Expatriados (34 page)

Read Expatriados Online

Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dos mil —dijo. No quería preguntar el precio y dar al pelirrojo la oportunidad de controlar la negociación. El precio final del arma lo determinaría la capacidad de negociar de ambas partes y no su valor objetivo. Podía costar cincuenta euros o veinte mil; el punto medio entre lo que el tipo consiguiera que Kate pagara y el precio que esta consiguiera que aceptara.

—Y una mierda. Son diez mil.

Kate se inclinó y cogió su falda. Se la abrochó.

—Ocho mil —dijo el pelirrojo y entonces Kate supo que podría salirse con la suya. Se puso el jersey.

—Dos mil quinientos. —Se sacó el pelo de dentro del cuello del jersey.

—Que te den por culo, hija de puta.

Kate cogió su chaqueta y se la puso.

—No te va a costar menos de cinco mil.

—Te doy tres mil.

—Que te den.

Kate se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse.

—Cuatro mil —dijo el pelirrojo.

—Tres mil quinientos. Lo tomas o lo dejas —dijo Kate con una sonrisa.

El pelirrojo trató de intimidarla con la mirada, pero se dio cuenta de que era inútil.

—Tres mil quinientos —dijo—. Y una mamada.

Kate no pudo evitar reír.

—Que te follen.

El pelirrojo sonrió ampliamente.

—Eso tampoco estaría mal y sería un trato más justo.

Kate insistió en que fueran al museo de Ciencias que estaba en uno de los muelles del puerto. Después de comer visitaron un rastrillo en una iglesia, donde estuvo mirando y regateando varios artículos, una bandeja de porcelana y unos cubiertos para servir de plata. Después dijo que quería sentarse en algún sitio para tomar un café y los niños algo dulce.

Debajo de la mesa notaba el peso de la Beretta en su bolso, pero la conciencia le pesaba aún más.

Dexter admitió que Brad se había convertido en un cretino insoportable en los diez años transcurridos desde que habían trabajado juntos. Se había mudado a Nueva York para trabajar en no sé qué mierda relacionada con sistemas tecnológicos. No hacía más que presumir de su cargo directivo, del
loft
que se había comprado, de sus vacaciones de verano en los Hamptons, bla, bla, bla. A Kate siempre le había parecido un tipo insufrible y le agradó que Dexter por fin se hubiera dado cuenta de ello, de que dentro de Brad hubiera florecido el capullo que siempre había tenido en su interior. Y Nueva York no había hecho más que fomentar su tendencia a ser un capullo.

Si Dexter de verdad tenía cincuenta millones de euros escondidos en alguna parte, había que reconocerle el mérito de no haberse convertido en un cretino enamorado de sí mismo.

Kate pidió otro café. Intentaba estirar el día, de la una a las dos, de las dos a las tres, para asegurarse de que cuando volvieran a Luxemburgo sería tarde y los niños se irían directamente a la cama y las luces de su habitación se apagarían ya para toda la noche. Así Dexter no tendría ocasión de estar solo en la habitación y no podría inspeccionar el escritorio desmontado, el indicio de las sospechas de Kate, la prueba de sus descubrimientos.

Recorrieron la autopista de la llanura holandesa, cada pocos kilómetros había una salida, también en cada ciudad. Al atardecer encontraron algo de retención en la circunvalación de Bruselas y después de nuevo a toda velocidad en dirección sur atravesando la región de Valonia, pequeña y montañosa, gargantas, bosques y luego nada de nada de nada.

Kate miró por la ventana hacia la oscuridad de las Ardenas, escenario de las dos guerras mundiales, batallas sangrientas libradas cuerpo a cuerpo. La batalla de las Ardenas, la mayor y más mortífera de la Segunda Guerra Mundial. Eso había sido unos sesenta años atrás. ¿Y ahora? Ahora ni siquiera había una frontera entre Alemania, Francia, Bélgica y Luxemburgo. Todas esas matanzas por la soberanía y la defensa de las fronteras y ahora no necesitaban pasaporte para viajar desde territorio aliado al del Eje.

George Patton estaba enterrado en Luxemburgo, a una corta distancia paseando desde el colegio de los niños, junto con otro cinco mil soldados estadounidenses.

El coche alemán circulaba a 150 kilómetros por hora, cortando la niebla que cubría el asfalto como un reptil. Subiendo y bajando colinas oscuras y silenciosas, sin cruzarse apenas con otros coches ni con camiones, en mitad de la nada y en plena noche.

El lugar perfecto para desaparecer.

25

Ocho de la mañana, ocho y cinco. Y siete. Tenían que salir para el colegio en ese mismo instante, ya llegaban tarde, pero Dexter seguía en casa, medio dormido, en la ducha.

Si Kate salía ahora, el apartamento se quedaba en manos de Dexter. Podría ir a donde quisiera, hacer lo que quisiera. Revisar el escritorio y descubrir que Kate lo había desmontado. Encontrar la caja escondida en la despensa y ver la Beretta.

—Venga, chicos —dijo desde la cocina. Sacó la pistola de la caja y se la metió en el bolso—. Mamá ya está.

No podía seguir viviendo así.

—¿Hola? —Cerró la puerta principal despacio, sin hacer ruido. Clic—. ¿Hola?

Miró el cuenco de cerámica en la mesa de la entrada, donde Dexter dejaba siempre sus llaves. Estaba vacío.

—¿Dexter?

Subió al piso de arriba para asegurarse y caminó por el pasillo hasta el dormitorio principal, su cuarto de baño. Al pasar junto al dormitorio de los niños miró el escritorio. Estaba tal cual, sin arreglar. Tendría que hacerlo pronto.

Bajó las escaleras y fue hasta la sala de estar. Asomó la cabeza en la cocina, una vez más para estar segura. Cada segundo que pasaba estaba más nerviosa, prácticamente temblaba.

Se sentó frente a la mesa y abrió el portátil. Miró por encima sus correos, dejándolos para más tarde. Respondió a alguno sin importancia, leyó algo sin interés. Incluso vació la carpeta de correo no deseado.

No tenía otra cosa que hacer, salvo lo que se había propuesto hacer.

Abrió la galería de imágenes de su teléfono móvil y seleccionó la fotografía que había hecho al papel de Dexter, con los números de cuenta y las contraseñas. No había nombres de ningún banco, pero ¿cuántos bancos podía haber? ¿Cuánto tiempo le llevaría aquello? ¿Media hora? ¿Una hora?

Se levantó, fue a la cocina y se sirvió una taza de café. Como si la cafeína fuera a ayudarla.

Se sentó de nuevo y posó las manos sobre el teclado, pensando. Empezaría por lo más fácil, por el banco donde tenían una cuenta conjunta.

Hizo clic en la dirección del menú «Favoritos» y enseguida se abrió la página de bienvenida del banco, pidiendo un número de cuenta y una contraseña.

Miró de nuevo el teléfono, la fotografía, los números…

Tecleó el primero en el ordenador, un ocho, mientras apoyaba el dedo anular en el asterisco sobre el número…, pensando en algo…, aquel ordenador…

Se acordó de Julia, del día en que vino a este apartamento porque se suponía que se había quedado sin Internet en casa, para mirar sus correos. Recordó que Julia se había sentado en aquella silla, ante aquel ordenador, ante aquel teclado.

Ahora se daba cuenta. Julia no había estado mirando sus correos, sino insertando un mecanismo de espionaje, capturando las pantallas de Kate, interviniendo subrepticiamente su servidor de manera que todo lo que escribiera les llegara a ella y a Bill, que ahora veían todo lo que ella hacía en el ordenador, los números de cuentas y las contraseñas, sus saldos bancarios y carteras de acciones, sus reservas de avión y hoteles.

Los Maclean habían estado rastreando la actividad de aquel ordenador, pero las reservas del viaje a Ámsterdam se habían hecho desde otro.

¡Claro! Los Maclean no sabían adónde iban los Moore ni por cuánto tiempo ni por qué. Y es que Dexter había hecho las reservas desde su oficina. Desde su oficina dotada de todo tipo de medidas de seguridad, desde su ordenador, al que era imposible acceder. De modo que el FBI no sabía si Kate y Dexter estaban escapando, de camino a la Isla de Man, a Hamburgo o a Estocolmo. Por lo que ellos sabían, muy bien podían estar iniciando una vida de huida permanente, con pasaportes falsos y bolsas llenas de dinero en metálico.

De manera que los habían perseguido, nerviosos, para asegurarse de que el sospechoso no desaparecía.

Kate levantó las manos de las teclas contaminadas, de aquel peligro en potencia.

—¡Hola, Claire! Soy Kate. Kate Moore.

—¡Kate! ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias. —Kate vio un rostro que le resultaba familiar pasando junto a la cabina pública—. Claire, tengo que pedirte un favor, algo especial.

—Lo que quieras, guapa. Lo que necesites.

—¿Me prestarías un ratito tu ordenador?

La mesa de trabajo de Claire estaba en un rincón debajo de la escalera, ante una ventana que daba a la carretera, el espacio menos atractivo de la espaciosa casa situada en un barrio residencial. Kate vio pasar un coche y se preguntó si Julia o Bill terminarían haciendo su aparición, caminando agazapados por la calle, siguiéndola.

Entró en el buscador de Internet y empezó con los grandes bancos, anunciados por toda la ciudad y también en las afueras, en las azoteas de los edificios, en las pancartas de festivales, en los dorsales de carreras ciclistas.

En el papel de Dexter había dos números de cuenta. El primero venía con un nombre de usuario y una contraseña, además de otros datos. El segundo venía solo, así que Kate decidió ni intentarlo. No tenía sentido.

Pero el primero sí dio resultado. Fue casi demasiado fácil, demasiado rápido. Diez minutos después de empezar a buscar, con el quinto banco que probó, resultó que el número de cuenta era válido.

Tomó aire y contuvo la respiración mientras introducía la contraseña…, también correcta.

Después tenía que seleccionar una imagen de entre unas treinta, lo que explicaba la palabra «perro» en el trozo de papel. A continuación tuvo que completar un puzzle con ayuda de las letras que Dexter había escrito. Entonces se abrió una ventana de diálogo:

Accediendo a su cuenta.

Un momento, por favor.

Accediendo a su cuenta.

Un momento, por favor.

Entonces la pantalla se apagó.

A Kate le entró el pánico y miró a su alrededor enseguida, preguntándose si no…

La pantalla se encendió de nuevo mostrando el extracto de la cuenta, información básica, minimalista, que Kate leyó con avidez asimilando lo que había que asimilar.

Titular de la cuenta: LuxTrade, S. A.

Dirección postal: Rue des Pins 141, Bigonville, Luxembourg.

En la página no figuraban cifras ni cantidades algunas, solo esta información general que no decía ni probaba nada. Kate se desanimó.

Entonces reparó en una pestaña que decía: «Activos», así que cogió el ratón, lo desplazó hasta allí e hizo clic. Esperó el desesperante milisegundo de rigor en que no ocurre nada y después el aterrador microsegundo en que la ventana se quedaba en blanco. Y entonces apareció una nueva, blanca y azul, con solo dos líneas de texto:

Saldo de la cuenta de ahorros:

409.018,00 EUR.

Eso era mucho dinero, pero ni se acercaba a los cincuenta millones de euros. Kate suspiró aliviada y se reclinó en la silla, apartándose un poco del ordenador. Fuera lo que fuera que Dexter estaba haciendo, no era robar cincuenta millones de euros.

Miró la pantalla, barajando hipótesis, buscando explicaciones…, preguntándose qué significaría aquello, la enorme diferencia entre cuatrocientos mil y cincuenta millones…

Fue entonces cuando reparó en la otra pestaña.

Conducía por Luxemburgo a gran velocidad en el deportivo del marido de Claire, dirección oeste-noroeste, carretera de doble carril y un breve tramo de autopista, pasando rotondas, incorporándose, acelerando y frenando, avanzando. Nada en la radio, ni música ni cultura francesa, perdida en el laberinto de sus pensamientos, llegando a un punto muerto detrás de otro.

Había estado un minuto entero incapaz de apartar los ojos de la pantalla, boquiabierta.

Saldo actual de la cuenta:

25.000.000 EUR.

Después había salido de la página y borrado el historial, eliminado las
cookies
, salido del programa y reiniciado el disco duro, pensando en cuáles serían sus siguientes pasos.

Fue hasta la cocina con una sonrisa forzada. Claire se había quedado un poco cortada cuando Kate le pidió que le prestara el BMW de Sebastian. «Mi coche ha estado haciendo un ruido raro —había dicho—, y hace un tiempo malísimo. Odiaría quedarme tirada en un día así. Mañana llevaré mi coche al taller».

La carretera hacía pendiente conforme se adentraba en el valle del río Petrusse, que discurría hacia el interior del país. Al otro lado del río aparecían de nuevo suaves colinas, cimas de lenta inclinación, mesetas y hoces creadas por arroyos para después subir otra vez.

Había una gran diferencia entre los cincuenta millones de euros que el FBI creía que Dexter había robado y los más de veinticinco que había en sus cuentas. La mitad, para ser exactos. Pero esta diferencia era de grado, no de magnitud, y la idea subyacente era la misma: mucho dinero. Una cantidad que no se gana trabajando.

Atravesó el bosque a gran velocidad, los árboles muy cerca de la carretera, sus delgados troncos y corteza clara alargándose hacia el cielo, buscando la luz. De pronto se volvieron más blancos y claros, era una de esas zonas recubiertas de escarcha tan comunes en el campo en días como aquel, cuando la temperatura no llegaba a los cero grados y la niebla del amanecer seguía aferrada a todas y cada una de las superficies encima, debajo y alrededor, congelándose y atrapándolo todo —árboles y arbustos, ramas y agujas de pino, letreros indicadores y farolas— en un hielo blanco y turbio, brillante y cegador. De otro mundo.

Tenía que haber una razón que justificara aquello. Dexter era un buen hombre y, si había hecho algo malo, tenía que haber una explicación.

Después de todo, ella había hecho la cosa más horrible del mundo. Y no por ello era una mala persona. ¿O sí?

La mitad de cincuenta millones…

El coche avanzaba con decisión por el paisaje inconfundiblemente desolador de las tierras de cultivo e invierno, vacías, estériles y llanas, incluso las construcciones de menor tamaño parecían gigantes en comparación, establos, graneros y casas de una sola planta pegadas a la carretera, que había sido antes un camino medieval, más tarde ampliado como paso de carruajes en el Renacimiento, después ampliado una vez más y por fin asfaltado en el siglo XX para permitir la circulación de automóviles. Esta última forma era la más breve de sus encarnaciones y no suponía más del cinco por ciento de la existencia total de la calzada, otro pedazo de historia de Europa contenido en una estrecha carretera.

Other books

The Fiancé He Can't Forget by Caroline Anderson
The Lemon Tree by Helen Forrester
Embracing Everly by Kelly Mooney
The Scarred Earl by Beacon, Elizabeth
Sweet Jiminy by Kristin Gore
The Chinese Jars by William Gordon
Feel the Burn by MacDonald, Nicole