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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (26 page)

BOOK: Excalibur
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—Mi hermano —terció Ceinwyn— dice que en Powys hay ahora un bardo aún mejor que ambos. Y muy joven, por cierto.

—¿Quién? —preguntó Pyrlig, barruntando la existencia de un rival no deseado.

—Se llama Taliesin —contestó Ceinwyn.

—¡Taliesin! —repitió Ginebra con deleite. El nombre significaba «frente brillante».

—No he oído hablar de él —replicó Pyrlig, muy tieso.

—Cuando hayamos vencido a los sajones —dije— pediremos a ese tal Taliesin que componga la canción de la victoria. Y a ti también, Pyrlig —me apresuré a añadir.

—Yo oí cantar a Amairgin en una ocasión —dijo Ginebra.

—¿Es cierto, señora? —inquirió Pyrlig, impresionado otra vez.

—Sólo era una niña —dijo—, pero recuerdo que emitía un sonido profundo y resonante que me asustó mucho. Abría los ojos desmesuradamente, tragaba aire y mugía como un toro.

—¡Ah! El estilo antiguo —comentó Pyrlig con desdén—. Actualmente, señora, buscamos la armonía de las palabras, más que el simple volumen del sonido.

—Pues deberíais buscar ambas cosas —le recriminó Ginebra—. No dudo que Taliesin sea un maestro del estilo antiguo y también muy ducho en la métrica, pero ¿cómo mantener encandilado al público con sólo un ritmo bien llevado? ¡Es necesario que se les hiele la sangre, que griten, que rían!

—Cualquiera es capaz de emitir ruido, señora —se defendió Pyrlig—, pero hace falta un artista habilidoso para imbuir las palabras de armonía.

—Entonces, no tardaremos en ver que los únicos capaces de entender los misterios de la armonía sean otros artistas habilidosos —argüyó Ginebra—, y así, os esforzaréis cada vez más por impresionar a vuestros compañeros poetas pero olvidaréis que nadie sino vosotros tendrá la menor idea de lo que hacéis. Los bardos cantándose unos a otros mientras que los demás nos preguntamos a qué viene tanto ruido. Vuestra tarea, Pyrlig, la de los bardos, consiste en mantener viva la historia de las gentes, a eso no podéis sustraeros.

—¡No pretenderéis que descendamos a la vulgaridad, señora! —replicó Pyrlig y, a modo de protesta, rasgueó las cuerdas de crin de caballo de su arpa.

—Pretendo que descendáis a la vulgaridad con el vulgo y ascendáis a la inteligencia con los inteligentes —dijo Ginebra—, y, os lo subrayo, ambas cosas a la vez, pero si sólo podéis ser letrado, negareis al pueblo su historia, y si sólo sabéis ser vulgares, ni los lores ni las damas os darán oro.

—A excepción de los lores vulgares —puntualizó Ceinwyn con astucia.

Clavóme Ginebra la mirada y supe que se disponía a insultarme más, reteniendo su impulso a tiempo estalló en una carcajada.

—Si tuviera oro, Pyrlig —dijo— te compensaría, pues cantas maravillosamente—, pero por desgracia no tengo.

—Vuestra alabanza es compensación suficiente, señora —replicó Pyrlig.

La presencia de Ginebra sobresaltó a mis hombres, que pasaron la velada acudiendo en pequeños grupos a contemplarla maravillados. Ella hacía caso omiso de las miradas. Ceinwyn la había recibido sin la menor muestra de asombro y Ginebra fue lo suficientemente lista como para mostrarse amable con mis hijas, de modo que Morwenna y Seren se quedaron dormidas en el suelo a su lado. Ellas, al igual que mis lanceros, se prendaron de la alta mujer pelirroja cuya fama era tan asombrosa como su aspecto. Y Ginebra, sencillamente, se sentía feliz de estar allí. No había mesas ni sillas en la casa, sólo esteras de junco en el suelo y alfombras de lana, pero ella se sentó junto al fuego dominando el salón sin esfuerzo. La fiereza de su mirada le confería un aire sobre—cogedor, la cascada de cabello rojo la hacía llamativa y el júbilo de verse libre resultaba contagioso.

—¿Cuánto tiempo estará libre? —me preguntó Ceinwyn más tarde, aquella misma noche. Habíamos cedido a Ginebra nuestra cámara y estábamos en el salón con nuestra gente.

—No lo sé.

—Entonces, ¿qué sabes?

—Vamos a esperar a que vuelva Issa y después partimos hacia el norte.

—¿A Corinium?

—Yo iré a Corinium, pero las familias y tú iréis a Glevum. Allí estarás cerca de la lucha y, si ocurre lo peor, huiréis a Gwent por el norte.

Al día siguiente, la tardanza de Issa empezó a inquietarme. Tenía la idea de que habíamos establecido con los sajones una carrera hasta Corinium, y cuanto más me retrasara, más fácil sería perderla. Si los sajones sorprendieran a nuestras bandas de guerra de una en una, Dumnonia caería como un árbol podrido, y la mía, una de las más fuertes del país, hallábase atascada en Dun Carie por la demora de Issa y Argante.

A mediodía, la perentoriedad de la situación aumentó, si cabe, a la vista de las primeras humaredas en el horizonte, por el este y por el sur. Nadie hizo comentario alguno sobre las altas y delgadas columnas de humo, pero todos sabíamos que era paja ardiendo. Los sajones destruían cuanto hallaban a su paso y ya estaban suficientemente cerca como para que avistáramos el humo.

Envié a un jinete hacia el sur en busca de Issa mientras los demás cubríamos los tres kilómetros de campos que nos separaban del camino de la Zanja, la gran vía romana por la que tenía que llegar Issa. Quería esperarle y luego continuar por el camino de la Zanja hacia Aquae Sulis, situada a cuarenta kilómetros en dirección norte, y luego a Corinium, a unos cuarenta y ocho kilómetros más allá, ochenta y ocho kilómetros de viaje en total. Tres días de arduo y prolongado esfuerzo.

Esperamos en un campo de toperas junto al camino. Tenía conmigo a un centenar de lanceros y, cuando menos, a otros tantos niños, mujeres, esclavos y servidores, amén de caballos, muías y perros, todos a la espera. Seren, Morwenna y otros niños recogieron prímulas en el bosque cercano mientras yo iba y venía por los adoquines rotos de la calzada. El tráfico de refugiados era incesante, pero nadie, ni siquiera los que venían de Durnovaria, tenía noticias de la princesa Argante. Un sacerdote dijo haber visto llegar a Issa y a sus hombres a la ciudad, pues se había fijado en la estrella de cinco puntas de algunos escudos, pero no sabía si aún estaban allí o si se habían marchado. Lo único que los refugiados sabían con certeza era que los sajones estaban cerca de Durnovaria, aunque nadie había visto a un solo lancero sajón. Sólo habían oído rumores, más insistentes a medida que pasaban las horas. Decían que Arturo había muerto o que había huido a Rheged y que Cerdic poseía caballos que echaban fuego por la boca y hachas mágicas que hendían el hierro como si de lino se tratara.

Ginebra pidió prestado el arco a uno de mis cazadores y disparaba flechas a un olmo seco de la margen del camino. Tenía buena puntería, clavaba una saeta tras otra en la madera podrida, pero cuando alabé su destreza sonrió desdeñosamente.

—He perdido práctica —dijo—, antes acertaba a un ciervo en movimiento a cien pasos, ahora dudo que lo rozara siquiera a cincuenta pasos, aunque estuviera quieto. —Desclavó las flechas del árbol—. Pero creo que alcanzaría a un sajón, si tuviera la oportunidad. —Devolvió el arco al cazador, el cual se retiró con una inclinación de cabeza—. Si los sajones están cerca de Durnovaria, ¿qué harán ahora? —me preguntó.

—Vendrán directos por esta vía —dije.

—¿No se adentrarán hacia el oeste?

—Están al corriente de nuestros planes —contesté con amargura, y le conté lo de los botones de oro con la efigie barbada que había encontrado en las habitaciones de Mordred—. Aelle marcha hacia Corinium mientras los demás arrasan por el sur. Y nosotros estamos aquí detenidos por causa de Argante.

—Pues que se pudra —replicó Ginebra fieramente, y después se encogió de hombros—. Ya sé que no puedes permitirlo. ¿La ama?

—No tengo forma de saberlo, señora.

—De sobra lo sabes —replicó Ginebra secamente—. A Arturo le encanta fingir que sólo le guía la razón, pero ansia ser gobernado por la pasión. Pondría el mundo patas arriba por amor.

—Últimamente no lo ha puesto patas arriba.

—Pero por mí lo hizo —dijo en voz baja, no sin una nota de orgullo—. De modo que, ¿adonde vas?

Me había acercado a mi caballo, que triscaba entre las toperas.

—Voy hacia el sur —dije.

—Si lo haces —dijo Ginebra— nos arriesgamos a perderte a ti también.

Tenía razón y yo lo sabía, pero la inquietud me reconcomía. ¿Por qué Issa no había enviado un mensaje? Se había llevado a cincuenta de mis mejores lanceros y se habían perdido. Maldije el día malgastado, sacudí un sopapo a un crío inofensivo que corría de un lado a otro jugando a lanceros y di una patada a una mata de cardos.

—Podríamos ponernos en marcha hacia el norte —propuso Ceinwyn con calma, refiriéndose a las mujeres y a los niños.

—No —dije—, tenemos que mantenernos juntos. —Miré hacia el sur, pero nada descubrí sino tristes refugiados que se dirigían al norte. La mayoría eran familias con una sola vaca y algún que otro ternero, aunque la mayoría habían nacido hacía tan poco tiempo que no podían caminar. Los terneros abandonados en el camino llamaban lastimeramente a su madre. También había mercaderes entre los refugiados que querían salvar sus mercancías. Uno llevaba una carreta de bueyes cargada de cestos con tierra de batán, otro transportaba pellejos, otro cacharros de barro. Nos miraban al pasar y nos acusaban de no haber detenido a los sajones a tiempo.

Seren y Morwenna, cansadas de su intento de despojar el bosque de prímulas, habían encontrado una madriguera de lebratones debajo de unos helechos y unas matas de madreselva, en el lindero del bosque. Emocionadas, llamaron a Ginebra para que fuera a verlos y acariciaron entre jubilosos sobresaltos los cuerpecillos peludos y temblorosos. Ceinwyn las miraba.

—Ha conquistado a las niñas —me dijo.

—Y también a mis lanceros —añadí, pues era cierto. Hacía tan sólo unos meses, mis lanceros la maldecían por ramera, pero en ese momento la miraban con adoración. Se había propuesto conquistarlos con su encanto, y cuando lucía su encanto llegaba a marear—. Después de esto, a Arturo le costará un gran esfuerzo volver a encerrarla entre cuatro paredes —dije.

—Tal vez por eso quería darle la libertad —indicó Ceinwyn—. Lo cierto es que no deseaba matarla.

—Pero Argante sí.

—No lo dudo —dijo Ceinwyn, y se quedó mirando hacia el sur conmigo. Aún no había rastro de lanceros en la larga y recta calzada.

Por fin, al anochecer, llegó Issa, con sus cincuenta lanceros, los treinta guardianes del palacio de Durnovaria, los doce Escudos Negros de la guardia personal de Argante y arrastrando al menos doscientos refugiados. Y lo peor de todo, traía seis carretas de bueyes, las causantes del retraso. La máxima velocidad que puede alcanzar una carreta de bueyes muy cargada no supera el paso de un hombre anciano, e Issa había acompañado los vehículos a paso de caracol todo el camino.

—Pero ¿en qué estabas pensando? —le grité—. ¡No hay tiempo para cargar con carretas!

—Lo sé, señor —respondió cabizbajo.

—¿Te has vuelto loco? —Estaba furioso. Había salido a su encuentro al galope e hice girar a la yegua en el lindero—. ¡Has perdido muchas horas! —grité de nuevo.

—¡No he tenido más remedio! —arguyo.

—¡Tienes una espada! —me burlé—. Eso te da derecho a escoger lo que quieras.

Se limitó a encogerse de hombros señalando a la princesa Argante, que iba en la primera carreta. Los cuatro bueyes que tiraban de ella, con los flancos ensangrentados por las aguijadas de todo el día, se detuvieron en el camino con la cabeza baja.

—¡Esas carretas se quedan aquí! —grité a la princesa—. Nos vamos andando o a caballo.

—¡No! —se obcecó Argante.

Desmonté y recorrí la hilera de carretas. En una sólo había las estatuas romanas que adornaban el patio del palacio de Durnovaria, otra estaba repleta de ropas y trajes y en la tercera no cabía una cazuela, candelero ni palmatoria de bronce más—. Apartadlas del camino —vociferé furiosamente.

—¡No! —Argante había bajado de su alto escaño y corría hacia mí—. Arturo me ha ordenado que lo lleve.

—Señora —contesté, sofocando la cólera—, ¡Arturo no necesita estatuas!

—Vienen con nosotros —replicó Argante a gritos—, de lo contrario, me quedo aquí.

—Pues quedaos, señora —contesté furibundo—. ¡Fuera del camino! —grité a los carreteros—. ¡Movedlas! ¡Apartadlas del camino ahora mismo! —Desenvainé a Hywelbane y golpeé con la hoja al buey más cercano para llevar a la bestia hacia la cuneta.

—¡No os mováis! —gritó Argante a los carreteros. Tiraba del cuerno a una bestia empujándola hacia el camino de nuevo—. No pienso dejar esto al enemigo —me dijo a gritos.

Ginebra observaba la escena desde un lado del camino con una expresión jocosa en la cara y no era de extrañar, pues Argante se comportaba como una criatura caprichosa. Fergal, el druida de Argante, acudió presuroso a ayudarla alegando que todas sus ollas mágicas y sus ingredientes iban en una de las carretas.

—Y también el tesoro —añadió como si se le hubiera pasado por alto.

—¿Qué tesoro? —pregunté.

—El tesoro de Arturo —contestó Argante con sarcasmo, como si al revelar la existencia del oro hubiera ganado la discusión—. Quiere tenerlo en Corinium. —Se acercó a la segunda carreta, levantó algunas prendas pesadas y tocó un cofre de madera oculto debajo—. ¡El oro de Dumnonia! ¿Acaso se lo darás a los sajones?

—Antes que vuestra vida o la mía, señora —dije, dejé caer a Hywelbane por el filo cortando así las correas de los bueyes. Argante me gritó, juró que me haría castigar y que estaba robando sus tesoros, pero, sencillamente, corté las correas de la siguiente carreta y ordené a los carreteros, de muy mal humor, que soltaran a los animales—. Escuchad, señora, tenemos que marchar de aquí más rápido de lo que nos permitirían los bueyes. —Señalé hacia las distantes columnas de humo—. ¡Ahí tenéis a los sajones! Llegarán dentro de pocas horas.

—¡No podemos dejar las carretas! —gritó. Tenía lágrimas en los ojos. Aunque fuera hija de un rey, se había criado con tan escasas posesiones que en ese momento, casada con el gobernador de Dumnonia, era rica y no podía desprenderse de sus riquezas recién adquiridas—. ¡No soltéis las riendas! —ordenó a los carreteros y ellos, confundidos, no supieron qué hacer. Corté otra correa de cuero y Argante la emprendió a puñetazos conmigo jurando que era enemigo suyo y un ladrón.

La aparté suavemente, pero ella insistía y no me atreví a emplear la fuerza. Me maldecía y me golpeaba con sus frágiles puños en plena pataleta. Traté de quitármela de encima nuevamente, pero me escupió, me golpeó otra vez y ordenó a la guardia de Escudos Negros que acudieran en su ayuda.

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