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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (36 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Sofia se levantó y se puso de pie frente a él.

—¿Y por qué motivo no te lo puedes creer?

—No, Sofia, no es verosímil. Parece un plan perfecto…

—No puede ser que haya nadie tan malo, tan cínico para montar una cosa así, no es pos… —De repente se interrumpió, se quedó en silencio, como si en un instante lo hubiera visto todo con claridad. «¿Y si ese médico no existe? ¿Y si fuera todo un montaje sólo para pasar cinco días conmigo? No. No puede ser.»

—¿En qué estás pensando? —Andrea la miró y empezó a escrutarla.

Sofia se percató entonces que aquella jugada era decisiva, tenía que apostar el todo por el todo. Ya pensaría más tarde si se trataba de una puesta en escena. No podía fallar, no en aquel momento.

—Sólo pienso en que hay que tener el valor de vivir.

Y se fue al dormitorio dando un portazo. Necesitaba tiempo, sólo un instante para recuperarse. Tenía la sensación de que se estaba precipitando hacia un abismo. Se dejó caer en el sillón y en seguida se puso las manos entre el pelo. «No. No puede ser. No puede haber llegado tan lejos. Si es así, lo denunciaré. O mejor aún, me marcharé con él y lo mataré…» Entonces oyó el chirrido de la puerta al abrirse lentamente.

—Cariño… —Apareció Andrea—. Perdóname, he sido muy insensible. Tú haces todo esto por mí, por nosotros, y yo no hago otra cosa que ponerlo en duda. Perdóname, por favor. —Sofia se le acercó y lo abrazó. Entonces era Andrea quien lloraba—. Es que no me parece verdad. Es un sueño. Tengo miedo de despertarme de un momento a otro.

—Chisss… Todo es verdad, cariño, y nosotros somos afortunados de tener esta oportunidad… Tal vez nos la hayamos ganado. —Ya no sabía qué pensar. Ya no estaba tan convencida de sus palabras—. Sólo tenemos que ver si ese médico es realmente capaz…

Andrea se alejó de ella. Ya tenía otra cara, otro entusiasmo.

—Sí, he hablado con médicos del hospital. Ellos también han oído hablar de él. —Sofia se acordó de aquella sala llena de chicos que trabajaban con el ordenador, de cómo habían borrado al vuelo la pulsera de su muñeca. Aquellas personas eran capaces de convertir cualquier cosa en verosímil. Andrea continuó—: No puede no ser cierto. Incluso han entrevistado a personas que se han sometido a la operación, está todo en Internet… Hace varios meses que se habla de ello. Si no fuera cierto, ya habría salido todo a la luz. —Sofia se tranquilizó. Aquel médico no era virtual. Besó a Andrea en los labios y le sonrió—. Que te hayan ofrecido esa cantidad me parece algo increíble…

—Sí, para mí también lo es. No sé qué decir. Cuando pasan estas cosas, se puede simplemente ser feliz. Ven… —Se fue al salón, seguida de Andrea—. La he comprado para celebrarlo. —Sacó una botella de champán—. Venga, ábrela… Vivamos todo esto como si estuviéramos soñando con los ojos abiertos. Tal vez sea un camino largo, quizá no sea fácil, puede que surjan dificultades, pero debemos tener paciencia para aceptarlas cuando no podamos hacer otra cosa y fuerza para superarlas cuando sea posible… Quizá esta vez sea una de ellas. —Andrea abrió la botella. El tapón saltó hacia el techo y rebotó. Cayó lejos—. Es una buena señal. —Sofia sonrió y le pasó las copas que había cogido de la cocina. Andrea empezó a servir el champán mientras ella abría un paquete—. También he comprado una mimosa en la pastelería Cavalletti. Hoy quiero celebrarlo y, si cojo dos quilos…, bueno, ¡ya los perderé!

Andrea le pasó la copa mirándola a los ojos. Sofia dejó el pastel y la levantó. Permanecieron en silencio, a la espera de que uno de los dos encontrara las palabras adecuadas. Entonces fue él quien habló:

—Por todo lo que has hecho por nosotros. Y por tu amor, que, por lo que parece…, es milagroso.

Estaba conmovido. Sofia también estaba a punto de llorar.

—Ya estamos otra vez, uff…

Andrea se echó a reír.

—¡No, es verdad, tenemos que estar alegres, incluso tenemos un pastel!

Y brindaron entrechocando las copas con fuerza, haciendo danzar el champán. Se lo bebieron todo de un trago, hasta el final. Entonces cortaron la mimosa.

—Mmm, está riquísima.

—Sí.

Andrea seguía mirándola. Parecía una niña: separaba su trozo de pastel con la cuchara y volvía a llenarla en seguida. Luego se la llevaba a la boca y, apenas había tenido tiempo de tragarse el contenido, cuando ya volvía a coger otro trozo. Entonces advirtió que él la estaba mirando.

—¿Qué pasa?

—Me gustaría que me comieran como a ese pastel…

Sofia sonrió con la boca todavía llena.

—Deja que me la termine y después verás lo que te hago… —Y ella siguió comiendo, y él mirándola—. Pero ¿me vas a dejar comer en paz?

—Sí. Es que tengo un poco de miedo.

Sofia se puso seria de golpe.

—¿De qué?

—No me gustaría que cambiara nada entre nosotros, soy feliz así.

—¿Por qué tendría que cambiar?

—Un cambio a veces comporta otros cambios…

Sofia lo miró.

—Es un riesgo que debes correr… En todos los sentidos. —Entonces sonrió, le quitó el plato de las manos y empezó a comerse su trozo de tarta.

35

Al cabo de unos días llegaron los billetes por DHL. El momento se acercaba. Sofia intentó no pensar en ello. Cruzaba la ciudad y reparaba en cosas en las que nunca antes se había fijado: árboles, plantas, construcciones, monumentos, el color de las casas. Levantaba la mirada y descubría áticos preciosos. Los miraba maravillada y, sin embargo, siempre habían estado allí. Había pasado al lado de aquella belleza, de aquellos detalles, como si estuviera ciega. Se paró en una floristería y encargó varios ramos para casa. Eligió tulipanes, margaritas amarillas, ranúnculos de todos los colores y unos lirios de un intenso aroma.

—¿Me los pueden llevar hacia la hora de comer?

Después compró unas cuantas botellas de vino. Escogió tintos y blancos, unos magníficos Lacrima di Morro d'Alba Piergiovanni Giusti y Pinot Blanco Penon Nals Margreid que había visto destacados en una revista por su buena relación calidad-precio.

—Excelente elección —le dijo el dependiente de la bodega de al lado de su casa—. De verdad, es una excelente elección. Mucha gente paga centenares de euros por botellas de calidad inferior. Yo siempre lo digo: así no tiene ningún mérito acertar. Son nuevos ricos que escogen el vino para alardear cuando invitan a otros paletos que entienden todavía menos que ellos…

Sofia no supo qué responder, sólo asintió, y un par de veces añadió un mínimo:

—Sí, ya…

—En cambio, cuando se compran estos vinos se contribuye a que crezcan pequeñas bodegas de calidad, que se merecen mucho más que las otras.

—Sí, ya…

Entonces el hombre le entregó la bolsa. Sofia pagó y se despidieron. «Lo bonito de algunos dependientes —pensó Sofia— es que te cuentan su filosofía.»

Entró en casa divertida, feliz de haber sabido elegir, al menos en materia de vinos. En aquel instante sonó el teléfono. Lo buscó desesperadamente dentro del bolso, apartando los pañuelos, las llaves, el monedero, la agenda. Al final lo encontró. Número privado. ¿Quién sería? Todos. Cualquiera. Él. Su corazón empezó a latir a lo loco. ¿Por qué iba a llamarla? ¿Qué podría haber pasado? Inspiró profundamente y contestó.

—¿Diga?

—¿Señora Valentini?

—Sí.

—¿Sofia Valentini?

—¿Sí?

—Perdone que la moleste, soy Luigi Gennari. —Sofia permaneció en silencio. «Luigi Gennari… Me suena el nombre, pero ¿quién es? No me acuerdo.» La voz acudió en su ayuda—: Soy el director de su banco. —¡Ah, claro! Aquel tipo bajo, calvo y con bigotito que nunca se había dignado a mirarla. ¿Y por qué la llamaba en persona? Pues claro. En seguida lo entendió—. Perdone que la importune, pero creo que usted ya sabe… Sí, es decir, no creo que sea un error, quería decirle que…

—Sí, director. Han llegado a mi cuenta cinco millones de euros.

—Eso es, sí. Y queríamos saber si podríamos serle útiles de algún modo, si quiere invertirlos. Me encantaría volver a verla. He preparado varias posibilidades de inversión. O si quiere le envío a nuestro promotor financiero a su casa a la hora que usted prefiera… ¿Oiga?

Sofia sonrió. Todavía seguía allí. Aunque le habría gustado colgar. Se decidió por una táctica mejor.

—En los próximos días tendrían que llegar otros ingresos. Pero no me llame, ya me pondré en contacto con usted cuando tenga tiempo.

—Sí, sí, por supuesto. Discúlpeme.

—Está disculpado. —Y colgó. Bueno, por lo menos se había podido dar aquel gusto. En seguida se dirigió a un cajero del banco, introdujo su tarjeta, marcó el código sin que nadie la viera, en aquella ocasión con más cuidado, y fue hasta «Consultar saldo». No podía creerse lo que veían sus ojos. La cantidad estaba allí, en el centro de la pantalla: 5.019.843 euros. Sin querer, tapó todavía más la pantalla y miró a su alrededor. Entonces se rio de su excesivo celo. Pulsó algunas teclas y escogió la opción «Imprimir». Cuando el comprobante salió de la ranura, lo dobló varias veces y lo metió en un compartimento de su billetero. Un momento después, estaba de vuelta en casa.

—Mira… —Lo dejó sobre la mesa en la que Andrea estaba dibujando. Fue a parar justo encima del proyecto de una villa en Ladispoli. La cantidad que aparecía en aquel papel podría servir para comprar más de treinta casas como aquélla. Andrea cogió el papelito entre dos dedos como si fuera un preciado objeto, un pergamino encontrado en quién sabe qué antiguas excavaciones, una noticia que iba a asombrar al mundo. En realidad era el anuncio de su nueva vida.

—No me lo puedo creer. Han llegado de verdad. Era justo que el mundo reconociera tu talento, tu don no tiene precio. Cariño, todo gracias a ti… —señaló sus piernas—. Podría producirse un milagro. Tu corazón guiará cada una de las notas que toques. Gracias. —Entonces Sofia se quedó callada, no fue capaz de decir nada, ni de sonreír. Sabía que llegaría aquel momento y se había imaginado mil veces aquella escena, pero no le había servido de nada. Empezó a llorar. Lágrimas silenciosas, una tras otra, caían por sus mejillas sin espera, cada vez más grandes, dolorosas, tímidas, pero conscientes de aquel gran enredo, de aquella mentira oculta—. Cariño, pero ¿por qué lloras? —Andrea se impulsó hacia delante, se acercó a ella, la cogió de las manos, intentó consolarla—. No hagas eso, me pones en una situación difícil. No sé qué decir, cómo comportarme… Cariño, te lo ruego.

Sofia seguía llorando. Se había sentido especialmente frágil durante los días anteriores. «¿Por qué?», se preguntó. Andrea extendió la mano para intentar detener aquellas lágrimas.

—Por favor… —Pero, cuanto más hablaba, más lloraba ella. «¿Cómo puede ser tan ingenuo? —pensó—, ¿cómo no se da cuenta? Es otro precio el que voy a pagar, Andrea. Claro que no es por mi música, por mis dotes o cualidades… Me he vendido. Vendido.» Oír pronunciar aquella palabra en su mente le resultó todavía más doloroso. Se le dibujó una mueca en la cara. Andrea lo advirtió—: No importa. No vayas.

Y Sofia, en aquel instante, habría querido detener aquella farsa, despertarse de aquel sueño de cartón piedra, abrazarlo, contárselo todo, sentirse de nuevo libre, suya, sólo suya y de nadie más, a ningún precio…

Pero vio que no podía ser, habría sido una estupidez. Había llegado hasta allí y tenía que seguir adelante.

—No, todo va bien, cariño. —Sonrió volviendo a meterse en su papel—. Estoy emocionada, igual que tú.

Y se abrazaron. Se quedaron así, en silencio, durante un largo rato. Entonces Andrea se apartó de ella, le hizo una caricia y le sonrió.

—Irá todo muy bien, ya lo verás. Hemos tenido suerte. Sólo lo siento por una cosa…

—¿Cuál? —El corazón de Sofia empezó a latir rápidamente. «¿Y ahora qué me dirá? ¿De qué se ha dado cuenta? ¿En qué me he equivocado? Ya está, lo sabía…»

Andrea le cogió la mano, le dio la vuelta y puso la palma hacia arriba. Después posó los labios sobre ella y la besó. Desde allí abajo, levantó tan sólo la mirada, llena de amor.

—Me habría gustado mucho ir contigo.

36

Todo debía parecer verdad. No habría resultado natural si no lo hubiera hecho así. Y, sobre todo por su manera de ser y su carácter, no habría sido creíble. «¡Si tienen que ser las
Goldberg
, pues adelante!», se dijo Sofia. La obra más compleja, más difícil, más todo. Se decía que, más que inventarla, Bach sólo la había transcrito, porque en realidad la había compuesto Dios. Sofia era consciente de que Andrea estaba a pocos metros de ella, en la otra habitación, y de que la escucharía ensayar cada día. Se vería obligado a escuchar ocho horas de estudio. No quería transmitir la idea de que sólo cubría el expediente; en verdad estaba muy emocionada, porque, por primera vez después de muchos años, había llegado el momento de la prueba, de enfrentarse a ello.

Miró el teclado y la partitura abierta por la primera página,
Aria
, y sintió una especie de vértigo. Pero no se dejó tentar. No iba a leer las
Variaciones
desde la primera hasta la última página. Empezaría a estudiar una sola variación, la
N.º 26
. Nunca jamás habría conseguido preparar las
Variaciones
si no las hubiera incluido en su repertorio a la edad de dieciséis años y las hubiera interpretado en público en más de una ocasión cuando sólo tenía diecinueve.

Se miró las manos, las entrelazó y empezó con el ritmo adecuado, es decir, frenético. Cruces de izquierda y articulación virtuosa de escalas con la derecha. Hasta ahí todo bien. Y sí, la izquierda respondía, subía desde la tercera octava con prohibitivos y nimios adelantamientos a causa de un dedeo demasiadas veces estudiado y puesto a punto. La cabeza se le llenó de placer, ni siquiera se veía las manos, ella era aquella variación, era Bach, era el piano, era cada una de las teclas, era la mensajera de Dios. Tocaba la última nota con el meñique de la mano izquierda y, en seguida, otra vez desde el principio con la derecha. Última nota. Y vuelta a empezar. Sin parar.

Andrea, en la otra habitación, con los ojos brillantes, apartó la mirada de la pared y bajó la cabeza.

Hacia la hora de comer, Sofia se tomó un descanso y fue al conservatorio para estudiar cuatro horas en el Steinway. Después, por la tarde, había quedado con Ekaterina Zacharova. Le explicó su viaje y se pusieron de acuerdo para que la sustituyera.

—Te envidio, será una experiencia preciosa. —La abrazó. Parecía sincera.

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