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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (39 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Un poco más tarde, salió de la habitación. El sol todavía no se había puesto. Una chica la estaba esperando. Le dedicó una sonrisa y la invitó a seguirla hasta el final del pasillo. Una escalera de caracol de madera clara y acero mate conducía a la terraza. La chica se detuvo allí y le hizo un gesto para que pasara. Sofia subió la escalera; una parte de la pared era de cristal y debajo se podía ver el mar. La otra, en cambio, era de roca. Poco después, se encontró en lo alto de aquella torre.

Tancredi estaba allí. Miraba al horizonte con las manos en los bolsillos de un espléndido traje azul muy oscuro.

Se volvió y sonrió.

—Pensaba que te pondrías uno de los tuyos.

—Si lo prefieres, iré a cambiarme. Pero he visto esos vestidos tan preciosos y he pensado que era una lástima no ponérmelos.

Tancredi se le acercó. Cada vez más. Se detuvo a un milímetro de ella. Permaneció en silencio. Sólo se percibía el sonido del mar lejano, el aroma de la naturaleza que los envolvía y, aun así, él inspiró su aroma. Luego le susurró al oído.

—No es verdad. Esperaba que te pusieras esto. —Ella sonrió. Sus miradas se cruzaron. Los colores de aquella puesta de sol acariciaban las mejillas de Sofia, su pelo, susurrado por el viento, se movía lento y delicado alrededor de su rostro. Tenía los labios entreabiertos, justo como Tancredi los recordaba, como los había visto danzar la primera vez que la vio con las notas de aquella coral en la iglesia. En aquel momento habría querido besarla, probar aquellos labios suaves como un melocotón, casi morderla, succionarla. Permaneció allí, observándola con avidez. Entonces ella lo miró decidida y curiosa, casi desafiándolo. Pero Tancredi se quedó quieto. Aquel titubeo lo pilló por sorpresa. ¿Por qué precisamente él, que nunca se había sentido inseguro ante mujeres incluso más bonitas que ella, se mostraba ahora tan indeciso? Continuó en silencio. No. No era verdad. Había mentido. Ninguna era más bonita que ella, y lo sabían sus ojos, su mente, su deseo, su corazón… Siguió mirándola durante un rato. Luego habló—: Decir algo en este momento podría estropearlo todo.

—Es cierto, y más aún si no hay necesidad de decir nada.

—Estoy contento de que estés aquí…

—Yo también, aunque creo que mis razones son otras. De todos modos, esta isla está fuera del alcance de mi imaginación, especialmente por el cuidado que se ha puesto en todos los detalles. ¿Es tuya?

—Sí, pero desde hace poco. Hará unos tres años. Y es la primera vez que vengo con una mujer. —Sofia lo miró con curiosidad, después empezó a reírse—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te hace gracia?

—Estaba pensando en que es absurdo… —Movió el pelo sacudiendo la cabeza en un gesto de negación—. ¡No puedo creérmelo!

—¿El qué?

—¡Que me cuentes mentiras!

—No te he dicho ninguna mentira.

Sofia lo miró con una intensidad especial.

—Mira, a lo mejor no te ha quedado claro, pero tú me has comprado. Soy tuya durante cinco días por cinco millones de euros. Te lo han dicho, ¿verdad? No, porque puede que no lo sepas… pero me han hecho un ingreso.

Entonces fue Tancredi el que se sintió divertido.

—Me has hecho reír.

Se acercó a una botella de Cristal que estaba dentro de un cubo lleno de hielo, la sacó y, con rápidos movimientos, la descorchó.

Sofia se le acercó, ya estaba más relajada.

—Todas estas cosas románticas: la rosa, el champán, la privacidad de la isla… son bonitas, pero no son necesarias para que me vaya contigo a la cama. Puedes haber venido a esta isla con quien te parezca.

Él le pasó una copa llena de champán. Después sonrió levantándola hacia ella.

—Por tu risa, que te hace todavía más bella… Y por mí, porque ahora que digo la verdad tú no me crees. —Entrechocaron suavemente sus copas y el tintineo resonó en el aire. En aquel momento fue él quien la miró a los ojos con intensidad—. Es la primera vez que vengo a esta isla con una mujer, te lo juro.

Entonces sonrió y bebió.

Permanecieron sentados en dos grandes sillones mientras saboreaban el champán, uno junto al otro. El sol ya había desaparecido dejando una luz rosada sobre el mar. Mientras charlaban, se reían como dos personas anónimas que se están tomando un aperitivo en una ciudad cualquiera.

—Vamos a cenar, ¿te apetece?

—Con mucho gusto. ¿Y no reservamos?

Tancredi sonrió y la cogió de la mano.

39

La luna empezaba a elevarse en el cielo. Les habían preparado una gran mesa en la playa, donde no soplaba el viento. A su alrededor, unas largas antorchas plantadas en la arena la alumbraban.

Sofia se quitó los zapatos y los dejó en el camino que los había llevado hasta allí. Tancredi se dio cuenta e hizo lo mismo. Caminaron con los pies descalzos sobre la arena.

—Está fría…

—Un poco.

Entonces él apartó la silla para dejar que su acompañante se sentara y a continuación se sentó frente a ella. Los camareros aparecieron de la nada portando unos platos que descubrieron delante de ellos.

—Las gambas son muy frescas, las han pescado esta tarde para nosotros.

Sofia las probó.

—Están riquísimas.

Sirvieron otros mariscos aderezados con naranja y, a continuación, platos calientes de pescados muy variados. De tanto en tanto, aparecía a su espalda, desde la oscuridad, un camarero que llenaba las copas con un excelente Chardonnay Marcassin frío. Al
tartare
de lubina lo siguieron unas langostas a la parrilla.

Sofia y Tancredi se divirtieron comiéndoselas, intentando romper las pinzas, escarbando en los rincones más difíciles, dentro de la cascara, para probar aquella carne tan tierna. Al final, con los postres, hubo un momento de duda a la hora de escoger.

—Me gustaría tomar este suflé de chocolate cubierto de cacao. —Sofia lo disfrutó como si fuera una niña. Estaba caliente, recién hecho, suave, y tenía un sabor impecable—. ¡Este cocinero es maravilloso!

Le sirvieron un Muffato della Sala de Antinori y dejaron a su lado un carrito antiguo de madera con muchos tipos de grapa, ron y güisquis añejos.

Después, el cocinero se acercó a saludarlos:

—¿Todo bien, señores?

—Excelente, hemos comido realmente bien.

—¿Podemos traerles un café? ¿Quieren algo más?

Tancredi miró a Sofia, que sonrió y negó con la cabeza.

—No, gracias.

—Muy bien, entonces hasta mañana.

Los camareros se reunieron con el cocinero y se alejaron juntos por la playa. Se perdieron en la oscuridad de la noche, pero volvieron a aparecer un poco más allá, cerca de un embarcadero iluminado. A aquel punto acudieron también otros sirvientes. Se oyó el ruido de varios motores que se ponían en marcha y, seguidamente, cuatro barcas se separaron del muelle. Sofia los miraba con curiosidad.

—Pero ¿adónde van, a pescar?

—No, se van a dormir.

—¿Adónde?

—A la isla de al lado.

—Pensaba que dormían aquí.

—No. No quiero a nadie en la isla. Excepto a ti, naturalmente.

—Ah… Creía que a mí también me ibas a echar.

—Tonta. —Le cogió una mano, le dio la vuelta y la miró—. Fueron estas manos en aquella iglesia… Es culpa suya.

—¿Por qué?

—Me hicieron soñar. —Y le besó la palma.

Sofia cerró los ojos y, por primera vez después de muchos años, se emocionó.

Más tarde, pasearon en silencio por la orilla. Las pequeñas olas iban y venían, arriba y abajo, la dulce respiración de aquel mar infinito.

Tancredi la cogió de la mano y ella se dejó guiar. Siguieron caminando así, juntos, como una pareja normal, y aun así ajenos a cualquier regla, indiferentes ante el momento, sin engañarse, mentirse, defraudarse… Perfectos por ser declaradamente imperfectos.

Sofia se dejó llevar y apoyó la cabeza sobre el hombro de Tancredi, él le rodeó la cadera con un brazo. Después se detuvieron y, en el silencio de aquella noche, bajo la luna ya alta, sus perfiles se dibujaron en el oscuro fondo azul hecho de pequeñas estrellas, de mar y tal vez de alguna tierra lejana, pero tanto, que no podía suponer un problema.

Sofia y Tancredi se miraron, se sonrieron sin ninguna timidez, sin ninguna preocupación. Como sólo un hombre y una mujer pueden hacer en ciertos momentos. Como si no existiera nada más. Como si lo que estaba a punto de ocurrir fuera la cosa más natural del mundo. Un beso. Un beso de varios sabores. Por un lado era buscado, sufrido, querido, deseado. Por el otro era disputado, evitado y, al final, incluso vendido. Sofia se abandonó así entre sus brazos, lo estrechó con fuerza. Sus labios, al principio, respondieron casi con pudor, con temor. Pero después, de repente, cobraron vida y se volvieron ávidos y, finalmente, desconcertados, asombrados por aquella pasión. Tancredi siguió besándola, apartándole el pelo del rostro, separándose a veces para mirarla a los ojos, para buscar una mirada que, tímida, escondida, intentaba evitarlo a toda costa. Hasta que se encontraron y volvieron a perderse en seguida, como si Sofia estuviera ante una desesperada, innegable verdad.

Entonces casi lo susurró.

—Cinco días. Cinco días y ya no seré tuya.

Él sonrió.

—Tal vez. Pero ahora sí lo eres. Y el primer día aún no ha acabado.

Sofia intentó rebelarse, pero él la estrechó entre sus brazos y volvió a besarla. Ella le mordió. Él continuó como si nada. Luego la cogió de la mano y ella lo siguió en silencio. Entraron en la casa. En los pasillos la luz era tenue. Tancredi la llevó a la única habitación donde no habían estado. Abrió la puerta. Dentro de la gran sala excavada en la roca había una piscina. Estaba hecha de cristal, y como suspendida sobre el mar más profundo de la isla.

—Está caliente. Podemos bañarnos.

Tancredi atenuó todavía más las luces. Los grandes arcos del techo apenas estaban ya iluminados. El suelo de madera estaba caliente. En una esquina había unos albornoces blancos y varias toallas. Allí al lado había dos tumbonas con esponjosos cojines encima, tan grandes como dos colchones.

Tancredi giró otro interruptor. Bajo la piscina transparente, el fondo se iluminó. En las paredes se veía el coral, en medio nadaban unos cuantos peces de colores, un poco más abajo flotaban varios pulpos. Las rocas seguían descendiendo y en el azul más profundo se veían lentas barracudas, meros que se asomaban desde algún escondrijo, un banco de peces ballesta que cambió inesperadamente de dirección: huyeron veloces ante la llegada de un pequeño tiburón. Era como estar dentro de un gran acuario, como estar metido en una jaula transparente en el fondo del océano.

Tancredi apagó las últimas luces. La luna, que atravesaba las grandes vidrieras, iluminaba la sala por momentos.

—¿Te apetece darte un baño?

—Pero ese tiburón…

Tancredi rio.

—Es un decorado, no hay ningún peligro. El único riesgo soy yo.

—Pues entonces no tengo miedo. —Sofia dejó caer el vestido al suelo. A continuación se quitó el sujetador y, al final, las bragas. Tancredi se quedó mirándola. Allí estaba, completamente desnuda delante de él, perfecta. Estaba de perfil, a contraluz se dibujaban los rizos de su pubis. Volvió la cabeza y lo miró. En la oscuridad divisó sus dientes blancos, una sonrisa—. No me mires.

Sofia bajó los escalones de la piscina; el agua estaba caliente. Después se zambulló hacia delante. Recorrió unos metros por debajo del agua y emergió más adelante. Estaba como suspendida encima de aquel azul infinito. Debajo, separados de ella por el gran cristal, pasaban infinitas variedades de peces. Sofia miró hacia el fondo. Era una sensación rarísima. Ella estaba inmersa en la oscuridad, como escondida, y allí abajo, iluminados por los focos, había mantas, peces de todas clases, grandes paredes de coral rojo.

Tancredi se desnudó y se zambulló también en la piscina. Poco después estaba junto a ella. Sofia le sonrió.

—Si pudiera contárselo a alguien, tampoco me creería.

—¿Te gusta?

—Es increíble. ¿Cómo se te ocurrió…?

—No lo sé, siempre lo había pensado pero creía que no podía hacerse. Un ingeniero me convenció de lo contrario.

—¿Y cómo?

—Me dijo: «Si lo ha soñado, entonces es que es posible.»

—Es una bonita filosofía.

—Sí, pero no sirve para todo.

En sus palabras había una extraña tristeza, pero, antes de que Sofia pudiera preguntar nada, Tancredi se le acercó. Estaban en una esquina de la piscina, cerca del mar abierto. Bajo ellos había un largo asiento de cristal. Tancredi la cogió por las caderas, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Sus piernas se rozaron. Le acarició un seno. Sintió su pezón, pequeño pero turgente, y fue descendiendo lentamente. Sofia abrió las piernas para dejarlo bajar un poco más. Empezó a acariciarla lentamente, la sintió temblar, se excitaba cada vez más con el contacto de sus dedos. Entonces Sofia también comenzó a acariciarlo. Notó los músculos de sus brazos, el pecho fibroso, fuerte, el vientre plano, los abdominales. Bajó un poco más y lo encontró listo, excitado, duro. Continuó acariciándolo. En poco tiempo, sus besos se transformaron en suspiros cada vez más fuertes, apasionados. Tancredi se puso encima de ella, le separó las piernas y, poco a poco, dulcemente, la penetró. Ella le rodeó la cintura con las piernas y se apoyó con los codos en el borde de la piscina mientras él se sostenía sobre sus piernas y empujaba dentro de ella, cada vez más adentro, con fuerza pero sin prisa. Por primera vez desde que estaba con Andrea, había otro hombre. Y lo sentía moverse encima de ella, dentro de ella, le apretaba las piernas, le hundía los dedos en la espalda, más abajo, aún más abajo, sobre los glúteos, sobre aquellos músculos fuertes que se contraían y empujaban mientras le daban placer.

Sofia dejó caer la cabeza hacia atrás, sus pechos afloraban por encima del agua, iluminados por la luz de la luna. Tancredi le besaba los pezones mientras seguía presionando. Entonces le puso las manos bajo los muslos, se los apretó con fuerza mientras seguía besándole los senos, el cuello, la boca. Sofia gemía cada vez más, completamente abandonada, llevada por la pasión, sintiéndolo dentro de ella, cada vez más fuerte, con el mismo ritmo, incansable. Al final, no pudo más.

—Estoy a punto. —Al oír aquellas palabras, él terminó a la vez que ella.

Permanecieron así, como desfallecidos, mojados de todo, de mar, uno encima del otro, en silencio, sintiendo sus respiraciones jadeantes. A su alrededor y debajo de ellos, el océano. En aquella esquina de la gran piscina, dos cuerpos desnudos, uno encima del otro, todavía calientes de amor. Sofia levantó la cabeza y lo miró. Él le acarició la cara para apartarle el pelo mojado. La besó. Fue un beso lento, suave, hecho de amor. Cuando Sofia se separó de él, no pudo resistir más. Era la pregunta que tenía guardada dentro desde aquel día, cuando descubrió todo su dinero y su poder, unidos a su belleza:

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