Read Eve Online

Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

Eve (24 page)

BOOK: Eve
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Has visto a Arden? —Me puse la mano sobre el pecho para serenar el corazón—. Me salvó la vida. Salió corriendo para distraer a los militares.

Caleb frotó el volante con el dedo, como si quisiese borrar una mancha invisible. Tras una pausa, movió la cabeza negativamente.

—No.

Me sequé las lágrimas.

—Dijo que nos encontraríamos en Califia, pero… ahora está sola y yo. —No pude continuar hablando al pensar que Arden estaría en medio de la nada, llena de ampollas a causa del sol, y a muchos kilómetros de la carretera. O peor, en el asiento trasero de un todoterreno de los soldados, que la devolverían al colegio.

Caleb me apretó el brazo.

—Ella es muy fuerte. Si se esconde, no le ocurrirá nada.

Llegamos a un pueblo en ruinas cuando el sol se ocultaba ya tras las lejanas colinas. El pavimento estaba agrietado, y los desniveles hacían saltar las monedas apiladas en el salpicadero del coche. El vehículo continuó su camino, traqueteando y bamboleándose, pero me sentí más segura a medida que nos acercábamos a Califia.

—En cuanto a Leif… —musité. Caleb tenía el mapa sobre el volante y sujetaba las puntas con las manos para que no se doblasen. Dejábamos atrás tiendas vacías y puñados de arbustos resecos y ennegrecidos—. No fue.

—Lo sé, lo sé —se apresuró a contestar—. No hay nada que explicar. —Apartó el mapa y me miró a los ojos. Tenía los labios enrojecidos por el exceso de sol.

—No sabía si volvería a verte alguna vez. —Se me quebró la voz—. No deberías.

—Ojalá no me hubiese marchado —repuso alzando más la voz. Aminoró la velocidad y se giró hacia mí, lloroso. Se pasó un dedo sobre el entrecejo para limpiarse el polvo—. He pensado mucho en ese día y me he cuestionado qué habría ocurrido si hubiera estado allí cuando apareció ese animal y os metió a ti y a Arden en el camión.

—¿Adónde fuiste? —Encogí las piernas y me acurruqué—. ¿Qué te pasó?

Se restregó las sienes y explicó:

—Fui a las montañas. Quería cabalgar hasta que se me aclarasen las ideas. Cuando volví al campamento, los chicos estaban muy disgustados. Benny. —Aceleró de nuevo esquivando los socavones en los que crecían gruesas raíces—. Benny era el que estaba peor de todos.

—¿Y dónde están ahora? —Imaginé la sonrisa de Benny cuando conseguía leer una palabra correctamente, y a Silas, en medio de su habitación, luciendo el tutú y un sombrero de vaquero en la cabeza.

—Siguen allí… con Leif. —Volvió a sujetar el volante, puesto que piedras y ramas rascaban los bajos del vehículo. El significado de sus palabras estaba claro: había dejado atrás su casa, su vida, sus amigos… por mí. Tras una larga pausa, dijo—: Voy contigo a Califia. Viviremos los dos allí.

Había algo en el plural, «los dos», que me consoló. Ya no éramos solo él o solo yo, sino nosotros dos.

Todavía parecía posible compartir una vida, una vida en Califia, aquel lugar que se encontraba una vez atravesado el puente rojo, escondido entre montañas junto al mar. La comunidad de huérfanos escapados nos aceptaría. Yo podría dar clases, y él cazaría y enviaría mensajes a los chicos de los campos de trabajo, e incluso volveríamos al colegio en cuanto pudiésemos afrontar el viaje, y rescataría a Ruby y a Pip, como había prometido.

Bajé la vista hasta su mano y entrelacé los dedos con los suyos. Y así, dándome el sol en un lado de la cara, en el hombro y en las desnudas piernas, permanecimos unidos: una visión reconfortante.

Cuando volví la vista hacia la carretera, clavé los pies en el suelo y me aferré a la ventanilla.

—¡Caleb, frena! —grité. Detuvo el coche, y yo reboté contra el salpicadero.

El coche chirrió.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó. Asentí y me acomodé en el asiento, frotándome la zona del brazo donde había impactado contra el duro salpicadero de plástico.

—¿Y ahora qué? —cuestioné señalando delante de nosotros.

Había una furgoneta en la carretera, bien visible bajo las últimas luces del día; tenía los neumáticos reventados y las ventanillas rotas. Un poco más lejos había otro coche y otro más, una larga fila de vehículos, cuyos herrumbrosos parachoques casi se tocaban, que ocupaban la carretera a lo largo de kilómetros frente a nosotros. La carretera estaba atestada; no se podía circular.

Caleb cogió el mapa y, señalando la fina línea azul que habíamos seguido desde Arizona, aseguró:

—Este era el mejor trayecto.

Eché una ojeada por la polvorienta ventanilla hasta una curva que describía la carretera: a unos cientos de metros más adelante, había un montón de huesos descoloridos por el sol.

—¿Cómo te trajo Fletcher hasta aquí?

—No lo sé. Era de noche. En varias ocasiones circuló por caminos de tierra. —Salimos del coche y observamos la fila de vehículos que habían intentado salir. Siempre que se hacía referencia a la epidemia, surgía, como inevitable consecuencia, el caos.

Caleb se dirigió a la parte de atrás del coche y abrió el maletero. Sacó latas de comida, un gran cilindro de lona con postes metálicos y una tela, y cerró el maletero de golpe.

—Pasaremos aquí la noche —indicó abriendo una lata con un cuchillo—. Los soldados no nos encontrarán. Saben que esta carretera está bloqueada. Mañana retrocederemos y seguiremos el camino que yo cogí, a través de las montañas.

Casi se había puesto el sol, y en el cielo ya se veían los puntitos brillantes y blancos de las estrellas. En la carretera, con los faros encendidos, los soldados nos localizarían fácilmente. No nos quedaba otra opción que pasar allí la noche.

Caleb puso una lona junto a la calzada, sobre un trozo de tierra medio oculto por unos resecos arbustos. Observé cómo trabajaba en silencio, con agilidad, repartiendo varillas por el suelo. Cuando la improvisada tienda de campaña estuvo armada, el cielo había adquirido una tonalidad grisácea y la luna proyectaba una luz fría sobre nosotros.

—Tú primero —dijo señalando la portezuela de tela verde oscuro.

El interior de la tienda tenía el espacio justo para dos cuerpos acostados. Él entró detrás de mí, rozando mi brazo con el suave tejido de su camiseta. Tras días de separación, la repentina intimidad me puso nerviosa.

—Bueno, supongo que ha llegado la hora de dormir —dije en voz bastante alta, alerta hasta el último rincón de mi piel. Cogí una gastada manta gris y me cubrí el regazo con ella.

—Sí, supongo que sí. —Se rio, y yo distinguí su sonrisa a la tenue luz que se filtraba por el fino tejido de la tienda—. Pero primero tengo que darte una cosa.

Sacó una bolsita de seda del bolsillo, tan sucia que parecía un desperdicio. Pero enseguida supe qué contenía.

—Dejaste esto en tu habitación del refugio —dijo entregándomela—. Me pareció importante.

Agradecida, apreté la bolsita entre mis manos, palpando el pajarito de plástico, la pulsera de plata empañada y los desgastados bordes de la carta de mi madre.

—Gracias —dije con lágrimas en los ojos. No podía saber lo importante que era para mí—. No sé cómo.

—Chisss. No importa.

Me cogió la mano y se tendió, pasando un brazo por debajo de mí y encajándolo detrás de mi nuca. Me atrajo hacia sí, y sentí el calor de su cuerpo y la incipiente barba de su mentón rascándome la frente.

—Buenas noches, Eve.

—Buenas noches, Caleb. —Mientras su respiración se serenaba, apoyé la mano en su pecho, y percibí la sangre bullendo en mis dedos, en mis piernas y en mi corazón. Tras días de dudas, deseos y añoranzas, estaba a mi lado. Tres pensamientos acudieron a mi mente segundos antes de que me rindiese al sueño:

«Voy a Califia».

«Estoy con Caleb».

«Soy feliz».

Treinta y dos

El ambiente refrescó cuando nos dirigimos hacia el norte. Le conté a Caleb la historia de Fletcher y el camión, cómo habíamos conocido a Lark y qué películas nos proyectaba Otis en la pared; le hablé también del desayuno de huevos con jabalí que nos preparaba Marjorie y de la habitación en la que nos habíamos escondido mientras los soldados registraban la casa. Luego le expliqué todo lo que había presenciado: la bala que explotó en el pecho de Otis, el disparo que hirió a Marjorie en la mejilla y las salpicaduras rojizas que mojaron mis piernas cuando Lark recibió el tiro.

—No puedo borrármelo de la cabeza.

Frunció los labios con gesto pensativo, y me confesó:

—A veces, por la noche, me despierto aterrorizado porque me parece que estoy en los campos de trabajo, llevando bloques de cemento a la espalda, o en la habitación con un chico en la litera de al lado, sangrando y escupiendo bilis, hasta que me doy cuenta de que todo ha sido un sueño, y me siento afortunado.

—¿Afortunado, dices?

—Sí. Afortunado de despertar, de que lo que antes era mi vida sea una pesadilla.

El coche ascendió por una empinada carretera, y el motor chirrió y rugió ante el nuevo esfuerzo que se le pedía. Nos rodeaban las montañas de Sierra Nevada. Miré por la ventanilla la pronunciada ladera verde y me acordé de mi madre, de las canciones que me cantaba cuando me bañaba en la bañera de patas, imitando a una araña con las manos.

—¿Recuerdas a tu familia? —le pregunté a Caleb. Él me había contado que llegó al campo de trabajo a los siete años, pero apenas sabía nada de su vida anterior. ¿Había tenido una bicicleta, como yo? ¿Compartía habitación con sus hermanos? ¿Cómo eran sus padres?

—Todos los días los recuerdo. —El coche subía a trompicones, muy despacio, debido a la densa vegetación del suelo, muy cerca de los muros de roca que flanqueaban la carretera—. Intento recordar la época anterior a la epidemia cuando jugaba a robar la bandera con mi hermano y sus amigos en el jardín. Mi hermano me llevaba cinco años, pero me dejaba formar parte de su equipo; a veces tenía que cogerme en brazos para que no me capturasen. —Esbozó una sonrisa, que desapareció enseguida.

—¿Dónde vivías? —pregunté poniéndome de lado en el asiento.

—En un lugar llamado Oregón. —Entrecerró los ojos—. Hacía frío y llovía. Siempre llevábamos chaqueta. Pero todo era muy verde. —El coche se metió en un socavón emitiendo un nuevo chirrido, pero seguimos circulando, aplastando plantas con las gastadas ruedas—. ¿Y tú? ¿Tenías hermanos?

—No. Vivía con mi madre. —Asomándome por la ventanilla, vi el precipicio que estaba a menos de un metro, altura que aumentaba a medida que el coche ascendía por la montaña, y recordé la sensación del aliento de mi madre en mis oídos, las caricias de sus dedos—. Solía hacer una cosa divertida el día de mi cumpleaños: me despertaba trayéndome el desayuno y me cantaba: «Hoy es un día muy especial… hoy es el cumpleaños de una personita.» —El rubor me abrasó las mejillas mientras cantaba con un tembloroso hilo de voz.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —Tamborileó con los dedos sobre el volante, siguiendo el ritmo—. La recordaré para cantártela.

—No lo sé. En el colegio no se celebraban los cumpleaños. —Todos los días eran exactamente iguales, uno detrás de otro. A veces, cuando nos servían empanada dulce de manzana, imaginaba en secreto una vela como las de las tartas que había visto en los libros de la biblioteca—. De todas formas, ¿quién sabe las fechas a estas alturas?

—Yo —afirmó acelerando.

—¡No me digas! —sonreí, incrédula, y me pasé la mano por los cabellos—. Entonces, ¿qué día es hoy?

—¡Uno de junio! —respondió—. Empieza un nuevo mes. —Repiqueteó los nudillos contra el volante—. A ver. ¿Cuándo debe de ser tu cumpleaños…? Te gusta demasiado la polémica para ser sagitario.

—¡No me gusta la polémica! ¿Y qué es eso de sagitario?

—Suspicaz, ¡hummm! —sonrió, divertido—. Tal vez seas cáncer. ¿Habrás nacido en julio?

—¿Por qué me acusas de suspicacia? ¿Y a qué te refieres con eso de cáncer? ¿No es una enfermedad?

Bajo la tenue luz del atardecer, percibí minúsculas ampollas en su nariz, justo donde el sol le había pelado la piel.

—La astrología es un juego, cosa de chiflados. —Hizo círculos con el dedo en la sien y puso los ojos en blanco.

No pude reprimir la risa, y dije:

—Me gustaría que fuese en agosto, pues era cuando cambiaba el programa en el colegio y empezaba un nuevo curso. Siempre me ha gustado ese mes.

—De acuerdo. ¿Qué te parece el veintiocho de agosto?

—Genial —respondí. Permanecí callada un rato, mientras una sonrisa me iluminaba el rostro. Después de tantos años leyendo cosas sobre cumpleaños, mirando las ilustraciones de los libros infantiles en las que aparecían tartas con velas, oyendo a la directora Burns decir que el colegio solo tenía datos sobre nuestro año de nacimiento y que el día no importaba, al fin tenía un día para celebrar mi nacimiento: el veintiocho de agosto.

El coche ascendió por carreteras serpenteantes, mientras el cielo se volvía totalmente blanco. Cuanto más subíamos, más frío hacía, de modo que cogimos la ropa del maletero y nos pusimos chaquetas, pantalones y botas impregnados del familiar olor a moho. El sol se ocultó detrás de la densa capa de nubes.

Contemplé las manos de Caleb al volante y la forma en que su pie pisaba el acelerador, picándome la curiosidad acerca de cuándo y cómo había aprendido a conducir. El monótono zumbido del motor me hipnotizó, y mis pensamientos volvieron al colegio, a Ruby y a Pip y a la larga habitación llena de camas.

—Mis amigas se han quedado en el colegio. Tiene que haber una forma de sacarlas de allí.

Se rascó la nuca, donde las rastas se le adherían al cuero cabelludo. Se había abrigado con un grueso chaquetón marrón, con el cuello forrado de lana amarillenta, el mismo que llevaba la noche del saqueo.

—En Califia habrá recursos. Tal vez entonces.

Guardó silencio un rato, observando por la ventana delantera del vehículo la carretera sembrada de finas ramas y hojas secas; ya no había camino de tierra, sino piedras, y el coche daba tumbos sobre la desigual superficie.

Por fin carraspeó y me preguntó:

—¿Cómo son tus amigas?

—Pip es muy divertida —expliqué—. Los primeros años que pasé en el colegio, me daba muchísimo miedo que la epidemia traspasase los muros o que entrasen los perros salvajes. Todo era horrible. Cuando empezaba a quejarme, ella me arrastraba al jardín y me decía: «¡Cállate! ¡Me estás arruinando la fiesta!». Y a continuación hacía muecas para que me riese. Mira, algo así. —Me estiré la piel de las mejillas hacia abajo como hacía ella, dejando al descubierto el borde inferior rojizo de las cuencas de los ojos.

BOOK: Eve
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Entrepreneur Myths by Perge, Damir
In Her Shadow by Louise Douglas
Paris, He Said by Christine Sneed
Cowboys Mine by Stacey Espino
A Difficult Woman by Alice Kessler-Harris
The Hoodoo Detective by Kirsten Weiss
Hardy 05 - Mercy Rule, The by John Lescroart
Identity Matrix (1982) by Jack L. Chalker