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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (7 page)

BOOK: Excalibur
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—Ten cuidado con él, Derfel —musitó en britano, y me percaté con gran sorpresa de que Bors no era enemigo mío. Había convencido a Lancelot y a Cerdic de que era preciso registrarme sólo para tener ocasión de acercarse y avisarme discretamente—. Es rápido como una comadreja —prosiguió Bors—, y lucha con ambas manos. Cuidado con el bastardo cuando finja un resbalón. —Vio entonces el pequeño broche de oro que Ceinwyn me había regalado—. ¿Está encantado? —me preguntó.

—No.

—De todos modos, te lo guardo yo —dijo; me soltó el broche, se lo enseñó a los presentes y los guerreros protestaron ruidosamente porque pudiera llevar escondido un talismán—. Y entrega el escudo —dijo Bors, pues Liofa no llevaba.

Aflojé las ataduras del brazo izquierdo y entregué el escudo a Bors. Lo tomó, lo colocó al pie del estrado y depositó el broche de Ceinwyn en el borde del escudo sin que se cayera. Me miró como para asegurarse que había visto dónde lo había puesto, y yo asentí.

El paladín de Cerdic cortó el aire lleno de humo con la espada.

—He matado a cuarenta y ocho hombres en combate singular —me dijo en un tono frío, casi aburrido—, y he perdido la cuenta de los que murieron a mis manos en el campo de batalla. —Hizo una pausa y se tocó la cara—. En todas esas luchas —añadió—, no he cobrado ni una herida. Ríndete ahora si deseas una muerte rápida.

—Entrégame tu espada —repliqué— y ahórrate el combate.

El intercambio de insultos era una formalidad. Liofa desoyó mi oferta con un encogimiento de hombros y se volvió hacia los reyes. Se inclinó una vez más ante ellos y yo hice lo mismo. Estábamos a diez pasos uno de otro, en el centro del espacio despejado que había entre el estrado y la más cercana de las tres hogueras, y a ambos lados de la estancia se apelotonaban hombres excitados. Oí el ruido de las monedas, que marcaba el ritmo de las apuestas.

Aelle hizo un gesto de asentimiento para que comenzáramos el combate. Desenvainé a Hywelbane y me llevé la cruz a los labios. Besé uno de los pequeños fragmentos de hueso de cerdo incrustados en el pomo. Mis verdaderos talismanes eran dos fragmentos de hueso, y tenían mucho más poder que el broche pues antaño habían formado parte de un encantamiento de Merlín. Aunque los huesos no me ofrecieran protección mágica, besé el pomo una vez más y me encaré a Liofa.

Nuestras espadas son pesadas y de torpe manejo, pierden el filo durante la batalla y así se convierten en poco más que grandes bastones de hierro que requieren mucha fuerza para ser blandidos. La lucha de espadas carece de delicadeza, aunque exige gran destreza. La destreza consiste en engañar, en convencer al oponente de que el golpe va a venir por la izquierda y, cuando cierra la guardia por ese lado, se ataca por la derecha. De todos modos, la mayoría de los duelos a espada no se resuelven gracias a tal destreza sino por la fuerza bruta. Uno de los hombres se debilita, se doblega su guardia y la espada vencedora se clava y se hunde en él hasta la muerte.

Pero no era así el arte de Liofa, y ciertamente, ni antes ni después vi a nadie que luchara igual. Percibí la diferencia tan pronto se me acercó, pues la hoja de su espada, aunque de la misma longitud que Hywelbane, era mucho más fina y ligera. El paladín había renunciado al peso en favor de la velocidad, y comprendí que mi enemigo debía de ser tan rápido como me había advertido Bors, rápido como un rayo, y justo cuando lo estaba pensando, me atacó, pero en vez de describir un arco amplio con la hoja, se lanzó hacia mí con ella en ristre procurando atravesarme el brazo derecho con la punta.

Me aparté del ataque. Estas cosas suceden tan rápidamente que después, cuando se intenta recordar los momentos del combate, no se consigue aislar cada uno de los movimientos y contragolpes, pero percibí un brillo en sus ojos y vi que su espada sólo podía clavarse lanzándose hacia adelante, y me desplacé en el momento en que me asestaba el golpe. Fingí que la rapidez del asalto no me había tomado por sorpresa y, en vez de pararlo, pasé a su lado; cuando calculé que Liofa estaría en equilibrio precario, enseñé los dientes y asesté un revés con Hywelbane que habría destripado a un buey.

Mi oponente saltó hacia atrás, mas en ningún momento falló en su equilibrio, y extendió los brazos a los lados de modo que mi hoja se quedó a unos quince centímetros de su vientre. Esperó a que yo preparase otro golpe, pero me quedé esperando el suyo. Los hombres gritaban, pedían sangre, mas no les prestaba oídos. Mantenía la mirada fija en los tranquilos ojos grises de Liofa. Sopesó la espada en la mano derecha, marcó un golpe hacia adelante para tocar mi hoja y se acercó con un balanceo.

Lo detuve fácilmente y corté el contragolpe, que siguió su trayectoria con la naturalidad con que el día sigue a la noche. El estrépito de las hojas fue fuerte, pero noté que en los ataques de Liofa no había verdadero esfuerzo. Me ofrecía la clase de lucha que podría haberme esperado, pero al mismo tiempo me tanteaba mientras avanzaba y asestaba golpe tras golpe. Yo atajaba los envites, notaba cuando eran más fuertes y, en el momento en que esperaba que hiciera un mayor esfuerzo, frenó un ataque en seco, soltó la espada al aire, la agarró con la izquierda y dejó caer la hoja desde arriba directa hacia mi cabeza. Y todo a la velocidad de una serpiente al ataque.

Hywelbane detuvo el asalto descendente, aunque no sé cómo. Yo estaba parando un golpe de lado cuando de pronto ya no había espada allí y sí la muerte cerniéndose sobre mi cabeza, pero no sé cómo, mi espada estaba donde tenía que estar y la otra arma, más ligera, resbaló por el filo de la mía hasta la cruz; traté de convertir la parada en un contragolpe, aunque mi respuesta quedó falta de fuerza y el oponente saltó hacia atrás sin problemas. Continué avanzando, cortando como cortaba mi rival, aunque empleando en ello toda mi fuerza de modo que cualquiera de los golpes habría acabado con él, y sin dejarle más opción, con mi rapidez y mi fuerza, que seguir reculando. Paraba mis envites con la facilidad con que yo había parado los suyos, pero no oponía resistencia. Me dejaba oscilar, pero en vez de defenderse con la espada se protegía retirándose continuamente. Así me obligaba además a derrochar energías vanamente contra el aire y no contra carne, huesos y sangre. Di un último golpe demoledor, detuve la hoja a media trayectoria y torcí la muñeca para hundirle a Hywelbane en el vientre.

Acercó la espada al golpe y luego desvió un latigazo hacia mí haciéndose a un lado al mismo tiempo. Yo también me hice a un lado rápidamente, de modo que ambos erramos el golpe. Sin embargo, chocamos pecho contra pecho y le olí el aliento. Noté un leve vaho de cerveza, pero evidentemente no estaba ebrio. Se inmovilizó un instante y luego, con cortesía, movió el brazo del arma a un lado y me miró interrogativamente, como para saber si estaba de acuerdo en separarnos. Asentí y ambos retrocedimos con las espadas a un lado entre el murmullo excitado de la concurrencia. Sabían que estaban presenciando un combate poco común. Liofa era famoso entre ellos, y diría que mi nombre no les resultaba desconocido, sin embargo yo sabía que probablemente me vencería. Mis habilidades, de tener alguna, eran las propias de un soldado, sabía abrir brecha en una barrera de escudos y luchar con lanza y escudo, o con espada y escudo; Liofa, el paladín de Cerdic, por el contrario, sólo tenía una, y era el combate singular con espada. Un espadachín mortífero.

Retrocedimos seis o siete pasos y entonces Liofa patinó hacia adelante, ligero como un bailarín, y lanzó una firme estocada. Hywelbane atajó la estocada duramente y vi que Liofa se zafaba de la sólida parada con un estremecimiento. Fui más rápido de lo que se esperaba, o tal vez anduviera él más lento que de costumbre, pues hasta una pequeña cantidad de cerveza entorpece los movimientos. Algunos hombres sólo pelean ebrios, pero viven más los que luchan sobrios.

El estremecimiento me intrigó. Aún no le había herido, pero al parecer le había causado cierta preocupación. Contraataqué y él retrocedió de un salto, lo cual me dio tiempo para pensar. ¿Por qué se había estremecido? Entonces recordé la poca fuerza con que paraba los golpes y comprendí que no quería arriesgar su acero contra el mío, pues el suyo era muy ligero. Si lograba golpearle la hoja con todas mis fuerzas, seguro que se la quebraba, de modo que ataqué de nuevo, pero una vez tras otra, y empecé a gritar a medida que avanzaba sobre él. Lo maldije por el aire, por el fuego y por el mar. Lo llamé mujer, escupí en su tumba y en la tumba de perro donde su madre estaba enterrada, pero él no replicó una sola palabra sino que se limitó a salir al encuentro de mi espada con la suya y a desviar los golpes suavemente, sin dejar de retroceder y sin que sus claros ojos dejaran de mirarme.

Entonces resbaló. Su pie derecho pareció patinar sobre unos juncos del suelo y la pierna desapareció de su sitio. Cayó de espalda, sacó la mano izquierda para sujetarse y yo levanté a Hywelbane en el aire con un grito de muerte.

Me separé de él inmediatamente, sin intentar rematar siquiera el golpe mortal.

Bors me había avisado del posible resbalón y yo lo esperaba. Presenciarlo fue una maravilla, y a punto estuvo de engañarme, pues habría jurado que había resbalado accidentalmente; mas Liofa era un acróbata, además de espadachín, y el aparente resbalón que le hizo perder el equilibrio se transformó en un ágil movimiento repentino que concluyó con su espada en el lugar donde tenían que estar mis pies. Todavía me resuena en los oídos el silbido de la hoja fina y larga al barrer los juncos a milímetros del suelo. La estocada iba destinada a partirme los tobillos, pero no me encontró.

Retrocedí y lo observé con calma. Él, atribulado, levantó la mirada.

—Ponte en pie, Liofa —le pedí con voz serena, dándole a entender que toda mi ira no había sido más que una impostura.

Creo que en ese momento comprendió que yo era peligroso de verdad. Parpadeó un par de veces y supe que ya había agotado sus mejores recursos, pero sin resultado, y eso socavó su confianza. Pero no su pericia, y cargó hacia adelante con ímpetu y rapidez para hacerme recular mediante una serie mareante de ataques cortos, lanzamientos rápidos y pases repentinos. No me molesté en parar los pases y esquivé el resto de los envites lo mejor que pude desviándolos y procurando romperle el ritmo, hasta que por fin, un golpe me alcanzó de lleno en el antebrazo izquierdo; la manga de cuero contuvo la fuerza de la hoja, aunque me produjo una contusión que me duró casi un mes. La turba suspiró. Habían seguido el combate con entusiasmo y ardían en deseos de ver correr la primera sangre. Liofa arrastró la hoja hacia sí por encima de mi brazo tratando de atravesar el cuero hasta el hueso, pero desvié el brazo, me lancé con Hywelbane en ristre y le obligué a replegarse.

Liofa esperaba que continuara el ataque, pero había llegado la hora de utilizar mis propios trucos. No avancé hacia él sino que dejé caer la espada unos milímetros y resollé. Sacudí la cabeza para apartarme de la frente los mechones de pelo empapados de sudor. Hacía calor al lado de la gran hoguera. Liofa me observaba sin perder detalle. Vio que me faltaba aire, vio que la espada me flaqueaba, pero no había matado él a cuarenta y ocho hombres a costa de arriesgarse. Atacó con rapidez, para ver cómo reaccionaba, con un barrido corto que exigía un contraataque, pero no iba bien atinado como para resultar mortal. Lo detuve intencionadamente con cierto retraso y dejé que la punta de la espada de Liofa me rozara el brazo mientras Hywelbane chocaba en la parte más gruesa de su hoja. Solté un gruñido, simulé un movimiento amplio y retiré la espada cuando él se alejaba ágilmente.

Me quedé de nuevo a la espera. Se lanzó, aparté su hoja de un golpe pero no inicié el contraataque como antes. La multitud guardaba silencio intuyendo el próximo desenlace de la pelea. Liofa atacó de nuevo y de nuevo lo detuve. Prefería el envite frontal para poder matar sin poner en peligro su preciosa hoja, pero yo sabía que si esquivaba esas embestidas rápidas muchas veces, al final me mataría a la antigua usanza. Abalanzóse sobre mí dos veces más; la primera, desvié su hoja con torpeza, retrocedí para evitar la segunda y me pasé la manga izquierda por los ojos como si el sudor me escociese.

Entonces, atacó con un barrido. Lanzó un grito, el primero, al describir un amplio y potente arco desde arriba que iba dirigido a mi cuello. Lo paré sin dificultad, pero me tambaleé al hacer resbalar su hoja por la de Hywelbane alejándola así de mi cabeza, luego la dejé caer un poco y él reaccionó tal como esperaba.

Tomó impulso con todas sus fuerzas. Lo hizo rápido y bien, pero yo ya conocía su velocidad y Hywelbane volaba al encuentro de su acero con igual velocidad. La tenía sujeta con las dos manos y empleé todas mis fuerzas en ese golpe hacia arriba que no iba dirigido a Liofa sino a su espada.

Las espadas chocaron con exactitud.

Pero no produjeron el estruendo de costumbre sino un chasquido seco.

El acero de Liofa se había roto. Dos tercios de la hoja saltaron limpiamente y cayeron en los juncos dejándolo con un muñón de espada en la mano. Se quedó horrorizado. Entonces, por un instante, pareció dispuesto a atacarme con lo que quedaba de espada, pero imprimí a Hywelbane dos rápidos movimientos que lo hicieron retroceder. Entonces supo que yo no estaba cansado, y también que podía darse por muerto, aunque trató de detener los envites con el arma mutilada; pero Hywelbane lo despojó del débil metal y entonces lo asalté.

Mantuve la punta de Hywelbane quieta sobre la torques de plata que le rodeaba la garganta.

—Lord rey —dije, sin apartar los ojos de Liofa. En el salón sólo se oía el silencio. Los sajones, al ver vencido a su campeón, habían enmudecido—. ¡Lord rey! —insistí.

—¿Lord Derfel? —respondió Aelle.

—Me habéis pedido que luchara contra el paladín de Cerdic, no que lo matara. Perdonadle la vida.

—Su vida está en tus manos, Derfel —contestó Aelle tras una pausa.

—¿Te rindes? —pregunté a Liofa. No me respondió inmediatamente. Su orgullo todavía luchaba por la victoria, pero mientras él dudaba, llevé la punta de Hywelbane de su garganta a su mejilla derecha—. ¿Qué dices? —le insté a responder.

—Me rindo —dijo, y arrojó al suelo los despojos de su arma.

Le rebane la piel y un poco de carne del pómulo con Hywelbane.

—Una cicatriz, Liofa —dije— para que no olvides que luchaste contra lord Derfel Cadarn, hijo de Aelle, y que fuiste vencido. —Lo dejé sangrando. La multitud clamaba. Los hombres se comportan de modo extraño. Un momento antes pedían mi sangre a gritos y después me aclamaban porque había perdonado la vida a su campeón. Recogí el broche de Ceinwyn y mi escudo y miré a mi padre—. Os traigo saludos de Erce, lord rey —dije.

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