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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

Esta noche no hay luna llena (19 page)

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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6

De todas las historias de Eliseo, mis favoritas siempre han sido las leyendas de licántropos. De pequeña, me aterrorizaban. Luego, comenzaron a fascinarme. Sobre todo cuando me di cuenta de que Eliseo se las tomaba en serio.

—Hay varias razones para convertirse en un
lobishome
o un lobo humano —nos contó una vez con voz susurrante—: se han dado casos de personas que, de tanto vivir con lobos, han acabado transformadas en uno de ellos, aunque no son muy habituales por aquí. Luego están los que, sin saberlo, se comportan como animales. Los que abrevan en el mismo lugar donde beben los lobos, por ejemplo. O los que por descuido pasan la noche en alguna de sus madrigueras. Es como si la naturaleza nos advirtiera: si quieres seguir siendo lo que eres, presta atención a lo que haces. El Arroyo Negro, sin ir más lejos, es un río de lobos y se han conocido por aquí muchas historias de transformaciones monstruosas que comenzaron con el gesto sencillo de beber sus aguas, que están malditas para los seres humanos. También se dice, aunque yo nunca conocí ningún caso, que la maldición de quien más te quiere te convierte en lobo. Aquellos a quienes su madre o su padre han maldecido por una causa justa están condenados de por vida a transmutar la piel en cada plenilunio y, desde ese instante, a aullarle con tristeza a la luna llena.

Elíseo decía que una vez vio una transformación con sus propios ojos. Aunque nunca nos la quiso contar.

—El horror no puede explicarse —decía.

Aunque, según él, hay algo peor que transformarse:

—Lo peor que puede ocurrirle a un
lobishome
es perder el camino hasta la ropa que se quitó antes de convertirse. La metamorfosis dura lo mismo que la luna llena. Es decir, unas doce horas, según el ciclo lunar. Pero si el animal no encuentra su ropa humana, exactamente la misma que se quitó antes de la conversión, no podrá recuperar su aspecto y se quedará lobo para toda la vida.

Siempre me ha sobrecogido esta idea, sin ningún motivo. Y más aún lo que nuestro amigo el pastor explica a continuación:

—Nada hay peor que eso —dice Eliseo—, porque el lobo humano que no consigue recuperar su aspecto, poco a poco comienza a olvidar su vida de persona. Pierde sus recuerdos, sus emociones, sus modales. Se olvida de las palabras y deja de soñar. Al final, olvida los rostros de aquellos que fueron importantes en su vida. Hasta que el proceso es irreversible: ni aun encontrando el camino de regreso, ni aun restregándose contra sus ropas humanas, podría volver a ser una persona. Jamás. Como mucho, tendrá el instinto de regresar a los lugares donde alguna vez fue feliz junto a los suyos, y los observará desde lejos, mientras los humanos se mueren de miedo solo de intuir su presencia.

7

Ayer salí de casa por primera vez desde que abandoné el hospital (en silla de ruedas, por si alguien se pregunta cómo pude hacerlo). No es que no pueda caminar, pero aún me cuesta recorrer largas distancias sin sentirme luego agotada. Me llevaba mi madre, tan pendiente de mí en todo momento que terminó por ponerme nerviosa.

Fuimos a merendar a la chocolatería de Anselmo. Todo el mundo parecía muy contento de verme. Por la calle saludamos a dos o tres vecinas y nos paramos un rato a charlar con la masajista de papá. También tropezamos con Margarita. Nunca me había dado cuenta de que huele a ratón de campo (y prometo que este comentario no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido. O puede que sí). Creo que debería lavarse más a menudo.

Mi madre no sabe que Margarita ya no es mi mejor amiga porque no he querido contarle todos los detalles de lo que pasó. Por eso ayer estaba empeñada en invitarla a merendar a toda costa. Se lo dijo por lo menos cuatro veces. Mi ex mejor amiga me miró cobardemente y le dio a mi madre la primera excusa que se le vino a la cabeza, pero no hubo problemas porque ella la creyó.

También dijo algo muy hipócrita y muy falso: «Ojalá te pongas bien pronto, te echamos muchísimo de menos», o algo así. Me dieron ganas de vomitar al escucharla. Por supuesto, mi madre no se dio cuenta de nada. Si Margarita y yo fuéramos actrices, esta interpretación nos habría hecho candidatas a los Premios Goya.

Por supuesto, no le sonreí ni una sola vez. Me comporté la mayor parte del tiempo como si no estuviera allí. Creo que logré ponerla bastante nerviosa. Premio.

—Es necesario que seas tan desagradable? —fue el único comentario de mi madre.

No dije nada. Ella prosiguió:

—Ya sé que no te encuentras bien, cariño, pero no deberías pagarlo con la gente que te quiere.

Típico de mamá (¿de todas las madres?): primero me regaña y luego me disculpa.

Por supuesto, no dije lo que estaba pensando con respecto a Margarita y «la gente que me quiere». Mejor así.

Me quedé dándole vueltas a algo: ¿a quién se refería Margarita cuando dijo «te echamos muchísimo de menos»? ¿A todo primero de bachillerato? ¿Solo a primero A, que es —por desgracia— compartimos? ¿O se refería a ella y Salva?

«Te echamos muchísimo de menos». Puaj. Me entraron de responder: «Pues esto es solo el principio, bonita. Vais a echarme de menos mucho más, porque no pienso volver a miraros a la cara».

Por suerte, mi madre ya me arrastraba lejos de ella y de sus frases odiosamente falsas.

El sabor del chocolate y la simpatía del buenazo de Anselmo, que me conoce desde que era una niña, hizo que se me olvidara un poco este encuentro horrible. Aunque lo malo no había pasado aún. Mi madre me tenía reservada otra sorpresita.

Apenas habíamos empezado a merendar cuando me dio la noticia:

—Mañana nos vamos a la finca —dijo mordisqueando el cuerno de un cruasán mojado en chocolate.

Ellos siempre llaman así a nuestra casa en mitad del Valle del Silencio. «La finca», como si fuera un rancho mexicano. No sé por qué no la llaman por su nombre, Los Halcones. Es un lugar único, rodeado de naturaleza, pero no muy animado, precisamente.

Intenté protestar, pero no me sirvió de nada.

—Tu padre y yo hemos pensado que es lo mejor para todos —sentenció con ese aire de tener siempre la razón—. A ti te vendrá bien el aire puro y la tranquilidad, y papá necesita distraerse. La caza le ayudará a no pensar en los problemas que está atravesando. Y mientras todo esto dure, le vendrá muy bien. A nosotras qué más nos da estar en un sitio o en otro, ¿no crees?

Típico de mamá. Siempre cede a los designios de mi padre, sin ni siquiera decir qué le gustaría hacer a ella.

Los problemas «por los que está atravesando» mi padre son laborales. No es tanto que necesite «distraerse», como dice mamá. Necesita salir de la ciudad para que los periodistas dejen de atosigarle y, de paso, pagar sus errores con los jabalíes, los corzos o los lobos —si es que queda alguno— del Valle del Silencio.

—¿Y qué pasa con mis hermanos? —pregunté, muerta de la envidia.

Mis hermanos, en este caso, son dos: Benjamín y Daniel, los anteriores a mí en el orden de nacimientos. A Benjamín ya le conocéis. Tiene dieciocho años y está repitiendo segundo de bachillerato. Daniel es el empollón de la familia y, como todo el mundo aquí, está estudiando Derecho. Tengo otros tres hermanos, pero son tan mayores que ya viven con sus novias.

—Ah, ellos pueden espabilarse solos —dijo mamá quitándole importancia—. Les dejaré el congelador lleno de comida y todos los días irá Antonia a echarles una mano.

Aclaración primera: mis tres hermanos mayores trabajan en las empresas de papá. Todos los hermanos, de un modo u otro, estamos destinados a terminar en las empresas de la familia, previo paso por la facultad de Derecho, Económicas o Empresariales.

Aclaración segunda: Antonia es una colombiana de treinta y cinco años que desde hace más de cinco se encarga de todas las tareas de nuestra casa. Mi madre no es muy buena ama de casa (aunque es una excelente cocinera).

Resumiendo: mis dos hermanos se lo pasarán en grande dando fiestas en el piso, mientras yo me muero de asco en el campo, a más de cien kilómetros de ellos.

Fantástico.

—En la finca me aburro mucho, mamá. Deja que me quede en la ciudad —he suplicado.

No me ha servido de nada, claro.

—¿Quedarte? ¡De ninguna manera! —ha zanjado ella—. ¿No oíste lo que dijeron los médicos? Tienes que hacer reposo, tomarte las medicinas, comer bien… Es importante que te recuperes lo antes posible.

La parte buena es que me he librado del instituto. Perderé el curso, pero no me importa. Ya lo recuperaré más adelante.

Así que este es el plan para las próximas semanas: mi padre se pasará los días cazando con Eliseo, ajeno a los periódicos y las noticias (que hablan de él a todas horas, por cierto), mientras yo me diseco, como una momia egipcia, de puro aburrimiento, hasta la desintegración total.

Creo que mi madre ha sentido lástima de mí, porque de pronto ha soltado:

—Podemos llevarnos el ordenador, si quieres.

Me he aferrado a eso como el náufrago a una tabla que flota. Ya sé que es deprimente, pero por lo menos me quedará este blog.

Algo es algo.

8

Trece razones para estar deprimida en el Valle del Silencio (versión resumida):

1.
Tengo que pasar medio día en la cama.

2.
No hay nadie con quien mantener una conversación divertida (el único sería Elíseo, pero mi padre le acapara todo el tiempo).

3.
El saldo del móvil no me sirve para nada porque no me apetece llamar a nadie.

4.
Tengo que tomarme seis pastillas cada día.

5.
El centro comercial más cercano está a ciento catorce kilómetros.

6.
Todo el tiempo pienso que mis hermanos están solos en casa sin que nadie los controle y me muero de la envidia.

7.
Internet solo funciona bien de madrugada.

8.
He engordado dos kilos (y si no me dejan salir a caminar, cuando me recupere pareceré una vaca).

9.
Mi padre me trata como si fuera sospechosa de algo horrible.

10.
Mi madre le da la razón a mi padre en todo.

11.
Hoy ha llovido sin parar.

12.
Dice el hombre del tiempo que mañana lloverá más aún.

13.
Ayer vino a visitarme Salva.

9

Últimamente, mi vida sentimental se ha vuelto una montaña rusa. Creo que ha llegado el momento de hablar de ello.

Empecé a salir con Salva la última semana de agosto, durante esos días deprimentes en que te das cuenta de que el verano se está terminando y que frente a tus narices tienes un largo camino, lleno de exámenes y horas de estudio, que durará nueve largos meses.

Tal vez deba decir que yo llevaba seis meses enamorada de Salva. Desde aquella vez que estuvimos hablando al terminar uno de sus entrenamientos y me pareció el chico más encantador del universo. En esa época éramos amigos inseparables: Salva, Manu, Margarita y yo. Ya sabéis: cine casi todos los fines de semana, alguna pizzería los sábados por la noche, maratones de películas de terror en casa de Manu, aprovechando que sus padres se largaban los fines de semana.

No sé si sonará ridículo, o exagerado, o demasiado peliculero, pero me da igual: creo que aquello fue el principio de la temporada más feliz de mi vida.

Luego pasó lo que tenía que pasar (supongo). Margarita se enrolló con Manu, y Salva se fijó en mí. A veces, las cosas más importantes de la vida ocurren porque sí, de repente, como si el guionista que gobierna nuestros destinos se hubiera quedado sin ideas y tuviera que recurrir a lo más descabellado. Así, más o menos, ocurrió todo. De pronto, en la puerta de los lavabos de una cafetería del centro, Salva me dijo que estaba tonto por mí. Lo dijo con estas palabras, tal cual:

—Estoy tonto por ti.

Y a mí me dio tal ataque de risa, por culpa de los nervios, que pensó que me reía de él. Tuvo que pasar un buen rato hasta que pude explicárselo, y fui absolutamente sincera:

—Pensaba que no me lo ibas a decir nunca —le solté mientras él me miraba con ojos de búho.

Dejar de ser cuatro amigos para convertirnos en dos parejas no supuso un cambio tan grande. Ahora, en el cine, cada uno tenía su sitio (al lado de su novio o novia, claro), y cuando ellos quedaban para jugar al pádel, Margarita y yo los esperábamos en el bar, hablando de nuestros progresos como chicas mayores. Era divertido.

En esas conversaciones, Margarita siempre me asombraba. Con ella se cumplía a la perfección aquel viejo refrán que afirma lo mucho que engañan las apariencias. Por fuera mi amiga podía parecer tímida, más bien poca cosa. Pero a juzgar por lo que me contaba, os aseguro que no lo era en absoluto. Todo lo contrario: digamos que en cuestiones sexuales me llevaba una delantera increíble. Era como si ella ya hubiera aprobado la selectividad (con nota) mientras que yo todavía estaba comenzando primero de secundaria.

Bueno, tal vez exagero un poco. Ella no hacía más que decirme:

—Tienes que espabilarte o Salva se va a aburrir de esperar.

Y yo siempre replicaba del mismo modo:

—Pues si se aburre de esperar es que no me quiere tanto como dice.

Ella soltaba un bufido para expresar que no estaba en absoluto de acuerdo conmigo. Para ella, el sexo era una especie de carrera en el que lo más importante era llegar el primero. Yo lo veía de otro modo, claro está. En mi opinión, hay cosas que no pueden precipitarse y que deben llegar cuando estás preparado para ellas. Y yo no me sentía preparada para ciertas cosas, por mucho que ella me regañara o quisiera darme lecciones intensivas. Mi comportamiento, no sé por qué, parecía enfurecerla.

—Pero ¿no estás enamorada de Salva? ¡No lo entiendo! ¡Te juro que no lo entiendo!

Yo tampoco la comprendía a ella, la verdad. Pero no pasaba nada. Éramos diferentes, eso era todo. Yo pensaba que podíamos seguir siendo tan buenas amigas como siempre aunque viéramos las cosas de un modo tan opuesto. Qué ingenua fui.

En realidad, Margarita preparaba su traición.

No sé si existe una palabra especial para designar a quien se vale de tu confianza en beneficio propio. «Traidora» no me parece suficiente. Necesitaría algo más fuerte. Es raro que a veces las palabras no sirvan.

El día once de octubre habíamos quedado para ir al cine. A eso de las siete de la tarde, Margarita me telefoneó para decir que sus padres la obligaban a ir con ellos a visitar a un familiar. Le dije que no pasaba nada, que la echaríamos de menos y que no se aburriera mucho durante la visita.

Soltó una risita nerviosa que solo supe interpretar después, mucho más tarde.

A las nueve y media hablé con Salva. Hablaba bajito porque le dolía la garganta, según me dijo. Y tenía fiebre. Había decidido quedarse en la cama y no podría ir al cine. Le pregunté si quería que fuera a hacerle compañía (sus padres se habían ido de fin de semana), pero respondió que no me preocupara, que solo tenía muchas ganas de dormir y se iba a la cama.

—Mañana te llamaré —añadió—, cuando me encuentre mejor.

Manu y yo estuvimos hablando un poco. En un principio pensamos que lo mejor sería quedarse en casa, pero ya habíamos comprado las entradas y además la película era de estreno absoluto, así que al final decidimos continuar nosotros con el plan.

—Seguro que a Salva y Marga no les importará que vayamos —dijo.

La peli resultó aburridísima y el cine estaba atestado de gente, pero nos lo pasamos bien. Nos reímos de lo malos que eran los actores y lo previsible que era el final. Compartimos un menú gigante de palomitas con refresco. Fue una buena noche, después de todo, y nos alegramos de habernos decidido a ir.

Cuando salimos del cine, a Manu se le ocurrió la peor idea de su vida:

—¿Pasamos por casa del enfermito para ver si necesita algo?

La casa de Salva no estaba lejos de allí. Solo teníamos que desviarnos un poco de nuestra ruta tomando otro autobús. Me pareció una buena idea.

A la una menos cuarto de la madrugada, estábamos llamando al timbre de casa de mi novio. No nos abrió nadie. Insistimos. Dos veces.

—¿Y si le ha pasado algo? —preguntó Manu, que siempre piensa en lo peor.

—Debe de estar durmiendo —contesté yo—. Se encontraba fatal. Será mejor que nos vayamos.

Ojalá lo hubiéramos hecho. Pero Manu continuó llamando y llamando. Al fin, escuchamos que alguien deslizaba la tapa de la mirilla. Unos segundos más, y llegó el sonido del cerrojo descorriéndose. Un Salva en calzoncillos y camiseta, sin cara de sueño ni el menor rastro de estar resfriado, salió a recibirnos.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó, como si nuestra visita le molestara mucho.

—Tío, nos tenías preocupados —soltó Manu—. ¿Te habías vuelto sordo o qué?

—Estaba en la cama —dijo mi novio, siendo totalmente sincero. Me miró, debió de darse cuenta de que yo le observaba con cara de extrañeza y de inmediato se llevó la mano a la frente, puso cara de estar muy enfermo y tosió dos veces antes de decir—: No me encuentro nada bien.

Entonces Manu tuvo una visión. No me refiero a la aparición de un espíritu, pero casi. Vio el casco de Margarita encima de la silla del recibidor.

El casco de Margarita es rosa, lleva un gran corazón rojo en el lado derecho y una Hello Kitty en el lado izquierdo. Sobre la visera, en la parte superior, una inscripción que dice:
Girl Power
. Os lo describo solo para que os deis cuenta de que el casco de Margarita es único en el mundo.

Quien lo haya visto una vez, es capaz de reconocerlo en cualquier parte.

—¿Margarita está aquí? —preguntó mi amigo, con un tono de voz que no sé decir si era de alegría o de sorpresa.

—N… —Salva se dio cuenta de que Manu había visto el casco y no pudo negar la evidencia—. Sí… Ha venido a visitarme.

—¡Guay! —exclamó Manu empujando la puerta—. ¡Podríais haber avisado de que estabais aquí y habríamos venido antes!

Mientras Manu se adentraba en el pasillo, camino de llevarse una sorpresa descomunal, Salva me miró a los ojos. Un escalofrío me recorrió la columna de arriba abajo, no sé por qué. No hizo falta que dijera nada. Aquella mirada lo contenía todo: el mayor engaño y la mayor traición de que podrían haberme hecho objeto. Y no hablo solo de la persona de quien estaba enamorada. También de quien yo creía mi mejor amiga.

No fui capaz de decir nada. De algún modo, nuestros ojos habían sido ya lo bastante explícitos.

Qué raro, a veces las palabras no hacen falta.

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