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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (56 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Ante el espectáculo de interminables columnas de refugiados que se arrastraban en ambas direcciones, de aldeas devastadas por las llamas y el pillaje, de campos que nadie había segado, los dos jefes de Gobierno se hundieron en el asiento del coche como aplastados por el peso de tantas desgracias.

Nehru acabó rompiendo el silencio.

—¡Qué infierno nos trae esta maldita partición! —se indignó, volviéndose hacia Liaquat Ali Khan—, ¿Cómo hubiéramos podido prever semejante catástrofe cuando la aceptamos? Todos éramos hermanos. ¿Por qué ha ocurrido todo esto?

—Nuestros pueblos han caído en la locura —suspiró Liaquat Ali Khan.

De pronto, un hombre se separó de una columna de refugiados y se precipitó hacia el automóvil. Era un hindú de aire alucinado. Había reconocido al dirigente indio. Nehru era alguien importante, «un
master
de Delhi, el jefe del Gobierno, alguien que podría hacer algo». Con lágrimas en los ojos, aferrándose al borde de la portezuela, el desventurado imploró a Nehru que acudiese en su ayuda. A pocos kilómetros de allí, una banda de musulmanes había surgido de un campo de caña de azúcar y se había llevado a su única hija, una niñita de diez años. Adoraba a su hija más que a ninguna otra cosa en el mundo. «¡Devuélvamela, se lo suplico, devuélvamela!», gritaba este hombre loco de dolor.

Trastornado por esta brutal confrontación con la desgracia de su pueblo, Nehru se hundió aún más en su asiento con un súbito deseo de vomitar. Él era el Primer Ministro de más de trescientos millones de ciudadanos, pero no podía acudir en auxilio de aquel padre desesperado que contaba con él para realizar un milagro que le devolviese a su hija. Abrumado de tristeza e impotencia, Nehru hundió la cabeza entre sus manos y lloró.

Esa noche, el Primer Ministro de la India no pudo conciliar el sueño. Todavía bajo el efecto de todo lo que acababa de ver, se paseó durante horas por el corredor de la casa que ocupaba en Lahore. La sanguinaria crueldad de que daba pruebas su pueblo era para él una aterradora revelación. Sentía como una horrible quemadura el odio que anegaba el Penjab, y nada en su existencia le había preparado para enfrentarse a semejante tragedia. Le pareció tan nefanda que para combatirla no vaciló en arriesgarse a perder el apoyo de sus compatriotas.

Advertido de que los sikhs de una aldea próxima a Amritsar se disponían a asesinar a sus vecinos musulmanes, convocó inmediatamente a sus jefes bajo un enorme baniano.

—Sé lo que preparáis —les declaró—. Si tocáis un solo cabello de vuestros vecinos musulmanes, os haré reunir aquí mismo mañana al amanecer, y yo personalmente daré a mis guardias de corps la orden de ejecutaros.

Hacia las dos de la madrugada, Nehru fue a despertar a su ayudante de campo y le pidió que se pusiera en contacto con Nueva Delhi a fin de seguir los últimos detalles de la situación. Tras la larga letanía de malas noticias, no recibió más que una sola información tranquilizadora. El anciano a quien había traicionado por aceptar la partición continuaba realizando su milagro. Calcuta estaba en calma.

Un silbido desgarró el aire: era la señal. Seis jóvenes se lanzaron en persecución de dos hombres que caminaban apaciblemente por la calle. Gritando: «¡Musulmanes! ¡Musulmanes!», atraparon a los paseantes y los arrojaron al suelo. Aterrorizados, éstos juraron que eran hindúes, dando nombres hindúes y direcciones en barrios hindúes. Pero el jefe de la banda, un estudiante de diecisiete años llamado Sunil Roy, exigía una prueba más decisiva y arrancó los faldones de sus
dhoti
. Pudo comprobar que, en efecto, llevaban los estigmas de la fe de Mahoma: estaban circuncidados.

Uno de los jóvenes hindúes les echó un trapo sobre la cabeza, mientras otro les ataba los brazos. Seguidos por toda una jauría de fanáticos que blandían palos, cuchillos y barras de hierro, los dos desgraciados fueron empujados a los gritos de «¡mueran los cerdos musulmanes!». Hasta los niños se unieron al siniestro cortejo para amenazarles con ladrillos y piedras.

Su viacrucis duró varios centenares de metros, hasta la majestuosa curva de un río. «En tiempos normales, habríamos encontrado repugnante contaminar el agua sagrada con sangre musulmana —declararía más tarde el jefe de los malhechores—. Muchos hindúes realizaban su
puja
a lo largo de las orillas. Algunas mujeres se bañaban».

Los verdugos, sin embargo, obligaron a sus víctimas a bajar al río. Una barra de hierro centelleó al sol y cayó sobre el primer musulmán con un ruido de madera rota. Con el cráneo destrozado, el hombre se hundió en el agua dejando una aureola roja en la superficie. Su compañero se debatió furiosamente. «El mismo muchacho le golpeó en la cabeza —contaría más tarde el jefe de los asesinos—. Unos niños le tiraron ladrillos. Un hombre le apuñaló en el cuello para cerciorarse de que estaba bien muerto».

A su alrededor, fieles hindúes continuaban rezando, aparentemente indiferentes al espectáculo de los dos asesinatos perpetrados a pocos metros. Realizada su tarea, Sunil Roy empujó río adentro de una patada a los dos cuerpos, y la corriente se los llevó. Un grito repetido tres veces se elevó entonces del grupo de asesinos:
«Kali Mayi-ki jai!»
(«¡Viva nuestra madre Kali!»)

Era la mañana del 31 de agosto de 1947. Después de dieciséis días de milagro, el virus del odio religioso contaminaba de nuevo la ciudad de Calcuta. Como en otros lugares, la infección se había extendido, propagada por los relatos, de horror de los refugiados que llegaban del Penjab. Había bastado un vago rumor anunciando que un adolescente hindú había sido muerto a manos de unos musulmanes en un tranvía para prender fuego a la pólvora.

A las diez de esa noche, un cortejo de jóvenes fanáticos hindúes irrumpió bruscamente en el patio de Hydari Mansion para exigir una entrevista con el Mahatma. Tendido en un jergón, entre sus fieles sobrinas-nietas Manu y Abha, Gandhi dormía. Exhibiendo un niño con la cabeza vendada que aseguraba haber sido golpeado por musulmanes, la multitud empezó a gritar y a lanzar piedras contra la casa. Manu y Abha salieron para intentar aplacarla, pero sin éxito. Empujando a los policías, los revoltosos se extendieron por el interior de la casa. Despertado por el estruendo, Gandhi se levantó y se enfrentó a los asaltantes. «¿Qué es esa nueva locura? —preguntó—. Aquí me tenéis: ¡matadme!»

Sus palabras se perdieron en el estrépito reinante. Dos musulmanes cubiertos de sangre lograron atravesar las filas de manifestantes para refugiarse junto a Gandhi. Un garrote voló en su dirección y pasó rozando la cabeza del Mahatma antes de ir a estrellarse en la pared situada a su espalda.

Llegaron por fin refuerzos de Policía, y Gandhi pudo volver a echarse en su jergón. Estaba desconcertado: el «milagro de Calcuta» no había sido más que un espejismo.

Sus últimas ilusiones se desvanecieron definitivamente al día siguiente. Poco después de mediodía, fue lanzada una serie de ataques concertados contra los barrios de chabolas musulmanes a los que habían regresado sus habitantes, tranquilizados por la presencia de Gandhi. La mayor parte de estas acciones eran dirigidas por los fanáticos del R.S.S.S., la organización hindú extremista cuyos militantes el día de la Independencia habían saludado en Poona a la cruz gamada de su bandera naranja. En Beliaghata Road, no lejos de la residencia del Mahatma, explotaron dos granadas en un camión que evacuaba a un grupo de aterrorizados musulmanes. Gandhi acudió en seguida. Dos obreros habían resultado muertos. Con los ojos vidriosos, yacían en un charco de sangre, mientras nubes de moscas se arremolinaban en torno a sus abiertas heridas. Una moneda de cuatro annas había caído del bolsillo de uno de ellos y brillaba en el suelo al lado del cadáver.

Gandhi experimentó una conmoción tal que rechazó todo alimento y se encerró en el silencio. «Ruego por la luz. Busco en lo más profundo de mí. Sólo el silencio puede ayudarme», dijo simplemente.

Pocas horas después, tras un corto paseo por el patio, se acuclilló en su jergón para redactar una declaración pública. Había encontrado la respuesta que buscaba, y su decisión era irrevocable. Para hacer entrar en razón de nuevo a Calcuta, iba a someter a su viejo cuerpo a una huelga de hambre hasta la muerte.

Diez millones de hindúes, de sikhs y de musulmanes huyeron de sus casas durante el verano y el otoño trágicos que siguieron a la partición de la India.
(Fotos Margaret Bourke-White-Life Inc., Associated Press)

Los ojos y la garganta abrasados por el polvo; los pies achicharrados por el calor de las piedras y el asfalto; torturados por el hambre y la sed y atacados por bandas de asesinos, los condenados del Penjab marcharon hacia la India y el Pakistán.
(Fotos Margaret Bourke-White-Life Inc., Associated Press)

Pesados convoyes militares se hundían bajo el peso de la más alucinante mudanza de la Historia. Los raros trenes que circulaban fueron tomados por asalto. Muchos de ellos llegaron a su destino sólo con un cargamento de cadáveres.
(Fotos Margaret Bourke-White-Life Inc., Associated Press)

Décima estación del viacrucis de Gandhi:
la paz o la muerte

El arma que Gandhi iba a blandir era la más paradójica que pudiera emplearse en este país, en el que morir de hambre era, desde hacía siglos, la más común de las maldiciones. Este arma era, sin embargo, tan vieja como la India. El antiguo adagio de los
rishi
, los primeros sabios de la India antigua —«si haces eso, soy yo quien muere»—, no había cesado de inspirar a un pueblo desprovisto generalmente de todo otro medio de coacción. En 1947, los campesinos ayunaban todavía ante la casa de su acreedor con la esperanza de hacerle retrasar el vencimiento de la deuda. Los acreedores hacían otro tanto para obligar a sus deudores a cumplir los compromisos. Pero el genio de Gandhi había estribado en dar alcance nacional a lo que, hasta entonces, no había sido más que un arma individual.

Manejada por este hombre, la huelga de hambre se había convertido en el arma política más poderosa jamás utilizada por un pueblo desarmado y económicamente subdesarrollado. Porque «impone al adversario un sentido de urgencia que le impide abstenerse de actuar», Gandhi la había elegido «cada vez que un obstáculo se hacía insuperable». En efecto, afirmaba, dentro de la gran tradición de los
rishi
, sólo el ayuno podía «abrir el ojo de la comprensión, sensibilizar las fibras morales de aquellos contra los que va dirigido».

Toda la vida de Gandhi se hallaba jalonada por las victorias obtenidas con sus huelgas de hambre. Dieciséis veces, por causas grandes o modestas, había renunciado, públicamente, a alimentarse. Dos veces, sus ayunos habían durado tres semanas, llevándole hasta las fronteras de la muerte. Ya hubieran sido emprendidas en nombre de la igualdad racial en África del Sur, o en la India por la reconciliación de los musulmanes y los hindúes, para modificar la condición de los intocables o para acelerar la marcha de los ingleses, sus huelgas de hambre habían conmovido a centenares de millones de hombres por todo el mundo. Formaban parte de su imagen pública con el mismo derecho que su bastón de peregrino, su
dhoti
y sus gafas de montura de hierro. Toda una nación, el ochenta y cinco por ciento de cuyos ciudadanos no sabían leer y no tenían posibilidad de escuchar la radio, había logrado, de todos modos, seguir cada una de sus lentas agonías, vibrando en una instintiva unidad cada vez que se hallaba amenazado de muerte.

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