Kate negó con la cabeza.
—Con Photoshop todo es posible. —No se había esperado este ataque de celos, esta preocupación—. Con una buena impresora cualquiera puede hacer un montaje.
Sonó su teléfono móvil. Era Claire. Ignoró la llamada.
—Puedes quedarte las fotografías —dijo Julia ignorando la absurda objeción de Kate—. Compáralas con tu agenda, con tus correos electrónicos, las facturas de teléfono, lo que quieras. Verás que Dexter siempre ha estado donde decía que estaba. Abriendo cuentas bancarias, una detrás de la otra por toda Europa. Y viéndose con esta mujer.
—Todo esto lo podéis haber montado vosotros —dijo Kate. Pero se estaba esforzando por evitar creer que Dexter llevaba una doble vida como delincuente, con otra mujer que vivía en Zúrich o en Londres. No era una conclusión inevitable, pero se acercaba mucho.
—Y mientras estaba en Zúrich —continuó Julia— lo volvió a hacer. Pero esta vez robó veinticinco millones de euros.
Bill hizo una mueca, arrugando brevemente el ceño y entrecerrando los ojos.
—¿Cuánto? —preguntó Kate. Se acordó de simular sorpresa; intentó poner cara de sorprendida.
—Veinticinco millones —repitió Julia.
Bill abrió ligeramente la boca y desvió la mirada por un instante. Pero después la cerró y miró a Kate.
—Eso es mucho dinero —dijo Kate. Aunque no tanto como lo que le había dicho Kyle que Dexter había robado—. ¿A quién se lo robó?
—A un traficante de armas serbio.
Kate miró la foto que tenía en la mano. Marlena era espectacular. Y veinticinco millones de euros. Era difícil competir con eso.
Apartó aquel pensamiento.
—Y vosotros ¿quiénes sois? —preguntó.
—Ya lo sabes.
—¿Sois del FBI trabajando para la Interpol?
Julia asintió.
—Sois un equipo de veteranos especializados en ciberfraude. Habéis seguido a mi marido hasta Luxemburgo porque sospecháis que en noviembre pasado robó veinticinco millones de euros más otro millón en verano.
—Correcto.
—Y es fundamental cogerlo porque no tenéis ni idea de cómo hacer que deje de actuar.
—Sí.
—¿Y por qué me contáis todo esto?
Ninguno de los dos contestó, esperando que Kate llegara a la conclusión por sí sola. Kate les miró alternativamente y supo que estaba en lo cierto. Sabía lo que intentaban hacer.
Su teléfono sonó otra vez, era Claire. Podía ser algo importante. ¿Qué no es importante, al fin y al cabo? Lo abrió.
—Hola.
—¿Kate? ¿Estás bien?
—Eh… —menuda pregunta—. Esto…
—Tus hijos están aquí esperando. Todos los demás se han ido ya.
¡Mierda! Kate miró su reloj, hacía quince minutos que tenía que haber recogido a los niños.
—Lo siento muchísimo —dijo disculpándose ante la persona equivocada y poniéndose en pie. Ahora entendía por qué había tanto tráfico en aquella calle, las madres que salían del centro comercial para recoger a sus hijos—. Gracias por llamar, Claire. Estaré allí en cinco minutos.
Se metió el teléfono en el bolsillo.
—Tengo que ir a recoger a mis hijos.
Julia asintió como dándole permiso, algo que cabreó bastante a Kate. Se volvió y echó a andar, hacia su coche y a recoger a sus hijos sumida en un millón de pensamientos, un remolino creado a partir de la nueva información de la que ahora disponía. Un nuevo plan.
Kate se despertó a las dos de la mañana. Durante unos minutos intentó volver a dormirse, pero terminó por reconocer que no lo conseguiría y que, además, no quería. Bajó sin hacer ruido las escaleras en albornoz y zapatillas. El apartamento estaba frío y silencioso, como invadido de secretos, irreconocible. Miró por la ventana al oscuro abismo de la profunda garganta, la luz de las farolas, algún coche que otro circulando a demasiada velocidad por las calles heladas y en pendiente.
Encendió el ordenador y empezó a abrir archivos, otra vez. Los mismos que había abierto antes, la semana anterior. Repasó de nuevo las páginas web de sus cuentas bancarias, otra vez. La semana pasada no había encontrado nada y esta noche tampoco lo haría. Pero aquello es lo que haría una mujer que sospecha de su marido mientras este duerme. Aquello era lo que tenía que hacer. Lo que tenían que verla hacer.
A las cuatro apagó el ordenador. Después usó un rotulador grueso y escribió una nota en letras grandes y fáciles de leer y la llevó al piso de arriba. Se asomó al cuarto de los niños, como hacía siempre que pasaba por delante por la noche. Les vio dormir durante un minuto, empapándose de su inocencia.
Regresó al dormitorio y encendió la lamparita de lectura. Se quedó de pie mirando a su marido, que respiraba profundamente con la boca entreabierta, dormido como un tronco.
Le dio un codazo suave.
Dexter abrió los ojos y miró confuso el trozo de papel que su mujer sostenía ante su cara.
«No hables. Vamos abajo. Ponte el abrigo. Salimos al balcón».
Diez horas después Kate subió las escaleras que conducían al vestíbulo con suelo de baldosas y levantó tres dedos en dirección al metre.
—
Trois, s’il vous plait
.
—
Je vous en prie
—dijo este con el brazo extendido y conduciendo a Kate a través la zona del bar, casi en penumbra, hasta el comedor trasero, más iluminado.
Aquí era donde Kate y Dexter habían cenado la noche en que firmaron el contrato de alquiler del apartamento. Una celebración, con los niños ya dormidos y al cuidado de una canguro proporcionada por el hotel.
¿Podía haber sido aquello hacía menos de medio año? Por entonces hacía calor y habían comido fuera, en la terraza distribuida por las dos aceras de la calle empedrada, en una plaza pequeña y bajo un árbol, junto a un promontorio con vistas majestuosas. Kate y Dexter comieron en una mesa de mantel blanco a la luz del crepúsculo, rodeados de grupos de gente joven vestida de traje, con gafas y fumando.
Después de la cena Dexter le había cogido la mano y le había hecho cosquillas en la palma. Ella se había inclinado hacia él, notando la calidez de su matrimonio y la promesa del sexo que estaba por venir.
Entonces era verano en el norte de Europa. Ninguno de los dos había previsto cómo sería en pleno invierno.
Kate se sentó en la silla junto a la ventana, un poco ladeada, mirando a la ventana —estaba empezando a nevar— pero también al comedor de aspecto íntimo, papel sombrío en las paredes, apliques en tonos apagados y muebles voluminosos y oscuros, iluminados indirectamente por la claridad plateada del día sin sol. Apoyó el bolso, pesado por la Beretta, en el banco que había a su lado.
El camarero dejó las cartas sobre la mesa con el acostumbrado saludo luxemburgués:
Wann ech gelift
.
Casi todas las mesas estaban ocupadas por hombres, en parejas y en cuartetos, con traje y corbata. Al otro lado de la habitación había una mujer sola. Se tocaba el pelo y miraba a su alrededor, tratando de no llamar la atención, pero también de que no se le escapara si lo hacía. Una maniobra que solo se le ocurriría a una chica sola y poco atractiva.
Todos allí eran estereotipos.
Julia y Bill estaban en la puerta con expresión sombría.
Kate también trató de comportarse como se esperaba de ella, de hacer su personaje.
—Hola —dijo Julia dejando el abrigo doblado sobre una silla vacía. Comportándose como si aquella fuera una reunión de negocios en la que solucionar un enfrentamiento de larga duración—. Querías vernos, ¿no?
El camarero estaba cerca y le pidieron las bebidas. Cuando se hubo marchado, Kate se limitó a decir:
—Estáis equivocados.
Julia asintió, como expresando conformidad con una buena idea, una propuesta de ir a comer junto a un lago en un día claro de primavera.
—El problema, Kate —dijo con una sonrisa condescendiente—, es que no hemos conseguido localizar nada que demuestre que Dexter ha firmado un contrato con algún banco.
A Kate le sorprendió lo irrelevante de aquel detalle administrativo. Podía imaginarse el contrato en cuestión, archivado en aquella carpeta de aspecto inocuo sobre la refinanciación de su hipoteca. Pero entonces recordó a aquel funcionario de la embajada que decía que las autoridades estadounidenses deberían haber recibido una copia del permiso de trabajo de Dexter enviada por su empleador. Aquello no era un detalle administrativo sin importancia; aquello era una prueba parcial.
—El trabajo de Dexter es confidencial —añadió Kate, puestos a decir cosas irrelevantes.
—Ni tampoco hemos encontrado constancia —Julia continuó hablando como una apisonadora poniéndose en marcha— de dónde saca el dinero. Hemos comprobado vuestras cuentas bancarias, por supuesto, la que abristeis a nombre de los dos, con tarjetas de crédito y débito y extractos bancarios que os envían por correo al apartamento. Así que vemos vuestra renta mensual, y los gastos fijos. Pero lo que no sabemos es de dónde sale el dinero.
Julia hizo una pausa y miró a Kate, esperando a que esta asimilara esa información antes de dar más explicaciones.
—Las transferencias se hacen desde una cuenta corriente sin nombre, anónima —dijo a continuación.
—Así funcionan las cosas en Luxemburgo, ¿no? Hermetismo bancario.
—¿Conoces a alguno de sus compañeros de trabajo? —preguntó Julia ignorando de nuevo el comentario de Kate—. ¿Has visto alguna vez su contrato?
Esta era la primera acusación que Kate sí podía refutar. Porque de hecho había visto el contrato, un documento breve que Dexter había ocultado dentro de una carpeta con otro nombre. Pero no dijo nada.
—¿Has visto alguna de sus nóminas? ¿Ha recibido correspondencia de su empleador? ¿Ha rellenado algún formulario? ¿Una póliza de seguros?
Kate miró la mesa vieja y desvencijada. Claro que el contrato podía ser falso. Es más, era falso.
—¿Una tarjeta de visita? ¿Un tarjeta de crédito de empresa? ¿Una llave electrónica para entrar en las oficinas?
Llegó el camarero con sus bebidas, que depositó con un ruido seco sobre la mesa de madera desnuda, sin mantel. Dos coca-colas
light
y una cerveza.
—¿Has visto alguna cosa, lo que sea, que demuestre, ni siquiera que demuestre, eso sería demasiado pedir, que sugiera que tu marido trabaja para alguna compañía?
Julia cogió su refresco y dio un sorbo. No prosiguió con su ataque.
—Son todo pruebas circunstanciales —dijo Kate.
—Que pueden no ser suficientes para condenar a alguien. Pero sí que bastan para demostrar la verdad, ¿no?
—Pruebas circunstanciales para justificar lo que es solo una conjetura descabellada.
—Conclusiones obvias, en realidad. —Julia miraba a Kate con fijeza y expresión de convencimiento, tratando de transmitirle su certidumbre por encima de la mesa.
Kate apartó la mirada hacia la ventana y la nieve que caía.
—¿Qué es lo que queréis de mí? —preguntó.
Después de un largo silencio, Julia contestó, diciendo exactamente lo que Kate esperaba que dijera:
—Queremos que nos ayudes.
—Dexter.
Este levantó la vista de un tenedor con
amuse-bouche
, algo con algo acompañado de salsa. Se suponía que aquel era el restaurante más elegante del país. El chef había ganado el galardón más prestigioso del mundo. Hacía mucho tiempo, es cierto, pero de todas formas…
—Ya lo sé —dijo Kate. Todo su cuerpo le ardía, le escocía por el nerviosismo. Aquella iba a ser una conversación difícil, con mucho en juego.
—¿Sabes una cosa? —dijo Dexter mientras se introducía en la boca aquel alimento no identificado.
—Sé que no eres consultor de seguridad.
Dexter se quedó mirándola, masticando despacio su objeto no identificado.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Sé lo de tu cuenta bancaria secreta.
Dexter dejó de masticar y luego siguió haciéndolo, en actitud contemplativa.
Kate se mordió la lengua. Ahora le tocaba mover ficha a él y estaba dispuesta a esperar lo que hiciera falta. Dexter tragó. Cogió la servilleta del regazo y se limpió las comisuras de la boca.
—¿Qué es lo que crees que sabes?
—No intentes negarlo.
Kate reparó en que su tono sonaba más hostil de lo que había querido.
—¿Quién ha estado contándote cosas y qué te han contado exactamente?
Había bastante espacio entre unas mesas y otras, así que tenían intimidad, allí en medio de gente vestida con ropas elegantes, corbatas y trajes negros, perlas y bolsos de fiesta.
—No ha hecho falta que nadie me dijera nada —dijo Kate—. He encontrado la cuenta con los veinticinco millones de euros, Dexter.
—De eso nada —dijo Dexter muy despacio y sereno, haciendo un esfuerzo por sosegarse—. No puedes haber hecho eso porque esa cuenta no existe. No tengo ninguna cuenta con veinticinco millones de euros.
Kate miró a Dexter y a su mentira y este le sostuvo la mirada.
—¿Quién ha hablado contigo, Kat?
Kate murmuró algo.
—¿Quién?
—Bill y Julia. Son del FBI y están en una misión para la Interpol.
Dexter pareció evaluar esta información.
—Han venido aquí, a Luxemburgo, detrás de ti, Dexter. Es una operación importante, por un delito grave, y tú eres el sospechoso.
Llegaron dos camareros con platos blancos cubiertos con bóvedas de plata, dejaron los platos en la mesa y levantaron los cubreplatos al mismo tiempo. Uno de ellos explicó en qué consistía el plato; Kate no habría sabido decir si lo hizo en inglés o en suajili, dada la atención que le prestó.
—¿Has robado ese dinero, Dexter?
Dexter la miró sin decir nada.
—¿Dex?
Este miró su plato y cogió el tenedor.
—Cuando hayamos terminado de comer —dijo—, iremos un momento al cuarto de baño.
Dexter echó el pestillo.
—Déjame comprobar que no llevas un micrófono.
Kate le miró, pero no dijo ni hizo nada.
—Déjame verlo.
—De eso nada.
—Tengo que hacerlo.
Le sorprendió lo violento que le estaba resultando aquello. Pero, claro, era algo que haría alguien como él. Era lo que tenía que hacer.
Kate se quitó la blusa. Hacía mucho tiempo que no la obligaban a desnudarse para cachearla, y ahora, dos veces en una misma semana. Se desabrochó la cremallera de la falda y se la sacó por los pies. Dexter palpó el forro, la cremallera. No reconocería un micrófono aunque se lo pusieran delante de las narices.