Read Eterna Online

Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (26 page)

BOOK: Eterna
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Oyó gruñir a Bruno, y luego gritar. Estaba recostado contra la alambrada del campamento. Eph lo vio rebanar un aguijón con su espada, pero ya era demasiado tarde. Bruno había sido picado. Un solo momento de contacto, de penetración, y el daño estaba hecho: el gusano implantado, el patógeno vampírico entrando en el torrente sanguíneo. Pero no le habían drenado toda la sangre, y Bruno siguió combatiendo; de hecho, con renovado vigor. Luchó sabiendo que, aunque sobreviviera a ese ataque, ya estaba condenado. Docenas de gusanos se retorcieron debajo de la piel de su rostro y de su cuello.

Los
strigoi
que rodeaban a Eph fueron psíquicamente conscientes de este éxito, sintieron la victoria y arremetieron contra él con total abandono. Algunos se apartaron de Bruno para unirse a los otros vampiros que acudían desde atrás, reduciendo aún más el perímetro de defensa del médico, que sentía los codos apretujados contra el pecho, pero que a pesar de eso seguía haciéndoles cortes en las caras, en sus bocas abiertas y en sus barbillas enrojecidas. Un aguijón se disparó contra él, golpeando la pared cerca de su oído con un ruido sordo, como una flecha. Eph lo cercenó, pero había muchos más. Intentó mantener el cerco de plata, con los brazos y hombros entumecidos por el dolor. Sin embargo, bastaba con la llegada de un certero aguijón. Sintió la fuerza de la multitud de vampiros cerniéndose sobre él. El señor Quinlan aterrizó en medio del combate y se unió de inmediato a Eph. El señor Quinlan marcaba una diferencia, pero los
strigoi
sabían que los dos solo estaban conteniendo la marea. Eph estaba a punto de ser derrotado.

Todo terminaría pronto.

Un destello de luz surcó el firmamento. Eph creyó que se trataba de una bengala o de algún dispositivo pirotécnico enviado por los vampiros como señal de alerta, o incluso para distraerlos. Un instante de distracción supondría el fin de Eph.

Pero la fuerte luz seguía brillando, intensificándose, expandiéndose encima de ellos. Se movía más alto de lo que Eph alcanzaba a visualizar.

Lo más importante fue que el ataque de los vampiros se hizo más lento. Sus cuerpos se pusieron rígidos mientras miraban al cielo con la boca abierta.

Eph no podía creer en su buena suerte. Blandió su espada para abrir un flanco a través de los
strigoi
, en una jugada de último minuto para liquidarlos mientras se abría camino hasta acabar con la amenaza…

Pero tampoco pudo resistir. El fuego del cielo era muy seductor. Él también tenía que arriesgar una mirada hacia el cielo.

A través del gran sudario negro de cenizas asfixiantes, una fuerte llama caía, desgarrando el espacio como la llamarada de un soplete de acetileno. Ardió en la oscuridad como un cometa, una cabeza flamígera seguida por una cola que se iba adelgazando en el firmamento. Una lágrima ardiente de fuego rojo anaranjado descomprimiendo la falsa noche.

Solo podría tratarse de un satélite o de algo aún más grande cayendo desde la órbita exterior, entrando en la atmósfera terrestre como una bala de cañón de fuego disparada desde el sol destronado.

Los vampiros se dispersaron, tropezando entre sí con una falta de coordinación rara en ellos, con sus ojos encarnados fijos en la raya flamígera. Así debía de ser el miedo, pensó Eph. La señal del cielo penetró en su naturaleza elemental, y ellos no tuvieron otro mecanismo para expresar su terror que chillar y alejarse con torpeza.

Incluso el señor Quinlan se retiró un poco, abrumado por la luz y lo inusitado del espectáculo.

A medida que el satélite ardía y resplandecía en el cielo, desgarró la densa nube de ceniza y un despiadado rayo de luz penetró en el aire como el dedo de Dios, quemando todo cuanto encontraba a su paso en un radio de cinco kilómetros alrededor del campamento.

Mientras los vampiros chillaban frenéticos, Fet, Gus y Joaquín llegaron al encuentro de Eph. Se abalanzaron sobre la turba enloquecida, derribando a las criaturas a diestro y siniestro, persiguiendo a los vampiros que corrían desorientados en todas las direcciones.

Por un momento, la majestuosa columna de luz iluminó todo el campamento. El alto muro, los austeros edificios, el suelo cubierto de fango. Un lugar de una simpleza que rayaba en la fealdad, aunque amenazante en su vulgaridad, semejante a la del almacén trasero de una sala de exposiciones o a la cocina de un restaurante sucio: un lugar sin artificios, donde se hace el verdadero trabajo.

Eph vio la mancha arder en el cielo con creciente intensidad, con la cabeza incandescente más gruesa y más brillante hasta que finalmente se consumió y la fina cola de fuego se redujo a un hilo de llama y luego se extinguió.

Detrás, la tan esperada luz del día había empezado a iluminar el cielo, como anunciada por el colosal fogonazo. La pálida silueta del sol era visible con dificultad detrás de la nube de cenizas, con sus débiles rayos filtrándose por entre las grietas y fisuras del negro capullo de la contaminación. La claridad de aquellos rayos no era mayor que el anuncio de la aurora en el Viejo Mundo, pero fue suficiente. Las criaturas se escondieron bajo tierra durante las dos horas de tregua de luz.

Eph vio a un prisionero del campamento detrás de Fet y de Gus, y a pesar de su cabeza calva y de su mono impersonal, reconoció de inmediato a Nora. Una mezcla discordante de emociones lo asaltó. Parecía que hubieran pasado años en lugar de semanas desde que se vieron por última vez. Pero ahora había asuntos más urgentes.

El señor Quinlan se retiró a las sombras. Su tolerancia a los rayos ultravioleta había sido probada hasta el límite.

Nos encontraremos de nuevo…, en Columbia. Os deseo a todos buena suerte.

Y entonces desapareció del campamento en un abrir y cerrar de ojos.

Gus vio que Bruno lo agarraba del cuello y se acercaba a él.

—¿Qué pasó, vato?

—Ese hijo de puta está dentro de mí —dijo Bruno. El pandillero hizo una mueca, mojando sus labios resecos y escupiendo en el suelo. Permanecía con los brazos abiertos, y su actitud era extraña, como si pudiera sentir ya a los gusanos arrastrarse en su interior—. Ya estoy maldito, compadre.

Los otros guardaron silencio. En medio de su sorpresa, Gus se acercó y le examinó la garganta. Luego lo abrazó con fuerza.

—¡Bruno! —exclamó.

—Cabrones de mierda —dijo Bruno—. Un buen picotazo de mierda me han dado.

—¡Maldita sea! —gritó Gus, alejándose de él. No sabía qué hacer. Nadie lo sabía. Gus se alejó y lanzó un aullido feroz. Joaquín se dirigió a Bruno con lágrimas en los ojos.

—Este lugar… —comenzó a decir, golpeando la punta de su espada contra el suelo—. Esto es el infierno de mierda en la Tierra… —Entonces levantó su espada hacia el cielo, gritando— ¡Mataré hasta el último de esos chupasangres en tu nombre!

Gus regresó rápidamente y señaló a Eph.

—Sin embargo, a ti no te pasó nada, ¿eh? ¿Cómo es eso? Se suponía que teníais que permanecer juntos. ¿Qué ha pasado con mi muchacho?

Fet se interpuso entre ellos.

—No es culpa suya —aseveró.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Gus, con los ojos llenos de dolor—. ¡Tú estabas conmigo! —Gus se giró hacia Bruno—. Dime que fue culpa de este hijo de puta, Bruno, y lo mato aquí mismo; ahora mismo. ¡Dímelo!

Pero aunque hubiera oído a Gus, Bruno no respondió. Estaba examinando sus manos y sus brazos, como si mirara a los gusanos que lo infestaban.

—Los vampiros son los culpables, Gus —dijo Fet—. Hay que estar centrado.

—¡Ah, estoy centrado! —rugió Gus.

Se acercó amenazante a Fet, quien se lo permitió, sabiendo que debía desahogar su desesperación.

—… Centrado como un rayo láser de mierda. Soy el Ninja de Plata. —Gus señaló a Eph—. ¡Estoy centrado!

Eph iba a alegar algo en su defensa, pero se mordió la lengua porque comprendió que Gus no estaba realmente interesado en lo que iba a decir. La ira era la única manera que el joven pandillero tenía de expresar su dolor.

Fet se volvió hacia Eph.

—¿Qué era esa cosa en el cielo?

Eph se encogió de hombros.

—No sé. Yo estaba acorralado, al igual que Bruno. Me tenían completamente rodeado. Y luego eso atravesó el cielo. Algo cayó a la Tierra y asustó a los
strigoi
. Una suerte jodidamente extraordinaria.

—No fue suerte —dijo Nora—. Fue otra cosa.

Eph la miró; no podía acostumbrarse a su calvicie.

—¿Qué otra cosa?

—Puedes negarlo —subrayó Nora—. O tal vez no quieras saberlo. Tal vez ni siquiera te importe. Pero eso no ocurrió simplemente porque sí, Ephraim. Eso te sucedió a ti. A nosotros. —Miró a Fet y sintió una mayor claridad—. A todos nosotros…

Eph estaba confundido. ¿Algo había ardido en la atmósfera por su causa?

—Te sacaremos de aquí —dijo—. Y también a Bruno. Antes de que alguien más salga herido.

—De ninguna manera —replicó Gus—. Acabaré con este lugar. Quiero encontrar al hijo de puta que convirtió a mi socio.

—No —dijo Nora, adelantándose—. Primero buscaremos a mi madre.

Eph se quedó atónito.

—Pero, Nora…, no creerás realmente que ella está todavía aquí, ¿verdad?

—Aún está con vida. Y no te vas a creer quién me lo dijo.

Nora le habló sobre Everett Barnes. Eph se sintió desconcertado al principio, preguntándose por qué Nora haría una broma como esa. Luego se quedó completamente atónito.

—¿Everett Barnes, encargado de un campamento de extracción de sangre?

—Encargado de todos los campamentos de extracción de sangre —precisó Nora.

Eph se resistió un momento más, antes de comprender que era completamente factible. Lo peor de esta noticia era que no carecía de sentido.

—¡Ese hijo de puta!

—Mi madre está aquí —señaló Nora—. Él me lo dijo. Y creo que sé dónde está.

—De acuerdo —repuso Eph, sintiéndose agotado y preguntándose hasta dónde podría sostener aquella conversación tan delicada—. Pero recuerda lo que Barnes intentó hacernos.

—Eso no importa.

—Nora —Eph no quería pasar más tiempo del estrictamente necesario dentro de aquella trampa mortal—, ¿no crees que Barnes te habría dicho cualquier cosa…?

—Tenemos que buscarla —reiteró Nora, dándose media vuelta.

Fet la secundó.

—Tenemos el tiempo que dure el sol —comentó—. Antes de que la nube de cenizas se cierre de nuevo. Iremos a echar un vistazo.

Eph miró al exterminador y luego a Nora. Ellos tomaban las decisiones juntos. Eph era minoría.

—Está bien —concedió—. Hagámoslo con rapidez.

G
racias al resplandor del cielo, que permitía un poco de luz en el mundo —como un regulador de luz girando lentamente desde la iluminación más baja a la que le sigue en potencia—, el campamento cobró el aspecto de un lúgubre presidio o un puesto fronterizo de estilo militar. La gran valla que rodeaba el perímetro estaba rematada con una maraña de alambre de púas. La mayoría de los edificios eran rudimentarios, cubiertos con la suciedad de la lluvia contaminada, con la notable excepción del edificio administrativo, junto al cual estaba el símbolo corporativo de Stoneheart: una esfera negra dividida lateralmente en dos por un rayo azul acero, como un ojo parpadeando intermitentemente.

Nora los condujo rápidamente por el sendero que llevaba al interior del campamento, pasando por otras puertas interiores y edificios.

—La sala de maternidad —les dijo, señalando la puerta alta—. Las mujeres embarazadas permanecen aisladas, a salvo de los vampiros.

—¿Quizá por superstición?

—No sé, pero creo que realmente se trata de una cuarentena. ¿Qué le pasaría a un feto si la madre fuera convertida? —preguntó Nora.

—No lo sé. Nunca pensé en eso —dijo Fet.

—Parece que han tomado las precauciones de seguridad necesarias para que eso nunca suceda —comentó Nora.

Pasaron junto a la entrada principal, a lo largo de la pared interior. Eph miraba continuamente hacia atrás.

—¿Dónde están los humanos? —preguntó.

—Las mujeres embarazadas viven en las caravanas de allí. Los sangradores viven en barracones, en el lado oeste. Es como un campo de concentración. Creo que mi madre será procesada en esa zona que está más adelante.

Señaló dos edificios oscuros que estaban más allá de la sala de maternidad; ninguno de los dos tenía un aspecto prometedor. Se apresuraron hasta llegar a la entrada de un gran almacén. Los puestos de vigilancia instalados en la entrada estaban vacíos en ese momento.

—¿Es aquí? —preguntó Fet.

Nora miró a su alrededor, tratando de orientarse.

—Vi un mapa… No sé. No es lo que había imaginado.

Fet inspeccionó los puestos de vigilancia. Dentro había varios monitores con pantallas pequeñas; todo estaba oscuro. No se veían sillas ni interruptores.

—Los vampiros vigilan este lugar —observó Fet—. ¿Para mantener a los humanos fuera o dentro?

La entrada no estaba cerrada. La primera sala, que debía ser la oficina o el área de recepción, estaba ocupada con rastrillos, palas, azadas, carritos de jardinería, azadones y carretillas. El suelo era de tierra apisonada.

Oyeron gruñidos y chillidos procedentes del interior. Un escalofrío nauseabundo envolvió a Eph, pues en un primer momento pensó que eran ruidos humanos. Pero no.

—Son animales —dijo Nora, moviéndose hacia la puerta.

La enorme nave era un resplandor pletórico de zumbidos. Tenía tres pisos de altura, y dos veces el tamaño de una cancha de fútbol. Era básicamente una granja interior, imposible de abarcar con una sola mirada. Unas lámparas grandes colgaban de las vigas del techo, y también había torres de iluminación erigidas sobre un huerto y grandes parcelas. El calor era extremo, pero estaba atenuado por la brisa que provenía de unos ventiladores de gran tamaño.

Los cerdos se revolcaban en el fango, en el exterior de una pocilga sin techo. Al frente había un gallinero con altas alambradas, cerca de lo que parecían ser un establo y un corral de ovejas, según indicaban los sonidos. El olor a estiércol se propagaba con la brisa de la ventilación.

Eph se tapó los ojos por la fuerte luz proyectada desde arriba, que eliminaba todas las sombras. Avanzaron por uno de los pasillos, en el cual se extendía un canal de riego perforado, que descansaba sobre unos soportes de unos sesenta centímetros de altura.

—Una fábrica de alimentos —anotó Fet, señalando las cámaras de los edificios—. La gente trabaja y los vampiros supervisan.

BOOK: Eterna
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Crime and Punishment by Fyodor Dostoyevsky
A Tradition of Victory by Alexander Kent
Cherry Bomb: A Siobhan Quinn Novel by Caitlin R. Kiernan, Kathleen Tierney
Nowhere to Hide by Tobin, Tracey
Winning Her Over by Alexa Rowan