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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (35 page)

BOOK: Excalibur
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Retiróse el yelmo Arturo a la par que espoleaba a la cansada Llamrei hacia nuestras enseñas. Sopló una ráfaga de viento, él levantó la mirada y vio el ciervo de Ginebra coronado por la luna ondeando al lado de su oso, mas no se borró la ancha sonrisa de su rostro. Tampoco hizo comentario alguno sobre la enseña cuando se apeó de Llamrei. Seguro que sabía que Ginebra estaba conmigo, pues Balin la había visto en Aquae Sulis y los dos mensajeros que habíamos enviado podían habérselo dicho, aunque fingió ignorarlo. Sin embargo, me abrazó como en tiempos pasados, como si jamás hubiera existido frialdad entre nosotros.

Toda su melancolía se había evaporado. Su rostro había recobrado la animación, un brío contagioso que cundió entre mis hombres, apiñados a su alrededor para escuchar las novedades, aunque primero quiso saber él las nuestras. Había cabalgado entre cadáveres de sajones por la falda del cerro y quería saber cómo y cuándo habían muerto. Mis hombres exageraron, comprensiblemente, el número de enemigos del día anterior, y Arturo se rió de buena gana cuando le relataron el episodio de las dos carretas incendiarias que hicimos rodar ladera abajo.

—¡Bien hecho, Derfel! —dijo—. ¡Bien hecho!

—No fui yo, señor, sino ella. —Señalé con la cabeza la enseña de Ginebra—. Todo fue debido a su iniciativa, señor. Yo estaba dispuesto a morir, pero ella tenía otras ideas.

—Como siempre —dijo en voz baja, y no indagó más. Ginebra no compareció y él no preguntó por ella. Sin embargo, saludó a Bors e insistió en abrazarlo y escuchar sus noticias; sólo después subió al terraplén a contemplar los campamentos sajones. Permaneció allí un largo rato, mostrándose al desanimado enemigo, pero al cabo de un rato nos llamó a Bors y a mí.

—No tenía intenciones de presentar batalla aquí —nos dijo—, pero es un lugar tan bueno como cualquiera. En realidad, es más propicio que muchos otros. ¿Están todos ahí? —pregunto a Bors.

Bors había bebido mucho en preparación para el ataque de los sajones e hizo lo posible por aparentar sobriedad.

—Todos, señor. Tal vez falte solamente la guarnición de Caer Ambra. Tenían que perseguir a Culhwch. —Bors señalo hacia el cerro oriental con la cabeza, por donde seguían llegando sajones hacia los campamentos—. Tal vez sean ésos, señor. O quizá se trate simplemente de partidas de avituallamiento.

—La guarnición de Caer Ambra no encontró a Culhwch —dijo Arturo—, ayer mismo recibí un mensaje suyo. No se halla lejos, como tampoco Cuneglas. Dentro de dos días tendremos quinientos hombres más aquí, y entonces, la proporción será sólo de dos a uno. —Soltó una carcajada—. ¡Bien hecho, Derfel!

—¿Bien hecho? —pregunté sorprendido, pues esperaba una reprimenda por haberme quedado atrapado tan lejos de Corinium.

—En algún punto hay que presentar batalla —dijo—, y tú has escogido el campo. Me complace. Dominamos la parte elevada del terreno. —Hablaba en voz alta para comunicar confianza a los hombres—. Habría venido antes —añadió, dirigiéndose a mí—, pero no sabía si Cerdic mordería el anzuelo.

—¿El anzuelo, señor? —pregunté sin comprender.

—Tú, Derfel, tú. —Rompió a reír y bajó del terraplén de un salto—. La guerra es pura casualidad, ¿no es cierto? Y por casualidad has encontrado el lugar que puede darnos la victoria.

—¿Creéis que se agotarán hasta la derrota tratando de trepar por la ladera? —pregunté.

—No serán tan necios —replicó alegremente—. No; me temo que tendremos que bajar al valle a luchar.

—¿Con qué? —pregunté amargamente, pues incluso con las tropas de Cuneglas nos aventajaban mucho en número.

—Con todos y cada uno de los hombres de que disponemos —contestó Arturo con aplomo—. Pero sin mujeres, creo. Es hora de llevar a vuestras familias a un lugar más seguro.

Las mujeres y los niños no hubieron de desplazarse lejos; había una aldea a una hora hacia el norte y la mayoría encontró refugio allí. Mientras salían de Mynydd Baddon llegaron más hombres de Arturo desde el norte. Eran los que había reunido cerca de Corinium y se contaban entre los mejores britanos. Sagramor llegó con sus curtidos guerreros y, como Arturo, se dirigió al promontorio del ángulo meridional de Mynydd Baddon para observar al enemigo y para que el enemigo advirtiera su esbelta figura armada recortada contra el cielo. Sonrió de forma extraña.

—El exceso de confianza los pierde —comentó con sarcasmo—. Han quedado atrapados en el terreno bajo y ahora no querrán moverse.

—¿No querrán?

—Los sajones, en cuanto levantan un refugio, no quieren seguir adelante. A Cerdic le costaría una semana o más hacerlos marchar de ese valle. —Verdaderamente, los sajones y sus familias se habían acomodado a sus anchas, parecían dos pueblos de pequeñas cabañas surgidos desordenadamente en la vega del río. Uno de ellos estaba cerca de Aquae Sulis y el otro a unos tres kilómetros hacia el este, donde el valle del río describía una brusca curva hacia el sur. Los hombres de Cerdic ocupaban las cabañas del este, mientras que los lanceros de Aelle habían ocupado casas de la ciudad o levantado cabañas en los alrededores. Me sorprendió que los sajones utilizaran la ciudad para refugiarse en vez de incendiarla, pero todos los días al amanecer, un desfile desordenado de hombres salía por las puertas de la ciudad dejando atrás la hogareña estampa de las chimeneas humeantes en los tejados de las casas de Aquae Sulis. La primera invasión sajona había sido rápida, pero habían perdido el ímpetu—. ¿Por qué han dividido el ejército en dos? —me preguntó Sagramor, que observaba con incredulidad el ancho espacio que separaba el campamento de Aelle de las cabañas de Cerdic.

—Para dejarnos una sola salida —dije—, por allí —añadí, señalando al valle—, donde quedaríamos emparedados entre los dos.

—Y donde podemos mantenerlos divididos a ellos —puntualizó Sagramor con optimismo—, además, dentro de pocos días empezarán a extenderse las enfermedades, ahí abajo. —La enfermedad siempre aparecía cuando un ejército se detenía en un lugar. La última campaña contra Dumnonia intentada por Cerdic había fracasado por causa de una epidemia y un mal terriblemente contagioso debilitó a nuestro ejército cuando marchábamos sobre Londres.

Temía que otra epidemia igual nos debilitara en ese momento, pero por algún motivo nos libramos, tal vez porque todavía no éramos muchos o porque Arturo repartió su ejército a lo largo de casi cinco kilómetros por las crestas de los montes que corrían detrás de Mynydd Baddon. Yo me quedé en la cima con mis hombres, pero los lanceros recién llegados tomaron los montes del norte. Durante los dos días siguientes a la llegada de Arturo, los sajones aún habrían podido adueñarse de esos montes porque la guarnición de las cimas era escasa, pero los jinetes de Arturo se dejaban ver continuamente y los lanceros se movían entre las cumbres como si fueran muchos más de los que eran en realidad. Los sajones observaban, pero no atacaron, y entonces, el tercer día, llegó Cuneglas de Powys con sus hombres y así reforzamos las guarniciones de los montes en toda su longitud con fuertes piquetes que podían recibir apoyo fácilmente en caso de un ataque sajón. Aún nos superaban en número, pero nuestras posiciones eran ventajosas y disponíamos de lanzas para defenderlas.

Los sajones tenían que haber salido del valle. Tenían que haber iniciado la marcha hacia el Severn y poner sitio a Glevum, y así nos habrían obligado a abandonar la ventajosa posición y a perseguirlos, pero Sagramor tenía razón; cuando los hombres se asientan no quieren cambiar de sitio, de modo que Cerdic y Aelle se quedaron en el valle del río creyendo que nos tenían sitiados, cuando en realidad los sitiados eran ellos. Llegaron a iniciar algunos ataques monte arriba, pero todos fueron en vano. Los sajones subían como hormigas por las laderas y tan pronto como la línea de escudos asomaba en lo alto de las crestas, lista para defenderse, y una tropa de potentes jinetes de Arturo se dejaba ver por sus flancos con las picas en ristre, perdían el ánimo y volvían sigilosamente a sus poblados; cada fracaso de los sajones fortalecía nuestra confianza.

Y tanto nos fortalecimos que, tras la llegada del ejército de Cuneglas, Arturo juzgó que podía ausentarse. Al principio me quedé atónito, pues no me dio explicación alguna, más que tenía que hacer algo muy importante a un día de cabalgada hacia el norte. Supongo que no supe disimular el asombro, porque me puso una mano en el hombro y me dijo:

—Todavía no hemos vencido.

—Lo sé, señor.

—Pero cuando la victoria sea nuestra, Derfel, quiero que sea aplastante. Ninguna otra ambición me lleva ahora lejos de aquí. —Sonrió—. ¿Confías en mí?

—Naturalmente, señor.

Dejó a Cuneglas al mando de nuestro ejército con órdenes estrictas de no atacar el valle. Era preciso que los sajones siguieran imaginándose que nos tenían acorralados y, para reforzar el engaño, un puñado de voluntarios, fingiéndose desertores, corrió a los campamentos del enemigo con la noticia de que los nuestros tenían el ánimo tan decaído que algunos preferían huir en vez de afrontar tamaña batalla y que nuestros jefes discutían ferozmente si debíamos presentar batalla o escapar hacia el norte a suplicar refugio en Gwent.

—Todavía no veo la forma de terminar con esto —me confesó Cuneglas al día siguiente de la partida de Arturo—. Somos suficientemente fuertes como para impedir que suban aquí, pero no tanto como para bajar al valle y derrotarlos.

—Tal vez Arturo haya ido a buscar ayuda, lord rey —dije.

—¿La de quién? —preguntó Cuneglas.

—La de Culhwch, quizá —contesté, aunque era poco probable porque se decía que Culhwch se encontraba al este de los sajones y Arturo había partido en dirección norte—. O la de Oengus mac Airem —añadí. El rey de Demetia había prometido acudir con su ejercito de Escudos Negros, pero los irlandeses aún no habían llegado.

—Oengus, es posible —dijo Cuneglas—, pero ni siquiera con los Escudos Negros seremos suficientes para destruir a esos bellacos. —Señaló con la cabeza hacia el valle—. Para eso necesitamos a los lanceros de Gwent.

—Y Meurig no se alzará en armas.

—Meurig no —dijo Cuneglas—, pero en Gwent hay algunos hombres dispuestos a hacerlo. Todavía se acuerdan del valle del Lugg. —Sonrió irónicamente, pues en aquella ocasión Cuneglas era enemigo nuestro y los hombres de Gwent, aliados con nosotros, temían enfrentarse al ejército comandado por el padre de Cuneglas. Algunos ciudadanos de Gwent todavía recordaban con vergüenza aquella deserción, agravada por el hecho de que Arturo venció aun sin su apoyo, y me pareció posible que, si Meurig daba consentimiento, Arturo llevara a los voluntarios al sur de Aquae Sulis. No obstante, seguía sin comprender cómo reclutaría hombres suficientes para abalanzarnos sobre el hormiguero de sajones y descuartizarlos a todos.

—¿No habrá ido a buscar a Merlín? —apuntó Ginebra.

Ginebra se había negado a partir con las demás mujeres y los niños alegando que asistiría en la final de la batalla, hasta la derrota o la victoria. Pensé que a lo mejor Arturo insistía en que marchara, pero las veces que él había acudido a la cima, Ginebra no había salido de la rústica cabaña de la pradera, y no reapareció hasta que Arturo se marchó de nuevo. Arturo, con toda certeza, sabía que Ginebra no había salido de Mynydd Baddon, pues observó de cerca la partida de las mujeres y por fuerza hubo de percatarse de que ella no iba con las demás, pero no había dicho nada. Ginebra, por su parte, tampoco nombró a Arturo cuando emergió de su escondite, aunque sonreía cada vez que veía su enseña ondeando aún en la muralla. Al principio quise convencerla de que abandonara el cerro, pero se burló de mi idea y ninguno de mis hombres deseaba que se fuera. Atribuían su supervivencia a Ginebra, justamente además, y la compensaron equipándola para la batalla. Habían despojado a un rico sajón muerto de su fina cota de malla y, una vez hubieron limpiado los aros metálicos, se la presentaron a Ginebra. También pintaron el símbolo de la princesa en un escudo cobrado al enemigo, y uno de mis hombres le regaló incluso su preciado casco con cola de lobo, de modo que se vistió como el resto de mis lanceros, aunque siendo como era, el atavío guerrero adquirió un aspecto inquietantemente seductor. Se había convertido en nuestro talismán, en una heroína a los ojos de mis hombres.

—Nadie sabe dónde está Merlín —le contesté.

—Circulaban rumores de que se hallaba en Demetia —dijo Cuneglas—, de modo que tal vez venga con Oengus.

—¿Os ha acompañado vuestro druida? —preguntó Ginebra a Cuneglas.

—Malaine ha venido —dijo Cuneglas—, y sabe maldecir perfectamente. No con la rotundidad de Merlín, pero es suficiente.

—¿Y Taliesin? —preguntó nuevamente Ginebra.

A Cuneglas no le sorprendió que la princesa hubiera oído hablar del joven bardo, pues la fama del nombre de Taliesin se extendía velozmente.

—Fue en busca de Merlín —respondió Cuneglas.

—¿Es tan bueno como dicen?

—Ciertamente. Con su voz pone águilas en el cielo y salmones en el río.

—Espero que pronto tengamos el placer de escucharlo —dijo Ginebra, y en verdad que aquellos días extraños en aquella cima soleada parecían más propicios a los cantos que a la lucha. La primavera era benigna, el verano se acercaba y todos disfrutábamos ociosamente de la cálida hierba observando al enemigo, que parecía poseso de una súbita impotencia. Cierto es que iniciaron algunos ataques laderas arriba, mas no emprendieron movimiento alguno para abandonar el valle. Más tarde supimos de las discusiones internas. Aelle quería reunir a todos los lanceros sajones y atacar los montes del norte dividiendo así nuestro ejército en dos partes, que podían ser destruidas por separado, mientras que Cerdic prefería aguardar a que nos quedáramos sin víveres y menguara nuestra confianza, mas su esperanza era vana pues estábamos bien avituallados y nuestra confianza crecía de día en día. Fueron los sajones, por el contrario, quienes empezaron a sufrir escasez, pues la caballería ligera de Arturo hostigaba a los grupos que salían en busca de alimentos; también su confianza disminuía, pues al cabo de una semana empezaron a aparecer montículos de tierra recién removida en las praderas cercanas a sus cabañas y supimos que cavaban fosas para los muertos. La enfermedad que convierte las tripas en líquido y despoja al hombre de toda energía hizo presa en el enemigo menguando sus fuerzas de día en día. Las mujeres sajonas preparaban trampas en el río para pescar peces con que alimentar a sus hijos, los hombres cavaban tumbas y nosotros holgábamos al sol y hablábamos de bardos.

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