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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (57 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Gandhi había mostrado una asombrosa resistencia y desarrollado a lo largo de los años una original doctrina del empleo del ayuno que hacía de él el más grande —si no el único teórico mundial de este extraño medio de acción política. Según él, el lanzamiento de una huelga de hambre debía obedecer a criterios físicos y morales sumamente severos. El axioma fundamental era que no se debía ayunar contra cualquiera, sino únicamente «contra un adversario a cuyo amor se podía pretender». Conforme a este teoría, hubiera sido absurdo para un deportado de un campo de concentración nazi o estaliniano emprender una huelga de hambre hasta la muerte
contra
sus guardianes. En realidad, la acción de Gandhi había sido posible porque la India había tenido por ocupante un pueblo a cuyo amor podían los indios atreverse a aspirar. Por otra parte, ¿qué habría sido de Gandhi y de sus cruzadas en una India ocupada por Hitler o Stalin?

Las reglas de higiene preconizadas por el Mahatma no eran menos rigurosas que los criterios morales. Durante sus ayunos, no ingería más que agua con un poco de bicarbonato. De vez en cuando, le hacía añadir solamente el zumo de un limón. Una vez, en 1924, habiéndose deteriorado bruscamente su estado de salud tras veinte días de ayuno, había aceptado aliviar los rigores de su sacrificio mediante la administración de una lavativa de agua azucarada.

A Gandhi la práctica del ayuno le había servido regularmente para saciar su constante necesidad de penitencia. Al igual que la continencia, era para él una forma de oración, un elemento esencial del progreso espiritual del hombre. «Yo creo —decía— que la fuerza del alma sólo puede crecer con el dominio de la carne. Olvidamos con demasiada facilidad que el alimento no está hecho para dar gusto al paladar, sino para—sustentar a nuestro esclavo el cuerpo». Transponiéndolo al dominio público, el sacrificio voluntario del ayuno constituía, a su entender, el arma más eficaz del arsenal de la no violencia, pues era capaz «de remover las conciencias indolentes e inflamar en la acción a los corazones generosos».

Ahora, en vísperas de su 78 cumpleaños, Gandhi iba a infligirse los nuevos sufrimientos de una huelga de hambre. Esta vez, utilizaba su arma en un tipo nuevo de conflicto. Iba a ayunar hasta la muerte, no contra los ingleses, sino contra sus compatriotas y la locura que se había apoderado de ellos. Para salvar a millares de inocentes que corrían el riesgo de perecer en las violencias de Calcuta, ponía en juego su propia vida.

Conscientes del peligro que a su edad entrañaba una huelga de hambre, los discípulos de Gandhi intentaron disuadirle.

—Pero, Babu —se asombró su viejo compañero del Congreso C. R. Rajagopalachari, convertido en el primer gobernador indio de Bengala—, ¿cómo se puede ayunar
contra
unos bandidos?

—Quiero tocar los corazones de los que están detrás de los bandidos.

—¿Y si morís? La conflagración a la que intentáis poner fin será peor todavía.

—Por lo menos —respondió Gandhi—, yo no estaré allí para verlo.

Nada ni nadie pudieron hacerle cambiar de idea. Gandhi precisó a sus dos «muletas», Manu y Abha, que su huelga de hambre había comenzado en la noche del día 1 de setiembre, con la cena que no pudo comer tras haber visto a las víctimas del camión ante su casa. Les confirmó su voluntad de ayunar hasta el fin de los disturbios. Debía triunfar o morir. «O habrá paz en Calcuta, o yo estaré muerto», les confió.

Esta vez, las fuerzas físicas del Mahatma declinaron rápidamente. La tensión emocional sufrida desde Año Nuevo le había agotado. Desde las primeras horas de ayuno, su ritmo cardíaco mostró inquietantes señales de irregularidad. Un masaje y un lavado con agua caliente le sentaron bien. Sin embargo, sólo con dificultad ingirió un litro de agua tibia con bicarbonato. Hacia mediodía, su voz no era más que un murmullo.

En pocas horas, se había extendido por Calcuta la noticia de su nuevo desafío, y grupos de inquietos visitantes afluyeron a Hydari Mansion. Pero la epidemia de violencia que sacudía todos los barrios no podía ser contenida en un solo día. Incendios, asesinatos y saqueos continuaron asolando la ciudad. Desde su jergón, Gandhi incluso podía oír el eco de los disparos.

Sus partidarios corrieron a visitar a los jefes de los extremistas hindúes de la ciudad para suplicarles que interviniesen. Millares de los suyos habían sido salvados en el distrito de Noakhali gracias al juramento arrancado por Gandhi a los dirigentes musulmanes de Calcuta, les explicaron. Ellos debía, a su vez, hacer todo cuanto estuviera en su mano para que cesara la matanza de musulmanes en Calcuta.

Desde la mañana del segundo día, otro ruido fue mezclándose poco a poco con el crepitar de las descargas de fusilería: los gritos de muchedumbres cada vez más numerosas que convergían hacia Hydari Mansion coreando eslóganes de paz. Hasta los más endurecidos asesinos abandonaron cuchillos, barras de hierro y fusiles para informarse de la tensión arterial del Mahatma, del nivel de albúmina en su orina, del número de sus pulsaciones cardíacas. Por la tarde, el gobernador anunció que los estudiantes de la Universidad habían decidido lanzar una acción general para el restablecimiento de la paz. Personalidades hindúes y musulmanas acudieron a la cabecera del agonizante anciano para implorarle que renunciase a su huelga de hambre. Un musulmán se arrojó a sus pies gritando: «Si os ocurre algo, todo habrá terminado para nosotros, los musulmanes». Ninguna súplica, por desesperada que fuese, quebrantaría, sin embargo, la voluntad que ardía en el agotado cuerpo de Gandhi. «No romperé mi ayuno antes de que haya vuelto la gloriosa paz de los quince últimos días», declaró.

Al amanecer del tercer día, su voz no era más que un imperceptible murmullo, y su pulso tan débil que podía considerarse inminente su muerte. Al extenderse la noticia, Calcuta fue presa de la angustia y los remordimientos. Más allá de sus muros, la India entera se mantuvo en una inquieta espera de las informaciones sobre el estado de salud del Mahatma.

Y, entonces, se produjo el milagro. Si otras ciudades del antiguo Imperio de la India habían sido también capaces de entregarse a abominables accesos de salvajismo, correspondía a Calcuta, la más contestaría y la más rebelde de todas, poder trocarlos en impulsos de entusiasmo y de generosidad.

Mientras, los últimos soplos de vida luchaban en el agotado cuerpo de Mohandas Gandhi, una oleada de amor y de fraternidad inundó súbitamente la indomable metrópoli para salvar a su bienhechor. Comitivas de hindúes y musulmanes mezclados se esparcieron por los barrios de chabolas más afectados por la locura homicida para restaurar en ellos el orden y la calma. La prueba definitiva de que un viento nuevo soplaba sobre Calcuta se produjo a mediodía, cuando un grupo de veintisiete
goonda
de los barrios del centro se presentó a la puerta de Hydari Mansion. Con la cabeza baja y la voz vibrante de remordimientos, reconocieron sus crímenes, pidieron perdón a Gandhi y le suplicaron que renunciase a su ayuno. Pocas horas después, uno de los más célebres jefes de banda fue a hacerle presente un arrepentimiento semejante. Acudió también la banda de
goonda
responsable de la carnicería de Beliaghata Road que había decidido a Gandhi a ayunar. Tras confesar sus crímenes, el jefe declaró al Mahatma: «Estamos dispuestos a someternos gustosos a cualquier castigo que elijáis, siempre que pongáis fin a vuestro sacrificio». Queriendo demostrar su sinceridad, abrieron todos los faldones de sus
dhoti
para derramar a los pies de Gandhi una lluvia de cuchillos, de puñales, de sables, de pistolas y de «dientes de tigre», rojos de sangre todavía algunos de ellos. Para testimoniarles su confianza, Gandhi murmuró: «Mi único castigo será enviaros a los barrios de los musulmanes, a quienes tanto mal habéis causado, para que les ofrezcáis vuestra protección».

Durante toda la tarde, un incesante río de visitantes desfiló ante la cabecera del Mahatma. Un mensaje escrito de puño y letra del gobernador anunció que había retornado la calma a toda la ciudad. Un camión lleno de granadas, armas automáticas, pistolas y cuchillos espontáneamente entregados por las bandas de
goondas
fue llevado a la verja de Hydari Mansion. Notables hindúes, sikhs y musulmanes redactaron una declaración común prometiendo solemnemente «luchar hasta la muerte para impedir que resurja en la ciudad el veneno del odio religioso».

A las nueve y cuarto de la noche del 4 de setiembre de 1947, después de 73 horas, Gandhi puso fin a su huelga de hambre bebiendo unos tragos de zumo de naranja. Antes de decidirse a ello, había dirigido una advertencia a los representantes de las diferentes comunidades que se apiñaban en torno a su jergón. «Calcuta —declaró— posee hoy la llave de la paz en la India. El menor incidente que se produzca aquí puede originar repercusiones incalculables en otras partes. Aun cuando el mundo se abrasara, deberéis hacer que Calcuta quede fuera de las llamas».

Lo cumplirían. Esta vez, el «milagro de Calcuta» duraría, mientras que en las torturadas llanuras del Penjab, en la Provincia Fronteriza del Noroeste, en Karachi, Lucknow y Nueva Delhi, no había llegado aún lo peor. La ciudad más indócil y sanguinaria de la India sabría ser fiel a su juramento y al anciano que había arriesgado su vida para asegurarle la paz. Nunca más, mientras Gandhi viviese, mancharía las calles de Calcuta la sangre del odio religioso. «Gandhi ha realizado muchas proezas —diría su viejo amigo Rajagopalachari—, pero nada, ni siquiera la Independencia, fue tan prodigiosa como su victoria sobre el mal en Calcuta».

Los homenajes no impresionaron al viejo luchador.

—Pienso salir mañana para el Penjab —anunció, simplemente.

Gandhi no llegaría nunca hasta el Penjab: un nuevo estallido de violencia interrumpiría su viaje a mitad de camino. Esta vez se produjo en el centro vital desde donde era gobernada la India, la orgullosa y artificial capital del difunto imperio, Nueva Delhi. La ciudad que había sido escenario de tantas pompas y fatos, el santuario de un gigantesco ejército de chupatintas, no quedaría a salvo del veneno de la violencia.

Construida en el límite del Penjab, ciudadela en otro tiempo de los emperadores mogoles, Nueva Delhi era en 1947 una ciudad en muchos aspectos musulmana. La mayoría de los criados eran musulmanes, así como los cocheros de tonga, los vendedores ambulantes de frutas y legumbres, los artesanos de los bazares. Además, la creciente inseguridad de los campos circundantes había arrojado sobre sus calles a millares de musulmanes llegados para buscar refugio en ella.

Excitados por los relatos de los refugiados sikhs e hindúes, irritados por el espectáculo de tantos musulmanes hormigueando en su capital, los sikhs de la secta Akali y los extremistas hindúes del R.S.S.S. desencadenaron una oleada de terror en la mañana del 3 de setiembre.

Todo empezó con la matanza de coolíes musulmanes en la estación central. Pocos minutos después, el periodista francés Max Olivier Lacamp tuvo que pasar por encima de varios cadáveres al llegar a Conaught Circus, el centro comercial de Nueva Delhi, y vio a una multitud de hindúes que saqueaban las tiendas de los musulmanes y mataban a golpes a sus propietarios. Por encima de las cabezas, distinguió un gorro blanco del Congreso y reconoció la familiar silueta que hacía girar un
lathi
, increpando y descargando golpes sobre los revoltosos, contra los que intentaba hacer reaccionar a varios policías, visiblemente indiferentes. Era Jawaharlal Nehru, el Primer Ministro indio.

Para los comandos de sikhs tocados con turbantes azules y los fanáticos del R.S.S.S., de frentes ceñidas por cintas blancas, estos ataques fueron la señal para la acción general. Incendiaron el Green Market de la Vieja Delhi, donde tenían sus puestos centenares de pequeños comerciantes musulmanes. En la Lody Colony, el barrio vecino al mausoleo de cúpula de mármol del emperador Humayun, bandas de sikhs irrumpieron en las villas de los funcionarios musulmanes y asesinaron a todos los que encontraron en ellas. A mediodía, los cuerpos de las víctimas cubrían los céspedes que rodeaban los edificios desde los que Inglaterra había hecho reinar su
Pax britannica
sobre toda la península. Cuando iba a cenar, el cónsul de Bélgica contó diecisiete cadáveres a lo largo de su camino. Grupos de sikhs rondaban por las oscuras callejas de la ciudad vieja, atrayendo sus presas a los gritos de
«Allah Akbar»
. En cuanto un musulmán tenía la desgracia de responder a esta llamada, su cabeza volaba de un sablazo.

Varios militantes del R.S.S.S. se apoderaron de una mujer musulmana envuelta en su
burga
, la rociaron de gasolina y la inmolaron ante la puerta de la residencia de Nehru en York Road, a fin de protestar contra los esfuerzos del Primer Ministro para proteger a los musulmanes indios. En pocos días, la casa y el jardín de Nehru fueron transformados en verdadero campo de refugiados custodiado por una sección de gurkhas.

Advertidas por mensajeros sikhs de que toda casa en que se cobijara un musulmán sería despiadadamente incendiada y ejecutados sus habitantes, centenares de familias hindúes, sikhs e, incluso, cristianas y parsis echaron a la calle a sus fieles servidores, condenándolos a los
kirpan
sikhs o a una desesperada huida hacia uno de los improvisados campamentos de refugiados.

Los únicos beneficiarios de esta oleada de atrocidades serían los esqueléticos jamelgos de las
tongas
cuyos cocheros musulmanes habían sido exterminados o huido. Liberados de sus varas, festejaban alegremente su libertad compartiendo con las vacas sagradas hindúes la fresca hierba de los espléndidos céspedes diseñados por los antiguos amos de la India.

Los disturbios que asolaban Nueva Delhi no amenazaban solamente a una ciudad, sino que ponían en peligro a la India entera. Pues de un derrumbamiento del orden en la capital podían resultar incalculables consecuencias en el conjunto de la península. Los policías musulmanes —que representaban más de la mitad de los efectivos— habían desertado. Las fuerzas armadas contaban con menos de novecientos hombres disponibles. Los servicios públicos estaban paralizados hasta el punto de que el secretario de Nehru debía asegurar por sí mismo la distribución de la correspondencia del Primer Ministro indio.

En la noche del 4 de setiembre, un ex coronel del Ejército de la India resumiría, a su manera, la situación. Escuchando el crepitar de las descargas de fusilería, M. S. Chopra, veterano de muchos años de emboscadas a lo largo de la frontera afgana, pensó: «Hoy, la frontera está aquí, en Nueva Delhi».

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