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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (16 page)

BOOK: Excalibur
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Entonces, una lanza me rasgó el manto por detrás del hombro. Estaba tan pendiente de sobrevivir al fuego que no había pensado en lo que nos aguardaba en el interior del círculo de fuego. Un Escudo Negro me había atacado, había fallado el golpe y, sin recoger su lanza, corrió hacia mí para hacerme caer de la silla. Estaba tan cerca que no pude enristrar mi pica, de modo que, sencillamente, le di un golpe con el asta en la cabeza y azucé al caballo. El hombre se aferró a la pica, pero la solté, saqué a Hywelbane y clavé una estocada. Vi a Arturo de reojo dando vueltas a lomos de Llamrei y despachando golpes de espada a diestro y siniestro, así que yo hice lo mismo. Galahad derribó a un hombre de una patada en la cara, atravesó a otro con la lanza y siguió galopando. Culhwch agarró a un Escudo Negro por el penacho del casco y lo arrastró hacia la hoguera. El soldado trataba de desatarse la correa del casco con desesperación y lanzó un grito cuando Culhwch lo arrojó a las llamas antes de dar media vuelta.

Issa ya había pasado por el hueco, y también Cuneglas y sus seis hombres. Los Escudos Negros sobrevivientes huyeron hacia el centro del laberinto de fuego y nosotros los seguimos trotando entre dos altos muros de fuego. La espada prestada que llevaba Arturo parecía roja. Hincó espuelas a Llamrei y la yegua se lanzó a medio galope; los Escudos Negros, sabiéndose atrapados, se apartaron y dejaron las lanzas en señal de que no lucharían más.

Tuvimos que cabalgar alrededor del círculo hasta la mitad del camino para encontrar la entrada a la espiral del centro. El hueco entre las hogueras de fuera y la del interior medía unos treinta pasos de anchura, espacio suficiente para pasar por el medio sin asarnos vivos, pero el pasillo que recorría la espiral no llegaba a los diez pasos de anchura; allí ardían las llamas más altas y voraces, y todos eludamos ante la entrada. Aún no veíamos nada de lo que ocurría dentro del círculo. ¿Sabría Merlín que estábamos allí? ¿Lo sabrían los dioses? Levanté la mirada como esperando ver una lanza arrojada desde el ciclo, pero no vi nada más que el dosel cambiante de humo que envolvía el cielo, torturado por el fuego e iluminado por cascadas de color.

Así pues, seguimos, espiral adelante, cabalgando deprisa, galopando por una curva cada vez más cerrada entre llamas abrasadoras y crepitantes. Las narices se nos llenaban de humo y las pavesas nos chamuscaban la cara, pero, revuelta tras revuelta, íbamos acercándonos al centro del misterio.

El fragor del fuego apagó nuestra llegada. Creo que Merlín y Nimue no tenían idea de que la ceremonia estuviera a punto de concluir, pues no nos habían visto. Fueron los centinelas los que nos descubrieron y, dando la voz de alarma, se abalanzaron sobre nosotros. La ropa de Arturo despedía humo mientras él profería gritos de ataque y, a lomos de Llamrei, cargaba, imparable, contra la barrera de escudos que los irlandeses hubieron de formar apresuradamente. Rompió la barrera a fuerza de velocidad y empuje, y los demás lo secundamos blandiendo las espadas mientras el puñado de fieles Escudos Negros corría en desbandada.

Allí estaba Gwydre, vivo.

Lo sujetaban dos Escudos Negros, los cuales, al ver a Arturo, soltaron al niño. Nimue nos gritó y nos lanzó toda clase de maldiciones desde el corro central de las cinco hogueras, mientras Gwydre corría lloroso al lado de su padre. Arturo se agachó y, con fuerte brazo, izó al niño y lo sentó en la silla. Después se volvió hacia Merlín.

Merlín, chorreando sudor por el rostro, nos miró con calma. Estaba a medio camino, encaramado en una escalera que se apoyaba en una horca hecha con dos troncos asentados en el suelo y cruzados por un tercero, y la horca se hallaba en ese momento en el mismísimo centro de las cinco hogueras que formaban el círculo central. El druida llevaba una túnica blanca con las mangas empapadas de sangre desde los puños hasta los codos. Tenía un cuchillo largo en la mano, pero habría jurado que se sentía aliviado al vernos, aunque sólo fuera un instante.

El niño Mardoc estaba vivo, aunque no habría vivido mucho más. Lo habían desnudado, no tenía encima nada más que una tira de tela que le tapaba la boca para ahogar sus gritos y pendía de la horca por los pies. A su lado, colgado también por los pies, había un cuerpo delgado y blanco, la blancura acentuada a la luz de las llamas, con un profundo tajo en la garganta que llegaba casi a la columna vertebral; la sangre del cadáver iba a parar a la olla; aún goteaba por las puntas lacias y teñidas de rojo del largo cabello de Gawain. Tan largo lo tenía que los ensangrentados mechones caían dentro del borde dorado de la olla de plata de Clyddno Eiddyn y sólo por el largo cabello supe que era Gawain quien pendía de la horca, pues su bello rostro estaba bañado en sangre, oculto por la sangre, totalmente cubierto de sangre.

Merlín, con el cuchillo que había matado a Gawain todavía en la mano, parecía estupefacto por nuestra llegada. Su expresión de alivio había desaparecido y no fui capaz de leer en su rostro, pero Nimue nos gritaba desaforadamente. Levantó la mano izquierda, donde tenía la cicatriz gemela de la que tenía yo en la mano izquierda.

—¡Mata a Arturo! —me ordenó a gritos—. ¡Derfel! ¡Te debes a mí por juramento! ¡Mátalo! ¡Ahora no podemos detenernos!

Una espada lanzó un destello de pronto junto a mis barbas. La empuñaba Galahad y Galahad me sonreía amablemente.

—No te muevas, amigo mío —dijo. Conocía el valor de los juramentos y también sabía que yo no mataría a Arturo, sólo trataba de ahorrarme la venganza de Nimue—. Si Derfel se mueve —le dijo a Nimue—, le corto la garganta.

—¡Córtasela! —aulló Nimue—. ¡Esta es la noche en que deben morir los hijos de los reyes!

—Pero no el mío —replicó Arturo.

—Tú no eres rey, Arturo ap Uther —dijo Merlín finalmente—. ¿Creías que mataría a Gwydre?

—Entonces, ¿por qué está aquí? —preguntó Arturo. Con un brazo sujetaba a Gwydre y en la otra mano blandía la espada roja—. ¿Por qué está aquí? —preguntó nuevamente, con mayor furia.

Por una vez, Merlín se quedó sin palabras y fue Nimue la que contestó.

—Está aquí, Arturo ap Uther —dijo con una mueca sardónica— por si la muerte de esa criatura miserable fuera insuficiente. —Señaló a Mardoc, que se retorcía en vano colgado de la horca—. Es hijo de un rey, pero no heredero por derecho.

—¿Es decir que Gwydre habría muerto? —preguntó Arturo.

—¡Y habría vuelto a la vida! —replicó Nimue con ánimo belicoso. Tenía que gritar para hacerse oír en medio del fragor de las hogueras—. ¿Acaso no conoces el poder de la olla? Si colocas a un muerto en la olla de Clyddno Eiddyn el muerto vuelve a caminar, vuelve a respirar y vive. —Se acercó a Arturo a grandes pasos con la locura bailando en su único ojo—. ¡Dame al niño, Arturo!

—No. —Arturo tiró de las riendas y Llamrei se apartó de Nimue, la cual se volvió a Merlín—. ¡Mátalo! —gritó, señalando a Mardoc—. Probemos al menos con él. ¡Mátalo!

—¡No! —grité.

—¡Mátalo! —aulló Nimue de nuevo y entonces, como Merlín no se moviera, echó a correr ella hacia la horca. Merlín parecía incapaz de hacer nada, pero Arturo hizo virar de nuevo a Llamrei y se dirigió contra Nimue. Dejó que el caballo la embistiera y la arrojara a la tierra.

—¡No mates al niño! —dijo Arturo a Merlín. Nimue le arañaba, pero la apartó de un empellón y, cuando ella arremetió de nuevo, toda dientes y manos como garras, Arturo blandió la espada cerca de su cabeza y la amenaza la obligó a desistir.

Merlín acercó la hoja brillante a la garganta de Mardoc en una actitud casi tierna, a pesar de las mangas empapadas de sangre y del largo cuchillo que empuñaba.

—¿Crees, Arturo ap Uther, que podrás vencer a los sajones sin la ayuda de los dioses? —le preguntó.

Arturo pasó la pregunta por alto.

—Corta la soga del niño —le ordenó.

—¿Quieres que te maldiga, Arturo? —le interpeló Nimue.

—No puedo ser más maldito —replicó con amargura.

—¡Deja morir al chico! —gritó Merlín desde la escalera—. Para ti no representa nada, Arturo. No es más que un hijo ilegítimo de un rey, un bastardo engendrado en una ramera.

—¿Y qué otra cosa soy yo —gritó Arturo— sino un hijo ilegítimo de un rey, un bastardo engendrado en una ramera?

—Tiene que morir —replicó Merlín con paciencia—, y su muerte nos traerá a los dioses, y cuando los dioses estén aquí, Arturo, colocaremos su cuerpo en la olla y el soplo de la vida volverá a animarlo.

Arturo señaló el horrendo cuerpo sin vida de Gawain, su sobrino.

—¿No es suficiente una muerte?

—Una muerte nunca es suficiente —replicó Nimue. Había pasado corriendo alrededor del caballo de Arturo y se había situado al pie de la horca; sujetaba la cabeza a Mardoc para que Merlín le cortara la garganta.

Arturo se acercó a la horca.

—Y si los dioses tampoco vienen después de dos muertes, Merlín, ¿cuántas más habrá que perpetrar? —preguntó.

—Tantas como sean necesarias —contestó Nimue.

—Y cada vez que Britania esté amenazada —prosiguió Arturo en voz alta para que todos lo oyéramos—, cada vez que surja un enemigo, cada vez que se declare la peste, cada vez que los hombres y las mujeres estén atemorizados, ¿llevaremos niños al cadalso?

—Si los dioses acuden —dijo Merlín— no habrá más pestes, temores ni guerras.

—¿Y acudirán? —preguntó Arturo.

—¡Ya vienen! —gritó Nimue—. ¡Mirad! —Señaló hacia el cielo con la mano que tenía libre y todos alzamos la vista, y vimos que las luces del cielo comenzaban a desvanecerse. Los azules brillantes se oscurecían en tonos amoratados y negros, los rojos se empañaban y perdían precisión y las estrellas volvían a brillar más allá de las cortinas moribundas—. ¡No! —gimió Nimue—. ¡No! —Su último grito se alargó en un lamento inacabable.

Arturo llegó al pie de la horca.

—Me llamas
Amherawdr
de Britania —le dijo a Merlín—; un emperador tiene que gobernar o dejar de ser emperador, y no voy a gobernar en una Britania donde los niños hayan de morir por salvar la vida a los adultos.

—¡No seas necio! —argüyó Merlín—. ¡Sentimentalismo puro!

—Quiero ser recordado como un hombre justo —dijo Arturo—, y ya tengo las manos muy manchadas de sangre.

—Serás recordado —replicó Nimue con saña— como un traidor, como un saqueador, como un cobarde.

—Pero no —contestó Arturo sin inmutarse— por los descendientes de este niño. —Dicho lo cual, cortó de un tajo la cuerda que sujetaba a Mardoc por los pies. Nimue gritó al caer el niño y luego saltó una vez más sobre Arturo con las manos como zarpas, pero Arturo se limitó a propinarle un revés rápido y contundente en la cabeza con la hoja de la espada plana y Nimue dio unos tumbos mareada. La fuerza del golpe se oyó claramente a pesar del chasquido de las llamas. Nimue se tambaleó con la boca entreabierta y la mirada perdida y cayó finalmente.

—Eso mismo tendría que hacer con Ginebra —me dijo Culhwch.

Galahad se apartó de mí, desmontó y libró a Mardoc de las ataduras. El niño empezó a llorar inmediatamente llamando a su madre.

—Nunca he podido soportar a los niños berreones —comentó Merlín con displicencia y movió la escalera de modo que quedó apoyada junto a la cuerda de la que Gawain pendía. Subió los travesaños despacio—. No sé —iba diciendo mientras subía— si los dioses habrán venido o no. Todos vosotros esperáis mucho y tal vez ya estén aquí. ¿Quién sabe? Pero terminaremos sin la sangre del hijo de Mordred —dicho lo cual, empezó a serrar torpemente la cuerda que sujetaba a Gawain por los pies. El cuerpo oscilaba a medida que Merlín cortaba y el pelo empapado de sangre golpeaba la boca de la olla; de pronto la cuerda se cortó y el cadáver cayó pesadamente en la sangre, que salpicó y manchó el borde de la olla. Merlín bajó despacio y ordenó a los Escudos Negros que habían estado observado la confrontación que fueran a buscar las grandes cestas de mimbre donde estaba la sal, que se hallaban a unos cuantos metros de distancia. Los hombres echaron sal en la olla apretándola alrededor del cuerpo encogido y desnudo de Gawain.

—¿Y ahora qué? —preguntó Arturo envainando la espada.

—Nada —dijo Merlín—. Ya hemos terminado.

—¿YExcalibur? —preguntó de nuevo.

—Está en la espiral del sur —contestó Merlín señalando en dicha dirección—, aunque sospecho que tendrás que esperar a que se extinga el fuego para retirarla.

—¡No! —Nimue se había recuperado lo suficiente como para expresar su protesta. Escupió sangre, pues el revés de Arturo le había abierto una herida en la parte interna del carrillo—. ¡Los tesoros son nuestros!

—Los tesoros —replicó Merlín con voz cansina— han sido reunidos y utilizados. Ahora no son nada. Arturo puede recoger la espada, le hará falta. —Dio media vuelta y arrojó su cuchillo a la hoguera más cercana; luego se volvió a mirar a los Escudos Negros, que terminaban de llenar la olla. La sal se iba volviendo roja a medida que cubría el cuerpo horriblemente degollado de Gawain—. En primavera —dijo Merlín— llegarán los sajones y entonces sabremos si esta noche hemos hecho magia aquí.

Nimue nos gritaba, lloraba y rabiaba, escupía y maldecía, nos prometió la muerte por el aire, por el fuego, por la tierra y por el mar. Merlín no le prestó la menor atención, pero Nimue jamás estuvo dispuesta a aceptar medias tintas y aquella noche se convirtió en enemiga de Arturo. Aquella noche empezó a urdir las maldiciones que le procurarían la venganza contra los hombres que habían impedido la llegada de los dioses a Mai Dun. Nos llamó devastadores de Britania y nos prometió el horror.

Aquella noche nos quedamos en el cerro. Los dioses no acudieron y las hogueras ardieron con tal furia que hasta la tarde siguiente Arturo no pudo recuperar a Excalibur. Mardoc volvió con su madre, aunque más tarde supe que murió aquel mismo invierno a causa de unas fiebres.

Merlín y Nimue se llevaron los demás tesoros. Una carreta de bueyes transportó la olla con su macabro contenido. Nimue abría la marcha y Merlín la seguía como un anciano obediente y se llevaron la gran enseña de Britania; adonde fueron nadie lo supo, pero supusimos que a algún lugar apartado hacia poniente, donde Nimue forjaría sus maldiciones durante las tormentas del invierno.

Antes de que llegaran los sajones.

Resulta extraño, mirando atrás, recordar cuan odiado era Arturo entonces. En el verano había destrozado las esperanzas de los cristianos y en el otoño acabó con los sueños de los paganos. Como de costumbre, le sorprendía su mal nombre.

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