Authors: Bernard Cornwell
—No muy buena.
Apoyó la cabeza en mi hombro procurando no molestar a Seren, que dormía recostada en el regazo de su madre.
—¿Cuánto tiempo resistiremos? —me preguntó.
—Podría morir de viejo en Mynydd Baddon si no mandan más de cuatrocientos hombres a atacarnos.
—¿Y crees que lo harán?
—Probablemente no —mentí, y Ceinwyn se dio cuenta. Claro que mandarían a más de cuatrocientos. Había aprendido ya que, en la guerra, el enemigo suele hacer lo que más tememos y el que teníamos en ese momento enviaría a cuantos lanceros tuviera disponibles.
Ceinwyn guardó silencio un rato. Los perros ladraban en los distantes campamentos sajones y el aire nocturno nos llevaba sus ladridos nítidamente. Nuestros perros respondieron y la pequeña Seren se removió inquieta sin llegar a despertarse. Ceinwyn le acarició el pelo.
—Si Arturo está en Corinium —dijo en voz baja—, ¿por qué vienen los sajones aquí?
—No lo sé.
—¿Crees que en algún momento irán al norte a reunirse con su ejército principal?
Ya había pensado en esa posibilidad, pero la llegada de nuevos contingentes enemigos me había despertado la duda. Empezaba a sospechar que nos enfrentábamos a una nutrida banda de guerra que intentaba marchar hacia el sur rodeando Corinium, internándose en los montes para reaparecer en Glevum y amenazar a Arturo por la retaguardia. No se me ocurría ninguna razón que justificara la presencia de tantos sajones en el valle de Aquae Sulis, pero eso no explicaba por qué no continuaban la marcha. En vez de seguir adelante construían refugios, lo cual indicaba que querían sitiarnos. Pensé que en tal caso estábamos haciéndole un servicio a Arturo al permanecer allí, pues manteníamos a un gran número de enemigos lejos de Corinium, aunque, si nuestras estimaciones de las fuerzas enemigas eran correctas, los sajones contaban con hombres suficientes para vencernos a Arturo y a mí.
Guardamos silencio. Los doce Escudos Negros empezaron a cantar y, cuando terminaron, mis hombres respondieron con el canto de Illtydd. Pyrlig, mi bardo, los acompañaba con el arpa. Había encontrado una coraza y se había armado de escudo y lanza, pero los avíos de guerra no se adaptaban bien a su enclenque figura. Pensé que ojalá no tuviera que abandonar el arpa en ningún momento y cambiarla por la lanza, pues significaría el fin de toda esperanza. Me imaginé a los sajones invadiendo la cima, aullando de gozo al encontrar a tantas mujeres y niños, pero enseguida borré de mi mente tan hórrida imagen. Teníamos que continuar vivos, teníamos que resistir tras nuestras murallas, teníamos que vencer.
A la mañana siguiente, bajo un cielo encapotado y con un viento del oeste que traía intermitentes rachas de lluvia, me vestí de guerra, y hallé la armadura pesada; no me la había puesto hasta entonces intencionadamente, pero la llegada de los refuerzos sajones me convenció de que tendríamos que luchar y por eso, para encender el ánimo de mis hombres, escogí mis mejores galas. Primero, encima de la camisa de lino y de los calzones de lana, me puse una túnica de cuero que me llegaba a las rodillas. El cuero era grueso, capaz de detener una estocada, pero no un lanzazo. Cubrí la túnica con la lujosa cota romana de mallas, que mis esclavos habían pulido y casi relucía. En el orillo de la cota, en las mangas y en el cuello había algunos aros de oro entrelazados en la malla. Era cara, una de las más lujosas de Britania, y bien forjada, como para detener hasta los más brutales golpes de lanza. Las botas, que me llegaban a las rodillas, estaban provistas de unas lengüetas de bronce que hacían resbalar las espadas empuñadas por debajo de la barrera de escudos; protegime los brazos con guanteletes hasta el codo reforzados con placas de hierro. El yelmo tenía unos dragones de plata que llegaban a la punta, que era de oro y estaba empenachada con la cola de lobo. El yelmo me tapaba las orejas, tenía una cortinilla de malla que caía sobre el cuello y unos protectores de mejillas que se abrían y se cerraban, de modo que, una vez cerrados, el enemigo no veía a un hombre ante sí sino a un asesino cubierto de metal con dos sombras negras por ojos. Era una armadura digna de un gran señor de la guerra, pensada para infundir miedo al oponente. Me ceñí a Hywelbane por encima de la cota, me até un manto al cuello y enarbolé mi lanza más larga. Y así, vestido para la batalla y con el escudo colgado a la espalda, di la vuelta a las murallas de Mynydd Baddon para que todos mis hombres y todos los vigías del enemigo me vieran y supieran que un señor de la guerra esperaba la batalla. Termine la vuelta en el extremo meridional de nuestras defensas y allí, dominando al enemigo desde la altura, me levanté los faldones de malla y cuero y oriné colina abajo, hacia los sajones.
No sabía que Ginebra estaba cerca hasta que la oí reírse, y su risa estropeó mi gesto porque sentí vergüenza. Ella prescindió de mis disculpas con un ademán.
—Estás guapo de verdad, Derfel —dijo.
—Señora —dije, levantándome los protectores de las mejillas—, tenía esperanzas de no volver a ponerme esta armadura.
—Hablas igual que Arturo —dijo irónicamente, y dio la vuelta por detrás de mí para admirar la tiras de plata bruñida que formaban la estrella de Ceinwyn de mi escudo—. No he llegado a comprender —dijo, al terminar la vuelta y llegar frente a mí otra vez— por qué casi siempre te vistes como un porquerizo, pero para la guerra te cubres espléndidamente.
—Yo no parezco un porquerizo —dije.
—No como los míos, claro —dijo—, porque no soporto tener zarrapastrosos a mi alrededor, aunque sean pastores de cerdos, y por eso siempre me ocupaba de que anduvieran decorosamente vestidos.
—Me bañé el año pasado —insistí.
—¡Ah, recientemente, ya veo! —exclamó, como si estuviera impresionada. Llevaba arco de cazador y un carcaj con flechas a la espalda—. Si se acercan —dijo— tengo intenciones de mandar unos cuantos espíritus sajones al otro mundo.
—Si se acercan —repetí con la certidumbre de que así sería— tan sólo veréis cascos y escudos y desperdiciaréis las flechas. Aguardad a que levanten la cabeza para luchar contra nuestra barrera de escudos y apuntad a los ojos.
—No desperdiciaré ni una flecha, Derfel —prometió con gravedad.
La primera amenaza llegó del norte, donde los últimos sajones que habían llegado formaron una barrera de escudos entre los árboles que coronaban el collado medianero entre Mynydd Baddon y el altozano. El manantial más abundante se encontraba precisamente en d collado y tal vez los sajones quisieran impedir que lo utilizáramos, pues nada más pasar el mediodía, la formación de barrera de escudos bajó al valle. Niall los observaba desde la muralla.
—Ochenta hombres —me dijo.
Llamé a Issa y a cincuenta mas para que acudieran a la muralla del norte, fuerzas más que suficientes para ahuyentar a los ochenta sajones que subían con esfuerzo la empinada ladera, pero enseguida nos dimos cuenta de que no tenían intenciones de atacar sino que pretendían hacernos bajar a nosotros al collado, donde el enfrentamiento se haría en igualdad de condiciones. Sin duda, tan pronto hubiéramos llegado, acudirían más sajones de entre los árboles a cerrar la emboscada.
—¡Quedaos aquí! —dije a mis hombres—. ¡No bajéis! ¡Quietos aquí!
Los sajones se burlaban de nosotros. Algunos sabían unas pocas palabras en lengua britana, suficientes para llamarnos cobardes, mujeres o gusanos. De vez en cuando, un grupo reducido trepaba ladera arriba tentándonos a romper filas y correr al enfrentamiento, pero Niall, Issa y yo hicimos mantener la serenidad a nuestros hombres. Un hechicero sajón se arrastró por la húmeda colina hacia nosotros a carrerillas repentinas, lanzándonos encantamientos. Iba desnudo, cubierto solamente con una capa de piel de lobo y con el pelo de punta, todo de una pieza e impregnado de boñiga. Nos maldecía con voz chillona, nos lanzaba hechizos a gritos y nos arrojaba puñados de huesecillos, pero ninguno de nosotros se movió. El hechicero escupió tres veces y bajó temblando por el collado, donde un cabecilla sajón retó a uno de nosotros a combate singular. Era un hombre fornido con una mata enredada de pelo grasiento, de un tono rubio sucio, que le llegaba por debajo del valioso collar de oro que le ceñía la garganta. Llevaba la barba trenzada con lazos negros, una coraza de hierro y grebas romanas de bronce con adornos; en su escudo tenía una feroz cara de lobo. Del casco sobresalían unos cuernos de toro, uno a cada lado, con una calavera de lobo en el medio adornada con muchos lazos negros. Sobre los hombros y muslos colgábanle tiras de negra pelambre e iba armado con un hacha enorme de doble filo; del cinturón pendía una espada larga y un cuchillo corto de hoja ancha que ellos llamaban
seax,
el arma que daba nombre a los sajones. Estuvo un rato exigiendo que compareciera Arturo en persona para luchar contra él y, cuando se cansó, me retó a mí y me llamó cobarde, esclavo corazón de gallina y engendro de esclava leprosa. Hablaba en su propia lengua, de modo que ninguno de mis hombres entendía sus insultos y yo me limité a dejar que las palabras se las llevara el viento.
Después, a media tarde, cuando cesó la lluvia y los sajones se hartaron de provocarnos en vano, llevaron al collado a tres niños cautivos. Eran pequeños, no mayores de cinco o seis años, y los amenazaban con
seax
en la garganta.
—¡Bajad —dijo el fornido cabecilla sajón— o los matamos!
Issa me miró.
—Dejadme bajar, señor —me rogó.
—Esta es mi muralla —se opuso Niall, el jefe de los Escudos Negros—, dejadme a mí que lo corte en rebanadas.
—Y esta mi cima —dije. Y había un argumento más: yo tenía el deber de librar el primer combate singular de la batalla. Un rey podía mandar a un paladín a luchar, pero un señor de la guerra no debía enviar a otro a donde él no habría ido, de modo que me bajé los protectores de las mejillas, toqué, con guante y todo, los huesos del pomo de Hywelbane y rocé el bultito que formaba el broche de Ceinwyn bajo la cota de malla. Tras dichos preámbulos, crucé la ruda empalizada de leños y me acerqué al borde de la escarpada pendiente.
—¡Tú y yo! —grité al sajón en su propia lengua—, por sus vidas —y señalé con la lanza a los tres niños.
Los sajones prorrumpieron en aullidos de aprobación, pues al fin habían hecho bajar a un britano. Se retiraron llevándose a los niños y en el collado quedamos sólo su campeón y yo. El corpulento sajón sopesó el hacha con la mano derecha y luego escupió en las campanillas.
—Hablas bien nuestra lengua, cerdo —me saludó.
—Es una lengua de cerdos —repliqué.
Levantó el hacha en el aire, el arma dio una vuelta y la hoja destelló a la pálida luz del sol que trataba de abrirse camino entre las nubes. El hacha era larga y su hoja de doble filo pesaba, pero la agarró por el mango sin dificultad. Pocos hombres serían capaces de manejar tan impresionante arma, ni siquiera un breve rato y menos aún arrojarla al aire y recogerla de nuevo, pero el sajón lo hizo como si no costara esfuerzo alguno.
—Arturo no se atreve a enfrentarse conmigo —dijo—, así que te mataré a ti en su lugar.
Me asombró que hablara de Arturo, pero yo no tenía por qué desengañar al enemigo, si creía que Arturo se encontraba en Mynydd Baddon.
—Arturo tiene más que hacer, que venir a matar a una alimaña sajona —dije—, y me ha pedido que te desuelle y entierre tu seboso cadáver con los pies hacia el sur para que pases la eternidad vagando solo y maltrecho y nunca jamás encuentres tu otro mundo.
El sajón escupió.
—Gruñes como un cerdo varicoso. —Los insultos eran de rigor, como el combate singular. A Arturo no le gustaba ninguna de las dos cosas, pues creía que los insultos eran una pérdida de aliento y el combate singular una pérdida de energía, pero a mí no me parecía mal luchar contra el campeón del enemigo. El combate tenía un propósito, pues si vencía yo, mis tropas se animarían lo indecible y los sajones interpretarían la muerte de su campeón como un augurio fatal. Me arriesgaba a perder el combate, pero en aquellos días confiaba en mis propias fuerzas. Sacábame un palmo de altura el sajón y era mucho más ancho de hombros, pero no me pareció más rápido de lo normal. Parecía de los que recurren a la fuerza bruta para vencer, mientras que yo me tenía por listo, además de fuerte. Miró hacia arriba, a nuestra muralla, donde se asomaban las mujeres y los niños. No vi a Ceinwyn, pero Ginebra destacaba, alta y llamativa, entre los hombres armados.
—¿Esa es tu ramera? —me preguntó el sajón, señalándola con el hacha—. Esta noche será mía, lombriz. —Dio dos pasos hacia mí, de modo que quedamos a tan sólo doce, y volvió a lanzar el hacha al aire. Sus hombres lo animaban desde la ladera norte, mientras que los míos gritaban estentóreamente desde las murallas.
—Si tienes miedo —dije—, te doy tiempo para que vacíes las tripas.
—Las vaciaré encima de tu cadáver —contestó.
No sabía si empezar con la lanza o con Hywelbane, y me decidí por la lanza para terminar antes, siempre y cuando mi contrincante no parara el golpe con el hacha. Supe que iba a atacar pronto porque empezó a bailar el hacha haciendo intrincados dibujos en el aire que mareaban a la vista; sospeché que tenía intención de cargar con la hoja, que veía borrosa, despojarme de la lanza con el escudo y asestarme un hachazo en el cuello.
—Me llamo Wulfger —dijo con formalidad—, soy el jefe de la tribu sarnaed, del pueblo de Cerdic, y esta tierra será mía.
Saqué el brazo izquierdo de las correas del escudo, lo sujeté con la derecha y sopesé la lanza con la izquierda. No me até el escudo al brazo, sólo lo agarré fuertemente por el asidero de madera. Wulfger de los sarnaed era zurdo, es decir, que el hacha me habría caído por el flanco desprotegido si no hubiera cambiado el escudo de mano. No era muy ducho en blandir la lanza con la siniestra, pero tenía la impresión de que así terminaría antes el combate.
—Me llamo —contesté con la misma formalidad— Derfel, hijo de Aelle, rey de los anglos. Soy el que marcó a Liofa en la mejilla.
Pretendía intimidarlo con la fanfarronería y tal vez lo lograra, pero él se cuidó de no mostrarlo. Con un rugido repentino, atacó y sus hombres prorrumpieron en ensordecedores gritos de ánimo. El hacha de Wulfger silbó en el aire, colocó el escudo para despojarme de la lanza y cargó como un toro, pero entonces yo le arrojé mi escudo a la cara, de lado, para que fuera hacia él como un pesado disco de hierro ribeteado de madera.