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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (3 page)

BOOK: Excalibur
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Sonrió, se apartó a un lado e hizo una seña con la mano. Dos niños pequeños, niño y niña, salieron del palacio llevando la olla de Clyddno Eiddyn. Casi todos los tesoros de Britania eran objetos pequeños, incluso cotidianos, pero la olla era un auténtico tesoro y, de los trece, el que mayor poder tenía. Era una enorme marmita de plata decorada con guerreros y animales de tracería de oro. Los dos niños apenas podían con el gran peso de la olla, pero lograron colocarla en el suelo al lado del druida.

—Tengo los tesoros de Britania! —anuncio Merlín, y la multitud respondió con un suspiro—. Pronto, muy pronto —prosiguió—, liberaremos el poder de los tesoros. Britania volverá a ser lo que era. ¡Derrotaremos a nuestros enemigos! —Hizo una pausa y el eco de las aclamaciones resonó por todo el atrio—. Esta noche habéis visto el poder de los dioses, pero lo que habéis presenciado es muy poca cosa, una insignificancia. Pronto lo verá toda Britania, pero si hemos de llamar a los dioses, necesito vuestra ayuda.

La muchedumbre expresó su adhesión a voces y Merlín asintió radiante. Su benévola mirada me hizo recelar. Por una parte, pensaba que el druida estaba jugando con la gente, pero por otra, me dije que ni siquiera Merlín podía hacer brillar a una niña en la oscuridad. La había visto con mis propios ojos y tenía tanta necesidad de creer que el recuerdo del grácil cuerpo luminoso me convenció de que los dioses no nos habían abandonado.

—¡Tenéis que ir a Mai Dun! —dijo Merlín severamente—. Tenéis que ir cuanto tiempo os sea posible y tenéis que llevar alimentos. Si poseéis armas, llevadlas. Trabajaremos en Mai Dun, mucho y duramente, pero en Samain, cuando los muertos se levanten, llamaremos a los dioses todos a la vez. ¡Vosotros y yo! —Hizo otra pausa y después señaló a la multitud con la vara. El negro báculo tembló como si buscara a alguien entre la multitud, hasta que me apuntó a mí—. ¡Lord Derfel Cadarn! —me llamó.

—¿Señor? —respondí, cohibido por ser escogido entre todos.

—Quédate, Derfel. Los demás, marchaos. Volved a vuestras casas, pues los dioses no volverán hasta la víspera de Samain. Volved a vuestras casas, cuidad vuestros campos y después id a Mai Dun. Llevad hachas y comida y preparaos para ver a los dioses en toda su gloria. ¡Ahora, marchad! ¡Marchad!

La muchedumbre se dispersó obedientemente. Muchos se detuvieron a tocarme el manto, pues había participado en la búsqueda de la olla de Clyddno Eiddyn en Ynys Mon y, al menos a ojos de los paganos, tal gesta me convertía en un héroe. También tocaron a Issa, pues también era guerrero de la olla, e Issa, cuando todos hubieron salido, se quedó esperándome en la verja mientras yo iba a ver a Merlín. Lo saludé, mas, en vez de responder a mi pregunta sobre su salud, me preguntó si me habían divertido los extraños acontecimientos de la noche.

—¿Qué era? —pregunté.

—¿El qué? —preguntó con inocencia.

—La niña que salió en la oscuridad —respondí.

Abrió los ojos con fingido asombro.

—Ha vuelto a aparecer, ¿verdad? ¡Qué interesante! ¿Era la niña con alas o la que brilla? ¡La niña que brilla! No rengo la menor idea de quién es, Derfel. No puedo resolver todos los misterios de este mundo. Has pasado mucho tiempo con Arturo y, al igual que él, crees que todo tiene una explicación natural, pero, ¡ay!, los dioses casi nunca desean hacerse entender. ¿Quieres ser útil en algo y llevarte la olla adentro?

Levanté la gran olla y la llevé al vestíbulo de columnas del palacio. Unas horas antes había encontrado esa misma sala vacía, pero en ese momento vi un lecho, una mesa baja y cuatro peanas de hierro con sendas lámparas de aceite. El joven y bello guerrero de blanca armadura y largos cabellos sonrió desde el lecho, mientras que Nimue, vestida con una raída túnica negra, llevaba una vela encendida para prender la mecha de las lámparas.

—Esta sala estaba vacía por la mañana —dije en tono recriminatorio.

—Eso te habrá parecido a ti —replicó Merlín con soltura—, pero es posible que prefiriéramos no dejarnos ver. ¿Conoces al príncipe Gawain? —Señaló al joven, el cual se levantó y me saludó con una inclinación—. Gawain es el hijo del rey Budic de Broceliande —dijo Merlín—, es decir, es sobrino de Arturo.

—Lord príncipe —le saludé. Había oído hablar de Gawain, pero no lo conocía. Broceliande era el reino britano de Armórica, al otro lado del mar, y últimamente escaseaban las visitas de dicho reino porque los francos ejercían gran presión en la frontera.

—Es un honor conoceros, lord Derfel —dijo Gawain cortésmente—, vuestra fama ha traspasado las fronteras de Britania.

—No seas absurdo, Gawain —replicó Merlín—, la fama de Derfel no ha traspasado nada, excepto su propia cabezota, en el mejor de los casos. Gawain ha venido a ayudarme —me dijo Merlín.

—¿Ayudaros, a qué? —pregunté.

—A proteger los tesoros, naturalmente. Es un lancero formidable, o eso me han dicho. ¿Es cierto Gawain? ¿Eres formidable?

Gawain se limitó a sonreír. No tenía un aspecto formidable en realidad, pues aún era muy joven, quince o dieciséis veranos, quizá, y todavía no se afeitaba. El cabello largo y rubio le confería un aspecto aniñado y descubrí que la armadura blanca, que antes me había parecido tan cara, no era sino una sencilla coraza de hierro pintada con cal. De no haber sido por el dominio de sí mismo que mostraba y su incuestionable apostura, habría resultado ridículo.

—Y bien, ¿a qué te has dedicado, desde la última vez que nos vimos? —me preguntó Merlín, y entonces le hablé de Ginebra y él se burló de mí, por creer que viviría prisionera para siempre—. Arturo es imbécil —insistió—. Aunque Ginebra sea inteligente, no la necesita para nada. Lo único que necesita es una mujer feúcha y tonta que le mantenga la cama caliente mientras él se ocupa de los sajones. —Se sentó en el lecho y sonrió a los dos pequeños que habían sacado la olla al patio, y que en ese momento le llevaban un plato con pan y queso y una botella de hidromiel—. ¡La cena! —exclamó contento—. Compártela conmigo, Derfel, tenemos que hablar. ¡Siéntate! Creo que encontrarás el suelo bastante confortable. Siéntate al lado de Nimue.

Me senté. Nimue no me había prestado atención ninguna hasta el momento. Llevaba la cuenca vacía, del ojo que le había sacado un rey, tapada con un parche, y el pelo, que se había cortado antes de emprender el viaje al sur, al palacio de Ginebra junto al mar, ya le crecía de nuevo, aunque aún lo tenía corto y parecía un muchacho. Dióme la impresión de que estuviera enfadada, como de costumbre. Había entregado su vida a una única causa: la búsqueda de los dioses; despreciaba cuanto la alejara de esa meta y tal vez pensara que Merlín perdía el tiempo con su cháchara irónica. Nos habíamos criado juntos y, desde los años de la infancia, le había salvado la vida en más de una ocasión, le había dado de comer y la había vestido y, sin embargo, ella seguía tratándome como un necio.

—¿Quién manda en Britania? —me preguntó bruscamente.

—¡Pregunta errónea! —dijo Merlín de repente, con una vehemencia inesperada—. ¡Pregunta errónea!

—¿Y bien? —insistió ella, haciendo caso omiso de la rabia de Merlín.

—Nadie manda en Britania —contesté.

—Respuesta correcta —comentó Merlín con aire vengativo. Su mal humor había inquietado a Gawain, que permanecía de pie tras el lecho del druida mirando ansiosamente a Nimue. Le daba miedo, cosa nada extraña, pues Nimue asustaba a casi todo el mundo.

—Entonces, ¿quién manda en Dumnonia? —me preguntó Nimue.

—Arturo —contesté.

Nimue miró a Merlín victoriosamente, pero el druida se limitó a negar con la cabeza.

—La palabra es
rex —
dijo—, y si alguno de vosotros tuviera la menor noción de latín, sabría que
rex
significa rey, no emperador. Emperador es
imperator.
¿Hemos de arriesgarlo todo por tu falta de cultura?

—Arturo manda en Dumnonia —insistió Nimue.

Merlín hizo caso omiso.

—¿Quién es el rey, aquí? —me preguntó.

—Mordred, claro está.

—Claro está —repitió—. ¡Mordred! —gritó en dirección a Nimue—. ¡Mordred!

Nimue le dio la espalda como si se hubiera hartado de él. Yo estaba perdido, no entendía la discusión y no tuve ocasión de preguntar porque los dos niños aparecieron de nuevo por la cortina de una puerta, con más pan y queso. Cuando dejaron el plato en el suelo me llegó un leve aroma de mar, la misma ráfaga de salitre y algas que noté durante la aparición de la niña desnuda, pero cuando los niños desaparecieron de nuevo tras la cortina el olor se fue con ellos.

—Y bien —me dijo Merlín, con la satisfacción del que gana una discusión—, ¿Mordred tiene hijos?

—Varios, seguramente —contesté—. No paraba de violar doncellas.

—Como es costumbre entre los reyes —añadió Merlín al descuido—, y entre los príncipes. ¿Tú violas doncellas, Gawain?

—No señor. —A Gawain le escandalizó la pregunta.

—Mordred ha sido siempre un violador —dijo Merlín—. En eso sale a su padre y a su abuelo, aunque debo admitir que ambos eran mucho más considerados que el joven Mordred. Uther, por ejemplo, no podía resistirse a una cara bonita, ni a una fea tampoco, si estaba de humor. Arturo, por el contrario, jamás se ha sentido inclinado a la violación. En eso se parece a ti, Gawain.

—Me alegro mucho de saberlo —replicó Gawain y Merlín puso los ojos en blanco fingiendo exasperación.

—Entonces, ¿qué va a hacer Arturo con Mordred? —inquirió el druida.

—Vivirá confinado aquí, señor —respondí, refiriéndome al palacio.

—¡Confinado! —Merlín parecía divertirse—. Ginebra encerrada, el obispo Sansum en la cárcel..., si la vida sigue así, todos los que rodean a Arturo acabarán prisioneros. ¡Todos a pan rancio y agua! ¡Qué necio es Arturo! Tendría que levantarle a Mordred la tapa de los sesos. —Mordred era un niño de pecho cuando heredó el reino y Arturo había ejercido el poder real mientras el heredero crecía; cuando éste hubo alcanzado la mayoría de edad, Arturo, fiel a la palabra dada al rey supremo Uther, pasó el reino a Mordred. El joven rey hizo mal uso del poder e incluso tramó la muerte de Arturo, trama que impulsó a Sansum y a Lancelot a la revuelta. En esos momentos, Mordred estaba condenado al confinamiento, aunque Arturo había decidido que el rey de Dumnonia por derecho, por cuyas venas corría sangre de los dioses, fuera tratado con honor aunque no ejerciera poder alguno. Viviría bajo vigilancia en el lujoso palacio, se le permitirían todos los caprichos, pero se le impediría obrar torcidamente—. Así pues —me preguntó Merlín—, ¿crees que Mordred tiene cachorros?

—Por docenas, pienso.

—Si es que alguna vez piensas —replicó Merlín—. El nombre, Derfel. ¡El nombre!

Me quedé pensando un momento. Yo estaba en mejor posición que la mayoría de los hombres para conocer los pecados de Mordred, porque había sido su tutor durante su infancia, tarea que había cumplido mal y a regañadientes. Jamás logré ser un padre para él y, aunque mi Ceinwyn trató de comportarse con él como una madre, tampoco tuvo éxito y la enrevesada criatura se convirtió en un hombre resentido y perverso.

—Había una muchacha entre las criadas —dije— a la que frecuentó durante mucho tiempo.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Merlín con la boca llena de queso.

—Cywyllog.

—¡Cywyllog! —Parecía que el nombre le hiciera gracia—. ¿Y dices que tuvo un hijo con esa tal Cywyllog?

—Un varón —dije—, si es que era de él, lo cual es muy probable.

—Y esa tal Cywyllog —preguntó, cuchillo en mano—, ¿dónde puede encontrarse?

—En algún lugar muy cercano, seguramente —respondí—. No se trasladó con nosotros a la fortaleza de Ermid y Ceinwyn siempre sospechó que Mordred le daba dinero.

—¿O sea que le tenía algún aprecio?

—Sí, creo que sí.

—¡Qué gratificante, saber que hay algo bueno en ese muchacho horrendo! Conque Cywyllog, ¿eh? ¿La buscarás, Gawain?

—Lo intentaré, señor —replicó Gawain con seriedad.

—No lo intentes, ¡hazlo! —replicó Merlín—. ¿Qué aspecto tenía, Derfel, la que llevaba el curioso nombre de Cywyllog?

—De baja estatura —dije—, rellenita, de cabello moreno.

—Con tan específicos datos, la búsqueda queda reducida a todas las muchachas britanas menores de veinte años. ¿Puedes concretar más? ¿Qué edad tendría ahora el hijo?

—Seis años —dije—, y si no recuerdo mal, tenía el pelo rojizo.

—¿Y la chica?

Sacudí la cabeza.

—Era bastante agradable, pero no inolvidable, en realidad.

—Todas las chicas son inolvidables —comentó Merlín con suavidad—, sobre todo si se llaman Cywyllog. Búscala y encuéntrala, Gawain.

—¿Para qué la queréis? —pregunté.

—¿Acaso meto yo las narices en tus asuntos? —inquirió Merlín—. ¿Acaso voy yo preguntándote tonterías sobre lanzas y escudos? ¿Te acoso sin cesar con preguntas idiotas sobre la forma en que administras justicia? ¿Me preocupo de tus cosechas? En resumen, ¿he sido un estorbo en tu vida, Derfel?

—No, señor.

—Pues te ruego que no curiosees en la mía. La musaraña no comprende los designios del águila. Y ahora, come un poco de queso, anda.

Nimue no quiso comer. Estaba enfurruñada, rabiosa porque Merlín había despreciado su afirmación de que Arturo era el verdadero amo de Dumnonia. Merlín no le prestó la menor atención y prefirió burlarse de Gawain. No volvió a hablar de Mordred ni quiso hacer más referencias a sus planes respecto a Mai Dun, aunque al final habló de los tesoros, cuando me acompañaba a la puerta exterior del palacio, donde Issa todavía me aguardaba. El druida iba haciendo ruido con la vara sobre las piedras, al cruzar el patio donde la multitud había presenciado la aparición y desaparición de las visiones.

—Verás, necesito gente —dijo Merlín—, porque si hemos de llamar a los dioses, hay trabajo que hacer y Nimue y yo no podemos hacerlo solos de ninguna manera. Necesitamos unos cien, o más.

—¿Para qué?

—Ya lo verás, ya lo verás. ¿Qué impresión te ha causado Gawain?

—Parece bien dispuesto.

—En efecto, pero eso no es una virtud admirable. Los perros son seres bien dispuestos. Me recuerda a Arturo cuando era joven, con todo su empeño en obrar bien. —Se rió.

—Señor —dije, ansioso porque me confirmara algo—, ¿qué va a suceder en Mai Dun?

—Invocaremos a los dioses, naturalmente. Se trata de un procedimiento complicado y sólo puedo rogar que me salga bien. Naturalmente, temo que no surta efecto. Como habrás advertido, Nimue cree que estoy completamente equivocado, pero ya veremos, ya veremos. —Dio un par de pasos en silencio—. Si lo hacemos bien, Derfel, si lo hacemos bien, ¡verás lo que contemplarán nuestros ojos! La llegada de los dioses en todo su poder. Manawydan saliendo del mar, empapado y glorioso. Taranis rasgando el firmamento con el rayo, Bel bajando del cielo y dejando tras de sí un rastro de fuego y Don hendiendo las nubes con su lanza flamígera. ¡Menudo susto se llevarán los cristianos!, ¿eh? —Dio un par de pasos de baile torpemente, animado por la satisfacción—. Y los obispos se mearán en sus negras sotanas, ¿eh?

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