Al despertar, lo primero que me llamó la atención fueron los olores. Había muchos, cargados de matices. Algunos eran tan fuertes que apenas podía soportarlos. El olor a suavizante de las sábanas. El olor a colonia de mi compañera de habitación. El hedor a gato de la enfermera. El tufo a orines de un bebé, nieto de mi compañera de cuarto. Y la peste a comida que lo impregnaba todo. Los dedos de las enfermeras, la tapicería de las sillas, la ropa de mi hermano. Solo con olerlos sabía lo que habían comido. Muchos de aquellos olores me revolvían el estómago o me hacían estornudar. De pronto no soportaba el gel de ducha o el suavizante para el pelo. Mucho menos, los productos de limpieza. El mundo está lleno de olores insufribles y nunca antes me había dado cuenta.
También la sangre. La olía a varios metros de distancia. Aunque estuviera dentro de esas bolsitas de plástico que se usan en las transfusiones. Y me daba náuseas.
Enseguida hice un descubrimiento mucho más impresionante. Cuando todos esos asquerosos efluvios no me lo impedían, era capaz de distinguir a las personas a muchos metros de distancia solo por el olor que llegaba hasta mis fosas nasales. No porque llevaran un perfume demasiado fuerte o porque no se hubieran duchado ese día. Simplemente, reconocía el olor de su piel. Cada persona tiene el suyo, único en el mundo (para quien sea capaz de identificarlos, claro). Mi médico, por ejemplo, olía entre acre y dulce, como a ciruela demasiado madura. Mi padre me recordaba a la sal mojada. Mi madre, a madera envejecida. A mis hermanos no los vi durante los días que permanecí ingresada. Con la excepción de Benjamín, que se dejó caer por allí con su amigo el guaperas, fingiendo estar muy preocupado.
Lo primero que pensé al verlos fue: «¿Qué hacen estos aquí? ¿Cómo es posible que cuando estás enfermo no puedas evitar recibir a gente que no quieres ver?». Nada más olisquearlos pensé que mi hermano debería ducharse más a menudo: apestaba a sudor rancio. Su amigo, en cambio, tenía un olor que no logré identificar con nada humano. Ni rastro de sudor. Un aroma diluido a leche agria. Un poco raro para un tipo que regenta un bar en mitad de la nada, ¿verdad? Por cierto, que ni en el hospital cambió su actitud con respecto a mí. Me agarró la mano, acercó sus labios a mi oído —otra vez su aliento caliente junto a mi piel— y susurró:
—Estás muy guapa, princesa.
Me miraba como si fuera a comerme mientras mi hermano sonreía sin cesar. Qué asco. Cuando se fueron, la enfermera me dijo:
—Perdona que te lo diga, pero tu novio está como un queso.
—No es mi novio —me apresuré a aclarar.
Los ojos de la enfermera, la más joven y la más simpática de la planta (olía a cordero), se iluminaron de pronto. Fue a ella a quien le conté lo que me estaba ocurriendo. Lo de los olores y eso. Como era de prever, no me tomó en serio.
—No pasa nada, cariño —dijo con dulzura—. Has estado muy malita, es normal que te sientas un poco rara.
Otra enfermera, mucho mayor, me preguntó bajando un poco la voz:
—¿Existe alguna posibilidad de que estés embarazada? —y añadió—: Los embarazos desarrollan algunos sentidos, como el olfato.
—No. Ninguna —dije.
El siguiente descubrimiento fue mucho más útil. Podía escuchar las conversaciones que tenían lugar en todas las habitaciones de mi planta. Más aún: podía aislar una sola de ellas, incluso la más lejana, para disfrutarla al máximo. Oía los cuchicheos de las enfermeras, las maldiciones por lo bajo de los enfermos y los bisbiseos al oído de cualquiera que pasara por allí. Oía el vuelo de las moscas y la respiración de las cucarachas bajo el linóleo del suelo. Oía las sirenas de la policía a seis kilómetros de distancia. Las discusiones de los conductores con el guardia municipal en el aparcamiento del hospital. El latido del corazón de los camilleros que avanzaban por el pasillo a toda prisa y el fluir de los jugos gástricos en el interior de sus intestinos. Por suerte, este concierto de ruidos no duró mucho, apenas unas horas. Luego, pareció atenuarse. O puede que fuera yo quien se acostumbró a él. ¿No dicen que cuando llegamos al mundo lo primero que percibimos es un ruido monumental, insoportable, al que, sin embargo, no tardamos en habituarnos?
De algún modo, es como si yo hubiera vuelto a nacer.
Ya sé lo que ocurrió desde que perdí el conocimiento junto al Arroyo Negro hasta que desperté en el hospital.
Tras recibir aquella llamada mía sin palabras, mi hermano utilizó por una vez la materia gris y dedujo que me había ocurrido algo. Su amigo le había dicho que había salido del bar en dirección al bosque, de modo que ambos sabían dónde debían buscarme. Me encontraron cerca de la orilla del riachuelo, inconsciente. Según Benjamín, fue casi un milagro que no cayera a la corriente. De haber sido así, puede que hubiera muerto ahogada.
Me llevaron hasta el bar y me arroparon sobre la mesa de billar, utilizándola como si fuera una camilla. Al ver que no reaccionaba, después de cinco minutos de reanimaciones inútiles (no quiero ni imaginarme en manos de esos dos), mi hermano se decidió a llamar a nuestros padres. Luego llegó la ambulancia.
De camino al hospital, los enfermeros de la unidad móvil tuvieron que hacerme un masaje cardiaco, con desfibrilador y todo, porque mis pulsaciones habían desaparecido. Como en las series de hospitales (espero que el médico, por lo menos, fuera guapo), consiguieron reanimarme, pero por poco tiempo: estaba llegando al hospital cuando sufrí un paro cardiaco. Yo, por supuesto, no me acuerdo de nada.
Tras un buen rato de angustia y maniobras por parte de los médicos, consiguieron «recuperarme» (eso significa que me trajeron, más o menos, de vuelta a la vida), pero no lograron que abriera los ojos. Había logrado sobrevivir, al menos técnicamente, pero una parte de mí continuaba muerta. En coma. Algo así como una pausa en el curso de los acontecimientos, un intermedio en la representación de la vida durante el cual, se supone, tienes permiso para ausentarte y conocer otros mundos.
Después de todo esto, los médicos, muy serios, salieron a hablar con mis padres. No les dieron muchas esperanzas.
—Nadie sabe lo que puede prolongarse un coma —dijo el doctor que me había atendido—. Pueden ser minutos, horas o años.
Mi madre pasó horas rezando en la iglesia del hospital. Mi padre se quedó en la planta, gritándole al médico que era un inútil por darse por vencido tan pronto. Ambas actitudes sirven a la perfección para que los vayáis conociendo.
Es decir, que pasé dos días y medio en algún lugar desconocido, más allá de este mundo. Si alguien se está preguntando qué encontré al otro lado, me temo que mi respuesta va a decepcionarle: nada en absoluto. Oscuridad. Silencio. Ningún recuerdo, ninguna luz, ningún angelito esperándome para conducirme a las puertas del cielo, ningún dios de voz aterciopelada dándome la bienvenida a su paraíso. Aunque tampoco ningún demonio infecto con las barbas incendiadas.
Más allá no había más que vacío.
¿Defraudados? Yo, la verdad, un poco. Tal vez será diferente cuando llegue mi hora definitiva.
Prometí hablar de Elíseo.
Ya dije que es pastor. Bueno, lo fue en su juventud, porque ahora vive retirado y de vez en cuando le hace algún trabajito a mi padre. Carpintería, albañilería, cosas así. Se conocen desde hace muchos años, cuando gracias a Eliseo mi padre compró los terrenos y la casa del valle por un precio de ganga. Su amistad se basa en lo único que tienen en común: su pasión por el bosque y por la caza.
Eliseo conoce estas tierras y todas sus historias como la palma de su mano y le encanta contarlas mientras recorre la zona. Por eso a mí siempre me ha gustado acompañar a mi padre y a su amigo en sus paseos, porque los cuentos del viejo pastor hablan de maldiciones, diablos y monstruos, y lo mejor es que él los toma tan en serio como las historias de invasiones romanas o de guerras civiles que también se escuchan con frecuencia por aquí. Mi padre siempre dice que es maravilloso que un hombre como él, casi analfabeto, recuerde tantas cosas y sepa contarlas con tanta pasión.
Además de ser un experto cazador, Eliseo posee una inteligencia natural, una especie de instinto para la caza. En su juventud fue tenido por el mejor cazador de lobos de la zona. Eran, desde luego, otros tiempos. Por aquel entonces, los lobos atemorizaban a las gentes del valle y su caza no solo no estaba prohibida, sino que era un arte difícil y admirado. A Eliseo le llamaban «el Tumbalobos», un sobrenombre que heredó de su padre y de su abuelo y cuyo origen nos ha contado docenas de veces, muy orgulloso.
Eliseo nunca sale de casa sin Bravo, su perro mastín. Es un perrote peludo y robusto, tan viejo y retirado como él, pero que aún conserva su aspecto imponente. Cuando era pequeña, me pasaba horas jugando con él, montada en su lomo como si fuera un elefante. No exagero si digo que Bravo fue mi mejor amigo en todo el Valle del Silencio.
Cuando llegué a casa, después de lo que me pasó, Eliseo me saludó con una sonrisa mustia. Supe al instante que se alegraba de verme, pero no logré interpretar aquella tristeza que descubrí en sus ojos. Poco tiempo después, oí que mi padre le decía, muy serio, y tan cortante como él sabe ser cuando se lo propone:
—No quiero volver a escuchar esas paparruchadas de encantamientos y maldiciones, Eliseo. Deja ya el asunto y vete a tu casa.
Así es la relación de mi padre con su amigo el pastor: mi padre ordena y Eliseo obedece. Para algo mi padre es el empresario, el hombre importante y rico que llegó de la gran ciudad. Y Eliseo es un pobre pastor de ovejas, viejo y cansado, que tiene la suerte de tenerle como amigo. Hay cosas que no cambian nunca.
Conmigo, mi padre se comporta como con Eliseo. Sigue sin creer mi versión. Dice que a nadie le da un paro cardiaco por beber agua de un arroyo. Todo el tiempo me pregunta si había tomado algo, quién me lo dio, dónde estuve y con quién. Cuando le conté la verdad contestó:
—Ya veo que en esto también vas a ser una testaruda.
También. Él y yo sabemos lo que significa. Por eso es una palabra que nos hace daño a los dos.
Desde el primer momento noté que mi padre seguía enfadado conmigo. En el hospital apenas me dirigía la palabra, ni siquiera los primeros días. Sigue pensando que he sido demasiado dura con Salva y que no me costaría nada arreglar las cosas.
Ayer incluso envió a mi madre a convencerme:
—Si no hubieras roto con Salva, nada de esto hubiera pasado —dijo.
Reconocí que tenía razón: si no hubiera roto con Salva, no habría ido al Noche Cerrada, no habría tenido que aguantar las maniobras raras de mi hermano y su amigo odioso, y no habría tenido necesidad de salir a tomar un poco de aire fresco. Aunque, en lo esencial, las cosas podrían verse también desde otro ángulo. Por ejemplo:
—Si Salva no me hubiera roto el corazón, no le habría dejado y nada de todo esto hubiera pasado —respondí.
Mi madre se sentó en el borde de mi cama y me acarició el pelo.
—Las relaciones entre dos personas siempre son difíciles, cariño —dijo—. A veces conviene saber perdonar para que todo vaya mejor que antes.
—Yo no quiero perdonar a Salva, mamá. Quiero olvidarle —repuse, más rotunda y segura que nunca.
Ella frunció los labios, disgustada, pero no insistió en el asunto. Sé que por mucho que papá la envíe con sus recados, ella me da la razón en silencio. A veces, perdonar es imposible. Creo que ella también lo sabe, aunque se empeñe en convencerme de lo contrario.
Antes de irse, aún volvió sobre sus talones y preguntó:
—¿No piensas decirle a los médicos lo que tomaste esa noche en el bar del pueblo?
—No tomé nada, mamá. Solo agua del arroyo.
«El agua encantada de los cuentos de Eliseo», habría añadido, de haberme atrevido.
Por lo visto, los médicos del hospital han dicho que van a analizar el agua del Arroyo Negro, así que espero que la ciencia demuestre a mis padres lo que yo no soy capaz de hacerles entender.
Ah. Por si alguien todavía duda de mí, aclararé que NO tomé nada. Ni drogas, ni alcohol, ni nada. Ni esta vez ni ninguna otra. He visto varias veces qué efectos provocan esas porquerías sobre otros y tengo muy claro cuál es mi postura: paso, gracias. Quien quiera matarse, que lo haga sin mí.
Y por si acaso, voy aclarar algunas cosas más:
1.
No fumo porque me da asco.
2.
Otras cosas que me dan asco: las espinacas, las setas, la pasta de dientes con sabor a fresa, el kétchup, las cáscaras de pipas tiradas en el suelo, la gente borracha y las colillas mojadas.
3.
No soporto el sabor del alcohol (y eso incluye la cerveza y, por supuesto, el vino).
4.
Otras cosas que no soporto: los listillos, los programas de animales, el rap, que mi madre me llame para ordenar armarios, los refrescos con gas, tener que ayudar a mi hermano a ordenar los cajones de su escritorio, hacer la cama y los
phrasal verb
de las clases de inglés.
5.
Me da terror probar cosas que no conozco (esto incluye la comida y los parques de atracciones).
6.
Otras cosas que me dan terror: las películas de zombies, los túneles abandonados, las voces de ultratumba y la soledad.
7.
No tengo amigos para salir. Por eso no salgo.
8.
Esta entrada de hoy comienza a ser una lata. Mejor lo dejo y vuelvo mañana con mejor ánimo.
Ah, ¡se me olvidaba!: me han salido dos muelas del juicio. No: cuatro (acabo de mirarme al espejo). Son grandes y puntiagudas. Rarísimas.
Brindo por mi acertado dentista, que en la última revisión dijo que bajo mis encías no había muelas del juicio y, por tanto, nunca me saldrían.
Y de paso, brindo por todos los que se equivocan alguna vez, incluida yo. ¡Salud!