Está en la calle caminando en dirección contraria al río cuando, sin avisar, el gigantesco mecano que aloja el Centro Pompidou aparece amenazador ante sus ojos, sus colores primarios y acero brillante recortados contra el cielo azul del atardecer.
Kate paga la entrada y entra en un ascensor. Es la única pasajera.
Se orienta bien en este museo, es uno de los lugares que suele visitar con Dexter cada vez que se inaugura una exposición, luego almuerzan en la azotea, que tiene las mejores vistas de toda la margen derecha del Sena.
Entra en el restaurante, saluda a un camarero con la cabeza y se dirige a la mesa de la esquina más apartada. Sobre ella hay una botella de agua mineral; dos vasos y un solo comensal.
Una mujer en la mesa de al lado mira a Kate y después vuelve los ojos a su taza de café; el hombre sentado con ella se está estudiando las uñas de las manos. Son la unidad de apoyo.
El pulso se le acelera. Recuerda que lleva un arma cargada en el compartimento secreto del fondo del bolso y piensa en las otras armas ocultas que habrá dispersas en este elegante restaurante de azotea, repartidas en bolsos o fundas de revólver bajo la axila, chaquetas deportivas hechas a medida para ocultar la indefectible herramienta.
Hayden se levanta para besarla, sus mejillas se rozan y la incipiente barba propia de esta hora del día le araña la cara, irritada por el largo verano al aire libre y su desprecio generalizado por las cremas con filtro solar. El aliento de Hayden huele a café y a restos de caramelo de menta.
—Otro museo —dice Kate mientras toma asiento—. Eres un amante del arte, ¿eh?
—Es uno de los motivos por los que vivo en Europa.
—Sí.
—¿Cuál es el tuyo?
—La aventura.
—Por supuesto. A todos nos encanta la aventura.
Hayden le sirve a Kate un vaso de agua con gas, las burbujas silban suavemente. Esboza una de sus sonrisas irónicas, su catálogo parece ser infinito.
—Dijiste algo sobre dinero robado.
Kate da un sorbo de agua para tranquilizarse y poder hablar sin que le tiemble la voz. Para evitar ser manipulada o defraudada.
—Sí —dice mientras deja el vaso en la mesa mirando a Hayden a los ojos—, pero quiero una cosa a cambio.
Hayden asiente.
—Bueno, en realidad son dos cosas.
En la puerta decía: «Registre de Comerce et des Sociétés». Era un edificio de oficinas de escasa altura, en una calle por la que Kate nunca había pasado y cuya existencia desconocía. Había una mujer sentada detrás de una mesa con un ordenador; llevaba una gafas angulosas de color magenta.
Kate había memorizado palabras, comprobado cada conjugación verbal. Incluso llevaba un diccionario de bolsillo; en el bolsillo, claro. Esperaba encontrarse con un montón de palabras raras en la oficina del registro público de empresas. Pero después de que dijera una frase en francés, la mujer le contestó en inglés:
—Claro que sí. ¿Nombre de la compañía?
—LuxTrade.
La mujer tecleó y pulsó con decisión la tecla «Enter».
—El presidente-director general es Monsieur Dexter Moore.
—¿Puede decirme algo sobre la compañía?
—Está descrita como de inversiones en mercados financieros.
—¿Cuándo se fundó?
—No lo sé.
—Perdone. Quería decir que cuándo se registró aquí, en Luxemburgo.
La mujer miró la pantalla.
—El pasado octubre.
—Gracias. ¿Puede decirme algo más?
—No hay nada más.
Kate se dio la vuelta para marcharse, pero entonces se detuvo y se volvió.
—Con el pasado octubre se refiere usted a hace tres meses, ¿verdad?
—No,
madame
. LuxTrade se registró en Luxemburgo hace quince meses.
¿Hacía quince meses? Eso era un año antes de que se mudaran a Luxemburgo. Cuando Dexter dejó el banco para trabajar por su cuenta. Parece ser que fue entonces cuando ideó su plan de robar una descomunal cantidad de dinero y esconderse en Luxemburgo durante quince meses.
Aturdida, caminando de vuelta al aparcamiento del centro comercial por la ancha avenida de tráfico rápido JFK, rodeada de edificios de oficinas de acero y cristal, de coches de acero y cristal, contenedores de diferentes formas y tamaños de vida humana, peatona en una calle no peatonal. Avanzando contra el viento, áspero y frío, doloroso cuando sopla de repente.
El bulevar estaba flanqueado por oficinas bancarias, las sociedades anónimas y las de responsabilidad limitada, las distintas configuraciones posibles para proteger a los beneficios de impuestos y demandas judiciales. Había grúas y dragas por todas partes, se estaban construyendo torres de oficinas alrededor del museo nuevo de arte, del nuevo teatro de la Ópera, del nuevo centro deportivo, todos los espacios públicos se financiaban con los miserables impuestos al dinero nuevo que llegaba al país, cada día, para esconderse. Como los veinticinco millones de euros de LuxTrade.
Kate subió las escaleras y entró en el centro comercial de acero y cristal, donde pasó unos segundos en compañía de seres vivos, que respiran, antes de descender por el gran ascensor de acero y cristal, sola, sin nadie a la vista.
Dexter había registrado LuxTrade, una compañía de inversiones —¿lo era?—, aquí en Luxemburgo hacía quince meses. ¿Cómo era posible?
Escuchó el chirrido de neumáticos, el zumbido de un motor, una puerta cerrarse.
Caminó dentro de las líneas pintadas en el suelo que marcaban la zona para peatones, acatando las reglas, mirando, escuchando.
El fuerte ruido metálico, en algún punto lejano, de un carro de supermercado cuando es encajado al final de una fila.
Se dirigió hacia donde pensaba que estaba su coche. Escuchó pisadas, no muy lejos, pero no vio a nadie. Ahuyentó el miedo que amenazaba con atenazarla, pero después se lo pensó mejor y lo aceptó. Miró de nuevo a su alrededor, esta vez con más cuidado y los oídos atentos a otros sonidos, a ser posible, los tranquilizadores, pero también los raros y terroríficos.
Estaba en un aparcamiento en Luxemburgo y en pleno día. Aquel era un lugar más seguro que cualquiera de Washington a cualquier hora. Por no mencionar otros sitios peligrosos donde había pasado la mayor parte de su carrera en la agencia.
Tenía la llave en la mano y la mirada alerta. Escuchó pisadas y un maletero cerrándose, un coche acelerando para subir la rampa, el chirrido de un carro con una rueda torcida, y después vio —gracias a Dios— su coche, el ruido seco de las puertas abriéndose, su corazón latiendo a mil por hora. Luego, deslizarse detrás el volante, girar la llave de contacto, meter la marcha, quitar el freno de mano y acelerar, salir como fuera de allí mientras el miedo daba paso al bochorno —¿cómo podía darle tanto miedo un aparcamiento de Auchan?—, bajar la ventanilla para introducir el tique en la ranura, la barrera que sube, la rampa hacia la luz del día, saliendo a…
Un crujido, alguien moviéndose y una voz procedente del asiento trasero, un gruñido suave.
—Coge el siguiente desvío a la derecha —dijo el hombre.
Kate consideró las opciones que tenía. Podía pisar el freno, abrir la puerta y saltar del coche, echar a correr por la calzada hasta llamar la atención de la policía.
O podía negarse a hacer nada hasta que él le diera alguna explicación.
O podía meter la mano en el bolso, sobre el asiento del copiloto, sacar la Beretta, volverse y meterle unos cuantos balazos en el cuerpo a aquel agente del FBI.
O podía obedecerle.
—¿Adónde vamos?
Bill no contestó. Estaba sentado en el centro del asiento trasero mirando fijamente a Kate por el espejo retrovisor.
Kate giró como le había indicado y de nuevo otra vez, rodeando la monstruosa rotonda con la escultura de acero en el centro. Había quien decía que era de Richard Serra, pero Kate no se lo creía. Detuvo el coche donde Bill le indicó, a unos cuantos metros de la rotonda, junto a una estrecha franja de zona ajardinada, con una pradera en colina, bancos y farolas, un hombre mayor paseando un perro.
—Vamos fuera. —Bill la condujo hasta un banco cercano. Estaban en un lugar público, a la vista de todo el mundo; era difícil imaginar que podía correr peligro. De eso se trataba, Kate estaba segura.
Bill se sentó. Kate pensó en irse a otro banco, elegido al azar, en lugar del que le habían escogido. Pero este también lo había escogido al azar. ¿O no? Empezaba a costarle trabajo separar sus decisiones de las que tomaban los demás por ella, pero en beneficio de ellos.
Pasó un coche e inmediatamente detrás, otro. Uno de ellos se parecía al de Amber, Kate había estado antes en aquella calle, había pasado junto a ese parque. Todo el mundo pasaba por allí.
—La gente va a pensar que estamos liados —dijo Kate. Se sentó al lado de Bill, en las frías planchas de madera pulida.
—Eso sería mejor que la verdad.
Se acercó un coche que le resultaba familiar. Kate se puso tensa y recordó de nuevo la pistola en su bolso. Julia se bajó, caminó hacia el banco y se sentó en el extremo opuesto a Bill.
—Hola, Kate. —Con la media sonrisa forzada que la gente intercambia en un funeral.
Kate no dijo nada.
—¿Crees que un novato como Kyle Finley puede acceder a los archivos conjuntos del FBI y la Interpol sin que nadie se dé cuenta? —preguntó Bill—. ¿Piensas que nadie avisaría a los agentes encargados de la misión?
Kate miró a Bill, después a Julia y de nuevo a Bill. Ahora comprendía que querían hablar con ella cara a cara y que podría sacarles información. Lo importante era no darles ninguna a ellos.
—¿Qué me quieres decir con eso? —preguntó.
—Mira —dijo Bill—, ni te esperas lo que te vamos a contar.
Kate rio.
—O sí te lo esperas. Así que aquí va. Kate, tu marido es un ladrón.
A Kate le sorprendió hasta qué punto le sorprendió oír aquella acusación en voz alta, pronunciada por los propios investigadores. Fue un extraño momento de lucidez, de certidumbre. A Kate no le cupo duda de que aquel hombre estaba convencido de lo que decía.
—Contadme lo que creéis que sabéis.
—Al parecer cometió su primer delito el verano pasado, cuando todavía vivíais en Washington. Robó un millón de dólares interceptando una transacción electrónica.
Kate no dijo nada.
—El rastro electrónico tenía algunas marcas —prosiguió Bill—, pistas de que el dinero robado había ido a parar a Andorra. Pero el robo se había cometido desde un ordenador en Estados Unidos. Así que empezamos a investigar a los americanos que llegaban al aeropuerto de Barcelona, el más cercano a Andorra, que no tiene.
—¿Que no tiene qué? —preguntó Kate para ganar tiempo y así hacer memoria de lo ocurrido el verano anterior.
—Aeropuerto —dijo Bill—. Andorra no tiene aeropuerto propio. Así que, cuatro días después del robo, entre los americanos que llegaron a Barcelona había un hombre que resultaba ser uno de los principales especialistas mundiales en el campo de seguridad de transacciones electrónicas.
Kate se cruzó de brazos.
—Aquel hombre alquiló un coche para proseguir su viaje desde Barcelona, tres horas de carretera, y regresó al día siguiente. Un coche caro. ¿Sabes adónde fue?
Kate miró a Julia, que a su vez la miraba con atención.
—Aquel hombre fue a Andorra en su coche alquilado y de ahí al aeropuerto, de vuelta a Estados Unidos. Sacó billetes de avión para Fráncfort. Cuatro billetes, dos de adulto y dos de niño. Puso su casa en alquiler, hizo una transferencia de titularidad de su coche. ¿Y su mujer? Dejó su trabajo.
Kate miró a Bill a los ojos y vio en ellos que sabía quién era. A qué se dedicaba antes. Después miró a Julia. Los dos lo sabían.
—¿A qué te suena todo esto? —preguntó Bill.
Kate apartó la vista hacia tres coches que bajaban la colina. El tráfico se había intensificado en la carretera, por lo común concurrida.
—Suena a huida de la justicia, —contestó Bill a su propia pregunta—. Ya teníamos a un equipo investigando el robo del millón de dólares, pero contactamos con la Interpol para organizar una operación conjunta, de manera que pudiéramos seguir al sospechoso en Europa con autoridad y acceso total. Entonces…
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué le seguisteis? Robó…, ¿cuánto decís?, ¿un millón de dólares?, hay gente que roba un millón de dólares todos los días. ¿Por qué seguir a este sospechoso hasta el extranjero?
—Porque no entendíamos cómo había conseguido hacerlo.
Kate no comprendía; sabía que se le escapaba algo. Negó con la cabeza.
Entonces intervino Julia:
—Como no lográbamos deducir cómo lo había hecho, tampoco podíamos evitar que lo volviera a hacer. Que volviera a robar cualquier cantidad de dinero cuando alguien estuviera haciendo una transacción, en cualquier parte del mundo.
Ah, eso desde luego merecía montar una pequeña investigación secreta.
—Que es exactamente lo que ocurrió. —Julia se inclinó hacia delante—. En noviembre. El día de Acción de Gracias, concretamente. ¿Te acuerdas de ese día, Kate?
Kate la miró furiosa. ¡Asquerosa destrozahogares!
—Imagino que te enfadarías bastante. Tu marido tenía un «viaje de negocios» —dijo dibujando unas comillas en el aire—. ¿Dijo si iba solo?
Kate no estaba dispuesta a soltar prenda. Se frotó las manos para entrar en calor. Parecía hacer cada vez más frío.
—Como quieras —dijo Julia encogiéndose de hombros. Después cogió su bolso y sacó un sobre grande marrón. Sacó algo, papeles seguramente.
—Estaba en Zúrich —dijo pasándole los papeles a Kate—. Con otra mujer.
Kate cogió el fajo de fotografías, anotadas con bolígrafo, fechas, lugares y nombres garabateados. Dexter con un hombre de aspecto siniestro en un café en Sarajevo, Dexter en un banco de Andorra, en Zúrich. Dexter en una discoteca en Londres con una mujer guapísima. Kate le dio la vuelta a esta última foto y leyó la fecha y el nombre: Marlena.
—¿Qué es esto? —preguntó luchando por conservar la compostura, por no desmoronarse ahora y para siempre, tal vez. No se esperaba que la tal Marlena fuera del tipo supermodelo—. Todo esto ¿qué demuestra?
—Cada una de esas fotos demuestra una cosa distinta. Y todas juntas equivalen a la verdad.
Kate no podía apartar la vista de la fotografía de Zúrich tomada el pasado julio. Dexter en una joyería, inclinado sobre la vitrina junto a aquella hermosa criatura que le sonreía, Marlena. Y había más instantáneas de Zúrich con Marlena y Dexter, entrando y saliendo del vestíbulo de un hotel, en el ascensor de un hotel. Cenando en el restaurante. Desayunando. Y después en Londres, en otro restaurante, en las escaleras de una casa de ladrillo blanco en una calle pequeña.