Authors: Bernard Cornwell
—Sí, señor.
—Siempre has sido absurdamente sentimental, Derfel —dijo Merlín, y miró a Nimue de reojo. Nimue había sacado a Excalibur de la vaina y apretaba la hoja desnuda contra su delgado cuerpo. Por alguna razón no le gustó lo que veía, arrebató la vaina a Nimue y luego trató de quitarle la espada. Ella no la soltó y Merlín, tras forcejear unos instantes, abandonó—. Tengo entendido que perdonaste la vida a Liofa —dijo, volviéndose hacia mí nuevamente—. Gran error. Liofa es una bestia muy peligrosa.
—¿Como sabéis que le perdoné la vida?
Merlín me miro con reproche.
—Tal vez yo fuera el buho que miraba desde las vigas de la casa de Aelle, Derfel, o un ratoncillo que corría por las esteras del suelo. Se lanzó sobre Nimue y por fin consiguió arrebatarle la espada—. No hay que gastar el poder mágico —musitó guardando la hoja torpemente en la vaina—. ¿Arturo te la entregó sin refunfuñar? —preguntó.
—¿Por qué habría de hacerlo, señor?
—Porque Arturo se acerca peligrosamente al escepticismo —se agachó para introducir a Excalibur por la baja entrada del templo—. Cree que podemos arreglárnoslas sin los dioses.
—Pues es una lástima —dije con sarcasmo— que no haya visto a Olwen de Plata brillando en la oscuridad.
Nimue me dedicó un feo siseo. Merlín se detuvo, luego se volvió despacio y se enderezó desde el umbral de la puerta para lanzarme una mirada amarga.
—¿Por qué es una lástima, Derfel? —me preguntó en un tono ominoso.
—Porque si la hubiera visto, señor, seguro que creería en los dioses. Siempre y cuando no descubriera los moluscos que guardáis.
—¡Ajajá! Ya veo que has andado fisgando por ahí, ¿eh? Has metido tus gordas narices sajonas donde no tenías que meterlas y has visto mis
dactylus.
—
¿Dactylus?
—Los moluscos, necio, se llaman
dactylus.
Así los llaman algunos.
—¿Y brillan? —pregunté.
—Segregan una sustancia fosforescente —admitió con displicencia. Me pareció que mi descubrimiento le molestaba, aunque hacía lo posible por disimular la irritación—. Plinio describe el fenómeno, pero claro, describe tantos que es difícil saber qué creer y qué no. La mayor parte de sus ideas son absurdas e imprecisas, desde luego. ¡Cuántas tonterías sobre druidas que cortan muérdago el sexto día de la luna nueva! Yo eso jamás lo haría, jamás. Además, según creo recordar, para curar el dolor de cabeza recomienda atar alrededor del cráneo una cinta de pecho de mujer, pero no funciona. ¿Cómo iba a funcionar? La magia está en el pecho, no en la cinta, así que es mucho más eficaz, evidentemente, meter la cabeza dolorida entre los mismos pechos. Es un remedio que no me ha fallado nunca, te lo aseguro. ¿Has leído a Plinio, Derfel?
—No, señor.
—¡Ah, claro! No te enseñé latín. Un descuido mío. Bien, pues habla de las
dactylus
y observó que a los que se las comen les brillan las manos y la boca después, y te confieso que el caso me intrigó. ¡A quién no le habría intrigado! No quería perder más tiempo en estudiar el fenómeno a fondo, porque he perdido mucho ya en las nociones más crédulas de Plinio, pero esa resultó ser cierta. ¿Te acuerdas de Caddwg? El barquero que nos rescató de Ynys Trebes. Es el que me busca las
dactylus
ahora; son unos bichos que viven en los agujeros de las rocas, lo cual es una inconveniencia por su parte, pero pago bien a Caddwg y él me las saca como un auténtico recolector de
dactylus.
Pareces decepcionado, Derfel.
—Señor, yo creía... —empecé, pero me callé porque sabía que iba a burlarse de mí.
—¡Ah! ¡Creías que la niña provenía de los cielos! —Merlín terminó la frase en mi lugar y empezó a reírse sin parar—. ¿Lo has oído, Nimue? ¡Nuestro gran guerrero Derfel Cadarn creyó que la pequeña Olwen era una aparición! —Pronunció la última palabra en tono solemne.
—Era lo que tenía que creer —replicó Nimue secamente.
—Supongo que sí, pensándolo bien —admitió Merlín—. Es un buen truco, ¿verdad, Derfel?
—Pero no es más que eso, señor —dije, incapaz de ocultar mi decepción.
Merlín suspiró.
—Eres absurdo, Derfel, completamente absurdo. La existencia de trucos no implica la ausencia de magia, pero los dioses no nos aseguran que la magia siempre dé resultado. ¿Es que no entiendes nada? —preguntó, airado ya.
—Sé que fui engañado, señor.
—Engañado, engañado. No seas patético. ¡Eres peor que Gawain! ¡A ti te engañaría un druida al segundo día de aprendizaje! Nuestra misión no es satisfacer tu curiosidad infantil, Derfel, sino llevar a cabo el trabajo de los dioses, de unos dioses que se han alejado de nosotros. ¡Se han ido muy lejos! Se han desvanecido, se han fundido con la oscuridad, se han ido al abismo de Annwn. Tenemos que invocarlos y para invocarlos necesito muchas manos y para atraerlas tengo que ofrecer alguna esperanza. ¿Crees que Nimue y yo solos podríamos levantar las hogueras? ¡Necesitamos gente! ¡Cientos de personas! Y el haber pintado con jugos de
dactylus
a una niña nos los ha traído. Pero tú sólo sabes lamentarte porque te han engañado. ¿A quién le importa lo que tú pienses? ¿Por qué no vas a comerte una
dactylus?
A lo mejor te ilumina un poco. —Dio una patada al pomo de Excalibur, que aún sobresalía del templo—. Supongo que ese necio de Gawain te lo habrá enseñado todo, ¿no?
—Me ha enseñado los ruedos de las hogueras, señor.
—Y supongo que ahora querrás saber para qué son, ¿no?
—Sí, señor.
—Cualquier persona de inteligencia media lo adivinaría sin más —dijo Merlín con grandilocuencia—. Los dioses están muy lejos, eso es evidente, de otro modo no nos dejarían de lado pero, hace muchos años, nos proporcionaron los medios para invocarlos: los tesoros. Los dioses están ahora tan sumidos en las profundidades de Annwn que los tesoros no pueden atraerlos por sí solos, de modo que tenemos que llegar a ellos de otra manera. ¿Cómo? Muy fácil. Enviando una señal al abismo, una señal que consiste simplemente en una hoguera gigantesca dispuesta de un modo determinado, con los tesoros intercalados; después hay que hacer un par de cosillas más, nada de importancia, y luego podré morir en paz en vez de tener que explicar las cosas más elementales a los cretinos crédulos y necios. Y no —añadió, antes de darme tiempo a replicar, cuando menos a hacer una pregunta—, no puedes estar aquí arriba la noche de Samain, Quiero sólo aquellos en los que confío. Y si vuelves por aquí, pediré a los centinelas que practiquen con la
lanza
en tu vientre.
—¿Por qué no rodeáis el cerro con una valla de espíritus, simplemente? —pregunté. La valla de espíritus era una línea de cráneos encantados por un druida que nadie se atrevería a traspasar.
Merlín me miró como si me hubiera vuelto loco de repente.
—¡Una valla de espíritus! ¡En la noche de Samain! ¡Es la única noche del año, so cretino, en que las vallas de espíritus no dan resultado! ¿Pero es que tengo que explicártelo todo? La valla de espíritus, necio, actúa porque ata el espíritu de los muertos y así asustan a los vivos, pero en la noche de Samain los espíritus de los muertos son libres, pueden ir donde quieran y no se les puede atar. La noche de Samain, una valla de espíritus sirve al mundo de tan poca cosa como tus luces.
Me tomé el reproche con calma.
—Sólo os deseo que no haya nubes —dije con intención de aplacarlo.
—¿Nubes? —Merlín me miró amenazador—. ¿Por qué habrían de preocuparme las nubes? ¡Ah, comprendo! Ese necio de Gawain te ha contado cosas y lo entiende todo al revés. Aunque hayas nubes, Derfel, los dioses verán nuestra señal, porque, al contrario que a nosotros, las nubes no les tapan la vista; claro que si hay muchas, podría llover —añadió, en un tono como si explicara algo muy sencillo a un niño pequeño—, y una lluvia muy fuerte apagaría las grandes hogueras. Y eso es todo, ¡qué difícil pensarlo tú sólito! ¿verdad? —Me lanzó una mirada furibunda y luego se volvió a contemplar los círculos de leña. Se apoyó en la vara negra, meditando sobre la gran obra que había llevado a cabo en la cima de Mai Dun. Permaneció en silencio largo rato y, de repente, se encogió de hombros—. ¿Has pensado alguna vez —preguntó— qué habría sucedido si los cristianos hubieran logrado colocar a Lancelot en el trono? —Ya no estaba furioso, pero sí melancólico.
—No señor —dije.
—Cuando llegara su año quinientos, estarían todos esperando el glorioso advenimiento de ese ridículo dios crucificado que tienen. —Merlín miraba hacia los círculos insistentemente mientras hablaba, y en ese momento se volvió de pronto hacia mí—. ¿Y si no pasara nada? —preguntó confuso—. Imagínate que estuvieran todos preparados, con sus mejores ropas, limpios y relucientes, y que el dios no se presentara.
—Entonces, en el quinientos uno no habría cristianos —respondí.
—Lo dudo. Dar explicación a lo inexplicable es la tarea de los sacerdotes. Los hombres como Sansum se inventarían una razón y la gente los creería porque tienen gran necesidad de creer. La gente no renuncia a la esperanza por una decepción, Derfel, sino que la redobla. ¡Qué necios somos todos!
—O sea que teméis —dije sintiendo piedad por él— que nada suceda en Samain.
—Pues claro que lo temo, idiota. Pero Nimue no. —Echó una mirada a Nimue, que nos observaba con resentimiento—. Estás pletórica de certidumbre, mi pequeña, ¿no es cierto? —se burló Merlín—, pero en cuanto a mí, Derfel, desearía que esto no hubiera sido necesario jamás. Ni siquiera sabemos qué manifestaciones tienen que producirse cuando encendamos las hogueras. Tal vez los dioses acudan, pero tal vez sea el fin de su tiempo. —Me miró con fiereza—. Si no sucede nada, Derfel, no significará que no haya sucedido nada. ¿Lo comprendes?
—Eso creo, señor.
—Lo dudo. No sé ni por qué me molesto en malgastar explicaciones contigo. Es como si enseñara a un buey los puntos más sutiles de la retórica. ¡Qué necio eres, Derfel! Puedes irte, ya me has traído a Excalibur.
—Arturo quiere que se la devolváis —dije, acordándome de pronto del mensaje.
—No me cabe la menor duda y tal vez la recupere cuando Gawain termine con ella. O tal vez no. ¿Qué importa? Deja de darme quebraderos de cabeza por nimiedades. Buen viaje, Derfel. —Y se marchó, enfadado nuevamente, pero se detuvo al cabo de unos pasos para llamar a Nimue—. ¡Ven, niña!
—Me aseguraré de que Derfel se marcha —dijo Nimue, y con esas palabras me agarró por el codo y me llevó hacia la muralla interior.
—¡Nimue! —gritó Merlín.
Nimue hizo caso omiso y me arrastró hasta la cuesta herbosa donde el camino recorría la muralla. Miré los complicados anillos de leña.
—Habéis trabajado mucho —dije sin convicción.
—Pero será en vano si los ritos no se cumplen debidamente —replicó en un susurro seco. Merlín se había enfadado conmigo, pero se trataba de un enfado fingido en su mayor parte, que iba y venía como un rayo; sin embargo, la rabia de Nimue era profunda y potente, su cara blanca y angulosa permanecía tensa. Nunca había sido bella y la pérdida del ojo la hacía temible, pero su porte salvaje e inteligente la hacía inolvidable, y en ese momento, en lo alto de la muralla, al viento del oeste, parecía más imponente que nunca.
—¿Hay alguna posibilidad —le pregunté— de que los ritos no se cumplan debidamente?
—Merlín es como tú —replicó furiosa, pasando por alto mi pregunta—. Un sentimental.
—Tonterías —dije.
—¿Y tú qué sabes, Derfel? —me soltó—. ¿Acaso tienes que soportar tú sus bravatas? ¿Tienes que discutir con él? ¿Tienes que darle seguridad? ¿Tienes que verle cometer el error más grande de la historia? —Me hizo las preguntas como si escupiera—. ¿Tienes que ver cómo se pierden todos sus esfuerzos? —Señaló las pilas de leña con su delgada mano—. Estás loco —añadió con amargura—. Si Merlín se tira un pedo, crees que ha hablado la sabiduría. Es un viejo, Derfel, le queda poco de vida y está perdiendo poder. El poder, Derfel, nace dentro de uno. —Se dio con la mano entre los menudos pechos. Se había detenido en lo alto de la muralla y se volvió a mirarme. Yo era un soldado fornido y ella una mujer menuda, pero se imponía a mí. Siempre había sido así. La pasión era tan honda en ella, tan fuerte y negra, que casi nada se le resistía.
—¿Por qué las emociones de Merlín pueden poner en peligro la ceremonia? —le pregunté.
—Porque así es —respondió, y siguió andando.
—Dímelo —insistí.
—¡Jamás! —replicó secamente—. ¡Estás loco!
—¿Quién es Olwen de Plata? —pregunté, siguiéndole los pasos.
—Una esclava que compramos en Demetia. La capturaron en Powys y nos costó más de seis monedas de oro por lo bonita que es.
—Lo es —acordándome de su delicado andar en la noche silenciosa de Lindinis.
—A Merlín también se lo parece —replicó Nimue con sarcasmo—. Tiembla cuando la ve, pero ahora ya es muy viejo, y además tenemos que fingir que es virgen por el bien de Gawain. ¡Y él nos cree! ¡Ese necio se cree cualquier cosa! ¡Es un idiota!
—¿Y se va a casar con Olwen cuando todo termine?
Nimue se echó a reír.
—Eso es lo que le hemos prometido, aunque, en cuanto descubra que ha nacido esclava y que no es un espíritu, tal vez cambie de opinión, así que a lo mejor volvemos a venderla. ¿Te gustaría comprarla? —Me miró maliciosamente.
—No.
—¿Sigues siendo fiel a Ceinwyn? —me preguntó burlonamente—. ¿Qué tal está?
—Está bien —dije.
—¿Y va a venir a Durnovaria a presenciar la ceremonia?
—No.
—¿Pero tú sí? —inquirió, mirándome con recelo.
—Sí, yo sí.
—¿Y Gwydre? —preguntó—. ¿Lo traerás a él?
—Él quiere venir, sí. Pero tengo que pedir permiso a su padre.
—Di a Arturo que es mejor que le deje venir. Todos los niños de Britania tendrían que presenciar la llegada de los dioses. Será algo que no olvidarán jamás, Derfel.
—¿O sea que sucederá? —pregunté—. ¿A pesar de los defectos de Merlín?
—Sucederá —dijo Nimue vengativamente— a pesar de Merlín. Sucederá porque yo haré que suceda. Le daré a ese viejo loco lo que quiere, le guste o no. —Se detuvo, se giró, me agarró la mano izquierda y miró la cicatriz de la palma con su único ojo. La cicatriz me unía a ella por juramento, y tuve la impresión de que iba a pedirme algo, pero un súbito impulso de precaución se lo impidió. Tomó aliento, me clavó la mirada y me soltó la mano—. Encontrarás el camino tú solo —dijo con amargura, y se alejó.