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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (23 page)

BOOK: Excalibur
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Todo el plan dependía de que ambos ejércitos de sajones avanzaran por el valle Támesis arriba, y todo parecía indicar que, ciertamente, eso se proponían. Estaban aprovisionando Londres y Pontes y no se percibían preparativos en la frontera sur. Culhwch, que guardaba la frontera sur, se había internado mucho en Lloegyr durante sus correrías e informó de la ausencia de concentraciones de lanceros u otras señales de que Cerdic almacenara grano y carne en Venta o en cualquier otra ciudad fronteriza. Arturo dijo que todo parecía indicar un solo asalto brutal y en masa por el Támesis, apuntando hacia las costas del mar Severn, con una batalla decisiva en algún punto en torno a Corinium. Los hombres de Sagramor ya habían preparado grandes almenaras en las cimas de los montes a ambos lados de la vega del Támesis, y también se habían levantado otras en las colinas que se adentraban en el sur y el oeste de Dumnonia; cuando avistáramos el humo de dichos fuegos, teníamos que partir cada cual a su puesto.

—Pero no será hasta después de Baltain —dijo Arturo. Tenía espías en las fortalezas de Aelle y de Cerdic, y todos informaban de que los sajones esperarían hasta después de la fiesta de su diosa Eostre, que se celebraba una semana más tarde que la de Beltain. Los sajones deseaban recibir la bendición de la diosa, dijo Arturo, y también querían dar tiempo a los nuevos barcos para que cruzaran el mar con sus naves repletas de luchadores hambrientos.

Pero después de la fiesta de Eostre, añadió, los sajones avanzarían y les permitiría adentrarse en Dumnonia sin presentar batalla, aunque planeaba hostigarlos a lo largo de todo el camino. Sagramor, con sus aguerridos lanceros, se retiraría frente a la horda sajona ofreciendo toda la resistencia posible sin formar barrera de escudos, mientras Arturo reunía al ejército de aliados en Corinium.

Culhwch y yo recibimos órdenes diferentes. Teníamos la misión de defender los montes del sur del valle del Támesis. No podíamos esperar una victoria contra ninguna oleada de sajones que llegara por esos montes, pero Arturo pensaba que en realidad no atacarían por allí. Los sajones, repitió una y otra vez, marcharían hacia el oeste, siempre hacia el oeste por el Támesis, aunque era posible que algunas bandas hicieran incursiones por los montes del sur en busca de grano y ganado. Nuestra misión consistiría en detener a esas bandas y obligar a los saqueadores a replegarse hacia el norte, pues así llegarían a la frontera con Gwent y tal vez Meurig se viera obligado a declararles la guerra. La idea no expresada que inspiraba esa esperanza, pero que todos los presentes en el ahumado salón comprendimos, era que sin los bien ejercitados lanceros de Gwent la gran batalla en las cercanías de Corinium sería realmente desesperada.

—Así es que luchad con ánimo —nos dijo Arturo a Culhwch y a mí—, matad a los saqueadores, asustadlos, pero en cuanto estén a un día de marcha de Corinium, dejadlos y venid a reuniros conmigo. —Arturo necesitaría hasta la última lanza disponible para disputar la terrible batalla fuera de Corinium, pero estaba seguro de que la ganaríamos si nuestras fuerzas se mantenían en terreno elevado.

Era un buen plan, en cierto modo. Los sajones picarían el anzuelo y se adentrarían en Dumnonia, donde se verían obligados a presentar batalla desde el pie de un monte escarpado, pero el plan dependía de que el enemigo actuara exactamente como Arturo preveía; pensé que Cerdic no era de los que se prestan a complacer al prójimo. Sin embargo, Arturo confiaba en que todo saliera según lo previsto y eso me confortaba, al menos.

Volvimos todos a casa. Me labré cierta impopularidad registrando todos los hogares de mi tierras y confiscando grano, carne en salazón y pescado seco. Dejamos víveres suficientes para que el pueblo sobreviviera y enviamos lo demás a Corinium, a engrosar las despensas de las tropas de Arturo. Fue un asunto desagradable, pues los campesinos temen el hambre casi tanto como las lanzas enemigas, y tuvimos que buscar las despensas escondidas y soportar los gritos de las mujeres que nos acusaban de tiranía. Yo les decía que era mejor dejarse requisar por nosotros que no ser saqueados por los sajones.

También nos preparamos para la batalla. Saqué los avíos de guerra y mis esclavos engrasaron el peto de cuero, pulieron la cota de mallas, cepillaron la cola de lobo del yelmo y repasaron la pintura de la estrella blanca de mi pesado escudo. El año nuevo llegó con el canto del primer mirlo. Los tordos mayores lanzaban su llamada desde las ramas altas de los alerces que crecían tras el cerro de Dun Carie, y pagamos a los niños de la aldea para que corrieran con cazuelas por los huertos espantando a los pardillos, que se comían todo apunte de fruto que encontraban. Los gorriones criaban y en el río refulgían los salmones que regresaban. Las bandadas de lavanderas blancas y negras llenaban las noches de ruido y, al cabo de pocas semanas, floreció el avellano, salieron violetas de can en los bosques y brotaron yemas de pinceladas doradas en los sauces cabrunos. Las liebres bailoteaban en los prados donde jugaban los corderos. En marzo hubo una invasión de sapos y temí lo que pudieran presagiar, pero no estaba Merlín para consultarle, pues Nimue y él habían desaparecido y todo hacía pensar que tendríamos que ir a la guerra sin su ayuda. Las alondras cantaban y las urracas ladronas buscaban huevos recién puestos entre los setos, que aún no se habían cubierto de follaje protector.

Por fin brotaron las hojas y con ellas llegaron noticias de los primeros guerreros que avanzaban desde Powys por el sur. No eran muchos, pues Cuneglas no quería mermar la provisión de víveres de Corinium, pero su llegada era la promesa del nutrido ejército que Cuneglas conduciría al sur después de Beltain. Nacieron las terneras, se batió la mantequilla y Ceinwyn se ocupó de limpiar y airear la fortaleza después del largo y ahumado invierno.

Fueron unos extraños días agridulces, pues la guerra se cernía sobre nosotros en una primavera súbitamente gloriosa de cielos inundados de sol y campos cubiertos de flores. Los cristianos predican sobre «los últimos días» refiriéndose a la época que preceda el fin del mundo, y tal vez los pueblos se sientan en esa época como nos sentíamos nosotros aquella primavera dulce y esplendorosa. La vida cotidiana parecía irreal y hasta las más humildes tareas adquirían una relevancia especial. Tal vez fuera la última vez que quemábamos la paja del invierno de los colchones, la última vez que ayudáramos a una vaca a traer a su cría al mundo, envuelta en sangre. Todo parecía importante porque todo estaba bajo amenaza.

También sabíamos que la próxima fiesta de Beltain podía ser la postrera celebrada en familia, de modo que procuramos hacerla inolvidable. En Beltain conmemorábamos la llegada del año nuevo, y durante la víspera de la fiesta dejábamos morir todas las hogueras de Dun Carie. Los fogones de la cocina, que habían ardido durante el invierno, quedaron desatendidos el día entero y por la noche no eran sino un rescoldo. Lo sacamos con rastrillos, limpiamos el lar y preparamos un fuego nuevo, mientras que en un cerro al este de la aldea amontonamos dos grandes pilas de leña, una alrededor del árbol sagrado que Pyrlig, nuestro bardo, había seleccionado, un avellano joven que habíamos cortado y transportado con gran ceremonia por el medio de la aldea, hasta el otro lado del río y después a lo alto del cerro. Del árbol colgaban jirones de tela, y todas las casas, como la fortaleza misma, se habían engalanado con las ramas nuevas del avellano joven.

Aquella noche los fuegos se apagaron por toda la extensión de Britania. En la noche de Beltain manda la oscuridad. Preparamos el banquete en nuestro salón de festejos, pero no había fuego para cocinar ni luces para alumbrar las altas vigas. En ninguna parte había luz excepto en las ciudades cristianas, donde los cristianos hacían hogueras enormes para desafiar a los dioses, pero en el campo reinaba la oscuridad. Durante el crepúsculo subimos al cerro en nutrido grupo de aldeanos y lanceros, arreando vacas y ovejas hasta los apriscos de zarzo. Los niños jugaban, pero cuando la noche se cerró los más pequeños cayeron dormidos y sus cuerpecillos quedaron tendidos en la hierba mientras los demás nos reuníamos en torno a las hogueras apagadas a cantar el Lamento de Annwn.

Después, cuando más negra era la noche, encendimos el fuego del año nuevo. Pyrlig prendió un llama frotando dos palos mientras que Issa echaba serraduras de astillas de alerce a las chispas, que soltaban un débil hilillo de humo. Los dos hombres se agacharon sobre la llama diminuta, soplaron, añadieron más astillas y, por fin, una llama fuerte brotó y todos entonamos el canto de Beleños, mientras Pyrlig llevaba el fuego nuevo a las dos pilas de leña. Los niños que dormían despertaron y corrieron a buscar a sus padres mientras las hogueras de Beltain prendían con llamas altas y brillantes.

Sacrificamos una cabra, una vez encendidas las hogueras. Ceinwyn, como siempre, se dio la vuelta para no ver cómo cortaban el pescuezo al animal y cómo Pyrlig salpicaba la hierba de sangre. Después el bardo arrojó el cadáver a la hoguera en la que ardía el avellano sagrado y los aldeanos llevaron sus vacas y ovejas y las hicieron pasar entre las dos grandes hogueras. Pusimos grandes collares de paja a las vacas y luego vimos el baile de las mujeres jóvenes entre las dos hogueras, con el que pedían a los dioses bendiciones para sus vientres. Habían bailado entre el fuego en la fiesta de Imbolc y siempre volvían a hacerlo en Beltain. Por primera vez, Morwenna tenía la edad de bailar entre las hogueras, y sentí una gran tristeza al verla saltando y brincando. Parecía feliz, pensaba en el matrimonio y soñaba con tener hijos, y sin embargo, al cabo de unas pocas semanas, tal vez estuviera muerta o cautiva. Ese pensamiento me colmó de rabia y me alejé de las hogueras, y entonces me sorprendió descubrir las llamas luminosas de otras hogueras de Beltain ardiendo en la distancia. En toda Dumnonia danzaban las llamas saludando al año nuevo.

Mis lanceros habían acarreado dos enormes marmitas de hierro hasta la cima, las llenamos de leños ardientes y las llevamos corriendo colina abajo. Al llegar a la aldea distribuimos el fuego nuevo, cada cabaña tomaba una llama de las marmitas y la acercaba a la leña, ya preparada en el hogar. La fortaleza fue el último lugar, y allá llevamos el fuego nuevo hasta las cocinas. Ya casi había amanecido cuando los aldeanos se apiñaron dentro de la empalizada para recibir al sol naciente. En el momento en que el primer rayo de luz despuntó por el horizonte de levante, entonamos el canto del nacimiento de Lugh, un himno gozoso de júbilo para bailar. Saludamos al sol naciente mirando hacia el este, y sobre el horizonte vimos el rastro oscuro del humo de Beltain elevándose hacia el cielo, que clareaba por momentos.

Comenzaron a cocinar tan pronto el fuego de los hogares se calentó. Quería celebrar una gran fiesta en la aldea pensando en que tal vez fuera el último día de alegría durante mucho tiempo. La gente del pueblo comía carne muy raramente, pero para aquel Beltain dispuse cinco venados, dos jabalíes, tres cerdos y seis ovejas para asar; teníamos muchos barriles de hidromiel nuevo y diez cestas de pan cocido en los fuegos de la estación vieja. Había queso, avellanas con miel y galletas de avena con la cruz de Beltain marcada al hierro en la corteza. Los sajones llegarían al cabo de una semana, de modo que la fiesta era el momento de ofrecer al pueblo una gran diversión que ayudara a sobrellevar los horrores venideros.

Los aldeanos organizaron juegos mientras la carne se asaba. Hubo carreras callejeras, sesiones de lucha y una competición de levantamiento de peso. Las muchachas se adornaron el cabello con flores y, mucho antes de que empezara el banquete, vi que las parejas empezaban a escabullirse. Comimos por la tarde y, mientras comíamos, los poetas recitaban, los bardos de la aldea cantaban y medían su éxito según la cantidad de aplausos que cada uno cosechaba. Di oro a todos los bardos y poetas, incluso a los peores, que abundaron. Casi todos los poetas eran jóvenes que recitaban, avergonzados, algunos versos torpes dedicados a sus novias, las cuales reaccionaban con muestras de timidez; entonces los aldeanos se reían, se mofaban y exigían a las doncellas que recompensaran al poeta con un beso, pero si el beso era demasiado breve, colocaban a la pareja frente a frente y les obligaban a besarse pródigamente. A medida que bebíamos, la calidad de la poesía mejoraba.

Yo bebí en exceso. Ciertamente, todos comimos de lo lindo y bebimos más aún. En cierto momento me retaron a un combate de lucha libre contra el campesino más rico y la gente me obligó a aceptar, de modo que, ya medio ebrio, agarré al campesino con las manos y él hizo otro tanto; y percibí su aliento impregnado de hidromiel, como él el mío, sin duda. Cargó él, después yo, pero ninguno logró mover al otro, así que nos quedamos inmóviles, con las cabezas unidas como ciervos en liza, y la gente se reía de nosotros. Al final lo vencí, pero sólo porque él había bebido más que yo. No obstante, seguí bebiendo, para olvidar el futuro, quizá.

Cuando cayó la noche estaba mareado. Fui a la plataforma de lucha que habíamos levantado en la muralla oriental, me recosté en lo alto de la muralla y me quedé mirando el oscuro horizonte. Dos delgadas columnas de humo se elevaban desde la cima donde habíamos encendido las hogueras la noche anterior, aunque a mi cabeza, efervescente de vapores de hidromiel, le parecieron por lo menos doce. Ceinwyn subió a la plataforma y se rió de mi desvaído semblante.

—Estás borracho —dijo.

—Pues sí —dije.

—Dormirás como un tronco —prosiguió en tono de reproche—, y roncarás como un cerdo.

—Es Beltain —me excusé, y agité la mano hacia las lejanas columnas de humo.

Se inclinó sobre el parapeto, a mi lado. Se había trenzado flores de endrino en el dorado cabello y estaba tan bella como siempre.

—Tenemos que hablar de Gwydre con Arturo —dijo.

—¿Casar a Morwenna? —pregunté, e hice una pausa para organizar los pensamientos—. Arturo está poco sociable, últimamente —logré decir—, y a lo mejor ha pensado casar a Gwydre con otra muchacha.

—Es posible —replicó Ceinwyn con calma—; en tal caso, habrá que buscar otro para Morwenna.

—¿Como quién?

—En eso precisamente quiero que pienses cuando estés sobrio. A lo mejor, uno de los hijos de Culhwch. —Miró al pie del cerro de Dun Carie, hacia las sombras. Abajo había una maraña de arbustos y distinguió a una pareja retozando entre las hojas—. Es Morfudd —dijo.

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