Authors: Bernard Cornwell
—Y los acepto gustoso, lord Derfel —replicó Aelle—, los acepto gustoso.
Señaló una silla a su izquierda que uno de sus hijos había dejado vacante y así fue como me reuní con los enemigos de Arturo en su mesa encumbrada en estrado. Y lo celebré.
Al final del banquete, Aelle me llevó a su cámara, que se hallaba detrás del estrado. Tratábase de una estancia espaciosa, de altas vigas, con una hoguera en el centro y un lecho de pieles bajo el hastial de la pared. Cerró la puerta, guardada por centinelas, y me indicó que me sentara en un arcón de madera que había al lado de la pared; él se dirigió al extremo opuesto de la habitación, se aflojó los calzones y orinó en el suelo de tierra, en un agujero.
—Liofa es rápido —comentó mientras orinaba.
—Mucho.
—Creí que te vencería.
—No es tan rápido —dije—, o bien la cerveza le restó velocidad. Ahora, escupid encima.
—¿Que escupa encima de qué? —preguntó mi padre.
—De vuestra orina, para evitar la mala suerte.
—Mis dioses no tienen en cuenta la orina ni la saliva, Derfel —dijo medio riéndose. Había invitado a dos de sus hijos a la habitación, y ambos, Hrothgar y Cyrning, me miraban con curiosidad—. Así pues —dijo Aelle—, ¿cuál es el mensaje de Arturo?
—¿Por qué habría de enviaros un mensaje?
—Porque de otro modo no habrías venido aquí. ¿Crees que te engendró un idiota, muchacho? Bien, ¿qué quiere Arturo? No, no me lo digas, a ver si lo adivino. —Se ató el cinturón de los calzones y fue a sentarse en la única silla de la estancia, un sillón romano de madera negra con incrustaciones de marfil, aunque muchas de las incrustaciones habían saltado—. Me ofrece unas tierras seguras, ¿no es eso? —preguntó Aelle—, si ataco a Cerdic el año que viene.
—Sí, señor.
—La respuesta es no —gruñó—. ¡Me ofrece lo que ya me pertenece! ¿Qué clase de oferta es ésa?
—La paz para siempre, lord rey —dije. Aelle sonrió.
—Cuando un hombre promete algo para siempre juega con la verdad. Nada es para siempre, muchacho, nada. Di a Arturo que mis lanzas marcharán con Cerdic el año que viene. —Prorrumpió en una carcajada—. Has perdido el tiempo, Derfel, pero me alegro de que hayas venido. Mañana hablaremos de Erce. ¿Deseas una mujer para pasar la noche?
—No, lord rey.
—Tu princesa nunca lo sabrá —me tentó burlonamente.
—No, lord rey.
—¡Y se llama hijo mío! —rió Aelle y sus hijos rieron con él. Ambos eran altos y, aunque tenían el cabello más oscuro que yo, sospeché que nos parecíamos, de la misma forma que sospechaba que habían sido invitados a entrar para presenciar la conversación y dar a conocer a los demás jefes sajones la negativa rotunda de Aelle—. Puedes dormir a mi puerta —dijo Aelle, e indicó a sus hijos que salieran—, estarás más seguro. —Esperó a que Hrothgar y Cyrning salieran y me detuvo con un gesto de la mano—. Mañana —dijo mi padre bajando la voz— Cerdic vuelve a su casa y se lleva a Lancelot consigo. Cerdic recelará de que te deje con vida, pero sobreviviré a sus recelos. Mañana hablaremos, Derfel, y te daré una respuesta más completa para tu Arturo. No será la que él desea, pero tal vez con ello salve la vida. Ahora, vete; espero visitas.
Dormí en el estrecho espacio que había entre el estrado y la puerta de mi padre. Durante la noche, una muchacha pasó cerca de mí hacia el lecho de Aelle mientras en el salón los guerreros cantaban y luchaban, bebían y por fin caían dormidos, aunque ya despuntaba el alba cuando el último empezó a roncar. Entonces desperté al oír el canto de los gallos en el cerro de Thunreslea; me ceñí a Hywelbane, recogí el manto y el escudo y pasé ante las brasas de las hogueras hasta salir al crudo aire frío. La niebla empañaba la alta cima como un velo, cada vez más denso a medida que la tierra descendía hacia donde el Támesis desembocaba en el mar. Me acerqué al borde de la cima y contemplé la blancura que se levantaba del río.
—Mi señor rey —dijo una voz tras de mí— me ordenó que te matara si te encontraba solo.
Di media vuelta y vi a Bors, el primo y paladín de Lancelot.
—No te he dado las gracias —dije.
—¿Por avisarte respecto a Liofa? —Bors se encogió de hombros como si su aviso hubiera sido poca cosa—. Es rápido, ¿verdad? Rápido y mortífero. —Bors se plantó a mi lado y mordió una manzana, le pareció arenosa y la tiró. El también era un guerrero corpulento, un lancero lleno de cicatrices, de negra barba, que había luchado en numerosas barreras de escudos y había visto morir amigos en demasía. Eructó. —Nunca me importó luchar por dar a mi primo el trono de Dumnonia —dijo—, pero jamás he deseado luchar por un sajón. Y no me apetecía ver cómo te rajaban para entretener a Cerdic.
—Pero el año que viene, señor —dije— lucharás por Cerdic.
—¿De verdad? —me preguntó. Parecía reírse—. No sé lo que haré el año que viene, Derfel. A lo mejor me voy navegando a Lyonesse, quién sabe. Dicen que las mujeres de allí son las más bellas del mundo. Tienen cabellos de plata, cuerpo de oro y carecen de lengua. —Rompió a reír, sacó otra manzana del morral y la limpió en la manga—. Mi señor rey —dijo, refiriéndose a Lancelot— luchará por Cerdic, pero ¿qué otra opción le queda? Arturo no lo recibiría.
Me di cuenta de hacia dónde apuntaba Bors.
—Mi señor Arturo —dije con precaución— no está enemistado contigo.
—Ni yo con él —replicó Bors con la boca llena de manzana—. Es decir, que tal vez volvamos a reunirnos, lord Derfel. Es una lástima que no te haya visto en toda la mañana. Mi señor rey me habría recompensado inmensamente si te hubiera matado. —Sonrió y se alejó.
Dos horas más tarde vi a Bors partir con Cerdic cerro abajo, donde la niebla, que ya escampaba, colgaba todavía en jirones de los árboles de hojas rojas. Con Cerdic iban cien hombres, la mayoría afectados por la resaca de la fiesta de la víspera, igual que los de Aelle, que formaron una escolta para despedir a los que partían. Cabalgué detrás de Aelle, que iba a pie junto al rey Cerdic y Lancelot mientras un escudero llevaba su caballo por las riendas. Detrás de ellos avanzaban dos portadores de estandartes, uno con el de Aelle, el cráneo de toro untado de sangre ensartado en una vara, y otro enarbolando la calavera de un lobo pintada de rojo y cubierta con un pellejo humano, la enseña de Cerdic. Lancelot no me prestó la menor atención. Esa misma mañana, un rato antes, cuando nos encontramos por casualidad cerca de la fortaleza, se limitó a mirar más allá de donde yo estaba, como si fuera transparente, y yo no reaccioné en modo alguno. Sus hombres habían asesinado a la menor de mis hijas y, aunque ya había dado muerte a los asesinos, aún habría querido vengar a Dian en el mismo Lancelot, pero la fortaleza de Aelle no era el lugar apropiado. Así pues, desde un saliente herboso que se elevaba sobre las lodosas orillas del Támesis, vi dirigirse a Lancelot con sus escasos criados hacia las naves de Cerdic, que aguardaban.
Sólo Amhar y Loholt osaron provocarme. Los gemelos eran dos jóvenes rencorosos que odiaban a su padre y despreciaban a su madre. Se tenían por príncipes, pero Arturo, que desdeñaba los títulos, se negó a concederles tal honor, cosa que sólo sirvió para aumentar su resentimiento. Tenían la idea de que se les había escamoteado el derecho a un rango real, a una tierra, a riquezas y honores, y estaban dispuestos a luchar con cualquiera que quisiera derrotar a Arturo, a quien culpaban de toda su mala fortuna. Loholt llevaba el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata, al que había provisto de un par de garras de oso. Fue Loholt el que se enfrentó conmigo.
—Nos encontraremos el próximo año —me dijo.
Sabía que pretendía provocar una pelea, pero le respondí con voz bien templada.
—Estoy deseando que llegue el día.
Levantó el muñón cubierto para recordarme que yo le había sujetado el brazo para que su padre lo mutilara con Excalibur.
—Me debes una mano, Derfel.
No repliqué. Amhar se había acercado a su hermano. Ambos tenían el rostro anguloso y alargado de su padre, pero animado con una expresión de amargura que en nada se parecía a la fortaleza de su padre. Tenían cara de astutos, de lobos, casi.
—¿Acaso no me has oído? —preguntó Loholt.
—Alégrate —le dije— de que todavía tengas una mano. En cuanto a lo que te debo, Loholt, te lo pagaré con Hywelbane.
Vacilaron, pero no sabían con certeza si la guardia de Cerdic los defendería, caso de que desenvainasen la espada, de modo que al final se limitaron a escupirme antes de dar media vuelta y bajar al trote hacia la orilla embarrada donde aguardaban las dos naves de Cerdic.
La playa del pie de Thunreslea era un lugar mísero, mitad tierra, mitad mar, donde el encuentro del río con el océano había labrado un paisaje gris de lodazales, bajíos arenosos y rías laberínticas. Las gaviotas graznaron cuando los lanceros de Cerdic invadieron el lodazal de la playa, vadearon la ría poco profunda y subieron a bordo de las embarcaciones saltando por la borda. Vi que Lancelot avanzaba con tiento entre el pestilente barro alzándose el orillo del manto. Lo seguían Loholt y Amhar y, tan pronto como llegaron a la nave, se giraron y me señalaron con el dedo, un gesto para desearme mala suerte. No les hice el menor caso. Las naves ya habían desplegado las velas, pero el viento era suave y las dos embarcaciones de orgullosa proa hubieron de salir de la estrecha y disminuida ría impulsadas por los largos remos que empujaban los hombres de Cerdic. Tan pronto como las proas rematadas con figuras de lobo estuvieron cara al mar abierto, los remeros guerreros entonaron un canto que imprimía ritmo a sus esfuerzos,
«Hwaet
por tu madre —cantaban—, y
hwaet
por tu chica, y
hwaet
por tu amante y por el
hwaet
que le echaste en el suelo» y, a cada
hwaet
gritaban cada vez más e impulsaban los largos remos, hasta que las dos embarcaciones adquirieron velocidad y la niebla envolvió por fin las velas crudamente pintadas con cabezas de lobo. «Y
hwaet
por tu madre —comenzó el canto nuevamente, aunque las voces iban debilitándose entre la bruma—,
y hwaet
por tu chica —y los cascos empezaron a desdibujarse en la niebla hasta que por fin dejaron de verse en el aire lechoso— y
hwaet
por tu amante, y por el
hwaet
que le echaste en el suelo». La voz llegaba como salida de la nada, hasta que dejó de oírse con el chapoteo de los remos.
Dos hombres ayudaron a Aelle a montar en su caballo.
—¿Has dormido? —me preguntó tras aposentarse en la silla.
—Sí, lord rey.
—Yo he tenido mejores cosas que hacer —replicó secamente—. Ahora, sigúeme. —Picó espuelas y el caballo enfiló la playa, por donde las rías se rizaban con el flujo y reflujo de la marea. Esa mañana, en honor de los huéspedes que habían partido, Aelle se había ataviado de rey guerrero. Su casco de hierro tenía un filete de oro y un penacho de plumas negras; la coraza de cuero y las altas botas estaban teñidas de negro y de los hombros le colgaba un largo manto negro de piel de oso que empequeñecía la estampa del caballo. Nos seguía una docena de jinetes, uno de los cuales portaba el estandarte de la calavera de toro. Aelle, igual que yo, no tenía dotes para la monta.
—Sabía que Arturo te haría venir —dijo súbitamente y, como no respondí, se giró hacia mí—. De modo que encontraste a tu madre.
—Si, lord rey.
—¿Qué tal está?
—Vieja —repliqué sinceramente—; vieja, gorda y enferma.
Suspiró al saber las nuevas.
—Al principio son unas jóvenes tan hermosas que rompen el corazón a un ejército entero, pero después de parir a un par de hijos todas se vuelven viejas, gordas y enfermas. —Hizo una pausa mascullando lo que acababa de decir—. Aunque yo creía que a Bree no le sucedería jamás. Era una belleza —añadió con nostalgia, pero enseguida sonrió—, gracias a los dioses que las reservas de jóvenes no se agotan nunca, ¿eh? —Soltó una carcajada y volvió a mirarme—. La primera vez que me dijiste el nombre de tu madre supe que eras hijo mío —hizo una pausa—, mi primogénito.
—Vuestro primogénito bastardo —dije.
—¿Y qué? La sangre es la sangre, Derfel.
—Y me siento orgulloso de llevar la vuestra, lord rey.
—Como debe ser, muchacho, aunque la compartes con muchos más. No me he mostrado egoísta con mi sangre. —Chasqueó la lengua, desvió al caballo hacia un montículo de barro y lo obligó a subir a latigazos por la resbaladiza pendiente hasta llegar cerca de una flota de embarcaciones abandonadas—. ¡Mira, Derfel! —dijo mi padre, frenando al caballo y señalando hacia las naves—. ¡Míralas! Ahora ya no sirven para nada, pero casi todas llegaron este verano, y cargadas de gente hasta los topes. —Volvió a picar espuelas y cabalgamos despacio dejando atrás la triste línea de barcos abandonados.
Habría unas ochenta o noventa naves embarrancadas en la orilla, con la proa igual que la popa, elegantes pero semipodridas ya. Tenían las planchas de madera cubiertas de limo verde, el pantoque inundado y los maderos negros de podredumbre. Algunas, que debían llevar más de un año allí, no eran más que oscuros esqueletos.
—Tres veintenas de hombres en cada barco, Derfel —dijo Aelle—, tres veintenas como poco, y con cada marea llegaban más. Ahora que los temporales se abaten sobre el mar abierto, no navegan, pero están construyendo más embarcaciones, que arribarán en primavera. Pero no desembarcarán sólo aquí, Derfel, ¡sino a lo largo de toda la costa! —hizo un movimiento amplio con el brazo para abarcar toda la costa oriental britana—. ¡Barcos y más barcos! Llenos de gente nuestra en busca de un hogar, en busca de tierra. —Pronunció la última palabra con fiereza y alejó al caballo de mí sin esperar respuesta—. ¡Vamos! —gritó, y seguí a su montura por la ría fangosa hasta un montículo de guijarros y, luego, entre matorrales de espino, cerro arriba hacia donde se levantaba su fortaleza.
Aelle detuvo al caballo en un repecho de la subida y me esperó; entonces, cuando le di alcance, señaló un collado sin decir palabra. Allí había un ejército. Había tantos hombres reunidos en aquel recoveco que no pude contarlos y sabía que no eran más que una parte de su ejército. Los guerreros sajones formaban una gran multitud y, cuando vieron al rey en lo alto, rompieron en aclamaciones estruendosas y empezaron a golpear las lanzas contra los escudos, de modo que el aire gris retumbaba con el estrépito. Aelle alzó la mano derecha, llena de cicatrices, y el clamor cesó.