y se contempló en el espejo del vestidor. Todavía parecía agotada —de hecho lo estaba—, pero al mismo tiempo sentía un alivio abrumador ante la idea de tener que ir a trabajar y no quedarse a jugar a la anfitriona.

De pronto se acordó de Jackson en la cama del hospital, herido y vapuleado, abatido y fuera de combate. Era de los que siempre volvían a ponerse en pie, pero, por supuesto, algún día no lo haría. ¿Por qué estaba siempre en el sitio equivocado en el momento equivocado? Lo imaginó contestando: «Podría haber sido el sitio adecuado en el momento adecuado». Era una persona de lo más irritante, incluso en su imaginación.

Se movió de puntillas por la casa; pensó en preparar café, pero decidió que no, porque haría demasiado ruido.

Torpe por la resaca, finalmente no consiguió llevar a cabo su gran evasión. Justo cuando se abrochaba el abrigo, la buena de Bridget flotó escaleras abajo, con una llamativa bata de satén naranja, y preguntó:

—¿Ya te vas a trabajar?

—No hay paz para los malvados ni para los policías —respondió ella.

—No te preocupes, cuidaré de Patrick —soltó Bridget.

Y Louise, pasando en un santiamén de pariente política a pariente nada política, gruñó en respuesta:

—No estoy preocupada, tiene cincuenta y dos años, sabe cuidarse solito. —La bruja se había liberado.

El edificio de pisos tenía un garaje subterráneo, y cuando emergió de él casi atropelló al cartero, que le llevaba un paquete urgente, otro volumen de la obra de Howard Mason que había encontrado por internet. Firmó el recibo, metió el paquete en la guantera y se alejó.

En esa ocasión no se dirigió a la bonita puerta principal, sino que recorrió el sendero que seguía el lateral de la casa y conducía a la puerta de atrás. Pasó ante el garaje y, a través de la ventana, vio el virtuoso Prius de la doctora Hunter, como Reggie había dicho. El martes, Louise había aparcado en la calle para esperar a que Joanna Hunter llegara del trabajo. Había visto su coche enfilar el sendero de entrada, la había visto a ella llegar a casa, y se preguntó cómo se sentiría al ser la única que había escapado. («Culpable —explicó Joanna Hunter—. Todos los días me siento culpable.»)

—Soy yo otra vez —dijo alegremente cuando Neil Hunter abrió la puerta. Se lo veía más desmelenado en todos los sentidos que el día anterior.

—¿Sabe qué hora es?

Louise miró el reloj.

—Las siete menos diez —contestó, como una servicial girl scout.

Primera hora de la mañana, el mejor momento para sacar de la cama a traficantes de droga, terroristas e inocentes maridos de bondadosos médicos de cabecera. Ni siquiera había llegado a
girl scout
, pues la echaron del grupo infantil a los siete años. Fue raro, porque siempre se había considerado buena integrante de un equipo, aunque a veces sospechaba que nadie más del grupo lo pensara. («No eres integrante de un equipo, sino líder de un equipo, jefa», le decía con diplomacia Karen Warner.)

—Dije que volvería —le dijo Louise, reina de la lógica, a Neil Hunter.

—Ya veo que lo ha hecho.

Hunter se frotó el mentón con barba de tres días y la miró con expresión ausente unos instantes. No se lo veía en plena forma. Quizá era uno de esos hombres que necesitaban una esposa para que su vida siguiera en marcha (había un montón de ellos por ahí).

—Supongo que quiere pasar, ¿no?

Hunter se apoyó contra la jamba, de modo que ella tuvo que entrar por el espacio que dejó. Demasiada cercanía para el perímetro defensivo de Louise. Olía a alcohol y tabaco y tenía pinta de no haber dormido en toda la noche, lo cual no resultaba tan poco atractivo como debería. No era un tipo al que echarías a patadas de tu cama. Si no estuvieras casada, claro, y él no estuviera casado, y si no existiera la remota posibilidad de que se hubiese cargado a su mujer. Qué tonterías dices, Louise.

—Me he fijado en que el coche de la doctora Hunter está en el garaje —dijo.

—No se pone en marcha, debe de ser algo eléctrico. Mañana lo llevo al taller. Jo alquiló un coche para irse a Yorkshire.

—He llamado un par de veces a la doctora Hunter, pero no me ha contestado. —No había llamado, pero bueno—. Lleva su móvil encima, ¿no?

—Sí, por supuesto.

—Quizá pudiese darme el número de teléfono y la dirección de su tía.

—¿De su tía?

—Ajá.

Hunter se llevó los dedos a la sien y pensó durante unos segundos antes de responder.

—Creo que lo tiene en el estudio. —Salió de mala gana de la habitación como si partiera para una misión especialmente complicada.

Cuando Hunter hubo desaparecido en las entrañas de la casa, empezó a sonar un teléfono, un móvil. Estaba en algún sitio cerca, pero el sonido se oía amortiguado, como si estuviera debajo de algo. Siguió el tono de llamada hasta localizarlo en el cajón de la gran mesa de la cocina. Cuando abrió el cajón, la música flotó en el aire, libre. Le sonó vagamente a Bach, pero no consiguió identificar la melodía, poco conocida para ella. Gracias a Patrick, ahora reconocía un montón de cosas, pero solo era capaz de ponerles título a unas cuantas muy obvias —la Quinta de Beethoven, fragmentos de
El lago de los cisnes
,
Carmina Burana
—, «clásica
light
», según Patrick. Era asimismo muy aficionado a la ópera, en especial a las que no le gustaban a Louise. Se reía de ella diciéndole que era «una populista» porque solo disfrutraba de las grandes arias emotivas. Louise llevaba un cedé de «Grandes éxitos de Maria Callas» en el coche, que ponía a menudo, aunque no tenía la seguridad de que fuera necesariamente una sana elección para ir al volante.

Su reacción instintiva fue contestar la llamada, pero comprendió que hacerlo supondría una indiscreción, si no una absoluta falta de ética. Contestó de todas formas.

—¿Jo? —preguntó una voz de hombre, una voz que desprendía angustia y tensión incluso con aquella sola sílaba.

—No —respondió.

Un pequeño y perfecto pareado, «No Jo», que era la pura verdad. Comprendió que había estado deseando ver a Joanna Hunter, y negándose que así fuera. Joanna Hunter era la razón de que estuviese allí aquella mañana, no Neil Hunter.

Quienquiera que fuese, cortó la comunicación de inmediato. Si aquel era el teléfono de Joanna Hunter, ¿qué hacía en un cajón? ¿Y quién la estaba llamando, alguien que se equivocaba? ¿Un amante? ¿Un paciente chiflado?

Volvió a dejar el teléfono y cerró el cajón. Casi no le quedaba batería. Neil Hunter debía de haberlo oído sonar durante los últimos dos días. ¿Por qué no lo había apagado, simplemente? Quizá quería saber quién llamaba a su mujer. Hunter volvió a entrar en la habitación.

—Me gustaría ver el teléfono móvil de la doctora Hunter, si no le importa.

—¿Su teléfono?

—Su teléfono —repitió ella con tono firme—. Tenemos problemas para localizar a Andrew Decker y necesito averiguar si ha llamado a la doctora Hunter en estos últimos días.

Estaba improvisando, inventando sobre la marcha, ¿no era eso lo que hacía todo el mundo?

—¿Por qué iba a hacer algo así Andrew Decker? —quiso saber Neil Hunter—. Sin duda Jo es la última persona con la que se pondría en contacto, ¿no?

—O la primera. Solo quiero asegurarme. —Le dirigió una sonrisa alentadora a Neil Hunter y tendió la mano—. ¿El teléfono?

—Se lo llevó consigo, ya se lo he dicho.

—Solo que cuando llamo al móvil de la doctora, nunca contestan —dijo ella con inocencia (o con toda la inocencia de que fue capaz).

Marcó un número en su móvil y lo sostuvo en alto como para demostrarle a Hunter que no conseguía comunicarse con la doctora. Unos segundos después, empezó a oírse la amortiguada musiquilla de Bach. Neil Hunter se quedó mirando la mesa de madera como si acabase de levantar las patas para bailar un cancán. Louise abrió el cajón y cogió el teléfono.

—Mira por dónde, Jo se lo dejó. ¿No le parece increíble? —Neil Hunter no era tan bueno fingiendo inocencia como ella—. Hay que ver lo despistada que puede llegar a ser a veces mi mujer.

(¿Qué había dicho la chica? «La doctora nunca olvida nada.»)

—¿No ha hablado con ella, entonces?

—¿Con quién?

—Con su esposa, señor Hunter.

—Por supuesto que sí, ya se lo dije. Debo de haberla llamado al número de su tía. —Le tendió un pedazo de papel con una dirección y un número de teléfono. De la tía.

—¿Cuándo? —quiso saber.

—Ayer.

—¿Le importa si me llevo el móvil de la doctora?

—¿Su móvil?

—Sí —concluyó Louise—. Su móvil.

Estaba aparcada ante la casa de Alison Needler, tomándose un café.

Agnes Barker. La anciana tía, como el personaje de una farsa, no era una persona real en absoluto. (Hace su entrada por la izquierda del escenario: una tía anciana.) La tía tenía setenta años; no era tan anciana, no para aquella época. La vejez retrocedía cuanto más te acercabas a ella. Vive deprisa, muere joven, solía bromear Louise antes, pero se hacía difícil moverse veloz cuando una se veía obstaculizada por baúles llenos de mantelerías y servilleteros de plata, por no mencionar que se había encadenado a un hombre para el resto de su vida. ¿Era a eso a lo que se referían con el vínculo del matrimonio? A un buen hombre, se recordó.

Buscando en internet, había dado con algún que otro detalle sobre Agnes Barker: de soltera, Mary Mason, nacida en 1936, asistió a la Academia de Arte Dramático, pisó los escenarios durante unos años con una compañía de repertorio, se casó con Oliver Barker, un productor de radio de la BBC, en 1965. Vivieron en Ealing, no tuvieron hijos. Se retiró a Hawes en 1990, su marido murió hacía diez años.

En
El tendero
aparecía una hermana llamada Margot, una niña algo esnob y con muchos humos, supuestamente el álter ego ficticio de Agnes. Louise empezaba a tener la sensación de que podía presentarse al concurso
Mastermind
y responder a preguntas sobre «Vida y obra de Howard Mason».

La hermana que se las daba de artista de un hombre que se las daba de artista. En
El tendero
, Margot aún estaba en el colegio, pero tenía sueños «absurdos y nada realistas» de alcanzar la fama y el éxito.

No había un solo motivo para dudar de la existencia de la tía o su veracidad. Solo que al examinar el teléfono móvil de Joanna Hunter, como estaba haciendo ahora, y cotejar la lista de llamadas con el número de la tía, que Neil Hunter le había dado de tan mala gana, no había ninguna de Agnes Barker; no había ni una sola llamada de Hawes. Quizá Joanna Hunter y su marido estuviesen utilizando a la tía como una especie de tapadera, para darle un poco de espacio a Joanna, pero parecía muy poco probable.

Joanna Hunter había hecho seis llamadas el miércoles, y recibido cinco. El jueves, había recibido —o al menos el teléfono lo había hecho— varias llamadas. Comprobó el número de Reggie Chase, y no la sorprendió que la mayoría fueran de ella. Resultó imposible seguir investigando el móvil de Joanna Hunter, pues la batería, ya en su último suspiro, pasó finalmente a mejor vida.

Marcó el número de la casa de Agnes Barker y una educada voz de robot le informó de que aquel número ya no estaba operativo. Llamó a comisaría, preguntó por el detective que hubiese más a mano y le pidió que averiguara cuándo habían dado de baja el número. El detective en cuestión, veloz como el rayo, le devolvió la llamada en diez minutos.

—La semana pasada, jefa.

Dada de baja y descatalogada. Los Mason eran como un truco de magia, todo humo y espejos.

Louise hojeó la nueva novela de Howard Mason,
El camino a casa
, escrita un par de años después de casarse con Gabrielle. La esposa de la novela se llamaba Francesca, era de origen exótico y tenía una educación cosmopolita, nada que ver con el protagonista del relato, Stephen, criado en una claustrofóbica población maderera del oeste de Yorkshire, toda canales sucios y edificios ennegrecidos de hollín. (Se preguntó qué opinaría Jackson del libro de Howard.)

Stephen, tras escapar de su herencia de desdicha norteña, llevaba ahora una vida de gitano con su nueva esposa colegiala —se había fugado con ella—, en los enclaves bohemios de Europa. Parecía haber una cantidad increíble de sexo en la novela: una página sí y otra no, Stephen y Francesca andaban metidos en faena como conejos, succionando, arremetiendo y arqueándose. Supuso que era aquella jodienda constante lo que había puesto de moda a Howard Mason en —comprobó la fecha de publicación— 1960. Bostezó; era increíble hasta qué punto podía resultar aburrido leer sobre sexo a aquella hora del día, o a cualquier hora, en realidad.

La puerta de la casa de los Needler se abrió y Alison asomó la cabeza y se cercioró de que no hubiese nadie merodeando, para reaparecer con los niños un par de minutos después. Los condujo calle abajo hasta el colegio como si fueran una jauría de perros desobedientes, pero en realidad eran más dóciles que zombis. Entre los cuatro, los Needler eran toda una farmacopea de sedantes y antidepresivos. Louise puso en marcha el BMW y los siguió lentamente, para despegarse del bordillo una vez hubieron entrado en el colegio. Alison Needler reconoció su presencia con un saludo casi imperceptible con la cabeza.

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