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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (25 page)

BOOK: Excalibur
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—¿Cómo es que Mordred tienen oro sajón? —pregunté.

—Decídmelo vos, señor —replicó Dyrrig, escupiendo al agujero.

Coloqué los ladrillos romanos con cuidado sobre los bajos arcos de piedra que sujetaban el suelo y los tapé con los azulejos pegados al cuero. Me imaginé la forma en que Mordred habría conseguido oro sajón y no me gustó. Mordred había estado presente cuando Arturo reveló los planes de la campaña contra los sajones y quizá por eso habían logrado tomarnos por sorpresa. Sabían que concentraríamos nuestras fuerzas en el Támesis, de modo que nos hicieron creer que nos atacarían por allí, mientras que Cerdic reunía sus fuerzas discretamente, poco a poco, en el sur. Mordred nos había traicionado. No tenía la certeza absoluta porque dos botones no constituían prueba, pero apuntaban a tan nefasta posibilidad. Mordred quería recuperar el poder y, aunque no lo obtuviera íntegramente por mediación de Cerdic, sin duda se vengaría de Arturo, tal como ansiaba.

—¿Cómo se las habrán arreglado los sajones para hablar con Mordred? —pregunté a Dyrrig.

—Fácilmente, señor; aquí llegan muchas visitas —replicó Dyrrig—. Mercaderes, bardos, juglares, muchachas.

—Tenía que haberle rajado la garganta —dije con amargura, y me guardé el botón.

—¿Y por qué no lo hicisteis?

—Porque es el nieto de Uther y Arturo no lo permitiría jamás. —Arturo había jurado proteger a Mordred, juramento que hipotecaba su vida entera. Por otra parte, Mordred era nuestro verdadero rey, por sus venas corría la sangre de todos nuestros reyes remontándose hasta el mismísimo Beli Mawr; aunque fuera un ser abyecto, su sangre era sagrada y por eso Arturo respetaba su vida—. La misión de Mordred —dije a Dyrrig— es contraer matrimonio y engendrar un heredero, pero tan pronto como nos dé un nuevo rey haría bien en ponerse un collar de hierro.

—No me extraña que no contraiga matrimonio —comento Dyrng—. ¿Y si no llega a casarse? ¿Y si no hubiera heredero?

—Buena pregunta, pero venzamos a los sajones antes de molestarnos en encontrar la respuesta.

Dejé a Dyrrig camuflando el pozo seco con arbustos. Podría haber partido sin demora hacia Dun Carie, pues ya había cumplido con los asuntos más urgentes del momento; Issa ya había acudido a escoltar a Argante a un lugar seguro, Mordred había partido hacia el norte pero aún me quedaba un pequeño asunto que atender, de modo que me dirigí hacia el norte por el camino de la Zanja que bordeaba los grandes marjales y lagos de los alrededores de Ynys Wydryn. Las currucas alborotaban entre los juncos mientras que los vencejos de afiladas alas se afanaban acarreando barro en el pico para construir nidos nuevos bajo nuestros aleros. Los cuclillos llamaban desde los sauces y los abedules que bordeaban los pantanos. El sol brillaba sobre Dumnonia, los robles se habían cubierto de nuevos brotes verdes y en los prados del este relucían las prímulas y las margaritas. No iba al galope, dejé que mi yegua se paseara hasta que, a pocos kilómetros al norte de Lindinis, viré hacia el oeste en dirección al puente de tierra que llevaba a Ynys Wydryn. Hasta el momento había servido a los intereses más importantes de Arturo ocupándome de la integridad de Argante y de la vigilancia de Mordred, pero en ese momento me arriesgaba a disgustarlo. O tal vez estuviera haciendo lo que siempre había deseado que hiciera.

Fui al santuario del Santo Espino, donde hallé a Morgana preparando la partida. Nada sabía a ciencia cierta, pero los rumores habían surtido efecto y comprendía que Ynys Wydryn estaba amenazada. Le conté las parcas nuevas y, tras escucharme, me miró fijamente con la máscara puesta.

—Entonces, ¿dónde está mi esposo? —me preguntó con estridencia.

—Lo ignoro, señora —dije. Por lo que yo sabía, Sansum seguía prisionero en casa del obispo Emrys, en Durnovaria.

—Lo ignoras —me espetó Morgana—, ¡y no te importa!

—En verdad, señora, no me importa —le dije—, pero supongo que huirá hacia el norte, como todo el mundo.

—Dile que hemos ido a Siluria. A Isca. —Naturalmente, Morgana estaba preparada para la emergencia. Había empaquetado los tesoros del santuario anticipándose a la invasión sajona, y tenía barqueros dispuestos para transportar los tesoros y a las mujeres cristianas por los lagos de Ynys Wydryn hacia la costa, donde aguardaban otras naves que las llevarían por el mar Severn hacia Siluria, al norte—. Y di a Arturo que ruego por él —añadió Morgana—, aunque no merece mis oraciones. Y dile que tengo a su ramera sana y salva.

—No, señora —dije, pues tal era el motivo de mi presencia en Ynys Wydryn. Aún hoy no sé por qué no dejé a Ginebra en manos de Morgana, aunque creo que me guiaron los dioses. O bien, en la tumultuosa confusión que se desencadenó al hacer trizas los sajones nuestros meticulosos planes, quise ofrecer a Ginebra un último regalo. Nunca habíamos sido amigos, pero en mi cabeza la asociaba a los buenos tiempos y, aunque fuera su insensatez la que atrajera el mal sobre nosotros, había visto envejecer a Arturo a raíz del eclipse de Ginebra. O tal vez supiera que en esos tiempos terribles necesitábamos a toda persona de probada fortaleza que pudiéramos reunir, y pocos espíritus había tan acerados como el de la princesa Ginebra de Henis—Wyren.

—¡Ella viene conmigo! —insistió Morgana.

—Tengo órdenes de Arturo —insistí a mi vez, y así zanjé la cuestión, aunque en realidad las órdenes de su hermano eran tremendas y ambiguas. Arturo me había dicho que si Ginebra estaba en peligro, fuera a buscarla o la matara, pero preferí ir a buscarla; sólo que en vez de enviarla a lugar seguro por el Severn, la acercaría aún más al peligro.

—Es como ver un rebaño de vacas amenazado por lobos —comentó Ginebra cuando llegué a su habitación. Estaba junto a la ventana, observando a las mujeres de Morgana que corrían de un lado a otro entre los edificios y los botes que aguardaban fuera de la empalizada occidental del santuario—. ¿Qué sucede, Derfel?

—Teníais razón, señora. Los sajones han atacado por el sur. —Preferí omitir que era Lancelot quien comandaba el asalto.

—¿Crees que llegarán aquí?

—Lo ignoro. Sólo sé que no podemos defender plaza alguna, excepto el lugar donde se encuentra Arturo, es decir, Corinium.

—Es decir —añadió con una sonrisa—, que todo es confusión. —Se rió, pues intuía una buena ocasión en la confusión. Estaba ataviada con las habituales ropas deslucidas, pero el sol entraba por la ventana abierta y ponía un aura dorada a su espléndida melena roja—. Entonces, ¿qué quiere hacer Arturo conmigo? —preguntó.

¿Matarla? No, me dije que en realidad nunca había deseado darle muerte. Lo que quería era algo que su espíritu orgulloso no le permitía aceptar.

—Sólo tengo orden de venir a buscaros, señora —respondí.

—¿Para ir adonde, Derfel?

—Podéis cruzar el Severn con Morgana, si lo deseáis —dije—, o venir conmigo. Llevo a la gente al norte, hacia Corinium, y yo diría que desde allí podríais trasladaros a Glevum, donde estaréis segura.

Se alejó de la ventana y se sentó en una silla junto al hogar vacío.

—La gente —dijo, repitiendo la palabra de mi frase—. ¿Qué gente, Derfel?

—Argante —dije sonrojado—, Ceinwyn, naturalmente.

—Me gustaría conocer a Argante —replicó con una carcajada—. ¿Crees que a ella le gustaría conocerme a mí?

—Lo dudo, señora.

—Yo también. Supongo que preferiría verme muerta. Es decir, que puedo ir contigo a Corinium o bien a Siluria con las vacas cristianas. Creo que ya he oído suficientes himnos cristianos en esta vida. Por otra parte, lo más interesante de la aventura se encuentra en Corinium, ¿no crees?

—Eso me temo, señora.

—¿Te temes? ¡Oh, Derfel, no temas! —Se rió con una alegría eufórica—. Todos olvidáis cuan poderoso es Arturo en la adversidad. Será un placer contemplarlo. ¿Cuándo te vas?

—Ahora —dije—, o tan pronto como estéis dispuesta.

—Estoy dispuesta —dijo alegremente—. Hace un año que estoy dispuesta para salir de aquí.

—¿Y vuestros criados?

—Siempre habrá otros —dijo livianamente—. ¿Nos vamos?

Sólo disponía de un caballo, de modo que por cortesía se lo cedí y salí del recinto caminando a su lado. Pocas veces he visto una expresión tan radiante como la de Ginebra aquel día. Llevaba meses encerrada entre los muros de Ynys Wydryn y de pronto hallábase a lomos de un caballo, al aire libre, entre abedules de tiernas hojas nuevas, bajo un cielo no circunscrito en la empalizada de Morgana. Subimos al puente de tierra de más allá del Tor y, una vez en terreno alto y desnudo, Ginebra prorrumpió en carcajadas y me miró con malicia.

—¿Qué me impediría huir al galope ahora mismo, Derfel?

—Nada, señora.

Gritó como una chiquilla, hincó los talones a la cansada yegua y volvió a hincárselos hasta ponerla al galope. El viento le agitaba los rojos rizos mientras galopaba, libre, por la pradera. Gritaba de pura alegría mientras describía un gran círculo a mi alrededor. Se le subían las faldas, pero no le importaba, siguió aguijoneando a la yegua y dando vueltas y vueltas hasta que la montura empezó a resoplar y ella a resollar. Sólo entonces se detuvo y desmontó.

—¡Me duele todo! —exclamó feliz.

—Cabalgáis bien, señora.

—Soñaba con volver a montar un caballo, con cazar de nuevo, con tantas cosas... —Se alisó las faldas y me miró contenta—. ¿Qué te ordenó exactamente Arturo que hicieras conmigo?

—No me dio órdenes específicas, señora —respondí vacilante.

—¿Que me mataras?

—¡No, señora! —exclamé como escandalizado. Llevaba a la yegua por las riendas y Ginebra caminaba a mi lado.

—Es evidente que no quiere que caiga en manos de Cerdic —dijo con contundencia—. ¡No sería más que un estorbo! Sospecho que acarició la idea de degollarme. Seguro que Argante lo desea. Yo también lo desearía si estuviera en su lugar. Estaba pensando en eso cuando daba vueltas en torno a ti. Supongamos, pensaba, que Derfel tuviera orden de matarme. ¿Por qué no salir al galope? Pero me dije que, seguramente, no me matarías aunque tuvieras orden de hacerlo. Si quisiera verme muerta habría enviado a Culhwch. —De pronto gruñó y dobló las rodillas para imitar la cojera de Culhwch—. Culhwch sí me habría cortado el cuello sin contemplaciones, no se lo pensaría dos veces. —Volvió a reírse, incontenible su júbilo recién estrenado—. De modo que Arturo no te dio órdenes específicas.

—No, señora.

—Es decir que, en realidad, la idea es tuya —añadió, señalando la campiña con un gesto.

—Sí, señora —confesé.

—Espero que Arturo lo juzgue la mejor elección, de otro modo, ¡ay de ti!

—Ya tengo de qué lamentarme ahora, señora —confesé—. Parece que nuestra vieja amistad ha muerto.

Debió de notar la tristeza de mi voz, pues de pronto me tomó del brazo.

—Pobre Derfel. Supongo que se siente avergonzado.

—Sí, señora —repuse, cohibido.

—Fui muy mala —prosiguió en tono compungido—. Pobre Arturo. Pero ¿sabes cómo podríamos recuperarlo a él y vuestra amistad?

—Me gustaría saberlo, señora.

Me soltó el brazo.

—Aplastando a los sajones hasta los huesos, Derfel; así se recuperaría Arturo. ¡La victoria! Da la victoria a Arturo y él nos devolverá su espíritu de antes.

—Los sajones, señora —le advertí— ya tienen media victoria en las manos. —Le conté cuanto sabía: que los sajones campaban por sus fueros en el este y el sur, que nuestras fuerzas se hallaban dispersas y que nuestra única esperanza estribaba en reunir todo el ejército antes de que los sajones llegaran a Corinium, donde la reducida banda de Arturo, compuesta por doscientos lanceros, aguardaba sin más refuerzos. Suponía que Sagramor estaría replegándose hacia Arturo, que Culhwch vendría desde el sur y que yo me dirigiría al norte tan pronto como Issa regresara con Argante. Cuneólas marcharía sin duda desde el norte y Oengus mac Airem avanzaría rápidamente desde el oeste no bien recibiera las nuevas, pero si los sajones llegaban antes a Corinium, ya no habría esperanza. Aunque ganáramos la carrera y llegáramos a tiempo a Corinium, las esperanzas seguían siendo escasas, pues sin los lanceros de Gwent la diferencia de fuerzas era tan aplastante que sólo un milagro nos salvaría.

—¡Tonterías! —exclamó Ginebra, una vez le hube expuesto la situación—. ¡Arturo ni siquiera ha empezado a luchar! Triunfaremos, Derfel, ¡la victoria es nuestra! —Y con tan categórica afirmación empezó a reírse; olvidó su intocable dignidad y comenzó a bailar a la vera del camino. Todo parecía condenado a perecer, pero Ginebra era libre de pronto, estaba llena de luz y jamás la encontré tan adorable como en aquel momento. Repentinamente, por primera vez desde que divisara las almenaras humeando en la oscuridad de Beltain, me iluminó un rayo de esperanza.

La esperanza se desvaneció enseguida, pues en Dun Carie no hallamos sino caos y misterio. Issa no había regresado y en la pequeña aldea del pie del cerro se hacinaban los refugiados que huían de los rumores, aunque en realidad ninguno había llegado a ver a los sajones. Los refugiados habían llegado con vacas, ovejas, cabras y cerdos, y todos habían convergido en Dun Carie, atraídos por el espejismo de protección que veían en mis lanceros. Por boca de mis criados y esclavos hice correr nuevos rumores de que Arturo se retiraría hacia el oeste del país, hacia la frontera con Kernow, y que yo había tomado la decisión de sacrificar las piaras y rebaños de los refugiados para alimentar a mis hombres. Tales rumores falsos bastaron para que muchas familias se pusieran en marcha hacia la distante frontera con Kernow. En los grandes páramos encontrarían seguridad, y, si marchaban hacia el oeste sus ganados no entorpecerían el paso por los caminos de Corinium. Si me hubiera limitado a ordenarles marchar hacia Kernow habrían recelado y se habrían quedado más tiempo para cerciorarse de mis intenciones.

A la caída de la noche, Issa no había regresado. No me preocupé mucho, todavía, pues Durnovaria se encontraba lejos y, a buen seguro, los caminos estarían atestados de refugiados. Servimos la comida en el salón de festejos y Pyrlig nos cantó la canción de la gran victoria de Uther contra los sajones en Caer Idern. Concluida la canción y recompensado el bardo con una moneda de oro, comenté que en una ocasión había oído la misma canción interpretada por Cynyr de Gwent, cosa que impresionó a Pyrlig.

—Cynyr fue el mejor de los bardos —comentó con nostalgia—, aunque algunos opinan que Amairgin de Gwynedd lo superaba. Ojalá hubiera escuchado a cualquiera de ellos.

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