Esperando noticias (36 page)

Read Esperando noticias Online

Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Esperando noticias
7.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por Dios, Marcus. Aún eres demasiado joven para morir.

—¿Qué?

Marcus se puso al volante en la estación de servicio de Washington. En la tienda, dos periódicos sensacionalistas cubrían la historia de la desaparición de Decker. «Asesino liberado pone pies en polvorosa.» Había que reconocerles a los chicos que tenían inventiva con los titulares.

—El tipo da cierta lástima —comentó Marcus—. Después de todo, ha pagado su deuda y todo eso, pero aún se le está castigando.

—¿Quién eres tú, la madre Teresa?

—No, pero fue llevado ante la justicia, y pagó, ¿tiene que pagar para siempre?

—Sí. Para siempre —contestó ella—. Y luego un poco más. No te preocupes —añadió—, cuando tengas mi edad, tú también serás duro e insensible.

—Supongo que sí, jefa.

—Nunca había conducido un cochazo como este —comentó Marcus sentándose al volante y ajustando el asiento—. Qué chulada. ¿Cómo es que no vamos en un coche policial?

—Porque no estamos en una misión policial. O no estrictamente hablando. Es tu día libre, es mi día libre. Vamos a dar un paseo.

—Un paseo bastante largo.

—Tú solo ten cuidado con el coche, Scout.

—Sí, jefa. Allá vamos. ¡Hasta el infinito y más allá!

Era buen conductor, casi lo suficiente para que ella se relajara. Casi. Bueno, tía anciana, allá vamos, estés lista o no, se dijo. La tía impostora. La farsa se había vuelto más absurda. Solo que no era divertida. Claro que, en su opinión, rara vez lo eran, la atraían más las tragedias con venganzas. A Patrick, por sorprendente que fuera (o quizá no tanto), le gustaba la comedia histórica. Y Wagner. ¿Debía casarse una con un hombre al que le gustaba Wagner?

La primera vez que un adolescente Howard Mason acudió a un concierto fue a
El Mesías
de Händel, interpretado por la Bradford Choral Society, y había llorado durante el «Aleluya». ¿O lo estaba confundiendo con uno de sus álter ego, sus dobles ficticios?

El libro que estaba escribiendo en Devon, el invierno anterior a los asesinatos, se titulaba
La banda de música sigue tocando
, y el protagonista era un esforzado dramaturgo (del norte, cómo no) que se veía agobiado por una vida doméstica compuesta por dos hijas pequeñas y una esposa que lo había hecho mudarse al campo. Para el pequeño Joseph no había una segunda personalidad ficticia; el bebé de Howard Mason parecía haberse librado de que lo prendieran con un alfiler en la página.

Lo que Howard Mason no escribió nunca (y de lo que nunca habló siquiera) fue una novela sobre un hombre cuya familia fue asesinada mientras él andaba coqueteando lejos de allí con su amante sueca. Ahí perdió una buena oportunidad. Probablemente se habría convertido en un éxito de ventas.

Ese día había recibido ya tres mensajes de voz de Reggie. En todos parecía muy agitada, en uno citaba la matrícula de un coche («Un Nissan Pathfinder negro», aquella chica era mejor testigo que la mayoría), y captó el nombre «Anderson» en un comunicado especialmente jadeante. Louise sintió una punzada de culpa. Todas las fantasías de Reggie habían resultado estar bien ancladas en la realidad, pero un secuestro…, ¿de veras? («¡La han raptado! A la doctora Hunter la han raptado.») Sonaba a locura.

El tercer mensaje consistía en un desglose del contenido del bolso de Joanna Hunter, que Reggie había encontrado en su dormitorio («Sus gafas de conducir, ¿cómo pudo irse en coche sin ellas? Y el inhalador. ¡Y el monedero!»). El dolor de cabeza de Louise creció de intensidad, e imaginó que su cerebro tenía el aspecto de una explosión atómica, con el hongo volviéndose más y más grande y presionando contra las paredes del cráneo. Cerró los ojos y se apretó los puños contra las cuencas. Tenía la horrorosa sensación de que Reggie Chase podía estar en lo cierto y que a Joanna Hunter le había ocurrido algo malo.

—Haz que alguien compruebe un número de matrícula —le dijo a Marcus.

—¿Por qué nos preocupa exactamente esa tía, jefa? —quiso saber Marcus.

—No me preocupa la tía —respondió con un suspiro—. Me preocupa Joanna Hunter. Hay ciertas… No sé, anomalías.

—Y por eso nosotros dos estamos recorriendo más de doscientos cincuenta kilómetros para llamar a una puerta. ¿No puede hacer eso la policía de allí?

—Sí, podría hacerlo —contestó con tono paciente (mucho más paciente que con Patrick)—. Pero lo estamos haciendo nosotros.

—¿Y piensas acaso que tiene algo que ver con la posibilidad de que Decker esté en la zona de Edimburgo? ¿O se trata del chungo de su marido? ¿Como en una escena de esas de «enterrada en el patio de atrás»?

—O de un secuestro —reveló. Ahí lo tenía, acababa de pronunciar la palabra que había estado evitando.

—¿Un secuestro?

—Bueno, no hay ninguna prueba de que Joanna Hunter esté viva y libre, ¿no? —puntualizó Louise.

—«Prueba vital», así se lo llama en los casos de secuestro, ¿verdad?

—Creo que es más bien como lo llaman en las películas. No lo sé, de veras que no. Vale, es probable que esté haciendo tonterías. Solo quiero asegurarme. Habría dicho que no es la clase de persona que sale corriendo y se esconde. Sin embargo, eso es exactamente lo que hizo una vez.

—No te estoy criticando, jefa. Solo preguntaba.

Louise no conseguía recordar cuándo había admitido ante alguien su estupidez.

Marcus recibió una llamada en respuesta sobre el Nissan de Reggie.

—Está registrado a nombre de una compañía en Glasgow, alguna clase de empresa de coches con chófer, para bodas y esas cosas, aunque cuesta imaginar a una sonrojada novia bajándose de un Pathfinder.

—Todos los caminos llevan a Glasgow —declaró ella.

—¿Quién era el tipo que no era Decker, jefa? ¿El del hospital?

—Nadie. No era nadie. Un tipo corriente.

—¿Que él mismo se ha dado el alta? ¿Cómo? ¿Por qué? —Al volver al hospital, ver la cama vacía y que no había rastro de su ocupante, había pensado de inmediato que debía de yacer en la morgue en algún sitio—. ¿Se ha ido? ¿Está segura?

—Contraviniendo el consejo de los médicos —contestó una enfermera con tono de desaprobación.

—Su hija estaba aquí —intervino la enfermera irlandesa—. Se ha ido con ella.

—¿Su hija?

No conseguía recordar el nombre de la hija de Jackson, aunque una vez, en el pasado, los dos hubiesen intercambiado opiniones sobre la educación de los hijos, pero la niña tenía…, ¿cuántos, once o doce años? No se acordaba.

—¿Estaba sola? —quiso saber.

La enfermera se encogió de hombros como si aquello no fuese con ella.

Se había ido. Sin despedirse siquiera. El muy cabrón.

Llegar al medio de ninguna parte no les llevó tanto como esperaban. Lo consiguieron en poco menos de tres horas.

—Para que veas —le dijo Louise al GPS.

Al cabo de unos minutos de tomar el desvío en Scotch Corner, uno se encontraba en un mundo distinto. Un mundo muy verde. No tanto como la lluviosa Irlanda, adonde Patrick y ella habían viajado en su luna de miel. A Louise le habría gustado ir a Kerala, pero de algún modo acabaron en Donegal.

—En tu próxima luna de miel puedes ir a la India —bromeó Patrick.

Cómo se habían reído, ja, ja, ja.

Él hablaba de «volver a Irlanda algún día». Se refería a cuando se jubilara, pero por más que lo intentara, Louise no conseguía imaginarse en esa visión del futuro de Patrick.

Hawes era una pequeña población con mercado.

Era la clase de sitio con todo lo que podía desear una anciana, lo bastante grande para que hubiera tiendas, médicos y dentistas, y una bonita casa con vistas, llamada Hillview Cottage, desde la que, en efecto, se veía una colina, pero que era más un bungalow estilo años cincuenta que una casita pintoresca. Quedaba a las afueras de Hawes, entre el pueblo y el campo. «Con lo mejor de ambos mundos», imaginó a Oliver Barker diciéndole a su mujer cuando se retiraron allí. Louise se preguntó si debería preocuparla que el clan Mason al completo, tanto el real como el irreal, se hubiese alojado en su cerebro.

Ella era una urbanita, prefería el emocionante sonido de una sirena de emergencia rasgando la noche que el piar de los pájaros al amanecer. Las peleas de pub, el barullo de las obras en la calle, los robos a turistas, los barrios bajos las noches de sábado; todo eso tenía sentido para ella, formaba parte del enorme, sucio y desgarrado tejido social. Allí fuera, en la ciudad, se estaba librando una guerra y ella formaba parte de la lucha, pero el campo la desestabilizaba porque no sabía quién era el enemigo. Siempre había preferido
Norte y sur
a
Cumbres borrascosas
. Todo aquel demente corretear por los páramos, identificándose con el paisaje, no era un buen modelo de conducta para una mujer.

Aunque, si la obligaran a elegir a punta de pistola dónde prefería que la enterrasen, en Irlanda o en Hawes, suponía que se decidiría por Hawes. La última vez que había hablado con Jackson en condiciones, no contemplándolo mientras dormía en una cama de hospital, él era propietario de una casa en Francia. Sonaba muchísimo mejor que Yorkshire o Irlanda, pero sospechaba que lo que le resultaba atractivo en la ecuación era más «Jackson» que «Francia», pues, probablemente, la Francia rural tenía pájaros que piaban y tranquilidad soporífera a espuertas. Nunca había estado en Francia; en realidad, nunca había estado en ningún sitio. Desde luego, nunca había estado en Kerala. Patrick había sugerido que fueran a París aquel próximo abril, «un fin de semana largo», y ella había contestado con una evasiva porque, en secreto, reservaba París para Jackson, cosa que era decididamente ridícula. Ahora Louise se hallaba en la patria natal de este, pero los valles de Yorkshire no reflejaban la negrura y la mugre que conformaba la esencia de Jackson. Debía dejar de pensar en él. Con una obsesión como esa acababas arrancando plumas de las almohadas en tu lecho de muerte.

Marcus aparcó a un par de casas de Hillview Cottage. Fuera no había coches, y tampoco en el sendero de entrada. No había indicios de vida, ni señal alguna de que la hubiera en absoluto.

—El honor es todo tuyo —le dijo a Marcus cuando bajaron del coche.

Él se adelantó y llamó a la puerta con fuerza.

—Muy profesional —bromeó ella—. Deberías ser policía.

Un hombre robusto y nada atractivo, con una camiseta imperio blanca, abrió la puerta y se quedó mirándolos con cara de pocos amigos. Louise oyó los bramidos de un comentarista deportivo procedentes de un televisor, en algún lugar del fondo de la casa. El tipo tenía una lata de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Era un cliché formidable; tuvo ganas de felicitarlo por su condición casi icónica.

—Buenas tardes —saludó Marcus en tono amigable—. Me pregunto si podría ayudarnos. —Parecía un evangelista vendiendo Biblias y anunciando la buena nueva de puerta en puerta.

—No es muy probable —contestó el eslabón perdido.

Louise no supo muy bien si estaba siendo insolente o simplemente inglés. Ambas cosas, seguramente. La placa le quemaba en el bolso, pero estaban allí de paisano, no en misión oficial.

—Estoy buscando a la señora Agnes Barker —prosiguió Marcus con educación.

—¿A quién? —El tipo frunció el cejo como si Marcus hubiese empezado a hablar lenguas desconocidas.

—Agnes Barker —repitió él despacio—. Nos consta que vive en esta casa.

—Bueno, pues se equivocan.

Louise no pudo contenerse. Sacó la placa y se la plantó en la fea cara.

—¿Lo intentamos otra vez? Desde el principio: estamos buscando a la señora Agnes Barker.

—Y yo qué sé —respondió el tipo de mal humor—. Estoy de alquiler. Les daré el número.

—Gracias.

La chica que contestó al teléfono en la agencia inmobiliaria, y que parecía tener unos doce años, explicó de inmediato que gestionaban el alquiler para el abogado de la señora Barker sin que Louise tuviera que decirle siquiera quién era.

—Tiene un poder notarial de la señora —añadió.

Louise tradujo que significaba que la tía chocheaba.

—¿La señora Barker está incapacitada?

—Está en Fernlea. Es una residencia de ancianos.

—O sea, que sí existe —dijo Marcus.

Su teléfono sonó mientras Marcus reprogramaba el GPS.

—¿Jefa? —dijo Abbie Nash—. Tengo algo sobre el alquiler del coche, o, más bien, no tengo nada. Hemos telefoneado a todas las compañías de alquiler de Edimburgo. Ninguna le alquiló un vehículo a Joanna Hunter.

—Quizá nunca se cambió el apellido en el permiso de conducir al casarse.

—¿Mason? —preguntó Abbie—. Sí, ya lo he probado. Sigue sin haber nada de nada. Pero mientras hacíamos las llamadas, se me ha ocurrido que podía probar también con el nombre de Decker, solo por si acaso, ya sabes, y… bingo. Decker ha alquilado un Renault Espace esta mañana. Y hay algo interesante: estaba con su hija.

—No tiene ninguna hija.

—Por eso es interesante.

—Esto se pone cada vez mejor —comentó alegremente Marcus cuando ella se lo contó.

Fernlea era todo lo que Louise temía para sí misma. Las sillas de respaldo alto dispuestas en la sala en torno al televisor, el olor a comida de hospital solapándose con el tenue pero omnipresente aroma de desinfectante Izal. No importaba que hubiese un tablón donde se anunciaban actividades para los residentes («Petanca») y salidas («Jardines de Harlow Carr, Harrowgate, ¡con almuerzo incluido en Betty's!»), seguía siendo un sitio al que se mandaba a la gente que nadie quería. Un sitio donde morir. Archie la enviaría a un lugar así cuando estuviera calva y sin dientes, se hiciera pipí encima y olvidara el nombre de su propio hijo. No lo culparía por ello. Patrick no cuidaría de ella: era un hombre, de modo que, estadísticamente, lo más probable era que estuviese muerto; pese a todo el golf, el vino tinto y la natación.

Louise no iba a acabar allí. Se apartaría de su vida, echaría a andar una noche fría, muy fría («Voy a salir y puede que tarde un rato»), se tendería bajo un seto y se dormiría, antes que acudir a un sitio como ese. O se cortaría las venas y esperaría, tan serena como una romana. O conseguiría un arma —bastante fácil— y se la metería en la boca como si fuera regaliz y se volaría la tapa de los sesos. Una parte de ella casi lo estaba deseando. Lo de morirse antes de acabar con pañales para la incontinencia y viendo interminables reposiciones de
Friends
tenía desde luego sus ventajas. Gabrielle Mason, la Samantha de Patrick, la hermana de Alison Needler, Debbie. Todas ellas estaban conservadas en el ámbar del recuerdo, jóvenes para siempre. Muertas para siempre.

Other books

Murder Among the OWLS by Bill Crider
The Death of Bees by Lisa O'Donnell
Geek Girl by Cindy C. Bennett
Barbara Greer by Stephen Birmingham
Starstruck - Book Four by Gemma Brooks