—Alguien que no se pondría muy contento al no recibir el dinero.
—Exacto.
—Así que no se trataba solo de una venganza económica.
—No. —Dexter negó con la cabeza—. Quería que mataran al coronel.
A Kate le sorprendió la fuerza del instinto de venganza de Dexter.
—De eso trata todo esto, Kate, de hacer justicia. —Forzó una sonrisa como para subrayar la esencia de su lógica—. No robé el dinero porque sea avaricioso, lo hice para castigar a una de las peores personas del mundo.
A Kate esta explicación le pareció que solo estaba justificada en parte.
—Es una manera de verlo.
—¿Y cuál es la otra?
—Que eres un ladrón.
—Estoy aplicando un castigo más que merecido.
—Eres un ladrón y alguien que se toma la justicia por su mano.
—Para hacer de este mundo un lugar mejor.
—Puede ser, pero esa no es la manera en que nosotros hacemos las cosas.
—¿Quiénes somos nosotros?
—Los americanos. Esa no es la idea de la justicia que tienen los americanos.
—¿Por justicia a la manera americana te refieres a arresto, acusación, juicio, sentencia, apelaciones y encarcelamiento?
Kate asintió.
—¿Y cómo aplicas eso a un ciudadano serbio que vive en Londres? —preguntó Dexter.
—Tratándole como un criminal de guerra internacional.
—Y juzgándole en La Haya. Eso tampoco es muy americano, ¿no te parece?
—Lo que sí es americano es respetar las leyes internacionales.
Dexter soltó una risotada.
—Claro, que haciendo eso —añadió Kate— no te quedarías con veinticinco millones de euros.
Un tren de mercancías cruzó traqueteando el puente que colgaba sobre parte de la garganta. Se dirigía hacia el norte y era largo, chato y lento.
—Entonces, ¿cuál fue tu primer paso y cuándo?
Kate estaba empezando a poner distancia entre sus sentimientos de traición, su enfado, y el comportamiento de Dexter. Estaba empezando a ponerse de su parte. O, al menos, a ver las cosas desde su perspectiva.
—Hace como un año y medio registré aquí una empresa, una firma de inversiones, una
société anonyme
. Y abrí una cuenta corriente anónima para la sociedad; también empecé a seguir de cerca la actividad del coronel, sus cuentas, sus transferencias, buscando cualquier oportunidad y pensando en cómo aprovecharla.
—¿Cómo lo hiciste?
—En uno de sus viajes de trabajo, a Milán, usó un acceso a Internet de un hotel para hacer una transacción bancaria y esta conexión desprotegida me permitió instalar un programa oculto en su disco duro que registraba automáticamente cada pantalla que abría. Cada noche a las cuatro, hora del meridiano de Greenwich, si tenía el ordenador encendido, me enviaba por
e-mail
la relación de páginas que había visitado en las últimas veinticuatro horas. Esto no me permitía conseguir contraseñas ni nada de eso; solo ver lo que estaba haciendo e irlo preparando todo. Después, a principios de agosto, hace seis meses, lo tenía todo listo. Todo estaba en su sitio. Bueno, casi todo. Primero necesitaba confirmar que podía hacerlo.
—¿Cómo?
—Haciendo una prueba. Yo entraba de forma habitual en los servidores de seguridad de los bancos. Uno de ellos, en Andorra, era el que usaba un despacho de abogados para guardar los fondos antes de hacer los desembolsos a sus clientes. El principal cliente de la firma era una compañía de seguros, de seguros médicos. Hace unos pocos años, en lo que fue una sangrante injusticia, este despacho no solo defendió a la aseguradora frente a una demanda, sino que logró que el demandante tuviera que pagar las costas: un millón y medio de dólares. El despacho ingresó sus honorarios, un tercio del total, en el banco de Andorra y después transfirió los dos tercios restantes al cliente. O más bien debería decir que lo intentó.
—Un millón de dólares. ¿Robaste esa cantidad?
—Así es. ¿Sabes qué aseguradora era?
Kate repasó mentalmente todas las posibilidades improbables y entonces se dio cuenta de que no eran tan improbables. Llevaba tiempo sin pensar en aquella compañía. Dos décadas, concretamente.
—American Health —murmuró. Una de las principales ocupaciones de Kate había sido llevar las relaciones con American Health. Rebatir sus decisiones, completar formularios, concertar reuniones, intentar que admitieran que tenían la obligación de aprobar el tratamiento de su padre, a pesar de que la letra pequeña de sus pólizas afirmaba lo contrario—. Le robaste un millón de dólares a American Health.
—Un millón de dólares sucios. Que en justicia le correspondían a gente como tu padre. O más bien como tú. La demanda la había presentado una hija en nombre de su padre muerto.
—¿Esa fue la prueba que hiciste?
—Decidí que era mejor usar un conejillo de indias que fuera culpable. Y funcionó. Así que estaba preparado para enfrentarme al coronel.
—¿Y por eso nos vinimos a vivir aquí?
—Sí.
—Vale —dijo Kate inclinándose hacia delante. Todo aquello empezaba a cobrar sentido—. Ahora explícame cómo lo hiciste.
Dexter no era exactamente el hombre que Kate había creído que era. Pero empezaba a saltar a la vista que no era tan diferente como se había temido.
—Primero —dijo Dexter— necesitaba tener mejor acceso al ordenador del coronel, así que contraté a alguien para que me ayudara, una mujer joven de Londres.
A Kate le invadió una oleada de alivio.
—¿Cómo se llama?
—Marlena.
Era una de las dos personas a las que Dexter llamaba desde su móvil secreto. Kate suponía que Niko era la segunda.
—¿Y cuál es el nombre de pila de Smolec?
Dexter parecía confundido, pero contestó a la pregunta:
—Niko.
El otro contacto. Dos nombres, dos personas. Eso lo explicaba todo.
—Y esta tal Marlena —preguntó— ¿qué hacía exactamente?
—Me ayudaba a acceder al ordenador.
—¿Cómo?
—Acostándose con el coronel —dijo Dexter.
—¿Así que es una prostituta?
—Sí.
—¿Y tú te has acostado con ella?
Dexter rio.
—Oye, no puedes reírte de ninguna de mis preguntas. Ese derecho te lo vas a tener que ganar otra vez.
—Perdona.
—Y bien, ¿te has acostado con ella o no?
Dexter suprimió una sonrisa.
—¿Sabes qué aspecto tiene Marlena?
—He visto fotografías, sí.
—Soy consciente de que soy un hombre muy atractivo, Kate. Los dos estamos de acuerdo en eso. Pero ¿de verdad crees que una mujer como Marlena se acostaría conmigo?
—La estás pagando. Por tener relaciones sexuales.
Dexter la miró con cara de desesperación.
—Vale. —Kate cedió—. Continúa.
—Marlena es una rusa de veintidós años. Es la…, digamos…, la especialidad del coronel. La puse en el lugar adecuado, en el bar de un hotel donde la gente va a buscar chicas como ella.
—Así que el coronel sabía que era una prostituta.
—Sí.
—¿Y fue a su apartamento y entró en su ordenador? ¿Así de fácil?
—No. Era un plan más a largo plazo. Cuando se conocieron, ella le dio un número de teléfono donde contratar sus servicios. Él llamaba y ella acudía. Para la primera noche Marlena montó un numerito especial.
—¿El qué?
—Pues un poco de exageración seguida de un momento tierno en el que le confesó al coronel que, aunque se acostaba con hombres casi todas las noches, nunca había experimentado tanto placer con un cliente. Le dejó claro que le había hecho pasar momentos inolvidables desde el punto de vista sexual. Y que le encantaría que el coronel se convirtiera en uno de sus clientes fijos.
—¿Y él se lo tragó?
—¿Y quién no?
Kate nunca lograría comprender cómo podían ser tan estúpidos los hombres.
—Hasta la quinta cita el coronel no la dejó sola el tiempo suficiente como para poder acceder a su ordenador en privado. Le instaló una cosa que se llama
sniffer
, que puede localizar los nombres de usuario y las contraseñas. Para cuando llegó la segunda visita de Marlena —se veían una vez por semana—, yo había creado un paquete de software que le instaló en su ordenador y que incluía un programa de seguimiento que registraba cada tecla que pulsaba el coronel y me enviaba informes al minuto. Después me pasé horas descifrando el algoritmo de su sistema de contraseñas dinámicas para poder entrar en su cuenta bancaria sin que se diera cuenta. Un aburrimiento. Y en unas cuantas semanas más construí una página web falsa para su banco.
—¿Y eso por qué?
—Porque cuando alguien está transfiriendo millones de dólares no se limita a pulsar el botón de «Enviar». También está al teléfono con un empleado del banco que le confirma la transacción. El cliente rellena los formularios y después el empleado realiza la transferencia. Así es como los bancos evitan el fraude.
—¿Y cómo lograste esquivar la seguridad con un sitio web falso?
—Porque cuando el coronel pensaba que estaba entrando en la página del banco, en realidad accedía a un programa localizado en su disco duro y no en la web. Todo lo que tecleaba, las imágenes que veía en su pantalla, era ficticio y no tenía nada que ver con su cuenta corriente, cuya actividad real controlaba yo, desde un acceso remoto.
—Lo que me estás diciendo es que el coronel pensaba que estaba haciendo transferencias en línea. O confirmando una transferencia por teléfono. Pero eras tú el que estaba haciendo una transferencia distinta.
—Correcto.
—Eres un genio.
Dexter regresó al balcón con el gorro de esquiar puesto. Le dio el suyo a Kate, que se lo encajó hasta debajo de las orejas, que le quemaban y le dolían del frío. Tomaron de nuevo asiento arropados con chales de lana.
—El coronel estaba siempre haciendo alguna compraventa de armamento de envergadura —dijo Dexter—, pero la que yo estaba siguiendo era extragrande, los compradores eran unos africanos tan malos que parecían salidos de un cómic. Sería mi oportunidad ideal, el tipo de transacción complicada que había estado esperando. El coronel estaba comprando una flota de MiG a un exgeneral soviético para vendérsela a un grupo revolucionario congolés. ¿Sabes algo de la guerra del Congo?
Las matanzas del Tercer Mundo habían sido en otro tiempo una de las asignaciones de Kate y se había alegrado cuando dejaron de serlo. Pero eso no quería decir que no estuviera al día: siempre sería una yonqui de la política.
—El conflicto más letal desde la Segunda Guerra Mundial —dijo—. Más de cinco millones de muertos.
—Eso es. Así que este negocio que estaba haciendo el coronel requería contar con la confianza del general, Ivan Velten, una confianza que se había ido ganando tras dos décadas siendo socios. Y también requería que se hicieran varias transacciones de manera casi simultánea, en el mismo día en que se enviaban los aviones. Que resultó ser Acción de Gracias.
Kate asintió, recordando la excusa que Dexter le dio por no poder pasar la fiesta en casa.
—La mañana de la transacción los congoleses hicieron el pago al coronel, quien transfirió la mitad a Velten. De manera que la mitad de los aviones fueron transportados a un aeródromo cerca de la frontera con Angola, pilotados por la noche desde Zambia, donde el general los tenía escondidos desde que los robó en una base aérea de Kazajistán. Entonces era cuando el coronel tenía que hacer el resto del pago al general. Inició la transferencia y el dinero salió de su cuenta, pero nunca llegó a la del general.
—Porque lo transferiste a la tuya.
—Sí. El coronel ahora le debía al general veinticinco millones que no tenía y además necesitaba descubrir qué era lo que había pasado. Llamó a su contacto en el banco, pero la mujer tenía grabaciones de su conversación, en la que daba su aprobación a la transferencia de fondos a otra cuenta de mismo banco. Tanto el coronel como Velten tenían sus cuentas en el SwissGeneral, porque las transferencias de dinero dentro de un mismo banco son efectivas de inmediato, ya que el banco puede comprobar si hay fondos. Yo también tenía una cuenta en el SwissGeneral.
—Pero ¿el banco no podía rastrear tu operación? ¿No podían localizar la cuenta dentro de su sistema?
—Sí, claro que podían y estoy seguro de que lo hicieron. Pero lo que encontraron fue una cuenta vacía abierta por un tipo al que pagué por abrirla hace un año y que no sabía mi nombre ni me había visto nunca la cara. Y yo transferí de inmediato los fondos de esta cuenta en el SwissGeneral a otra que tengo en otro sitio.
—¿Y esa transacción no podían rastrearla?
—Sí, en una situación normal, pero aquel día habían tenido un fallo en la seguridad en las oficinas centrales de Zúrich. Mucho antes, meses antes, de hecho, contraté una caja de seguridad en esa sucursal. La mañana de la transacción del coronel fui a verla. Me llevaron a una sala de reuniones y me dejaron solo con ella. Saqué un mecanismo inalámbrico pequeño que parecía el enchufe de un ordenador, lo conecté al
router
debajo de la mesa de la sala de reuniones y me marché. El
router
estaba conectado al sistema principal del banco y el mecanismo emitía una señal inalámbrica, así que podía acceder al sistema desde fuera del edificio.
—¿Por qué no lo hiciste desde la sala de reuniones?
—Porque, de haberlo hecho, el administrador del sistema podía haber puesto en marcha un interceptor y descubrir dónde estaba yo exactamente. Además, no quería conectarme desde dentro, porque suponía que cuando descubrieran que alguien había accedido al sistema, cerrarían automáticamente el edificio.
—¿Y lo hicieron?
—Sí, pero para entonces yo ya había vuelto a mi hotel, situado cerca de allí. Mi habitación daba a la calle y monté una antena direccional para capturar la señal inalámbrica WAP.
—¿Cómo podías estar seguro de que todas esas técnicas funcionarían?
—Las había probado ya, en un viaje anterior. Había comprobado los aspectos tecnológicos y también había interceptado las contraseñas del sistema de seguridad del banco. Había analizado la arquitectura y la lógica del sistema, los protocolos y las medidas de seguridad empleadas por los administradores. Entonces todavía no podía hacer nada, pero sabía que lo conseguiría cuando llegara el momento.
—¿Y cuándo fue eso?
—Después de redirigir la transacción financiera del coronel y transferir los fondos del SwisGeneral a una cuenta en Andorra, solo tardé un par de minutos en acceder a la parte del sistema del banco que registraba las rutas y los números de cuenta de las transacciones realizadas aquel día.