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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (21 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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—Mmm. Qué rico. Te has convertido en una excelente cocinera.

—Ojalá supiera cocinar así. No volvería a enseñar música nunca más… A veces sufro al ver que mis alumnos se muestran indecisos al tocar unos pasajes tan bellos…

Andrea se limpió la boca.

—¿Y qué harías?

—Abriría una escuela de cocina en algún lugar del mundo, organizaría servicios de
catering
para los eventos más importantes y mundanos… —Andrea no tuvo tiempo de sentirse excluido—, y te llevaría a ti como chef…

—Ah, bueno.

—Pensabas que ibas a librarte de mí, ¿eh? —Sofia le sonrió—. ¡Imposible!

Continuaron cenando en silencio. Todo estaba muy bueno. Sofia debía de haberse dado mucha prisa en llevar la comida a casa, porque los
tagliolini
no estaban pasados y el segundo todavía estaba caliente. Andrea tomaba sorbos de vino. Lo saboreaba apreciando su retrogusto afrutado, perfecto. Cerró los ojos. Durante un instante, le pareció hallarse en una condición mágica. Estaba experimentando una sensación nueva desde que tuviera el accidente. Se sentía satisfecho, contento, en cierto modo realizado. Aquello era: era feliz y no sabía explicarse el porqué.

«¿Así que la felicidad es sólo un estado mental? ¿Somos nosotros quienes nos creamos los problemas o llevamos mal los que tenemos? Entonces ¿el hecho de que yo ya no pueda andar tampoco es tan importante?»

Abrió los ojos; los tenía brillantes, se había conmovido. Cuando la vio, se quedó sorprendido.

Sofia estaba arrodillada ante él.

—Toma…

—¿Qué es?

—Es para ti. —Andrea cogió el pequeño paquete y lo giró entre las manos—. Ábrelo… —Mientras le quitaba el papel, Sofia siguió hablando—: Puede que sea una chiquilla testaruda y caprichosa; a veces pongo mala cara por tonterías y cometo errores… —Sonrió al verlo preocupado, debía de estar preguntándose qué habría hecho que él no supiera—, pero nunca nada tan grave como para que hayas perdido la confianza en mí… A veces soy desordenada, distraída, me olvido de dónde pongo las cosas o, peor aún, de lo que me acabas de contar. Pero te quiero y eso es lo más importante… Creo. —Justo en aquel momento Andrea acabó de desenvolver el paquete. Dejó el papel en la mesa. En la mano sólo tenía una cajita de piel de color azul oscuro— Ábrela… —Andrea lo hizo con lentitud. Era un anillo de oro blanco, un aro ancho, sólido, con un sol grabado y un pequeño diamante en el centro. Entonces Sofia lo cogió de las manos y se lo puso—. Tú has sido, eres y serás mi luz… Andrea, ¿quieres casarte conmigo?

Él la miró. Sofia estaba allí, conmovida, con lágrimas en los ojos, a sus pies. Y, durante un instante, Andrea buscó las palabras, una broma que gastar, o, simplemente, formular aquella pregunta: «¿Por qué quieres casarte conmigo, Sofia? Sabes que no puedo andar, ¿verdad? ¿Se trata de un gesto de compasión? —Y siguió—: Pero ¿no era cosa de hombres lo de pedir la mano, la sorpresa, el anillo y todo lo demás? —Y al final—: Tengo miedo, Sofia, ¿qué significa todo esto?» Pero entonces comprendió que en aquel momento tenía que renunciar a cualquier razonamiento, a la necesidad de hacerse el gracioso, y apreciar la sencillez con la que Sofia le mostraba su corazón. Así que le dedicó una gran sonrisa y simplemente dijo:

—Sí.

Se abrazaron, felices. Sofia lo llenó de besos.

—Tenía miedo de que me dijeras que no.

—¿Por qué? No estás tan mal, ¿sabes?

—Pero ya sabes que soy un timo, ¿verdad?

—Sí…, lo sé. Pero el amor está hecho así: cuanto más sales perdiendo, más feliz eres.

Se casaron dos meses más tarde en una pequeña iglesia del lago de Nemi. Fue una boda preciosa, con todos sus amigos más queridos de los tiempos de escuela. Asistieron los jugadores de rugby amigos de Andrea y todos los músicos que habían acompañado a Sofia en sus conciertos: un famoso director de orquesta chino, una violinista sueca, un trompetista americano y otro alemán y uno de los mejores xilofonistas del mundo. Se organizaron para tocar en la iglesia y la ceremonia fue una especie de
jam session
que pocos teatros se habrían podido permitir. Los padres de Sofia se trasladaron desde Ispica, y también fue la madre de Andrea, que vivía en Formello.

La madre de Sofia, Grazia, quiso llegar a Roma una semana antes. Quería estar segura de que su hija era consciente del paso que iba a dar, así que, por primera vez después de muchos años, fue ella quien buscó el diálogo y la invitó a comer. Se encontraron en el Pain Quotidien, un excelente local de la via Tomacelli. Habrían parecido dos turistas extranjeras de no ser por el acento siciliano que Grazia había conservado, fuerte y claro.

—¿Estás segura de lo que haces, Sofia? El Señor te habrá perdonado por aquel capricho. No tienes que casarte con él a la fuerza. Después será más difícil dar marcha atrás.

Sofia comía, tranquila, un excelente plato de espaguetis a la
gricia
.

—Mmm. ¿Has visto qué buenos están, mamá?

—¡No cambies de tema!

—Pero ¿quién cambia de tema? ¡Están realmente ricos!

La madre se quedó en silencio. Después volvió a hablar:

—¿Sabes cuántas veces me habría gustado dejar a tu padre? No cometas el mismo error.

—Perdona, mamá. —Sofia se limpió la boca y dejó la servilleta en la mesa—. ¿Por qué no lo dejaste?

—Por ti y por tu hermano. Y quizá también porque no tuve valor.

—Bueno, si lo hiciste por nosotros, te lo agradezco. Pero tampoco creo que hubiéramos sufrido tanto. Muchos de los padres de nuestros amigos estaban separados.

—Y lo cierto es que muchos de ellos no consiguieron rehacer sus vidas.

—Qué exagerada eres, mamá. No siempre va todo relacionado… Ninguno de vosotros dos, por ejemplo, ha tocado nunca un instrumento.

—Sí, y de hecho tú has dejado de tocar.

—Ahora eres cruel.

—Lo has hecho por él, ¿no? ¿Y ahora? ¿Te casas también por culpa del accidente?

Sofia permaneció en silencio. Un rato después, habló:

—Mamá, si tú hubieras dejado a papá, yo lo habría sentido por vosotros, porque un matrimonio roto es una historia que termina y hace sufrir. Pero si lo hubierais hecho, mi amor por vosotros no habría cambiado. Pero me gustaría sentir tu amor por mí en este momento. Yo estoy feliz de casarme con Andrea. Soy feliz con él y, aparte de la música, estoy satisfecha con mi vida.

Su madre reflexionó un poco sobre aquellas palabras.

—Muy bien. He encontrado la solución. Cásate con él…

—Oh…

—Pero vuelve a tocar.

—No puedo, mamá, ya lo sabes. Hice una promesa.

—Pero no tiene sentido. ¡Si ahora te casas con él es como si la promesa se anulara!

—Tienes un extraño concepto de la fe, mamá.

—Sí… En este momento de mi vida, la fe me parece inútil.

—¿Por qué?

—La Iglesia, la fe, sólo te sirven cuando necesitas pedir algo.

Sofia se quedó callada. Su madre era muy dura. No habría servido de nada intentar hacerla razonar. Tenía que aceptarla tal como era.

—Cómete la pasta, mamá; está rica, en serio.

Al final su madre se decidió: ensartó dos o tres espaguetis en el tenedor y se los llevó a la boca. Los masticó y por último se los tragó.

—Es cierto. Es excelente. Sé feliz, hija mía.

—Lo soy, mamá.

Siguieron comiendo en silencio y no volvieron a tocar aquel tema.

Durante la boda, su madre se emocionó y lloró. Después, en el convite, no dejó de buscar la aprobación de la gente:

—¿A que es guapa mi hija?

Todos le tomaban el pelo:

—Claro, Grazia, ¿acaso no lo sabías?

—¡Tendría que haberme casado yo con ella!

—Aunque Andrea también es un chico guapo… —le respondió Anna, la madre del novio.

—Claro, claro… —admitió Grazia.

—Forman una pareja preciosa.

La boda salió perfecta. Andrea, que se había licenciado en Arquitectura con matrícula de honor, se divirtió organizando toda la escenografía de la iglesia y del convite. Escogió plantas magníficas y ornamentos blancos como la casa de campo que encontró en el lago, a pocos pasos de la pequeña iglesia. Quiso que la fiesta fuera una especie de jornada campestre entre amigos. Al final de la celebración, los novios entregaron a los asistentes un archivo en el que habían grabado toda la música que habían tocado los amigos de Sofia —todos ellos grandes artistas internacionales— para que recordaran la banda sonora de aquella boda.

Al día siguiente, los padres de Sofia regresaron a Sicilia y los novios se fueron de luna de miel. Escogieron un crucero por el norte. Fue un viaje precioso, en el que estuvieron en contacto con la naturaleza en un gran barco que los llevó hasta el extremo del Sognefjord, el fiordo más largo de Noruega, y acabó su trayecto en Oslo. Allí pasaron dos días estupendos. También fueron a ver un concierto que daba una joven pianista japonesa, que tocó las
Variaciones Diabelli
, de Beethoven.

Sofia, al salir, le preguntó a su marido:

—¿Te ha gustado?

—Muchísimo, pero tú tocas mejor…

—Lo dices porque soy tu esposa.

—Ah, claro… ¡Se me había olvidado!

Y, riendo, regresaron al hotel.

—¿Y bien? ¿Se puede saber a qué esperas para tener ese hijo?

La voz de Stefano lo llevó de nuevo al presente.

—¡Pero si tú mismo has dicho que todo lo deciden ellas! —Justo en aquel momento, se oyó la llave en la cerradura—. Ya está aquí. No hablemos más del tema. Sofi, ¿eres tú? Ha venido Stefano.

—Hola, chicos. —Sofia apareció en la puerta—. ¿Qué estáis tramando? —Los miró a los dos con aire inquisitivo—. Ponéis cara de pillos.

Andrea pensó que la mejor defensa era un buen ataque.

—Nada especial, estamos organizando una velada sólo para hombres.

—Ah, bueno. Me parece bien, os doy permiso.

Dicho aquello, Sofia se fue a la cocina a dejar la compra. La voz de Stefano la cogió desprevenida:

—Vosotras también salisteis ayer por la noche con los del gimnasio, ¿no? —A Sofia se le cayeron unos cuantos tomates al suelo; se agachó a recogerlos justo a tiempo: Stefano estaba en la puerta de la cocina—. ¿Cómo fue la noche? ¿Os lo pasasteis bien?

Sofia respondió mientras seguía agachada.

—Sí, bastante, pero ya sabes cómo son estas cosas…

Sofia no tenía ni la más remota idea de lo que estaba diciendo, así que agradeció que los tomates le permitieran responder sin tener que mostrar el rostro. Al mismo tiempo, maldijo a su amiga por no haberla avisado. «Se le debe de haber fundido el cerebro», pensó. Se levantó mientras se arreglaba la falda. Stefano, por desgracia, todavía estaba allí.

—¿Y dónde fuisteis a cenar?

—A Prati. —Abrió el grifo del agua con la esperanza de que no hubiera más preguntas. Notó que él la estaba observando, así que continuó—: No me acuerdo bien; me llevó alguien, los del gimnasio siempre van allí.

—Ah, sí… Sería la pizzería Giacomelli, se come bien y no es muy cara. Lavinia me dijo que el otro día estuvieron allí…

—Sí, creo que sí. —Sofia abrió la bolsa de ensalada y empezó a lavarla. Stefano no parecía tener intención de irse—. ¿Me pasas los tomates que hay en la mesa, por favor?

—Claro.

Sofia los cogió sin volverse. Entonces pensó que su tono frío podía ser una señal evidente de culpabilidad, de modo que se dio la vuelta con una sonrisa, como si se le acabara de ocurrir justo en aquel momento:

—Eh… ¿Te apetece quedarte a cenar? Haré una tortilla de patata y calabacín…

Stefano la miró en silencio. Sofia creyó que le iba a dar algo. Se había dado cuenta. Se había dado cuenta de todo. Pero, al final, él sonrió.

—No, gracias. Otro día estaré encantado. Pero le he prometido a Lavinia que esta noche saldríamos a cenar y después iríamos al cine. ¿Sabes? Es nuestro aniversario. Dice que siempre se me olvida.

—¡Bueno, menos mal que esta vez no ha sido así!

—Sí, porque vosotras, las mujeres, le dais mucha importancia a estas cosas, ¿no?

Sofia cerró los ojos un segundo. Le parecía que cada palabra de Stefano subrayaba su complicidad. Siguió lavando los tomates como si no pasara nada.

—Oh, sí, pero también se la dais vosotros, los hombres, cuando queréis…

—Sí… Tienes razón. —Stefano se quedó todavía un instante, en silencio—. Bueno, que lo paséis bien. Nos vemos el miércoles.

Y salió de la cocina.

A Sofia le entró un ataque de rabia. Apoyó las manos en el fregadero, echó dentro la ensalada y después tiró los tomates con fuerza. Oyó que Stefano le decía algo a Andrea en el salón; se despidieron y a continuación oyó que la puerta de casa se cerraba. Se secó las manos en el paño de cocina que colgaba del asa del horno, cogió el móvil del bolso y corrió a encerrarse en el baño. Marcó de prisa el número de Lavinia y esperó, nerviosa, a que ella respondiera.

—¡Hola, Sofi!

Ni siquiera la saludó.

—¿Cómo se te ocurre decir que fuiste a cenar conmigo? No, mejor dicho, ¿cómo coño se te ocurre, si sabes que Stefano siempre está aquí, en casa…?

—¡Pero de ti puedo fiarme!

—¡Pero yo de ti no! ¿Sabes qué ha hecho tu marido? Me ha preguntado cómo fue la cena de anoche y adónde fuimos.

—¿Y tú que le has contestado?

—¡Me habría gustado decirle la verdad!

—Podías decírsela.

—Pero ¿estás loca?

Desde el otro lado, su amiga resopló:

—Entonces, ¿qué le has dicho?

—Que estuvimos en Prati.

—¡Perfecto! Con los del gimnasio solemos ir a Giacomelli. Al fin y al cabo, la pizza es buena y no es caro. Así que ha colado.

Sofia sacudió la cabeza. No se lo podía creer.

—¡Estás completamente loca! Tú estás casada. Hoy celebráis vuestro aniversario. ¿Cuántos años?

—Seis. No hemos aguantado, ni siquiera hemos llegado a la crisis de los siete años.

—Lavinia… —Entonces se dio cuenta de que estaba gritando y comenzó a hablar en voz más baja—, ¿ayer saliste con el del gimnasio?

—Sí, estuve en su casa. Fue una cena perfecta, preciosa, divertida… Y después follamos… Mejor dicho, me parece que hicimos el amor.

—Ah, bueno, ayer hiciste el amor con un semi-desconocido y hoy celebras felizmente tu aniversario de boda con tu marido.

—¿Y qué problema hay?

—O sea, ¿no te sientes culpable? ¿No sientes nada? —El sentimiento de culpa pertenece a nuestra cultura, nos lo ha inculcado la Iglesia.

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