Expatriados (43 page)

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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
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—Dexter, no quiero entrar en detalles.

No quería hablarle de la sangre que manaba del gigantesco agujero en la cabeza de Torres y poco a poco empapaba las fibras de la alfombra. Mancha maldita.

—Tal vez en otro momento —dijo—. Pero hoy no, ¿de acuerdo?

Dexter asintió.

—Y entonces fue cuando me di cuenta —siguió hablando Kate— de que se había vuelto muy fácil utilizarme, aprovecharse de mí. Obligarme a actuar de maneras en que no debía. Supe que tenía que dejar el servicio activo; tenía que dejar de trabajar con colaboradores de la Agencia.

Aquella mujer joven le había visto la cara. Había visto cómo Kate mataba a Torres y a su guardaespaldas. Aquella mujer, testigo de un asesinato a sangre fría, podía enviarla a la cárcel. Podía separarla de su hijo, de su marido, de su vida entera.

—Así que, después de matar a aquel hombre, volví a la oficina y pedí que me cambiaran de departamento.

Kate había apuntado con la pistola al pecho de la mujer, con la muñeca derecha apoyada firmemente en la palma izquierda, a punto de perder los nervios, preguntándose si tendría fuerzas para hacer aquello.

En ese momento, en la habitación contigua, el bebé lloró de nuevo, más fuerte.

No le había llevado demasiado tiempo sincerarse, después de tantos años de tantas mentiras. La sorprendía la indiferencia que sentía, ahora que todo —casi todo— había salido a la luz.

Ambos tenían legítimo derecho a estar furiosos el uno con el otro. Pero sus respectivas indignaciones parecían compensarse mutuamente y ninguno de los dos estaba enfadado. La cara de Dexter reflejaba preocupación, y Kate pensó que era preocupación por su futuro. Quizá se preguntaba si podrían superar aquello juntos, un par de mentirosos. Un matrimonio basado en tantas cosas que habían resultado no ser ciertas. Una vida vivida con semejante falsedad y durante tanto tiempo.

Entonces no sabía que Dexter no había confesado todas sus mentiras. Igual que ella no había revelado todos sus secretos.

Dexter abrió la boca y la dejó así un momento mientras parecía que intentaba decir algo. Luego renunció.

—Lo siento, Kat. Lo siento mucho.

Más tarde se dio cuenta de que allí, sentado en aquella área de descanso, Dexter había considerado confesarle la mayor de todas las mentiras, pero que al final había decidido no hacerlo.

Igual que ella.

31

Caminó a tientas por el pasillo recorriendo con las yemas de los dedos el papel de la pared hacia el reflejo que salía del dormitorio de los niños. Al marcharse antes de la cena, con la cabeza en otro sitio, se le había olvidado cerrar las contraventanas. La luz de las farolas se colaba en la habitación bañándolo todo de color plata, un mundo aerografiado a pequeña escala: prendas de vestir, juguetes y niños inocentes con frentes libres de arrugas y espaldas imposiblemente estrechas.

Caminó hasta sus camas, colchones de tamaño infantil apenas mayores que los de una cuna, pero que se consideraban camas de niño mayor. Besó las dos cabezas, los cabellos sedosos que olían a limpio. Ambos niños estaban tendidos en posturas de lo más cómicas, cada extremidad por su lado, como si los hubieran dejado caer en sus pequeñas camas desde una gran altura. Plaf.

Miró por el cristal antes de cerrar las contraventanas. La canguro subía al coche en ese momento y Dexter estaba al volante, preparado para llevarla al otro lado del puente hasta la Gare, a la callejuela donde vivía, abarrotada de mediocres restaurantes de comida asiática. Luxemburgo es uno de esos lugares donde un bistec a la pimienta cuesta la mitad que un plato de comida china de pésima calidad.

Había un taxi aparcado al final de la manzana y el conductor fumaba por la ventana entreabierta dando caladas rápidas y bruscas, mientras el humo se fundía con el frío aire nocturno.

En la otra dirección distinguió la silueta de alguien debajo de un roble en mitad de un claro, con el suelo cubierto de una rejilla de hierro negro. Probablemente se quedaría allí hasta el amanecer —o quizá había turnos establecidos para la vigilancia nocturna— asegurándose de que los Moore no huían. De pie sobre el empedrado, incómodo, apoyado en un verja de hierro afilado, encogido y temblando de frío, con dolor de pies, cansado, hambriento, helado y aburrido.

Pero era su trabajo. Y aunque Kate entonces no lo sabía, aquel hombre acababa de hacer un descubrimiento que daba un nuevo sentido a su misión, que había llegado a un punto que bien podía calificarse de obsesión. Así que le sobraba motivación para permanecer allí durante toda la larga y oscura noche.

Kate había vuelto a sentarse en la terraza cuando llegó Dexter. Este dejó las llaves en el cuenco de la entrada, donde siempre. Caminó en la penumbra por el suelo de baldosas pulidas, las mismas que tenían todos los suelos de Luxemburgo. Salió a la terraza y cerró la puerta detrás de sí.

La lluvia y las nubes se habían ido y la noche estaba clara.

—Tienes que elegir —dijo Kate—: el dinero o yo. —Había tomado una decisión y no estaba dispuesta a negociar. Estaba convencida de saber la clase de persona que era Dexter. Y no era un hombre que ambicionara yates y coches deportivos comprados con dinero manchado de sangre. Lo único que quería era robarlo—. Pero no te puedes quedar con las dos cosas.

Se miraron en la fría oscuridad, por segunda noche consecutiva; entre una y otra habían recorrido una enorme distancia.

Dexter inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo.

—¿De verdad tengo que elegir?

—Me gustaría no tener que pedírtelo, pero debo hacerlo.

Dexter la miró.

—Pues está claro que te elijo a ti.

Kate le devolvió la mirada y algo ocurrió entre los dos, algo que no era capaz de definir, una especie de aceptación, de resignación, de gratitud, un amasijo de emociones propio de dos personas que llevan casadas mucho tiempo. Dexter alargó un brazo y le cogió la mano.

—Dejaremos los veinticinco millones en esa cuenta —dijo Kate— y no los tocaremos.

—Entonces, ¿para qué guardarlos? ¿Por qué no donarlos? Para construir una escuela en Vietnam, para un hospital de enfermos de sida en África. Cualquier cosa.

A Kate nunca se le había pasado por la cabeza que algún día tendría a su disposición semejante cantidad de dinero. Que podría donar algo a alguien. Reconsideró su plan, sus opciones, bajo este nuevo punto de vista. Permanecieron callados unos momentos, sumidos en sus pensamientos.

—Mejor no —dijo Kate por fin—. Nos conviene tener un colchón económico. Una cantidad grande de dinero escondida en caso de que necesitemos huir. Lo bastante como para empezar una nueva vida, a partir de cero y de forma instantánea.

—¿Por qué?

—Porque no estoy tan segura de que sea imposible que te cojan. Siempre existe esa posibilidad, puede haber pruebas de las que no tengas conocimiento. Están la chica de Londres, tu contacto en Croacia, sea quien sea o donde quiera que esté. Y luego toda esa gente con la que esas personas han hablado o se han acostado. Y los agentes del FBI con sus grabaciones. Está la Interpol.

Dexter se dejó caer en una silla. Era la una de la mañana.

—Así que tendremos que estar muy pendientes —continuó Kate—. Quizá para siempre. Preparados para desaparecer en cualquier momento con una maleta de dinero en efectivo.

—Vale. Pero ¿cuánto nos hace falta? ¿Un millón? ¿Y qué hacemos con el resto?

—Tendremos que dejarlo, como una especie de depósito.

—¿Por qué?

—Porque algún día quizá tengamos que devolverlo.

Kate se despertó sobresaltada y empapada en sudor.

Recorrió el pasillo a oscuras sin hacer ruido, besó las cabezas perfectas de sus hijos y escuchó su respiración, pausada y segura.

Miró por la ventana. Bill seguía fuera, asegurándose de que Kate no salía corriendo.

Dexter dormía profundamente, una vez liberado del peso que llevaba a cuestas.

Pero Kate estaba bien despierta, atormentada por el fantasma que solía perseguirla, en especial cuando más trataba de olvidarse de él.

Era un descenso estrecho y pronunciado, con una marcada curva de noventa grados a medio camino y después otra también complicada al otro lado de la puerta del garaje hasta salir a la calle flanqueada por muros de piedra y también en cuesta, con más curvas. Kate condujo con cuidado por las estrechas calles, subiendo y bajando empedrados brillantes por la lluvia, doblando esquinas. La radio estaba sintonizada en France Culture, la noticia de la mañana era un escándalo político. Seguía sin entender una cuarta parte de las palabras, pero se sentía orgullosa porque al menos sí comprendía cuál era la noticia. En el asiento trasero, los niños hablaban de las cosas que más les gustaba cortar o trocear. Jake prefería las manzanas, Ben, sorprendentemente, el kiwi.

Kate había llegado a un grado de agotamiento que casi le producía alucinaciones. Era una sensación que recordaba de cuando sus hijos eran bebés, cuando había que darles de comer a las cuatro de la mañana. Y también de alguna de las operaciones en que había participado, despierta para realizar un asalto por sorpresa a las tres de la madrugada, para coger un avión sin previo aviso hasta algún lugar en mitad de la selva.

Acompañó a los niños en la humedad matutina atravesando los terrenos del colegio, intercambiando saludos, sonrisas e inclinaciones de cabeza con una docena de amigos y conocidos. Habló brevemente con Claire y Amber le presentó a una americana recién llegada, una mujer joven de rostro pecoso que venía de Seattle y cuyo marido trabajaba en Amazon, en una fábrica de cerveza reconvertida en el Grund. Kate accedió a quedar con ellas para tomar un café antes de recoger a los niños, seis horas y media a partir de aquel momento, la oportunidad diaria para hacer la compra, limpiar, ver una película o tener una aventura con el profesor de tenis. Para llevar cualquier tipo de vida secreta que una decidiera llevar. O simplemente para tomar un café sin secretos con otras amas de casa expatriadas.

Colina abajo, precaución extrema al atravesar una zona de obras, cruzar el paso a nivel y de nuevo subir, luego bajar para cruzar el río Alzette en Clausen, después subir hasta la Haute Ville, dejando atrás el desvío al
palais
del gran duque, al guardia arrogante con las gafas ahumadas, de vuelta a su plaza de garaje.
Bip bip
.

Había empezado a llover otra vez. Kate se dirigió caminando hacia el centro por calles que se sabía de memoria, cada bajada, cada curva, cada escaparate y cada zapatería.

Una monja de edad avanzada estaba en la puerta de Saint Michel.


Bonjour
—saludó a Kate.


Bonjour
. —Kate miró a la monja con atención. Gafas de montura transparente y un hábito cerrado bajo un abrigo oscuro de fieltro. Ahora se daba cuenta de que no era tan vieja, solo lo parecía cuando se la veía de lejos. Era probable que tuviera su misma edad.

Hacia la Montée du Clausen, espectaculares vistas a ambos lados de la meseta en pendiente, un amplio panorama de negros y grises, parda humedad. La lluvia arreció, ahora caía fría y en cantidad. Kate se arrebujó en su abrigo.

Un tren cruzaba la garganta por el puente con aspecto de acueducto. Abajo, en el río parcialmente congelado, un pato graznaba insistente, como un anciano gruñón discutiendo con una cajera. Un trío de turistas japoneses con impermeables de plástico cruzaban la calle apresurados.

Kate subió al mirador situado en lo alto de las fortificaciones, que estaban excavadas en un laberinto de túneles. Cientos de kilómetros de túneles recorrían el subsuelo de la ciudad, algunos de ellos con capacidad para caballos, muebles, regimientos enteros. Durante las guerras, las gentes del pueblo se escondían —vivían— en aquellos túneles, a salvo de las matanzas que se sucedían arriba.

Llegó al mirador. Había otra mujer allí, con la cara vuelta hacia otro lado, hacia el noreste, hacia las relucientes torres de la Unión Europea en Kirchberg. En la cima de la vieja Europa y contemplando la nueva.

—Estáis equivocados —dijo Kate.

La mujer —Julia— se volvió hacia ella.

—Y tenéis que dejarnos en paz.

Julia movió la cabeza.

—Encontraste el dinero, ¿no?

—Joder, Julia —Kate se esforzaba por conservar la compostura, pero sin confiar demasiado en conseguirlo—, te digo que no es verdad.

Julia entrecerró los ojos para protegerse de una ráfaga de lluvia racheada.

—Estás mintiendo.

En toda su carrera profesional Kate jamás había perdido los estribos durante una operación, en un cara a cara. Pero cuando los niños eran bebés, la desesperaban, agotaban su paciencia y a menudo saltaba. Se había convertido en una sensación familiar, aquella presión en el pecho que presagiaba un ataque de furia.

—Y te lo voy a demostrar —dijo Julia dando otro paso en dirección a Kate, con una insufrible sonrisa autocomplaciente en sus labios ridículamente maquillados.

Con un gesto rápido, Kate le dio una bofetada. Su muñeca chasqueó al contacto con la piel húmeda. Fue una bofetada fuerte y con la mano abierta que dejó una marca roja y grande.

Julia se llevó la mano a la mejilla agredida y miró a Kate a los ojos con lo que parecía satisfacción. A continuación sonrió.

Y entonces se lanzó contra Kate, contra sus hombros, su garganta, tomando impulso con las piernas para embestir. Kate retrocedió tambaleándose hacia las escaleras; se caería si no recuperaba el equilibrio. Logró apartarse y se detuvo justo antes del murete de piedra que la separaba de una precipicio de veinte metros.

Miró a su alrededor evaluando el peligroso precipicio que la rodeaban por tres lados; en el cuarto estaba Julia, al principio de las escaleras. Los testigos japoneses habían desaparecido y no había más turistas, más paseantes en aquel día entre semana en una pequeña ciudad del norte de Europa, en pleno invierno y bajo una lluvia heladora.

Estaban solas.

Julia dio un paso en dirección a Kate con la cabeza inclinada, la mandíbula tensa y una mirada de furia. Kate estaba pegada a la pared.

Julia se encontraba a escasos metros. Sin previo aviso, Kate levantó un brazo y le dio un rápido puñetazo, que Julia esquivó para a continuación meterse una mano en el bolsillo y sacar algo brillante y plateado.

Kate volvió a atacar con una patada, dirigida a obligar a Julia a tirar el arma. Pero esto no ocurrió y Kate perdió el equilibrio en el suelo mojado. Cayó de espaldas, primero el trasero y después la cabeza, que golpeó dolorosamente contra la piedra dura, compacta e irregular.

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