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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (18 page)

BOOK: Excalibur
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—El rey Meurig no se ha negado en redondo a ayudarnos —nos contó el obispo, tiritando junto al fuego, donde se hizo un sitio apartando a dos de nuestros perros. Tendió las manos rechonchas, agrietadas y enrojecidas hacia las llamas—, pero las condiciones para apoyarnos son inaceptables, me temo. —Estornudó—. Querida señora, sois sumamente considerada —dijo a Ceinwyn, que le ofrecía un cuerno de hidromiel caliente.

—¿Cuáles son las condiciones? —pregunté.

—Quiere el trono de Dumnonia, señor —dijo, sacudiendo la cabeza con pesadumbre.

—¿Qué habéis dicho? —exploté.

Emrys levantó la mano para aplacarme.

—Dice que Mordred no es adecuado para el trono, que Arturo no desea ser rey y que Dumnonia necesita un monarca cristiano. Y se ofrece a sí mismo.

—¡Maldito! —exclamé—. ¡Es un maldito traidor, mezquino y timorato!

—Arturo no lo aceptará, claro está —añadió Emrys—, se lo impide el juramento hecho a Uther. —Sorbió un trago de hidromiel y suspiró agradecido—. ¡Qué gusto, entrar en calor!

—Entonces, a menos que entreguemos el reino a Meurig, no nos ayudará, ¿es así? —pregunté enfurecido.

—Eso dice. Insiste en que Dios protege a Gwent y que si no lo aclamamos a él rey de Dumnonia tendremos que defendernos solos.

Fui hasta la puerta del salón, aparté la cortina de cuero y me quedé mirando la nieve, que se acumulaba en las puntas de la empalizada.

—¿Habéis hablado con su padre? —pregunté a Emrys.

—He visto a Tewdric —dijo el obispo—. Fui a verlo con Agrícola, quien os envía sus mejores deseos.

Agrícola había sido el señor de la guerra del rey Tewdric, un gran guerrero que luchaba con armadura romana y con una ferocidad sobrecogedora. Pero ya era un anciano y Tewdric, su señor, había abdicado el trono y se había tonsurado la cabeza como los sacerdotes, pasando así el poder a su hijo Meurig.

—¿Qué tal se encuentra Agrícola? —pregunté.

—Viejo, pero vigoroso. Naturalmente, está de acuerdo con nosotros, aunque... —Emrys se encogió de hombros—. Cuando Tewdric abdicó, también renunció al poder. Dice que no puede cambiar la opinión de su hijo.

—Que no quiere, sería más exacto —gruñí volviendo junto al fuego.

—Es probable —confirmó Emrys, y suspiró—. Aprecio a Tewdric, pero de momento tiene otras ocupaciones.

—¿De qué se trata? —inquirí con excesiva vehemencia.

—Le gustaría saber —respondió Emrys tímidamente— si en el cielo comeremos como los mortales o si nos veremos libres de la necesidad de alimentarnos como en la tierra. Existe la creencia, tenéis que comprenderlo, de que los ángeles no comen, de que son libres de las ataduras de los apetitos terrenales, y el viejo rey pretende reproducir tal estilo de vida en la tierra. Come muy poco, y ciertamente, presume de haber logrado pasar tres semanas sin defecar en una ocasión y asegura que se encontraba mucho más cerca de la santidad. —Ceinwyn sonrió y no dijo nada, pero yo me quedé mirando al obispo sin dar crédito a lo que oía. Emrys apuró el cuerno de hidromiel—. Tewdric asegura —añadió vacilante— que alcanzará el estado de gracia a fuerza de ayuno. Confieso que a mí no me convence, pero Tewdric parece extremadamente piadoso, lodos tendríamos que ser benditos como él.

—¿Qué opina Agrícola?

—Él presume de las muchas deposiciones que hace. Con perdón, señora.

—Ha debido de ser una reunión muy alegre, la de ellos dos —replicó Ceinwyn secamente.

—No surtió un efecto inmediato —admitió Emrys—. Tenía esperanzas de persuadir a Tewdric de que hablara con su hijo, pero ¡ay! —se encogió de hombros—, lo único que podemos hacer ahora es rezar.

—Y mantener las lanzas afiladas —añadí lánguidamente.

—Sí, también —asintió el obispo. Estornudó nuevamente e hizo la señal de la cruz para conjurar la mala suerte del estornudo.

—¿Y Meurig permitirá que el ejército de Powys cruce sus tierras?

—Cuneglas le advirtió que si se negaba cruzaría igualmente.

Solté un gruñido. Lo último que podíamos permitirnos era un nuevo enfrentamiento entre reinos britanos. Tales guerras habían debilitado a Britania durante años y habían permitido que los sajones tomaran un valle tras otro, aunque en los últimos tiempos habían sido los sajones los que peleaban entre sí, mientras nosotros aprovechábamos la circunstancia para infligirles algunas derrotas. Pero Cerdic y Aelle habían aprendido la lección que Arturo había enseñado a los britanas por la fuerza, que la unidad procuraba la victoria. En esos momentos los sajones estaban unidos y los britanos divididos.

—Creo que Meurig permitirá el paso de las tropas de Cuneglas —opinó Emrys—, pues no quiere entrar en guerra con nadie. Sólo desea la paz.

—Todos queremos la paz —dije—, pero si cae Dumnonia, Gwent será el siguiente país en conocer las hojas sajonas.

—Meurig cree que no —dijo el obispo—, y ofrece asilo a todo dumnonio cristiano que desee evitar la guerra.

Eso también era una mala noticia, pues significaba que todo el que no tuviera agallas para enfrentarse a Aelle y a Cerdic sólo tendría que abrazar la fe cristiana para ser acogido en el reino de Meurig.

—¿De verdad cree que su dios lo protege? —pregunté a Emrys.

—Así debe ser señor, pues de lo contrario, ¿de qué serviría Dios? Aunque nuestro Señor puede tener otras ideas, claro está. Es muy difícil adivinar sus designios. —El obispo había entrado en calor y se despojó del grueso manto de piel de oso que le cubría los hombros. Debajo llevaba un jubón de pellejo de oveja. Se metió la mano bajo el jubón y supuse que se buscaba una pulga, pero sacó un pergamino doblado, atado con una cinta y sellado con cera derretida—. Arturo me ha enviado esto desde Demetia —dijo, y me ofreció el pergamino—, dice que debéis llevárselo a la princesa Ginebra.

—Naturalmente —dije, tomando el pergamino. Confieso que me sentí tentando a romper el sello y leer el documento, pero me resistí—. ¿Sabéis lo que dice? —pregunté al obispo.

—¡Oh no, señor! —exclamó Emrys, aunque sin mirarme, y sospeché que el viejo había roto el sello y conocía el contenido del mensaje, pero que no quería admitir su pequeña falta—. Estoy seguro de que no es nada de importancia, pero recalcó que le fuera entregado a la princesa antes del solsticio. Es decir, antes de que él regrese.

—¿Por qué fue a Demetia? —preguntó Ceinwyn.

—Para asegurarse de que los Escudos Negros luchen a nuestro lado la próxima primavera, supongo —contestó el obispo, aunque percibí cierto tono de evasiva en su voz. Sospeché que en la carta se explicaba el verdadero motivo de la visita de Arturo a Oengus mac Airem, pero Emrys no podía decírnoslo sin reconocer que había roto el sello.

Al día siguiente fui a Ynys Wydryn. No estaba lejos, pero el viaje se prolongó casi toda la mañana porque en algunas partes tuve que llevar al caballo y a la muía de las riendas en las zonas de ventisca. En la muía llevaba doce pellejos de lobo de los que Cuneglas nos había enviado y resultaron un regalo de agradecer, pues la celda de troncos de Ginebra estaba llena de grietas por las que se colaba un viento helado. La encontré acurrucada junto a la hoguera, encendida en medio de la habitación. Se irguió cuando le anunciaron mi visita y despidió a las dos sirvientas, que se fueron a los fogones.

—Tengo tentaciones —me dijo— de hacerme cocinera yo también. Al menos las cocinas están calientes, aunque atiborradas de cristianos hipócritas, desgraciadamente. No rompen un huevo sin rezar a su desdichado dios. —Tembló y se arropó con el manto los delgados hombros—. Los romanos —dijo— sabían cómo calentarse, pero creo que se nos ha olvidado esa arte.

—Ceinwyn os envía esto, señora —dije, y dejé las pieles en el suelo.

—Dale las gracias en mi nombre —replicó Ginebra y entonces, a pesar del frío, abrió las contraventanas para que la luz del día entrara en la habitación. La hoguera se encrespó con la corriente de aire frío y las pavesas subieron en remolino hasta las vigas. Ginebra llevaba un vestido marrón de gruesa lana. Estaba pálida, pero su rostro soberbio de verdes ojos no había perdido un ápice de poderío y orgullo—. Tenía esperanzas de verte antes —dijo burlonamente.

—La temporada se ha presentado dura, señora —dije para excusar mi larga ausencia.

—Derfel, quiero saber lo que sucedió en Mai Dun —dijo.

—Os lo contaré, señora, pero antes tengo orden de entregaros esto. —Saqué el pergamino de Arturo de la bolsa del cinturón y se lo di. Ginebra rompió la cinta, despegó el sello de cera con la uña y desdobló el documento. Lo leyó a la luz del reflejo de la nieve que entraba por la ventana. Su cara se tensó, pero no percibí ninguna otra reacción. Me pareció que leía el mensaje dos veces; luego lo dobló otra vez y lo dejó sobre un baúl de madera.

—Bien, cuéntame lo de Mai Dun —dijo.

—¿Qué es lo que sabéis ya? —pregunté.

—Sólo sé lo que Morgana tiene a bien contarme, y lo que esa perra me cuenta es una versión de la verdad de su desdichado dios. —Hablaba en voz suficientemente alta como para que la oyeran, si es que alguien quería escuchar.

—No creo que al dios de Morgana le disgustara lo que sucedió —dije, y le conté el relato completo de los acontecimientos de la noche de Samain. Cuando terminé se quedó en silencio, mirando por la ventana hacia los barracones cubiertos de nieve donde una docena de peregrinos se arrodillaba ante el espino sagrado. Eché al fuego un tronco de la pila que había junto a la pared.

—Entonces, ¿Nimue se llevó a Gwydre a la cima? —preguntó al fin.

—Mandó a los Escudos Negros a buscarlo, a raptarlo, en realidad. No fue difícil. La ciudad estaba llena de extranjeros y un tropel de lanceros de toda clase entraba y salía del palacio constantemente. —Hice una pausa—. Aunque creo que en ningún momento corrió verdadero peligro.

—¡Pues claro que sí! —exclamó.

Me sorprendió su repentina vehemencia.

—El que iba a morir era el otro niño —protesté—, el hijo de Mordred. Lo habían desnudado, estaba listo para el cuchillo; pero a Gwydre no.

—Pero si la muerte de ese niño no hubiera desencadenado ningún suceso, ¿qué habría pasado? —preguntó Ginebra—. ¿Crees que Merlín no habría colgado a Gwydre por los pies?

—Merlín jamás haría tal cosa con el hijo de Arturo —dije, aunque confieso que sin convicción.

—Pero Nimue sí —dijo Ginebra—. Nimue sacrificaría a todos los niños de Britania para traer a los dioses y Merlín habría sentido la tentación de hacerlo. Encontrándose tan cerca —indicó una distancia diminuta entre el índice y el pulgar—, cuando sólo mediaba la vida de Gwydre entre Merlín y el regreso de los dioses... Seguro que habría sucumbido a la tentación. —Se acercó al fuego y se abrió el vestido para que los pliegues se calentaran. Debajo del vestido llevaba unas enaguas negras y, sobre sí, ninguna joya que pudiera verse, ni un simple anillo en los dedos—. Merlín —dijo en voz baja— tal vez se sintiera culpable en cierto modo por matar a Gwydre, pero no Nimue. Ella no distingue entre este mundo y el otro, de modo que no le importa que un niño viva o muera. Pero el niño sí importa, Derfel, es el hijo de un gobernante. Es necesario entregar lo más valioso para obtener lo más preciado y lo más valioso de Dumnonia no es un engendro bastardo cualquiera de Mordred. Es Arturo quien manda aquí, no Mordred. Nimue necesitaba la muerte de Gwydre. Merlín lo sabía, aunque tenía esperanza de que bastara con las otras muertes. Pero a Nimue no le importa. Derfel, algún día reunirá los tesoros otra vez y la sangre de Gwydre se derramará en la olla.

—Sólo por encima del cadáver de Arturo.

—¡Y por encima del mío! —proclamó ferozmente; pero hubo de reconocer su impotencia y se encogió de hombros. Volvió a la ventana y se cerró el vestido marrón—. No he sido buena madre —declaró inesperadamente. Yo no sabía qué decir, de modo que nada dije. Nunca me había sentido próximo a Ginebra; ciertamente, me trataba con la misma mezcla de afecto y desdén con que podría tratar a un perro tonto pero bien dispuesto; sin embargo en ese momento, tal vez porque no había nadie más con quien compartir sus pensamientos, los compartió conmigo—. Ni siquiera me gusta ser madre —admitió—. Esas mujeres —dijo, refiriéndose a las servidoras de Morgana, que iban vestidas de blanco y pasaban presurosas por la nieve entre los edificios del santuario— veneran la maternidad, pero son todas cascarones yermos. Lloran por su María y me dicen que sólo una madre conoce la verdadera tristeza, pero ¿de qué sirve conocerla? —Hizo la pregunta agresivamente—. ¡Es echar la vida a perder! —Se había enfadado amargamente—. Las vacas son buenas madres y las ovejas amamantan a la perfección, ¿qué mérito hay en la maternidad? ¡Cualquier muchacha estúpida puede ser madre! ¡Es para lo único que sirven la mayoría de ellas! ¡La maternidad no es una hazaña, es algo inevitable! —Vi que lloraba, a pesar de la rabia—. ¡Y es lo único que Arturo quería de mí! ¡Una vaca nodriza!

—¡No, señora! —dije.

Se volvió furibunda hacia mí, con los ojos brillantes de lágrimas.

—¿Sabes de esto más que yo, Derfel?

—Estaba orgulloso de vos, señora —dije torpemente—. Vuestra belleza le deleitaba.

—¡Pues que se hubiera hecho una estatua de mí, si es todo lo que quería! ¡Una estatua con caños de leche donde amorrar a sus hijos!

—Os amaba —proteste.

Me clavó la mirada y creí que montaría en cólera súbitamente, sin embargo esbozó una sonrió.

—Me adoraba, Derfel —dijo con hastío—, y ser adorada no es lo mismo que ser amada. —Se sentó de repente, dejándose caer en un banco, al lado del baúl de madera—. Ser adorada es agotador, Derfel. Pero, al parecer, ha encontrado otra diosa a la que adorar.

—¿Cómo decís, señora?

—¿No lo sabías? —parecía sorprendida; entonces, cogió la carta—. Toma, lee.

Tomé el pergamino de sus manos. No tenía fecha, sólo el encabezamiento Moridunum, que indicaba que había escrito desde la capital de Oengus mac Airem. Lo había escrito Arturo de su puño y letra, sólida y fría como la nieve acumulada en el alféizar de la ventana. «Señora, os hago saber —decía—, que renuncio a vos como esposa y tomo a Argante, hija de Oengus mac Airem. No renuncio a Gwydre, sino sólo a vos». Y eso era todo. Ni siquiera estaba firmada.

—¿De verdad no lo sabías? —insistió Ginebra.

—No, señora —respondí. Quédeme más atónito que Ginebra. Había oído comentar que Arturo debía tomar otra mujer, pero él no me había dicho nada y me ofendió que no me lo hubiera confiado. Me ofendió y me decepcionó—; no lo sabía.

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